Decidió llamar primero al director de la Policía Judicial, lo que sin duda no le hubiera hecho gracia a Coméliau.
—Perfecto, muchacho. Ahora hazme el favor de irte a la cama. Mañana por la mañana nos ocuparemos de todo lo demás. ¿Mandamos venir a los dos jefes de estación?
Los de Goderville y Moucher, que tendrían que reconocer al hombre al que vieran, el uno apearse del tren el 19 de enero, el otro subir a él unas horas más tarde.
—Colombani se ha ocupado de ello. Están en camino.
Jean Bronsky estaba con ellos en el despacho, sentado en una silla. Nunca había habido tantas cervezas y bocadillos en el despacho. Lo que más le sorprendía al checo era que no se molestasen en interrogarle.
Estaba también Francine Latour. Se había empeñado en ir a la comisaría, pues estaba firmemente convencida de que todo era un error. Como se le da un libro de cromos a un niño para que se esté tranquilo, Maigret le había alcanzado el expediente de Bronsky, que la joven leía, no sin lanzar de cuando en cuando una mirada despavorida a su amante.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Colombani.
—Telefoneo al juez y me voy a la cama.
—¿Te dejo en casa?
—No, gracias. No merece la pena que te retrases.
Colombani era consciente de que Maigret volvía a hacer trampa. El comisario dio en voz alta las señas del Boulevard Richard-Lenoir al taxista, pero, a los pocos instantes, golpeó el cristal.
—Siga el Sena en dirección a Corbeil.
Vio rayar el alba. Vio acomodarse a los primeros pescadores con caña en las orillas del río, del que subía un fino vaho; vio las primeras chalanas atascarse en las esclusas y los humos que empezaban a ascender de las casas en un cielo de color nácar.
—Encontrará un mesón río arriba —anunció cuando hubieron pasado Corbeil.
Lo encontraron. Su terraza umbría daba al Sena, y la casa estaba rodeada de cenadores donde debía de agolparse la gente los domingos. El dueño, un hombre de largos mostachos pelirrojos, estaba descargando un barco, y las redes estaban extendidas en el embarcadero.
Después de la noche que acababa de pasar, a Maigret le divertía caminar por la hierba húmeda de rocío, notar el olor de la tierra, el de los troncos que ardían en la chimenea, ver a la camarera, aún sin peinar, trajinar por la cocina.
—¿Tienen café?
—Dentro de unos minutos. En realidad, aún no está abierto.
—¿Tiene costumbre su huésped de bajar temprano?
—Hace ya un rato que la oigo ir y venir por la habitación. Escuche. —Se oían en efecto pasos encima del techo cubierto de gruesas vigas—. Este café es para ella. ¿Es usted amigo suyo?
—Ponga el cubierto para dos.
—Claro. Ya me lo imaginaba.
Todo ocurrió muy sencillamente. Cuando Maigret se presentó, la mujer tuvo un poco de miedo, pero el comisario le dijo amablemente:
—¿Me permite que desayune con usted?
Había dos cubiertos de gruesa loza en el mantel a cuadros rojos y blancos, delante de la ventana. El café humeaba en los tazones. La mantequilla sabía a avellana.
La mujer bizqueaba, desde luego; es más, bizqueaba terriblemente. Ella lo sabía y, cuando la miraban, se azoraba, avergonzada.
—A los siete años —explicó—, mi madre me hizo operar, porque mi ojo izquierdo miraba para adentro. Después de la operación, resultó que miraba para afuera. El cirujano se ofreció para volver a operarme gratuitamente, pero no quise.
Sin embargo, a los pocos minutos, apenas se le notaba. Incluso podía parecer guapa.
—¡Pobre Albert! ¡Si lo hubiera conocido usted! Un hombre tan alegre, tan bueno, siempre deseando complacer a los demás…
—Era primo suyo, ¿no?
—Sí, pero bastante lejano. —Su acento poseía también encanto. Lo que más se advertía en ella era una inmensa capacidad de cariño, y parecía necesitar dárselo a los demás—. Tenía casi treinta años cuando me quedé huérfana. Era una solterona. Mis padres vivían holgadamente, y nunca me había visto obligada a trabajar. Me vine a París porque me aburría yo sola en nuestro caserón. Apenas conocía a Albert. Más que nada, había oído hablar de él. Fui a verle.
Maigret se hacía perfecto cargo. Albert estaba solo también, y ella debía de haberle rodeado de cuidados a los que no estaba acostumbrado.
—¡Si supiera cuánto le he querido! Yo no le pedía que me quisiera, ¿entiende? Sabía que eso era imposible. Pero él me lo hizo creer. Y yo fingía creérmelo, para que estuviera contento. Éramos felices, señor comisario. Estoy segura de que él era feliz. No tenía motivos para no estarlo, ¿verdad? Y precisamente acabábamos de celebrar nuestro aniversario de boda. No sé lo que pasó en las carreras. Albert solía dejarme en la tribuna mientras él iba a la taquilla. Esa vez volvió preocupado, y no paraba de mirar a su alrededor como si buscara a alguien. Quiso que regresáramos en taxi y se volvía continuamente. Al llegar delante de casa, le dijo al taxista que siguiera. No entendí por qué. Le pidió que le dejara en la Place de la Bastille. Se apeó del taxi y me recomendó: «Vuelve sola. Llegaré dentro de una o dos horas». Era porque le estaban siguiendo. Por la noche, no regresó. Me llamó diciéndome que llegaría a la mañana siguiente. La mañana siguiente me llamó dos veces…
—¿El miércoles?
—Sí. La segunda vez para pedirme que no le esperara, que me fuera al cine. Al decirle que no quería, insistió. Casi se enfadó. Así que fui. ¿Los ha detenido?
—Menos a uno, al que no tardaremos en prender. Ahora que se ha quedado solo, no creo que sea peligroso, sobre todo porque ya lo hemos identificado.
Maigret ignoraba hasta qué punto estaba en lo cierto. En aquel mismo momento, un inspector de la brigada de costumbres detenía a Serge Madok en una casa de citas del Boulevard de La Chapelle, una inmunda casa frecuentada por árabes; se había escondido allí la víspera por la noche y se negaba obstinadamente a salir. Cuando se presentó la policía, Madok no opuso resistencia; estaba completamente borracho y hubo que cargar con él hasta el coche de la policía.
—¿Qué hará usted ahora? —preguntó Maigret con dulzura, llenando la pipa.
—No lo sé. Seguramente volveré a mi tierra. No puedo llevar el restaurante yo sola. Y ya no tengo a nadie. —Repitió esta última palabra y miró a su alrededor, como si buscara a alguien en quien depositar su cariño—. No sé cómo me las arreglaré para vivir.
—Suponga que adopta un niño.
La mujer alzó la cabeza, incrédula al principio; luego sonrió.
—¿Cree usted que podría…, que me darían…, que…?
Y la idea tomó cuerpo tan rápidamente en su mente y en su corazón que Maigret se asustó. Si bien no había hablado meramente por hablar, sólo había querido tantear el terreno. La idea se le había ocurrido en el taxi, al ir hacia allí; era una de esas ideas alocadas, audaces, que se acarician en duermevela o en un estado de gran cansancio y que al día siguiente se nos antojan una locura.
—Volveremos a hablar de ello. Porque la volveré a ver, si me lo permite… Además tengo que hacer cuentas con usted, pues nos hemos permitido abrir su restaurante.
—¿Conoce a algún niño que…?
—Verá usted, señora, hay uno que, dentro de unas semanas o unos meses, podría quedarse sin madre.
La mujer se puso muy colorada. También Maigret se ruborizó. Se reprochaba a sí mismo haber planteado tan estúpidamente el tema.
—Un bebé, ¿no? —balbució ella.
—Sí, un bebé recién nacido.
—¿Se quedará solo en el mundo?
—Sí.
—No será necesariamente como…
—Discúlpeme, señora. Tengo que regresar a París.
—Me lo pensaré.
—No lo piense demasiado. Ahora me arrepiento de haberle hablado de ello.
—No, ha hecho usted bien. ¿Podría verlo? Dígame, ¿me dejarían?
—Permítame otra pregunta. Albert me dijo, cuando me telefoneó, que usted me conocía. No recuerdo haberla visto nunca.
—Pues yo sí que le vi a usted, hace tiempo, cuando tenía unos veinte años. Aún vivía mi madre, y pasábamos las vacaciones en Dieppe…
—¡En el Hôtel Beauséjour!
Había estado allí quince días con Madame Maigret.
—Todos los huéspedes hablaban de usted y le miraban de reojo…
Se sentía raro en el taxi que le trasladaba a París cruzando la campiña inundada de un límpido sol. Empezaban a verse yemas en los setos.
«No estaría nada mal tomarse unas vacaciones», pensó, quizás a causa de las imágenes de Dieppe que acababa de evocar. Sabía que luego no lo haría, pero le ocurría periódicamente; era como un constipado del que se curaba trabajando.
Los suburbios… El puente de Joinville…
—Pase por el Quai de Charenton.
El restaurante estaba abierto. Chevrier parecía apurado.
—Me alegro de verle, jefe. Me han llamado diciéndome que todo ha acabado, y mi mujer no sabe si tiene que ir a hacer la compra.
—Como quiera.
—Pero supongo que ahora ya no sirve para nada.
—Para nada.
—Me han preguntado también si le había visto. Parece ser que ha recibido un montón de llamadas. ¿Quiere telefonear al Quai des Orfèvres?
Maigret vaciló. Ahora estaba realmente rendido y sólo le apetecía una cosa: meterse en su cama, deslizarse placenteramente en un sueño profundo y total.
—Apuesto a que voy a dormir veinticuatro horas de un tirón.
Por desgracia, no sería así. Le importunarían mucho antes. En el Quai des Orfèvres estaban demasiado acostumbrados —y él se había resignado a ello— a decir a las primeras de cambio: «¡Telefonee a Maigret!».
—¿Qué le pongo, jefe?
—Un calvados, si insistes.
Había empezado con calvados. Mejor acabar con lo mismo.
—¿Diga? ¿Quién es?
Era Bodin. A ése también lo había olvidado. Debía de haber olvidado a unos cuantos más, que estarían montando guardia inútilmente en distintos puntos de París.
—Tengo la carta, jefe.
—¿Qué carta?
—La de la lista de correos.
—¡Ah, bueno! Di.
Pobre Bodin. Poca atención le prestaba Maigret a su hallazgo.
—¿Quiere que la abra y que le lea lo que dice?
—Como quieras.
—Aguarde. Escuche, no hay nada escrito. Lo único que hay aquí es un billete de tren.
—Muy bien.
—¿Ya lo sabía?
—Me lo imaginaba. Un billete de vuelta en primera clase Goderville-París.
—Exacto. Están esperando aquí unos jefes de estación.
—Eso es cosa de Colombani.
Y Maigret, mientras paladeaba el calvados, esbozó una leve sonrisa. Un nuevo rasgo de Petit Albert, a quien no había conocido en vida, pero cuya personalidad había reconstruido en cierto modo parcela a parcela.
Como algunos asiduos de los hipódromos, no podía evitar mirar al suelo, salpicado de boletos no premiados, donde a veces aparece alguno premiado, tirado por error. Lo que Petit Albert había encontrado aquella mañana no era precisamente un boleto premiado, sino un billete de tren.
Si no hubiera tenido la manía de mirar los boletos tirados… Si no hubiera visto al hombre a quien se le había caído del bolsillo… Si el nombre de Goderville no le hubiera evocado las matanzas de la banda de Picardía… Si no se le hubiera traslucido la emoción en la cara…
—¡Pobre Albert! —suspiró Maigret.
Seguiría vivo. En cambio, algunos viejos granjeros y granjeras habrían pasado a mejor vida con los pies achicharrados por Maria.
—Mi mujer prefiere cerrar ya —anunció Chevrier.
—Pues cerrad.
Le esperaban las calles, el contador del taxi, que marcaba una cifra astronómica, y una Madame Maigret que parecía menos dulce después de saber de Nine y que decidió motu proprio, cuando su marido tenía metida la nariz en las sábanas:
—Esta vez descuelgo el teléfono y no le abro a nadie la puerta.
El comisario oyó el principio de la frase, pero nunca supo el final.