9

El despacho estaba azul de humo. Colombani, sentado en un rincón, tenía las piernas extendidas. El director de la Policía Judicial había pasado también por allí hacía unos instantes. Los inspectores entraban y salían. Acababa de telefonear el juez Coméliau. Maigret descolgó una vez más el auricular.

—¿Oiga? ¿Marchand?… Aquí, Maigret. El de verdad, sí… ¿Cómo? ¿Que tiene otro amigo que se llama así? ¿Un conde?… No, no es de la familia.

Eran las siete. Maigret hablaba con el gerente del Folies-Bergère.

—¿En qué puedo servirle, amigo mío? —inquirió éste con acento gutural—. ¡Caramba, no es fácil! Apenas me queda tiempo para comer a toda prisa antes de que abran. A no ser que quiera usted tomar un bocado conmigo… ¿En la Chope Montmartre, por ejemplo? ¿Dentro de diez minutos? Hasta hora, amigo mío.

Janvier estaba en el despacho, muy excitado. Acababa de traer de Joinville una foto de gran formato como las que suelen hallarse, dedicadas, en los camerinos de los artistas. Con una letra alargada y segura, aparecía firmada con el nombre de Francine Latour. La mujer era guapa y muy joven aún. Al dorso figuraban sus señas: Rue de Longchamp, 121, Passy.

«Parece ser que trabaja en el Folies-Bergère», había dicho Janvier.

«¿La ha reconocido el empleado de las apuestas?»

«Sin dudarlo. Se lo hubiera traído, pero se le había hecho tarde y le tiene mucho miedo a su mujer. Eso sí: si le necesitamos para algo, podemos llamarle a su casa a cualquier hora. Vive a dos pasos de aquí, en L’Île Saint-Louis, y tiene teléfono.»

También Francine Latour tenía teléfono. Maigret llamó a su piso, con intención de no decir nada y colgar si contestaban. Pero, como imaginaba, no estaba en casa.

—¿Quieres ir allá, Janvier? Llévate contigo a alguien discreto. Bajo ningún concepto hay que llamar la atención.

—¿Hacemos una visita discreta al piso?

—Aún no. Aguardad a que os telefonee. Que uno de vosotros espere en un bar cercano y llame para dar el número de teléfono.

Maigret fruncía el ceño, intentando no olvidar nada. Habían regresado de la Citroën con al menos un dato: Serge Madok había trabajado allí durante cerca de dos años.

Pasó al despacho de los inspectores.

—Escuchad, muchachos, es probable que necesite mucha gente esta tarde o esta noche. Turnaos para comer por el barrio, o mandad que os suban bocadillos y cervezas. Hasta luego. ¿Vienes, Colombani?

—Pensaba que cenabas con Marchand.

—Tú también lo conoces, ¿no?

Marchand, que había empezado a trabajar como vendedor de contraseñas de salida en la entrada de los teatros, era ahora uno de los personajes más conocidos de París. Había conservado un aspecto vulgar y un hablar un tanto chocarrero. Estaba en el restaurante, acodado en la mesa con una amplia carta en la mano. En el instante en que llegaban los dos hombres, le decía al maître:

—Un tentempié, Georges, chato… Vamos a ver. ¿Tienes perdices?

—Con col, Monsieur Marchand.

—Siéntese, amigo mío. ¡Hombre!, pero si se ha sumado a la fiesta la Sûreté Nationale. Otro cubierto, querido Georges. ¿Qué me dicen ustedes de unas perdices con col? ¡Un momento! Primero, unas truchas au bleu. ¿Están vivas, Georges?

—Puede usted verlas en el vivero, Monsieur Marchand.

—Y unos entremeses, para hacer boca. Nada más. Bueno, luego, si insistes, un suflé.

Era su pasión. Siempre comía así, tanto al mediodía como por la noche. A eso le llamaba él un tentempié. Y puede que después del teatro fuera a hacer un resopón.

—Bueno, amigo mío, ¿qué puedo hacer por usted? No ocurrirá nada malo en mi garito, ¿eh?

Era demasiado temprano para hablar en serio. Había llegado el turno del sumiller, y Marchand tardó unos minutos en elegir los vinos.

—Les escucho, hijos míos.

—Si le digo una cosa, ¿sabrá usted callar?

—Olvida usted, hijito, que probablemente soy el hombre que más secretos conoce de París. Piense que tengo en mis manos el destino de cientos, no, de miles de matrimonios. ¿Callarme? ¡Si no hago otra cosa!

Era curioso. En efecto, no paraba de hablar de la mañana a la noche, pero lo cierto es que sólo decía lo que quería.

—¿Conoce a Francine Latour?

—Actúa en dos de nuestros números con Dréan.

—¿Qué opina de ella?

—¿Qué quiere que opine? Es una muchachita. Pregúntemelo dentro de diez años.

—¿Tiene talento?

Marchand se quedó mirando al comisario con cómica sorpresa.

—¿Y a santo de qué va a tener talento? No sé su edad exacta, pero apenas habrá cumplido los veinte. Ya viste en los modistos, y hasta creo que empieza a tener diamantes. En cualquier caso, la semana pasada apareció con un visón. ¿Qué más quiere usted?

—¿Tiene amantes?

—Tiene un amigo, como todas.

—¿Lo conoce?

—Ya me dirá cómo no iba a conocerlo.

—Un extranjero, ¿no es así?

—En los tiempos que corren, todos son más o menos extranjeros. Cualquiera diría que en Francia no quedan más que maridos fieles.

—Escuche, Marchand, la cosa es infinitamente más grave de lo que se supone.

—¿Cuándo lo encierra usted?

—Espero que esta noche. Pero no es lo que se imagina.

—En cualquier caso, no le vendrá de nuevo. Si no recuerdo mal, ha sido procesado dos veces por presentar cheques sin fondos o algo por el estilo. De momento, parecen irle bien las cosas.

—¿Su nombre?

—En el teatro todas lo llaman Monsieur Jean. Se apellida Bronsky. Es checo.

—Checo sin fondos —ironizó Colombani, en tanto que Maigret se encogía de hombros.

—Anduvo metido durante cierto tiempo en el mundillo del cine. Creo que todavía hace algo —prosiguió Marchand, que hubiera podido recitar el curriculum vitae de todos los parisienses famosos, incluidos los más corruptos—. Un tipo guapo, simpático, generoso. Las mujeres le adoran y los hombres desconfían de su seducción.

—¿Enamorado?

—Eso creo. En cualquier caso, no se separa de la chica. Dicen que está celoso.

—¿Dónde cree que puede estar en este momento?

—Si esta tarde ha habido carreras, es muy probable que haya ido con ella. Una mujer que, desde hace cuatro o cinco meses, viste en la Rue de la Paix y que luce un visón nuevo no se cansa de los hipódromos. Ahora estarán tomando una copa en algún bar de los Campos Elíseos. La chica no actúa hasta las nueve y media. Llega al teatro a eso de las nueve. O sea que les habrá dado tiempo de ir a cenar a Fouquet’s, a Maxim’s o a Ciro’s. Si le interesa hablar con ellos…

—Ahora no. ¿La acompaña Bronsky al teatro?

—Casi siempre. La deja en su camerino, zanganea un rato entre bastidores, se sienta en el bar del gran vestíbulo, y charla con Félix. Cuando acaba el segundo número, va a buscarla al camerino, y en cuanto está lista, se la lleva. Es raro que no tengan un cóctel o una fiesta en algún sitio.

—¿Vive con ella?

—Es probable. Eso, mejor preguntádselo al portero.

—¿Lo ha visto estos últimos días?

—¿A él? Ayer mismo le vi.

—¿No le pareció más nervioso que de costumbre?

—Esa gente, ¿sabe usted?, está siempre un poco nerviosa. Cuando caminas por la cuerda floja… Bueno, si no he entendido mal, al parecer la cuerda está a punto de romperse. ¡Lástima por la chica! Claro que, ahora que va de tiros largos, le vendrán las cosas rodadas, y hasta puede que encuentre algo mejor.

Al tiempo que hablaba, Marchand comía, bebía, se limpiaba la boca con la servilleta, saludaba con familiaridad a la gente que entraba o salía, y hasta encontraba tiempo para llamar al maître o al sumiller.

—¿Sabe usted cómo fueron sus inicios?

Marchand, a quien la prensa amarilla solía recordar sus orígenes, contestó bastante secamente:

—Eso, amigo, es una pregunta que no se le hace a un caballero. —Sin embargo, añadió a los pocos instantes—: Pero sé que durante cierto tiempo regentó una agencia de figurantes.

—¿Hace mucho?

—Unos meses. Podría informarme.

—No merece la pena. Quiero además que, sobre todo esta noche, no haga la menor alusión a nuestra charla.

—¿Viene usted al teatro?

—No.

—Mejor. Quería rogarle que no hiciera lo que tiene que hacer allí dentro.

—No quiero correr ningún riesgo, Marchand. Mi foto y la de Colombani han aparecido demasiadas veces en la prensa. El hombre es lo bastante astuto, por lo que me cuenta y por lo que yo sé, para husmear a cualquiera de mis inspectores.

—Vamos, muchacho, me da la impresión de que se está tomando esto muy en serio. Sírvase perdiz.

—Podría haber una escabechina.

—¡Ah!

—Ya ha habido una. Y gorda.

—¡Está bien! No me cuente nada. Prefiero leerlo todo mañana en los periódicos. Puede resultar molesto, si el tipo me invita a tomar una copa esta noche. Coman, amigos míos. ¿Qué me dicen de este Châteauneuf? Sólo les quedaban cincuenta botellas, y les dije que me las reservaran. Ahora quedan cuarenta y nueve. ¿Pido otra?

—No, gracias. Tendremos faena toda la noche.

Se despidieron un cuarto de hora más tarde, un poco pesados por una cena demasiado copiosa y bien regada.

—Ojalá no se vaya de la lengua —rezongó Colombani.

—No lo hará.

—Por cierto, Maigret, ¿qué tal la información que te dio tu tía?

—Excelente. A decir verdad, ya me conozco la historia de Petit Albert casi de pe a pa.

—Me lo figuraba. No hay como las mujeres para estar informadas. ¡Sobre todo las tías de provincias! ¿Puedo saber algo?

Tenían algún tiempo por delante. Se agradecía un rato de respiro antes de la noche, que prometía ser agitada, y caminaron por las calles mientras conversaban.

—Tenías razón antes. Probablemente podíamos haberlos trincado a todos en Vincennes. Ojalá no se dé cuenta Bronsky de que lo tenemos controlado.

—Haremos lo que podamos, ¿no?

A eso de las nueve y media llegaron a la Policía Judicial, donde les esperaba una importante noticia. Un inspector se paseaba por el despacho, nervioso.

—Carl Lipschitz ha muerto, comisario. Como aquel que dice, ante mis ojos. Yo estaba apostado en la Rue de Sèvres, a un centenar de metros del hospital. Hacía un rato que oía ruidos a mi derecha, como si alguien dudara en acercarse en la oscuridad. Luego sonaron unos pasos precipitados, y se oyó un disparo. Estaba tan cerca que pensé que me disparaban a mí y saqué automáticamente el revólver. Más que ver, adiviné un cuerpo que caía y una sombra que se alejaba corriendo. Disparé.

—¿Le mataste?

—Disparé a las piernas y tuve la suerte de acertar con la segunda bala. El tipo que escapaba cayó al suelo.

—¿Quién era?

—El chico, el que llaman Pietr. Como el hospital estaba enfrente, no hubo que trasladarlo lejos.

—¿O sea que Pietr le disparó a Carl?

—Sí.

—¿Iban juntos?

—No. No lo creo. Más bien pienso que Pietr seguía a Carl y le disparó.

—¿Qué cuenta?

—¿El chico? Nada. No abre la boca. Tiene los ojos brillantes, agitados. Parecía encantado u orgulloso de entrar en el hospital, y, por los pasillos, miraba como ansioso a su alrededor.

—¡Claro, porque está allí Maria! ¿Es grave la herida?

—La bala le ha entrado por la rodilla izquierda. Ahora estarán operándolo.

—¿Llevaba algo en los bolsillos?

Había dos montoncitos sobre el escritorio de Maigret. Se advertía que estaban separados con esmero.

—El primero son las cosas que había en los bolsillos de Carl. El otro, las del chico.

—¿Está arriba Moers?

—Ha dicho que pasaría toda la noche en el laboratorio.

—Pedidle que baje un momento. Y que suba alguien a los ficheros. Necesito la ficha y el expediente de un tal Jean Bronsky. No tengo sus huellas, pero ha sido juzgado dos veces y ha debido de pasar dieciocho meses en la cárcel.

Mandó también dos hombres a la Rue de Provence, frente al Folies-Bergère, con instrucciones de que no se dejaran ver bajo ningún concepto.

—Antes de salir hacia allí, esperad a ver la foto de Bronsky. No le detengáis, salvo si intenta coger el tren o el avión, aunque no creo que sea el caso.

La cartera de Carl Lipschitz contenía cuarenta y dos billetes de mil francos, un carné de identidad a su nombre y otro carné en el que figuraba un nombre italiano: Filipino. El hombre no fumaba, porque no llevaba consigo ni cigarrillos, ni pipa, ni mechero. Sí había una linterna, dos pañuelos, uno de ellos mugriento, una entrada de cine que ostentaba la fecha del mismo día, una navaja y un revólver automático.

—¡Ves! —hizo observar Maigret a Colombani—. Nos figurábamos que habíamos pensado en todo. —Le mostró la entrada de cine—. Se les ocurrió esa idea. Es mejor que andar vagando por las calles. Puede uno pasarse horas en la oscuridad. En esos cines del centro, que tienen abierto toda la noche, hasta se puede descabezar un sueño.

En los bolsillos de Pietr había sólo treinta y ocho francos. La cartera contenía dos fotografías, una de Maria, una pequeña foto de pasaporte que había debido de ser tomada el año anterior, y el retrato de dos campesinos, un hombre y una mujer, sentados ante la puerta de su casa, en Centroeuropa, a juzgar por el tipo de casa. No había documentación. Cigarrillos. Un mechero. Una libreta azul, con algunas páginas escritas a lápiz con letra apretada.

—Parecen versos.

—Sí, estoy convencido de que son versos.

Moers se puso contentísimo al ver los dos montones que se iba a llevar a su cubil, en las alturas. Al poco, un inspector depositó en el escritorio el expediente de Bronsky.

La fotografía, dura y cruel como todas las fotos antropométricas, no correspondía en absoluto con la descripción de Marchand, pues el hombre, aún joven, aparecía ojeroso, con barba de dos días y nuez prominente.

—¿Ha llamado Janvier?

—Ha dicho que todo estaba tranquilo y que puede usted llamar a Passy 62-41.

—Ponme con él.

Leyó a media voz. Según el expediente, Bronsky había nacido en Praga y contaba actualmente treinta y cinco años. Había cursado estudios universitarios en Viena y luego había vivido unos años en Berlín. Allí se había casado con una tal Hilda Braun, pero, al llegar a Francia, a los veinticinco años, tenía la documentación en regla e iba solo. Ya indicaba, como profesión, cineasta, y su primer domicilio era un hotel del Boulevard Raspail.

—Janvier al aparato, jefe.

—¿Eres tú, muchacho? ¿Has cenado? Escúchame bien. Voy a mandarte a dos hombres con un coche.

—¡Si ya somos dos! —protestó el inspector, ofendido.

—Es igual. Escucha lo que te digo. Cuando lleguen, que esperen fuera. No tiene que verlos nadie. Es importantísimo que si alguien regresa a la casa a pie, o se apea de un taxi, no pueda advertir su presencia. Tú y tu compañero vais a entrar en la casa. Aguardad a que apaguen la luz de la portería. ¿Cómo es el edificio?

—Nuevo, moderno, bastante elegante. Una gran fachada blanca y una puerta de hierro forjado y cristal.

—Bueno. Soltáis un nombre cualquiera y subís.

—¿Cómo encontraré el piso?

—Tienes razón. Seguro que por los alrededores hay alguna lechería de las que reparten la leche. Si hace falta, despiertas al lechero. Le cuentas una historia, preferentemente una historia de amor.

—Conforme.

—¿Sabes forzar una cerradura?… Bien, entrad. No encendáis la luz. Escondeos en un rincón, para poder intervenir los dos si la situación lo requiere.

—Conforme, jefe —suspiró el pobre Janvier, que sin duda iba a pasarse horas inmóvil, en la oscuridad de un piso desconocido.

—¡Sobre todo, no fuméis!

El comisario se sonrió de su crueldad. Luego eligió a los dos hombres que tenían que montar guardia en la Rue de Longchamp.

—Llevaos las pipas. Nunca se sabe lo que puede pasar.

Intercambió una mirada con Colombani. Los dos hombres se entendían. No iban a vérselas con un estafador, sino con el jefe de una banda de asesinos. Su deber era no correr riesgos. El arresto hubiera resultado más fácil en el Folies-Bergère. Pero no podían prever las reacciones de Bronsky. Había muchas probabilidades de que fuera armado, y, presumiblemente, era hombre capaz de defenderse, tal vez de disparar a la multitud para aprovechar el pánico.

—A ver, ¿quién se sacrifica y va a buscar cerveza a la Brasserie Dauphine? ¡Y bocadillos!

Eso era muestra de que empezaba una de las noches señaladas de la Policía Judicial. Los dos despachos del sector de Maigret parecían un cuartel general. Todo el mundo fumaba, todo el mundo se agitaba. Habían pedido que los teléfonos estuvieran desocupados.

—El Folies-Bergère, por favor.

Transcurrió un largo rato hasta que se puso Marchand. Habían tenido que ir a buscarle al escenario, donde estaba mediando en una pelea entre dos bailarinas desnudas.

—Sí, muchacho… —empezó a decir antes de saber con quién hablaba.

—Maigret.

—¿Qué hay?

—¿Está ahí?

—Lo he visto hace un rato.

—Bien. No diga nada. Pero llámeme si le ve irse solo.

—Conforme. No lo desgracie mucho, ¿eh?

—De eso es probable que se encargue otro —replicó Maigret enigmáticamente.

Al poco, en el Folies, Francine Latour saldría a escena acompañada del cómico Dréan y, sin duda en ese momento, su amante estaba entrando en el local caldeado y se plantaba en el pasillo, en plan cliente habitual, para escuchar distraídamente un diálogo que se sabía de memoria y las risas que estallaban en la galería.

Maria seguía acostada en su habitación del hospital, angustiada, nerviosa, porque, según las normas, durante la noche se habían llevado al bebé, y dos inspectores montaban guardia en el pasillo; había otro inspector, uno sólo, en la otra ala de Laennec, donde acababan de instalar a Pietr tras la operación.

Coméliau, que se hallaba en casa de unos amigos en el Boulevard Saint-Germain y estaba bastante nervioso, se había retirado un instante para telefonear a Maigret.

—¿Ninguna novedad?

—Algunas cosillas. Carl Lipschitz ha muerto.

—¿Le ha disparado uno de sus hombres?

—No, uno de su banda. El joven Pietr está herido con una bala en la pierna. Le ha disparado uno de mis inspectores.

—¿O sea que sólo queda uno?

—Serge Madok. Y el jefe.

—A quien sigue usted sin conocer.

—Sé que se llama Jean Bronsky.

—¿Cómo dice que se apellida?

—Bronsky.

—¿No es productor de cine?

—No sé si es productor, pero anda metido en el mundillo del cine.

—Lo condené a dieciocho meses de cárcel hará apenas tres años.

—Es él.

—¿Le sigue la pista?

—Está en este momento en el Folies-Bergère.

—¿Cómo dice?

—Que está en el Folies-Bergère.

—¿Y no lo detiene?

—Dentro de un rato. Ahora tenemos tiempo. Prefiero evitar que haya destrozos, ¿entiende?

—Tome nota de mi número. Estaré en casa de unos amigos hasta eso de las doce. Luego esperaré su llamada en mi casa.

—Creo que tendrá tiempo de descabezar un sueño.

Maigret no se equivocaba. Jean Bronsky y Francine Latour cogieron primero un taxi hasta Maxim’s, donde cenaron mano a mano. Desde su despacho del Quai des Orfèvres, Maigret seguía sus idas y venidas, y era ya la segunda vez que el camarero de la Brasserie Dauphine subía con su bandeja. El despacho estaba lleno de vasos sucios y de bocadillos a medio comer, y el olor a tabaco se agarraba a la garganta. A pesar del calor, Colombani no se había quitado el abrigo de piel de camello, que era para él una especie de uniforme, y seguía llevando el sombrero echado hacia atrás.

—¿No vas a hacer que venga la mujer?

—¿Qué mujer?

—Nine, la mujer de Albert.

Maigret denegó con la cabeza, irritado. ¿Acaso era eso cosa suya? Estaba dispuesto a colaborar con los de la Rue des Saussaies, siempre que le dejaran en paz.

Por el momento, a decir verdad, no acababa de saber qué hacer. Como le había comentado al juez Coméliau, de él dependía detener a Jean Bronsky en el momento que eligiera. Recordaba una frase que había pronunciado al inicio de la investigación, no recordaba ya delante de quién, con gravedad inusual: «Esta vez nos las vemos con unos asesinos». Unos asesinos que sabían perfectamente que no tenían ya nada que perder. Hasta el punto de que, si eran detenidos entre la multitud, y si ésta se enteraba de que eran los hombres de la banda de Picardía, la policía sería incapaz de impedir un linchamiento.

Después de lo que habían hecho en las granjas, cualquier jurado los condenaría a la pena capital, no lo ignoraban, y ni siquiera era seguro que el presidente de la República concediera el indulto a Maria por haber sido madre. ¿Lo obtendría? Era dudoso. Tenía en su contra el testimonio de la niña superviviente, los pies, los pechos quemados. En el ánimo del jurado también influiría su insolencia de hembra y hasta su belleza salvaje. Los hombres civilizados temen a las fieras, sobre todo a las fieras de su propia especie, pues les recuerdan las épocas primitivas de la vida en la selva.

Jean Bronsky era una fiera aún más peligrosa, una fiera vestida por el mejor sastre de la Place Vendôme, una fiera con camisa de seda, que había estudiado una carrera universitaria y a quien el peluquero rizaba cada mañana el pelo como a una coqueta.

—Vas de prudente —observó en determinado momento Colombani, mientras Maigret esperaba pacientemente ante uno de los teléfonos.

—Voy de prudente, sí.

—¿Y si se te escapa de las manos?

—Prefiero eso a que muera uno de mis hombres.

Bien pensado, ¿para qué dejar que Chevrier y su mujer siguiesen en el bar de Charenton? Había que telefonearles. Estarían acostados. Maigret sonrió y se encogió de hombros. ¿Quién sabe? A lo mejor les excitaba esa pequeña farsa, no había motivo para privarles de que jugaran unas horas más a los taberneros.

—¿Oiga? ¿Jefe?… Acaban de entrar en el Florence.

La boîte elegante de Montmartre. Champagne obligatorio. Sin duda, Francine Latour llevaba un vestido nuevo y lucía una nueva joya. Era joven, y todavía no la cansaba esa vida. Había muchas viejas, ricas, con título y un palacete en la Avenue du Bois de Boulogne o en el Faubourg Saint-Germain, que seguían frecuentando los mismos clubs nocturnos durante cuarenta años.

—¡Vamos! —decidió de repente Maigret.

Cogió el revólver, que estaba en el cajón del escritorio, y se cercioró de que estaba cargado. Colombani lo miraba, esgrimiendo una leve sonrisa.

—¿Así que me dejas ir contigo?

Era un detalle amable por parte de Maigret. Las cosas ocurrían en su sector y él había localizado a la banda de Picardía. Hubiera podido quedarse el trabajo para él y sus hombres, y de ese modo el Quai des Orfèvres se marcaría una vez más un punto, en detrimento de la Rue des Saussaies.

—¿Tu pistola?

—La llevo siempre en el bolsillo.

Maigret, no. Era insólito.

Al cruzar el patio, Colombani señaló uno de los coches de la policía.

—¡No! Prefiero un taxi —replicó Maigret—. Llamaremos menos la atención. —Eligió uno con cuidado, con un taxista que le conocía. En realidad, casi todos los taxistas le conocían—. A la Rue de Longchamp. Cuando llegue a esa calle, conduzca muy despacio.

La casa donde vivía Francine Latour quedaba calle arriba, no lejos de un restaurante famoso donde el comisario recordaba haber comido muy bien. Todo estaba cerrado. Eran las dos de la mañana. Había que elegir un sitio y aparcar, y Maigret estaba serio, enfurruñado, silencioso.

—Dé la vuelta otra vez y deténgase cuando yo le diga. Deje las luces de posición encendidas, como si esperara a un cliente.

Estaban a menos de diez metros de la casa. Vislumbraron a un inspector agazapado al amparo de una puerta cochera. Debía de haber otro en alguna parte, y, arriba, Janvier y su compañero seguían aguardando en la oscuridad.

Maigret fumaba a pequeñas bocanadas. Se había sentado en el lado que daba a la acera, y notaba el hombro de Colombani pegado al suyo. Permanecieron así cuarenta y cinco minutos. Pasaban pocos taxis. Unos noctámbulos regresaron a su casa, unos edificios más lejos; por fin se detuvo un taxi ante la puerta, y un hombre joven y esbelto saltó a la acera y se inclinó hacia el interior para ayudar a bajar a su acompañante.

Maigret calculó sus movimientos. Hacía rato que tenía la portezuela entreabierta y la mano crispada en el tirador. Con ligereza inesperada en él, saltó hacia delante y se abalanzó sobre el hombre en el momento preciso en que éste, con una mano en el bolsillo del esmoquin para coger la cartera, se inclinaba para mirar el contador del taxi.

La joven lanzó un grito. Maigret tenía al joven agarrado por los hombros, por detrás. Su peso le arrastró y rodaron ambos por la acera.

El comisario, que había recibido un golpe en la barbilla, intentaba inmovilizar las manos de Bronsky para que éste no cogiera su revólver. Ya estaba allí Colombani, y fríamente, sin inmutarse, asestó un taconazo en la cara del checo.

Francine Latour, que no cesaba de lanzar gritos de auxilio, llegó a la puerta de su casa y empezó a llamar a los timbres como una loca. En ese momento llegaron los dos inspectores. La escaramuza duró unos instantes más. Maigret fue el último en incorporarse, pues estaba debajo de Bronsky.

—¿No hay nadie herido?

Los faros del coche le permitieron ver sangre en su mano. Miró a su alrededor y reparó en que era la nariz de Bronsky, que sangraba a chorros. El hombre tenía las manos esposadas en la espalda, lo que le hacía curvarse un poco hacia delante. Los miraba con ferocidad.

—¡Pandilla de cabrones! —vomitó.

Al ver que un inspector se disponía a vengar el insulto soltándole una patada en la tibia, Maigret, mientras buscaba la pipa en su bolsillo, dijo:

—Déjalo escupir veneno. Es el único derecho que le quedará a partir de ahora.

A punto estuvieron de dejar a Janvier y a su compañero en el piso, donde sin duda, esclavos de las órdenes recibidas, hubieran permanecido agazapados hasta el amanecer.