«Señor Comisario:
»Me doy cuenta, créame, de la audacia que hay que tener para turbar su retiro y me doy tanta más cuenta cuanto que he oído hablar de su encantadora casa a orillas del Loire.
»Pero ¿no me perdonará cuando le haya dicho que para mí se trata de una cuestión de vida o muerte? Estoy sola, en pleno París. El gentío se agita a mi alrededor. Voy y vengo como las demás jóvenes y, sin embargo, de un segundo al otro ocurrirá el drama; ¿una bala proveniente de Dios sabe dónde, tal vez una puñalada en la espalda? La gente me verá caer; se llevará mi cuerpo a alguna farmacia antes de trasladarlo al depósito. Esto sólo comportará algunas líneas en los periódicos, si es que se dignan hablar de ello.
»Y, sin embargo, señor comisario, quiero vivir, ¿entiende? ¡Soy joven! ¡Soy vigorosa! ¡Ríe gusta catar todas las alegrías de la existencia!
»Sin duda se extrañará al recibir esta carta en su ermita, de la cual es tan difícil obtener la dirección. Sepa, pues, que soy la sobrina de un hombre que ha sido durante mucho tiempo colaborador suyo en la Policía Judicial y que murió a su lado, poco tiempo antes de que usted cogiese el retiro.
»Se lo suplico, señor comisario, responda a mi llamada: ¡Sacrifíqueme algunos días o algunas horas! Es una joven la que se lo pide con toda su alma, que se arrodilla ante usted porque no quiere morir.
»El martes y el miércoles estaré a las diez de la mañana en la terraza del café de Madrid. Llevaré un sombrerito rojo. Por otra parte, si viene, yo le reconoceré, porque tengo una fotografía de usted con mi tío.
»¡S.O.S.!… ¡S.O.S.!… ¡S.O.S.!…».
* * *
Maigret estaba furioso. En primer lugar porque su primer movimiento, cuando se había dejado enternecer, era siempre un movimiento de cólera ante su vista. A continuación, sin razón, había preferido no hablar de aquella carta a su mujer y se sentía un poco avergonzado por haber inventado un pretexto para ir a París. En tercer lugar, su precipitación en acudir a aquella cita era la prueba de que no se sentía tan feliz en su jardín como quería hacer creer y que, como un principiante, se embalaba ante el primer misterio que surgía.
En fin, como acontece muy a menudo en la vida, tenía una ridícula y pequeña razón material con respecto a su cólera. Cuando había abandonado Meung-sur-Loire, a las siete de la mañana, una niebla verdaderamente helada pesaba sobre el valle y Maigret se había endosado un grueso abrigo de invierno.
Ahora bien, ahora que estaba sentado en la terraza del café de Madrid, un picante sol de mayo bañaba los Grandes Bulevares en los que no evolucionaban más que siluetas primaverales.
—En primer lugar —se decía—, esta carta huele demasiado a literatura para ser sincera. En cuanto al colaborador muerto a mi lado poco antes de mi retiro, sólo puede ser el brigadier Lucas y nunca me había hablado de una sobrina…
La terraza estaba desierta. Estaba completamente solo ante un velador y, no sabiendo qué beber, porque ya había tomado su café en la estación de Orléans, había pedido cerveza.
—Felizmente no vendrá y podré coger el tren de las once.
En el momento preciso en que el reloj de la encrucijada Montmartre marcaba las diez, un sombrerito rojo se deslizó entre la gente y un instante después una persona joven un poco regordeta se sentaba al lado de Maigret, que notaba en seguida su jadeante respiración.
—Excúseme… —resoplaba llevándose la mano a la parte izquierda del pecho en donde el corazón debía latir desacompasadamente—. Sigo teniendo tanto miedo…
Y añadía, mostrándole un rostro que se esforzaba en sonreír:
—Pero, desde el momento en que usted está aquí, ¡se ha acabado!… Le prometo ser valiente…
Todo aquello sólo había durado algunos segundos, y Maigret todavía estaba asombrado por tener a su lado aquella viva estampa de mujer cuyas manos tanteaban nerviosamente un bolso de cocodrilo. Como el camarero les miraba, él preguntó:
—¿Qué toma?
—Algo fuerte, si me permite…
—¿Coñac?
—Como quiera… Estaba segura de que vendría… Lo que me asustaba era el pensar que tal vez no llegase a tiempo…
—¿Es sobrina de Lucas?
—Sí… Ya pensé que lo adivinaría… Su sobrina segunda, más exactamente… Si no le di mi nombre y mi dirección, es porque temía que en correos…
En el mismo momento, miraba fijamente algo, a alguien más bien, un joven que acababa de sentarse en la terraza, algunas mesas más lejos. Maigret se percató de que la angustia aparecía en los ojos de la joven y farfulló:
—¿Es él?
—¿Quién?
—El tipo que está allá…
Pero se rehacía en seguida. Sonrió.
—¡Claro que no!… Se equivoca… Únicamente que, desde que aparece la silueta de un hombre, sobre todo con impermeable beige, me sobresalto a pesar mío…
Notó que en lugar de apurar la copa de un trago, se mojaba lentamente los labios. El aire irónico y un poco despectivo del camarero no le pasó por alto y comprendió que tenía la facha de un señor de cierta edad amante de la lozana juventud.
—Me llamo Berthe… —decía la joven, a la que parecía no gustarle el silencio—. Tengo veintiocho años… Ahora que acepta ocuparse de mí, estoy dispuesta a contárselo todo…
Su sombrerito rojo la hacía tan chispeante como la primavera, pero, sin embargo, se percibía en ella la seguridad de una buena mujercita que sabe lo que quiere.
—Porque acepta, ¿verdad, señor comisario?
—Todavía no sé nada de su historia…
—¡La conocerá! ¡Lo sabrá todo! No me dejará ya mucho tiempo en la angustia…
¿Era la presencia del joven con impermeable lo que la impedía estar a gusto? Su cabeza giraba en todas direcciones. Su mirada seguía a los transeúntes entre el gentío, volvía a Maigret, a la copa de coñac, al joven, y siempre se esforzaba nerviosamente en sonreír.
—¿Le molestaría venir a mi casa? No está muy lejos de aquí… Calle Caulaincourt, en Montmartre… En taxi, llegaremos en seguida…
Y Maigret, siempre desagradable, porque la situación le parecía ridícula, golpeó el velador con una moneda; se percató, al abandonar la terraza, de que el joven de beige llamaba a su vez al camarero.
* * *
Era el 67 bis, no lejos de la plaza Constantin Pecqueur, entre una panadería y el tenderete de un carbonero. Una casa de Montmartre, como la mayoría de las casas de Montmartre, con la portería cerca de la puerta de entrada, una alfombra rojiza y usada en la escalera, paredes de falso mármol amarillento y dos puertas con aldaba de cobre por piso.
—Me siento confundida por hacerle subir tan arriba… Es arriba del todo, en el sexto, y no hay ascensor…
Una vez en la alfombrilla, sacó una llave de su bolso y casi en seguida se produjo el encanto. La primavera de los Grandes Bulevares palidecía y carecía de sabor al lado de la primavera que se descubría en aquel piso inclinado por encima de los techos de París. Abajo, la calle Caulaincourt, por donde desfilaban autobuses y camiones, era como un río oscuro y se compadecía a los que gravitaban tan lejos del aire y del sol.
Una puerta-ventana estaba abierta sobre un largo balcón de hierro. Rodeando completamente este balcón, los geranios parecían sangrar bajo la luz y un canario saltaba en su jaula, en donde todavía había colgado un poco de alsine de la mañana.
—Póngase cómodo, señor comisario… ¿Me permite que me pase un poco el peine?… Me he vestido de cualquier manera, preguntándome si vendría…
Todas las puertas estaban abiertas, se veía el piso entero. Se componía de tres habitaciones muy bien amuebladas y de una meticulosa limpieza, con muchas telas claras que todavía las hacían más agradables. La señorita Berthe, que se había quitado la chaqueta de su traje sastre, aparecía con una blusa amarilla con florecitas cuya tela estaba tensa a causa del pecho.
—Deme su abrigo… Siéntese, se lo ruego… No sé dónde estoy… ¡Estoy tan contenta de verle! Tengo la impresión de que la pesadilla ha terminado…
Y, en efecto, la alegría estallaba en su rostro. Sus húmedos ojos brillaban. Sus labios carnosos y rosados se entreabrían en una sonrisa.
—En seguida comprenderá… No sé por dónde empezar, pero no importa, ¿verdad? Porque está acostumbrado… Le ha bastado ver esta habitación, con la máquina de coser y todos estos trozos de telas, para adivinar que soy modista… Incluso le voy a confesar algo más: sobre todo hago vestidos que mis clientes, que son personas de muy buena posición, me piden que copie de modelos que traen ellas y que provienen de las grandes casas. ¿No me traicionará?
Desbordaba tanta vida que no daba tiempo a pensar, ni de seguir todos los cambios de su fisonomía. Y Maigret, una vez más, estaba un poco avergonzado por encontrarse allí, en aquella atmósfera de feminidad y de juventud, como un hombre casado que hace calaveradas.
—Ahora, es preciso que haga una confesión más grave… Me da vergüenza, pero es necesario… A mi tío Lucas nunca se lo hubiera podido decir… He aquí, comisario: no soy una joven lista… Tengo, o mejor tenía, un amigo… Y es precisamente a causa de él que…
La vergüenza de Maigret se tornó confusión. ¿Había sido lo bastante ingenuo para creer por un instante en un caso serio, mientras que se trataba de una muchacha romántica a la que un enamorado había amenazado en la esperanza de hacerla volver a él?
Ella seguía, con desparpajo:
—Le conocí el verano pasado en Saint-Malo, en donde yo pasaba mis vacaciones… Es un joven de buena familia, el hijo de un industrial que ha tenido que declararse en quiebra… Durante toda su infancia ha sido mimado como un niño rico; luego, de repente, a los veintitrés años, ha tenido que trabajar…
—¿Qué es lo que hace? —preguntó Maigret sin convicción.
—En Saint-Malo, vendía automóviles por cuenta de un gran garaje… O mejor, intentaba venderlos, porque no le iba demasiado bien… Y Albert —se llama Albert— tiene horror a importunar a la gente. Poco después de mi regreso a París, él llegó a su vez y se puso a buscar una plaza…
—¡Perdón! ¿Se alojaba aquí?
Y la mirada de Maigret se dirigía a la puerta abierta del dormitorio, en donde se veía un armario de luna y un suelo cuidadosamente encerado.
—No… No quise… Estaba en una pequeña habitación en un hotel de la calle Lepic… Venía a menudo, pero solamente durante el día…
—¿Era su amante?
Enrojeció e hizo un signo afirmativo. Se levantó, preguntando a Maigret si quería un vaso de vino.
—Sólo tengo blanco… Bordeaux dulce… No sé ni dónde lo he puesto… tampoco sé cómo vivo… ¡Escuche! Le pido permiso para abreviar, porque siento que me voy a salir de mis casillas… ¡Me equivoqué con respecto a Albert, ahí está! Comprendí con bastante rapidez que no buscaba seriamente trabajo y que se pasaba la mayor parte del tiempo en bares poco recomendables… Varias veces le he visto estrechar la mano a personas más que sospechosas… ¿Comprende lo que quiero decir?…
Iba y venía. Su voz se cortaba. Se percibía que no tardaría en llorar.
—Hace ocho días hubo un asunto… Lo ha leído en los periódicos, pero seguramente no le prestó atención… Cuatro jóvenes, por la noche, desvalijaron la tienda de un vendedor de aparatos de radio del bulevar Beaumarchais… No se interesaban por el material, demasiado molesto, sino por el dinero que, Dios sabe cómo, sabían que encontrarían en la caja… Se llevaron sesenta mil francos… En el momento de huir fueron vistos por la policía… Uno de los jóvenes hizo un disparo que mató a un agente…
Maigret, de repente, había recobrado su aplomo y se hubiera dicho que su silueta se había hecho más pesada, su mirada más firme. Maquinalmente encendía su pipa, que hasta entonces no se había atrevido a sacar del bolsillo.
—¿A continuación…? —dijo con una voz que la señorita Berthe no le conocía todavía.
—Detuvieron a dos de los ladrones… Dos individuos bien conocidos por la policía, el uno bajo el apodo de Granizado, el otro bajo el de Marsellés… Dos jóvenes, casi dos principiantes, que tienen su cuartel general al lado de la plaza Blanche, que Albert frecuentaba…
—¿Quién disparó? —preguntó Maigret fijándose en el canario a través del humo de su pipa.
—No se sabe… O mejor se encontró el revólver en la acera y es el revólver de Albert… Era muy fácil de reconocer puesto que se trataba de un arma que le había quitado a su padre y que llevaba su nombre… El padre se dio a conocer, cuando lo leyó en los periódicos… Le interrogaron en el Quai des Orfèvres…
—¿Y Albert?
—Se le busca. Usted sabe mejor que yo cómo ocurren estas cosas. Supongo que han distribuido por todas partes su descripción. Y es a causa de esto…
Se enjugó los ojos y se plantó por un instante en el balcón. Volvió la espalda a Maigret, que vio sus hombros sacudidos como por un sollozo.
Cuando se giró estaba pálida, los rasgos tensos.
—Hubiera podido ir a decir la verdad a la policía, pero tuve miedo… En usted, señor Maigret, tengo confianza, porque sé que no me traicionará… ¡Tenga!…
Abrió una sopera de falso Rouen que estaba sobre el buffet y sacó de ella una carta que tendió a Maigret. Leyó, en una letra desigual con tinta violeta:
Mi pequeña Berthe:
Como verás por esta carta, estoy en Calais, en donde tengo que pasar la frontera lo antes posible. Pero he decidido no marcharme sin ti. Por lo tanto, te espero. Sólo tienes que poner en «L’Intran» un anuncio que diga: «Albert, tal día, tal hora» y yo estaré en la estación de Calais. Prefiero advertirte en seguida que, si enseñases esta carta a las «moscas», sabría vengarme. Lo que he hecho, lo he hecho por ti. Por lo tanto, ya sabes cuál es tu deber.
Te hago responsable de todo lo que pudiese ocurrirme. Te advierto también que, antes de marchar solo, te impediría ser de otro.
Comprende si puedes.
TU ALBERT
—¿Por qué no ha ido a Calais? —preguntó Maigret con aire ingenuo.
—Porque no quiero ser la mujer ni la amante de un asesino. Creía amar a Albert. Le tomaba por un muchacho honrado que no había tenido suerte. Le he ayudado tanto como he podido.
Su labio inferior temblaba. La crisis de lágrimas estaba próxima.
—Ahora sé que no me quería, que sólo quería mi dinero… Porque no ignora que tengo unos ahorros, más de quince mil francos en la Caja de Ahorros…
Las lágrimas brotaron:
—¡Nunca me ha querido, ya lo ve usted! ¡Y sufro! ¡Tengo miedo! No quiero ir allí… La idea que tiene… que tiene…
Maigret se levantó torpemente y palmeó la espalda de la señorita Berthe, que había puesto los codos sobre la mesa y que lloraba, con el rostro entre las manos. Por otra parte, casi en seguida se indignó.
—Alguien de la policía ha venido a interrogarme… Por chiripa no me han encerrado como cómplice… No he hablado de la carta, porque entonces estoy segura de que me hubiese visto inquietada… Pero ¡tengo miedo!… ¡Estoy segura de que volverá desde allí y me hará alguna mala pasada!… Una vez, porque un gato rozaba sus piernas, le cogió tan brutalmente que el pobre animal quedo cojo… Hubiera hecho cualquier cosa por él… Si le hubiese visto, hubiese creído, como yo, que era…
—¿Verdaderamente no conocía al joven que se encontraba con nosotros en la terraza del Madrid? —interrumpió Maigret.
—¡Lo juro!
—Es curioso…
—¿Por qué?
Se había plantado delante del balcón, desde donde se veía la plaza Constantin Pecqueur. Y allá, justo en la esquina de la calle Caulaincourt, podía ver el famoso impermeable beige que recorría la calle.
—No lo sé… Una idea…
—¿Qué idea?… ¡Dígamela!… ¡Tranquilíceme!… Prométame, señor comisario, que va a protegerme… Necesito saber dónde está Albert… ¡Si por lo menos estuviese segura de que ha franqueado la frontera!…
—¿Qué haría? —gruñó.
—Respiraría más libremente… Si no, sé que me matará, como…
Y alrededor de Maigret estaba como una quintaesencia de aquel pequeño mundo de Montmartre que trabaja valientemente, contentándose con pequeñas alegrías. Sobre una mesa de cocina se veía una chuleta que iba a servir para el almuerzo y un sobre que contenía apio en salsa picante comprado en la mantequería, así como una natilla en un plato de loza azul.
Cerca de la máquina de coser, un vestido empezado, un traje de noche de organdí sembrado de capullos primaverales. En una copa de porcelana, agujas, botones, un lápiz, tiza de sastre y algunos sellos.
Una pequeña vida, en suma, soleada por aquel balcón colgado por encima de la ciudad.
La señorita Berthe refunfuñaba, mostraba sin coquetería una nariz enrojecida, unas mejillas brillantes.
—Ya sé que soy tonta, que digo las cosas demasiado simplemente, como me vienen… Lo que no es óbice para que, si usted no me ayuda, estoy segura, ¿entiende?, tenga que ir uno de estos días a reconocerme al depósito… ¡Es mi primer amante, señor comisario!… Hasta aquí, seguía siendo espabilada, créalo o no… Quería casarme, tener hijos… ¡Sobre todo tener hijos! Y ahora…
—Me ocuparé de esto, mi pequeña —dijo Maigret con voz torpe porque siempre había tenido horror a las efusiones.
Ahora bien, todavía no había acabado cuando ella le cogía la mano y se la besaba.
—¡Gracias, comisario! Pero dígame una cosa más… No soy un monstruo, ¿verdad? Le amaba, es cierto… Pero al que amaba era al honrado muchacho que veía en él… No le traiciono por traicionarle… La prueba está en que no he querido decir nada a la policía… Usted, es diferente… Le he llamado para protegerme, porque tengo miedo, porque soy demasiado joven para morir.
De nuevo se había apartado de ella y, de pie en el balcón, le volvía la espalda mientras su cabeza se aureolaba de humo de pipa.
—¿Qué va a hacer? —proseguía ella—. Naturalmente, yo pagaré los gastos. No soy rica, pero ya le he dicho que tengo un poco de dinero…
—¿No es un hotel, la casa que está justo enfrente?
—El hotel Concarneau, sí…
—¡Pues bien! Probablemente me voy a instalar ahí… Un buen consejo: salga lo menos posible…
—No saldré en absoluto si usted quiere, salvo para comprar…
—¿No puede hacer las compras por medio de la portera?
—Se lo preguntaré…
—Vendré a verla por la noche… Lástima que no conociese a ese joven…
—¿A qué joven?
—Al que le ha seguido hasta el Café de Madrid y que está de guardia en la esquina de la acera.
—A menos… —empezó ella abriendo desmesuradamente los ojos.
—¿A menos?
—… A menos que sea un cómplice de Albert… Suponga que en lugar de venir él mismo, ha encargado a uno de sus amigos…
—¡Hasta ahora! —gruñó Maigret dirigiéndose hacia la puerta.
No estaba contento. No sabía por qué. En el descansillo, se quitó un trozo de hilo blanco pegado a su manga. Y, bajando los seis pisos, se preguntaba qué iba a hacer.
Al verle, el joven del impermeable se metió a toda prisa en una taberna que estaba en la esquina de la plaza y Maigret entró tras él, pidió un gran medio, se aseguró de que la cabina telefónica estaba en la misma sala y entró en ella, evitando cerrar la puerta.
—¡Hola!… ¿La P.J.? Póngame al inspector Lacroix, por favor… Sí, Jérôme Lacroix. De parte de su tío Maigret… ¡Hola! ¿Eres tú, hijo? ¿Qué tal? ¿Cómo dices? ¡Tanto peor! Tus asuntos esperarán un poquito… Sube a un taxi y ven a saludarme a la calle Caulaincourt… Espera.
Salió a medias de la cabina y preguntó al dueño:
—¿Cómo se llama su establecimiento?
—El Zanzi-Bar.
Cogió de nuevo el aparato:
—En el Zanzi-Bar… Sí… Te espero… ¡Claro que no! Tu tía se conserva como el Puente Nuevo… Yo también. Hasta ahora…
Volviendo al mostrador, le pareció que una llamita irónica bailaba en los ojos grises del joven que llevaba un traje claro, zapatos de dos tonos y un cinturón de piel de serpiente.
—¿Un póker? —le proponía al dueño.
—No tengo tiempo…
—¿Y usted, señor? ¿Un póker? ¿Va la ronda?
Maigret dudó y, a fin de cuentas, cogió el cubilete con un gesto tan amenazador como si ya le hubiese puesto las esposas a su interlocutor.