—¡Tres reyes de una tirada! —anunció el joven granuja.
Y, tras una pequeña ojeada al comisario que recogía los dados, añadió:
—¡Le toca a usted, señor Maigret!
Éste dejó caer dos nueves y un diez. Preguntó, recogiéndolos:
—¿Me conoces?
—Se conocen sus hazañas, ¿verdad? —replicó el otro suavemente—. ¡Tres sotas! ¿Las deja? ¿Qué bebe? ¡No le han debido ofrecer gran cosa ahí arriba! Aparte de vino azucarado como un jarabe de grosella.
En aquel caso, no podía hacer otra cosa: mantener su sangre fría y sobre todo no mostrar su estado de mal humor. Maigret siguió fumando su pipa a pequeñas chupadas, cogió una segunda cerilla, porque su oponente, con aire angelical, había sacado tres damas.
—¿Verdaderamente no se acuerda de mí? ¡No valía la pena haberme interrogado cierta noche desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana!
Cada vez estaba más alegre. Hablaba bien y lo sabía. Sobre todo tenía una sonrisa tan cándida, cuando quería, que era difícil enfadarse con él.
—Un asunto de coca… ¿No cae todavía? Ya hace algunos años… Yo era ordenanza en el Célis, calle Pigalle, y usted quería como fuera tirarme de la lengua… ¡Tres reyes en dos tiradas! Eso está mejor. ¡Bien! Dos nueves… Páseme una cerilla.
Y, tras haber pedido un aperitivo con el mismo aire despreocupado y alegre a la vez, atacó:
—Entonces, ¿qué me dice de la hermana?
La taberna estaba casi vacía. Sólo un borracho se obstinaba en jugar a la máquina tragaperras y el dueño aprovechaba para llenar cuartillos con los fondos de las botellas.
—Ha debido ver el truco desde el primer momento, ¿no?
Ahora ya hacía más de cuatro años que Maigret no había oído este acento canallesco y casi tenía ganas de sonreír, como un exilado que encuentra a alguien de su país.
—Por el respeto que le debo, sea dicho entre nosotros, ¿espero que no se haya dejado embaucar?
Era preciso dejarle venir. Para ganar tiempo, Maigret siempre podía beber un trago de cerveza o vaciar su pipa y llenar una nueva.
—Estaba seguro de que echaría mano de un truco un día u otro. Estas crisis se anuncian con bastante antelación… Pero no me figuraba que molestaría a un gran personaje como usted… ¡Cuidado, señor Maigret! ¡Toma una dama en vez de una sota! ¡Cuatro sotas! ¿Las deja?
Meneó los dados.
—¡Cuatro reyes! ¿No está en vena o qué? Con respecto a la hermanita, no es culpa suya si es un poco lunática, como se suele decir… Ya de niña recibía cuidados en relación al sonambulismo.
Y, mirando hacia la puerta, exclamó:
—¡Mire! Ahí está su colega… Tal vez sea mejor que les deje solos.
Se apartó ante Jérôme Lacroix que acababa de bajar de un taxi y entraba. Los dos hombres se miraron: el joven pillastre siempre con su desarmadora sonrisa, el policía del Quai des Orfèvres frunciendo el ceño.
—Buenos días, tío… ¿Qué ha venido a hacer aquí ése?
—¿Quién es ése?
—Luisito… Debiste conocerle cuando era ordenanza en las boîtes de Montmartre… Un tipo que se cree gracioso y al que trincaré un día de estos…
Jérôme Lacroix, al que Maigret había hecho entrar en la P.J., era un muchacho alto y huesudo, de cabellos espesos, de manos y pies enormes y se le notaba triste, obstinado, presto a dejarse cortar a pequeñas tiras antes que faltar lo más mínimo a su deber.
—¡Ven a sentarte a este rincón, hijo! —dijo Maigret, escogiendo un velador desde el cual podía distinguir el 67 bis—. ¿Conoces a su hermana?
—¿De quién? ¿De Luisito? Precisamente he ido a su casa estos días.
Maigret no pestañeó, pero la noticia no le hizo gracia.
—¿Se trata de la señorita Berthe?
—Sí. Una modista que vive enfrente… ¿La tía está bien?
—Ya me lo has preguntado por teléfono…
—Es verdad… Te pido perdón…
—¿Qué es esa señorita Berthe?
Y Maigret constató con cierta satisfacción que su sobrino pasaba apuros para responder.
—Es una modista.
—Eso ya lo has dicho.
—Es la amante de un tal Albert Marcinelle al que buscamos por haberse cargado a un agente en el bulevar Beaumarchais…
—¿Eso es todo?
—A fe que es todo lo que he podido sacar. Lleva bien su casa. Las informaciones de su portera son excelentes. Con excepción de ese Albert, nunca recibe a ningún hombre en su casa, ni a su hermano, al que puso en la calle de una vez por todas… Pero… De hecho… ¿No será por eso por lo que estás en París?
—¡Sí!
Sorprendido, Jérôme se puso a reflexionar mirando su vaso. No comprendía en qué podía interesar aquel asunto a su tío, que muchas veces se había negado a molestarse por asuntos más serios.
—Ya sabes… En mi opinión… Le echaremos el guante un día u otro y se acabará… Una pequeña crápula que no merece la pena molestarse por ella… Hemos distribuido por todas partes su descripción y me extrañaría mucho si…
—Deberías poner un anuncio en «L’Intran».
Jérôme, decididamente, cada vez entendía menos.
—¿Un anuncio para encontrarle?
—Toma nota del texto: «Albert miércoles 3 y 17». Te las arreglarás para que haya un policía a esa hora en la estación de Calais… Si nuestro Albert está…
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Crees que estará?
—Apostaría diez contra uno a que no.
—¿Entonces?
—¡Entonces nada! Abraza a tu mujer y a tu hijo de mi parte… De hecho, si hay algo nuevo, tendrás la amabilidad de telefonearme al hotel Concarneau… Tres casas más allá…
—Hasta la vista, tío…
Y Maigret pagó las consumiciones, con aire ya menos torpe que por la mañana, porque le parecía que aquello empezaba a marchar.
En suma, para traducir poco más o menos su impresión, era demasiado simple por un lado, por el lado de la policía, y demasiado complicado por el otro, es decir, por el lado de la señorita Berthe. Había, no lejos de allí, un pequeño restaurante de chóferes con dos mesas en la terraza y, como una de ellas estaba libre, se instaló y descubrió en la carta fricando con acedera, que era uno de sus platos preferidos.
El aire olía tanto a primavera, con bocanadas tan cálidas y perfumadas que hacía subir la sangre a la cabeza y daba ganas de echarse una siesta en las hierbas con un periódico sobre la cabeza.
A las dos, Maigret estaba en el hotel Concarneau y obtenía, no sin apuros, una habitación en el sexto, en la parte delantera, justo enfrente al balcón de la señorita Berthe.
Cuando fue a la ventana, estuvo a punto de enrojecer, porque la joven estaba probando un vestido a una cliente y se la veía, en la azulada oscuridad, medio desnuda.
Se preguntó varias veces si no lo hacía exprofeso e incluso si no le había visto en su habitación. Pero ¿no bastaba la temperatura para explicar por qué la joven dejaba la ventana abierta de par en par?
Maigret no quitaba los ojos de allí, por así decirlo, y en sus actitudes no había nada que no fuese completamente natural.
Después de haber probado a una primera cliente, cogió un vestido azul, pacientemente, retirando una a una las agujas de sus labios, y arrodillándose durante largo tiempo delante de un maniquí de tela negra. Luego se sirvió un vaso de agua, cosió a máquina, levantó la cabeza al oír llamar a la puerta y recibió a una segunda cliente que le traía una tela. Desde el observatorio de Maigret, casi se hubieran podido adivinar las palabras por el movimiento de los labios y comprendió que discutían una cuestión de precio y que era la cliente la que acababa por ceder.
Sólo hacia las cuatro, pensó Maigret en avisar a su mujer que no volvería esta noche, ni tal vez los días siguientes; llamó a la camarera, le entregó un telegrama y aprovechó para hacerse subir una botella de cerveza, porque el fricando había sido acompañado por un queso de Brie que le daba sed.
—O esa joven es muy fuerte —llegaba a murmurar mordiendo el mango de su pipa—, o entonces…
¿O entonces qué? ¿Qué había ido a hacer a aquel horno? ¿Por qué no se había marchado en el tren de las once, como había sido su intención durante un momento?
—Admitamos que dice la verdad, como todo parece suponerlo.
¡Sí! Si era así, ¿qué iba a hacer? ¿Jugar al ángel de la guarda, como los detectives privados americanos que siguen a las nodrizas y a los niños para protegerles de los gangsters?
Aquello podía durar mucho tiempo. Albert no parecía tener prisa en ir a París para matar a su amante y Maigret pensó de repente que no le conocía ni de vista.
¿Y si no fuese cierto? ¿Qué necesidad tenía de llamarle a él? ¿Por qué llevarle hasta aquel rincón de pequeño burgués de París si él estaba tan tranquilo en el campo?
Dejó su grueso abrigo en la habitación. Bajó y se detuvo en la portería del 67 bis.
—¿Está en casa la señorita Berthe?
—Seguramente… No le he visto ni hacer la compra, porque tiene mucho trabajo… Ya que sube, ¿tendría la bondad de entregarle esta carta?
Reconoció la letra de Albert y vio que el matasellos era de Boulogne.
—¡Por lo tanto! —gruñó mientras subía la escalera contestándose así a una objeción que se había hecho.
Llamó. Se le hizo esperar un instante en el descansillo y, cuando se le abrió la puerta, tuvo que pasar a la cocina, porque todavía había un cliente en el probador. La cocina era limpia, como el resto de la casa. En un rincón una botella de Bordeaux blanco destapado y un plato sucio. Oía:
—Un… poco más metido en el talle… Sí… Así… Siempre rejuvenece… ¿Para cuándo podrá tenérmelo?
—Para el lunes próximo…
—Con la mejor voluntad del mundo… En esta estación, todas las clientes tienen prisa…
Luego, la señorita Berthe le liberó con una sonrisa triste.
—¡Ya ve! —dijo—. Hago lo imposible por poner buena cara. Es preciso que la vida continúe a pesar de todo. Pero ¡si supiese cuánto miedo tengo! O más bien cuánto tenía, puesto que desde que usted está aquí…
—Tengo una carta para usted…
—¿De él?
Se la tendió. La leyó, con los ojos secos, labios temblorosos. Luego le pasó el papel.
Querida:
Empiezo a impacientarme. Te prevengo que no esperaré mucho más. No me atrevo a permanecer en Calais, en donde acabaría por hacerme notar. Voy y vengo. Hoy he comido en Boulogne y todavía no sé dónde dormiré. Pero sé que, si no llegas, haré lo que he dicho, a riesgo de ser detenido.
A ti te toca decidir.
ALBERT
—¡Ya ve! —dijo desesperadamente.
—¿Qué dice su hermano de todo esto?
No se sobresaltó, no denotó sorpresa, sino únicamente una tristeza en aumento.
—¿Le ha hablado?
—Hemos tomado el aperitivo juntos.
—Hubiera sido mejor confesárselo todo esta mañana… No es que sea malo… Pero desde muy joven ha estado solo… Se da aires de apache y es incapaz de hacer daño a una mosca… Lo que no es óbice para que le haya prohibido venir aquí, a causa de su clase.
—… Lo que tampoco es óbice para que usted me haya mentido esta mañana…
—Tenía miedo de que pensase cosas…
—¿Qué cosas, por ejemplo?
—No lo sé… ¡Que era una joven de su misma clase!… Tal vez se hubiera negado a ayudarme…
Señaló la carta:
—Usted la ha leído… Está fechada ayer… Nada prueba que desde entonces no haya cogido el tren.
Empezaba a hacer más fresco y el sol se había puesto por detrás de las casas. La señorita Berthe fue a cerrar la puerta-ventana y volvió hacia Maigret.
—¿Le preparo una taza de té?… ¿No?… Como se habrá dado cuenta, trabajo… Siempre he trabajado sola, para lograr una situación… Cuando encontré a Albert, creí que era la felicidad…
Contenía los sollozos, ponía maquinalmente en orden las telas que arrastraba.
—¿No tiene una amiga? —preguntó observando encima de la chimenea la fotografía de una joven rubia.
Ella siguió su mirada.
—Tenía a Madeleine… Pero se ha casado…
—¿No la ve?
—Vive en provincias… Su marido es un señor importante… Albert, para mí, era…
—¿No podría darme una fotografía suya?
No vaciló ni un instante.
—¡Es cierto que no le reconocería si le viese! —remarcó—. Espere… Tengo una foto que nos sacamos en Saint-Malo… En la playa…
Y la sacó de la sopera que decididamente le servía de caja fuerte. Era una fotografía pequeña, como las que se sacan en las playas. Albert, con pantalón blanco, los brazos desnudos, una gorra de tela en la cabeza, se parecía a todos los jóvenes que se encuentran a orillas del mar. En cuanto a la señorita Berthe, se pegaba a él, como ansiosa de dejar brotar su felicidad.
—Está oscuro, ¿verdad? En cuanto se va el sol, el apartamento es muy oscuro. Voy a encender…
En el momento en que acababa de dar al conmutador, llamaron a la puerta. Era la portera con una cesta de provisiones.
—Aquí está, señorita Berthe…
—Póngalo todo en la cocina, señora Morin…
—Las lechugas están frescas… Pero lo que es el gruyere, me he visto obligada…
—¡Hasta ahora!…
Y, cuando estuvieron solos de nuevo, ella se sentó, enhebró una aguja, se puso un dedal.
—¿Qué le ha dicho a la policía? ¿Espero que no le habrá hablado de la carta?
Él tardó en contestar, exprofeso, y ella alzó los ojos, continuó más de prisa:
—Excúseme si no sé demasiado bien cómo van estas cosas… Cuando le escribí… ¿Supongo, verdad, que, puesto que le he llamado, es un poco como un abogado?…
—¿Qué quiere decir?
—Que existe el secreto profesional… Se lo digo todo… Le enseño las cartas… ¡Oh! ¡No me importaría que le detuviesen! ¡Para mí sería el único medio de estar tranquila!… Pero no quisiera que fuese por mi causa… Así, si ahora se hiciesen búsquedas en Calais y en Boulogne…
No la ayudaba. No sabía cómo decirlo. Cosía el bajo de un vestido con una aplicación exagerada.
—¿Qué prefiere? —preguntó lentamente Maigret.
—¿Cómo?
—¿Que le detengan o que pase la frontera?
Le miró con sus ojos tranquilos, confiados.
—¿Qué es lo que piensa?
—¿Qué le ocurrirá si le detienen? ¿Qué peligro corre en este momento?
—Si se prueba… En fin, si ha disparado, evidentemente se arriesga a la guillotina…
Ella volvió la cabeza, se mordió los labios.
—Entonces… preferiría que pasase la frontera… Aunque, un día u otro, volverá para buscarme… Y, si me niego a seguirle, él…
Maigret tenía en la mano la foto de los dos enamorados, y observaba sobre todo el rostro del joven, un rostro bastante vulgar, de cabellos rizados.
—Evidentemente por su parte, usted no le ha escrito…
—¿Cómo podría hacerlo si no conozco su dirección?… ¿Y para decirle qué?…
Era difícil imaginarse que se vivía en el marco de un drama, siendo la atmósfera tan apacible. Por momentos, Maigret hubiera podido creerse en su casa, frente a la señora Maigret, ocupada en remendar calcetines o cosiendo, porque era la misma calma, la misma luz tamizada, los mismos objetos cada uno en su sitio y la misma limpieza.
La única diferencia era que la señorita Berthe era más joven, más bonita, arreglada con una coquetería de buen gusto.
—¿No llegó nunca a dormir aquí? —preguntó por decir algo.
Y ella respondió con sabrosa ingenuidad:
—No por la noche…
—¿A causa de la portera?
—Y de los vecinos. Al lado, vive una pareja anciana muy a caballo sobre las conveniencias. Había, en el cuarto, una joven que recibía mucho y ellos escribieron al propietario para que la pusiese en la calle…
De nuevo se acordaba de que era ama de casa:
—¿De verdad no quiere tomar nada? ¿Qué bebe generalmente?
—No necesito nada, se lo aseguro… Empiezo a creer que se ha alarmado en vano…
Ahora se paseaba, como tenía por costumbre cuando llevaba a cabo algún interrogatorio en su despacho del Quai des Orfèvres, cuando todavía era el comisario Maigret. Lo tocaba todo, maquinalmente, tanteaba los menores objetos, jugaba con las agujas que estaban en la copa de porcelana, ponía la sopera justo en medio del buffet.
—… En mi opinión, cuando vea que no hay nada que esperar, intentará cruzar la frontera belga y todo habrá terminado…
—¿Cree que lo logrará?
—Eso depende. Es evidente que todos los aduaneros y policías tienen su descripción. Pero, si puede pasar por un sendero de contrabandistas…
—¿Es fácil, por ese lado?
—Creo, por el contrario, que es muy difícil, porque es el sector en donde se hace, a gran escala, el contrabando de tabaco… ¡Vamos! Confiese que todavía le ama…
—¡No!…
—Por lo menos que lloraría al saber que ha sido detenido…
—¿No es natural?… Ya hacía diez meses que…
—¡Un matrimonio antiguo, evidentemente! —suspiró no sin una pizca de emoción—. Ahora, voy a dejarla…
—¿Ya?
—¡No tema nada! ¡No estoy muy lejos! Justo enfrente, en el sexto piso del hotel Concarneau… Confieso que he visto a sus clientes de esta mañana en combinación e incluso a una que no llevaba…
—Ignoraba…
La mano de la señorita Berthe, cuando la estrechó, era dulce y tibia.
—Tengo confianza… —suspiró con un poco de tristeza—. Es la primera noche que voy a acostarme tranquila.
En la estrecha escalera, Maigret parecía un gigante torpe. En la acera, en donde todavía había luz, casi chocó con el joven Luisito, que se llevó irónicamente la mano a su sombrero gris claro farfullando:
—Perdón, señor comisario…
Entonces, bruscamente, Maigret tuvo un acceso de mal humor. Se sentía enredado como en una melaza. Quería salir, costase lo que costase, salir sobre todo de la ridícula situación en la que se había metido.
—Tú, ven aquí…
—¿Quiere la revancha al póker? A sus órdenes…
—¿Qué dirías de una vueltecita por el Quai des Orfèvres?
—No estaría mal…
—Pues bien, mal o no, quisiera que me siguieses, y que respondas a ciertas preguntas que te hará el inspector Lacroix…
Luisito no estaba entusiasmado.
—¿Tomamos el metro? —preguntó.
—Tomaremos un taxi.
Maigret no había visto nunca un asunto tan ridículo como aquél, y pensaba que, si su mujer le hubiese visto algunos momentos antes en casa de la señorita Berthe, muy difícilmente se hubiera creído que estaba allí por un deber profesional.
¡Él mismo no estaba muy convencido!
—Sube… ¡Al Quai des Orfèvres, chófer!… A la jefatura, sí…
Jérôme le tiraría de la lengua a aquel Luisito demasiado irrespetuoso y ya se vería lo que sacaba. En cuanto a la señorita Berthe, era difícil pensar que realmente corría peligro, dado que Albert seguía vagando entre Calais y Boulogne.
—Ya conoces el camino… A la derecha ahora… El último despacho al final del pasillo…
Un despacho que Maigret había ocupado en sus comienzos cuando todavía no había electricidad en la casa.
—Espérame un instante…
Jérôme estaba allí, haciendo un informe.
—¿Quieres «cocinar» al granuja que te he traído? Sabe más de lo que aparenta…
—Bien, tío…
El granujilla chuleaba, como siempre, y ni siquiera se había quitado el sombrero. Se permitió el lujo de encender un cigarrillo que Maigret le quitó de los labios.
—Dime, pequeño… ¿Quieres decirme dónde estabas la noche del robo en el bulevar Beaumarchais?
—¿Qué noche era?
—La noche del lunes al martes…
—¿De qué mes?
Se hacía el tonto. Maigret casi echó de menos el tiempo en el que se hubiera podido permitir, para enseñarle a ser serio, hacerle andar de puntillas.
—¿Dónde estaba?… Espere… Debían hacer una de Marlene Dietrich en el cine de la calle Rochechouart…
—¿Después?
—¿Después?… ¡Espere! Hacían una de dibujos animados y un corto sobre las plantas que brotan en el fondo del mar…
Jérôme tenía la suficiente paciencia como para llevar el interrogatorio durante horas. Era Maigret el que ya tenía bastante.
—¿Estabas enterado?
—¿De qué?
—¡Del truco!
—¿Qué truco?
Por un poco, no recibió el puño del ex comisario en plena cara. Maigret se contuvo a tiempo.
—¿Tienes coartada?
—¡Una buena! Estaba acostado…
—¿Estabas en el cine o acostado?
—Primero en el cine… Luego me acosté…
Maigret tenía preparadas otras preguntas, pero carecía de título para actuar y su sobrino no parecía estar muy tranquilo.
—¿No serás el cuarto granuja al que no se ha encontrado?
El otro escupió solemnemente y profirió:
—¡Lo juro!
En el mismo momento, sonaba el timbre del teléfono. Jérôme descolgaba, parpadeaba:
—¿Cómo dice?… ¿Está seguro?…
Colgó, se levantó, no supo qué hacer con Luisito, al que dejó en su despacho, y arrastró a Maigret al pasillo.
—Me avisan de la policía de Socorro que acaban de golpear a una mujer en el sexto piso…
—67 bis, calle Caulaincourt… —acabó su tío.
—Sí… La portera declara que ha visto salir a un hombre que perdía mucha sangre… La escalera está llena de sangre… ¿Qué hacemos?
Porque Jérôme, respetuoso con los reglamentos, estaba muy molesto con respecto a Luisito, que estaba allí no muy legalmente.