8

Lo que ocurrió aquella tarde pasó a formar parte de las anécdotas que Madame Maigret contaba sonriendo en el transcurso de las reuniones familiares.

Que Maigret regresara a las dos y se acostara sin querer comer no era en absoluto insólito, aunque lo primero que hacía siempre, a cualquier hora, apenas entraba en casa, era ir a la cocina a levantar las tapas de las cacerolas. Maigret sostuvo, eso sí, que había comido. Más tarde, como su mujer le insistiese un poco mientras él se desnudaba, confesó que había robado una loncha de jamón en la cocina del Quai de Charenton.

Madame Maigret cerró las persianas, se cercioró de que su marido no necesitaba nada y salió de puntillas. Antes de que hubiese cerrado la puerta, Maigret estaba dormido.

Cuando Madame Maigret acabó de fregar y de ordenar la cocina, dudó un buen rato en entrar a coger la labor que había olvidado en el dormitorio. Primero puso el oído, oyó una respiración regular, giró el pomo de la puerta con precaución y se acercó de puntillas, sigilosa como una monja. En ese momento Maigret, que respiraba como si estuviese dormido, dejó caer con voz pastosa:

—Dos millones y medio en cinco meses…

Tenía los ojos cerrados y la cara encendida. Su mujer pensó que hablaba en sueños; Maigret, sin abrir los párpados, se impacientó:

—Contesta, Madame Maigret.

—Pues yo qué sé. ¿Cuánto has dicho?

—Dos millones y medio. Probablemente mucho más. Como mínimo se han llevado eso de las granjas, y gran parte en monedas de oro. Y además, los caballos… —Se volvió pesadamente, y entreabrió un ojo para fijarlo en su mujer—. Lo de las carreras es un punto clave, ¿entiendes?

Madame Maigret sabía que no hablaba con ella, sino para sí mismo. Aguardó a que se durmiera para retirarse como había venido, sin llevarse siquiera la labor. Maigret calló un largo rato, y todo parecía indicar que se había dormido.

—Escucha, Madame Maigret. Quiero enterarme ahora mismo de un detalle. ¿Dónde se celebraron carreras el martes pasado? Me refiero a la región de París, claro. Telefonea.

—¿A quién quieres que telefonee?

—Al Pari-Mutuel. Encontrarás el número en el listín.

El aparato estaba en el comedor, y el cable era demasiado corto para poder llevarlo a la habitación. Madame Maigret se sentía siempre incómoda cuando tenía que hablar ante el pequeño disco metálico, sobre todo con personas desconocidas.

—¿Digo que es de tu parte? —preguntó, resignada.

—Si quieres.

—¿Y si me preguntan quién soy?

—No te lo preguntarán.

En ese momento el comisario tenía los ojos abiertos. Por lo tanto, estaba completamente despierto. Madame Maigret entró en la habitación contigua y dejó la puerta abierta mientras llamaba. La conversación fue muy breve. Daba la impresión de que el empleado que le contestó estaba acostumbrado a ese tipo de preguntas. Debía de saberse el horario de las carreras de memoria, porque le dio la información sin vacilar.

Sin embargo, cuando Madame Maigret regresó a la habitación para repetirle a Maigret lo que acababan de decirle, éste dormía como un tronco y su respiración era lo bastante sonora como para poder afirmar que roncaba.

Madame Maigret dudó en despertarlo y, al final, decidió que era mejor dejarle descansar. Por si acaso, dejó entreabierta la puerta. De cuando en cuando miraba la hora, extrañada, pues las siestas de su marido solían ser breves.

A las cuatro entró en la cocina para poner a calentar la sopa. A las cuatro y media, echó una ojeada en el cuarto. Su marido seguía durmiendo. Debía de pensar en sueños, pues tenía el ceño fruncido, arrugaba la frente y esgrimía una extraña mueca.

Sin embargo, un poco más tarde, tras sentarse de nuevo en su silla del comedor, junto a la ventana, oyó una voz que decía con impaciencia:

—Bueno, ¿y esa llamada?

Madame Maigret se precipitó al cuarto y, ante su sorpresa, se lo encontró sentado en la cama.

—¿Comunican? —preguntó Maigret muy serio.

Aquello le produjo un extraño efecto a Madame Maigret. Casi tuvo miedo, como si su marido estuviese delirando.

—Pero si hace casi tres horas que he llamado.

Maigret la miró, incrédulo.

—¿Qué me dices? A ver, ¿qué hora es?

—Las cinco menos cuarto.

No se había dado ni cuenta de que se había dormido. Estaba convencido de que no había cerrado los ojos más tiempo de lo que había durado la conversación telefónica.

—¿Dónde era?

—En Vincennes.

—¡Lo que yo decía! —exclamó Maigret con tono triunfal.

Aunque no lo había comentado con nadie, le había dado tantas vueltas que le parecía haberlo dicho.

—Llama a la Rue des Saussaies, el 00-90. Que te pongan con el despacho de Colombani.

—¿Y qué le digo?

—Nada. Hablaré yo, siempre que no haya salido ya.

Colombani estaba aún en su despacho. Además, solía llegar tarde a las citas. Fue muy amable y consintió en que se vieran en casa de Maigret, en vez de quedar en la Policía Judicial.

Madame Maigret le había preparado, a petición suya, un café cargado, aunque eso no bastó para espabilarle del todo. Llevaba tanto sueño atrasado que tenía los párpados enrojecidos y le escocían. Se notaba la piel tirante. No se había visto con ánimos para vestirse, y se había puesto un pantalón, unas zapatillas y un batín sobre el camisón, cuyo cuello estaba adornado con crucecitas rojas.

Estaban a gusto en el comedor, sentados frente a frente, con la botella de calvados entre los dos y, enfrente, en la pared blanca, al otro lado de la avenida, en letras negras, el letrero de «Lhoste et Pépin». Se conocían lo suficiente como para sentirse a sus anchas. Colombani, de baja estatura como la mayoría de los corsos, llevaba siempre zapatos de tacón alto, corbatas de colores chillones y una sortija con un diamante falso en el anular. Debido a su atuendo, en más de una ocasión le habían tomado por uno de los perseguidos y no por un policía.

—He mandado a Janvier a los hipódromos —decía Maigret fumando su pipa—. ¿Dónde se celebran carreras hoy?

—En Vincennes.

—Como el martes pasado. Me pregunto si no fue en Vincennes donde empezaron las aventuras de Petit Albert. Abrimos una primera investigación sobre los hipódromos, pero sin resultados apreciables. En aquel momento sólo nos preocupaba el tabernero. Ahora es distinto. Se trata de preguntar en las distintas taquillas, sobre todo en las caras, las de apuestas de quinientos o mil francos, si acude regularmente allí un hombre todavía joven, con acento extranjero.

—A lo mejor lo tienen localizado los inspectores de las carreras.

—Además, supongo que no va allí solo. Dos millones y medio en cinco meses es una barbaridad.

—Y será mucho más —afirmó Colombani—. En mi informe sólo he citado las cifras seguras. Ésas son las cantidades a las que la banda les pudo echar mano directamente. Pero seguro que los granjeros tenían otros escondites y que les obligaron a confesarlo mediante torturas. Nada me sorprendería que el total ascienda a cuatro millones o más.

¿En qué podían gastar aquellos piojosos de la Rue du Roi-de-Sicile? En ropa, nada. No salían. Se limitaban a comer y beber. Para comerse y beberse un millón, incluso entre cinco, se requiere cierto tiempo. Sin embargo, los asaltos se sucedían a un ritmo rápido.

—El jefe debía de quedarse con la mayor parte.

—Me pregunto por qué soportaban eso los otros.

Maigret se hacía otras muchas preguntas, hasta el punto de que en algunos momentos se hartaba de pensar y, pasándose la mano por la frente, fijaba la vista en un punto cualquiera, el geranio de la ventana lejana, por ejemplo. Mal que quisiera, incluso allí, en su casa, se quedaba como empantanado en la investigación, pues le angustiaba cuanto pudiera ocurrir en ese momento en París o en sus alrededores.

Aún no había hecho trasladar a Maria a la enfermería de la Santé. Se las había arreglado para que los periódicos publicasen, ya al mediodía, el nombre del hospital donde estaba internada.

—Supongo que tendrás allí a unos cuantos inspectores montando guardia.

—Hay cuatro, sin contar los guardias. El hospital tiene varias salidas. Hoy es día de visita.

—¿Crees que intentarán algo?

—No lo sé. Están todos tan locos por esa mujer que no me extrañaría nada que alguno de ellos se la jugara por ella. Sin contar con que todos deben de creerse el padre, ¿entiendes? Así que querrán verles, a ella y al niño… Es un juego peligroso. Más que por mí, por ellos.

—No te entiendo.

—Mataron a Victor Poliensky, ¿no? ¿Por qué motivo? Porque a través de él podían pescarlos. Cuando estemos a punto de trincar a uno de los suyos, mucho me sorprenderá que no se lo carguen.

Maigret sacó la pipa, pensativo.

—Seguro que están intentando localizar al jefe, sobre todo si se han pulido ya el dinero —dijo Colombani encendiendo un cigarrillo de boquilla dorada.

Maigret fijó en él una mirada cansina; luego se le endurecieron los rasgos, soltó un puñetazo en la mesa y exclamó:

—¡Idiota! ¡Seré idiota! ¡Cómo no se me había ocurrido!

—Pero si no sabes dónde vive…

—¡Pues claro! Apostaría a que ellos tampoco lo saben. El tipo que montó este asunto y que dirige a esos brutos ha debido de tomar sus precauciones. ¿Qué me dijo el del hotel? Que acudía a darles instrucciones a la Rue du Roi-de-Sicile antes de cada golpe. ¡Bueno! ¿Empiezas a entenderlo ahora?

—No del todo.

—¿Qué sabemos o qué sospechamos de él? Lo buscamos en los hipódromos. ¿Y crees que ellos son más tontos que nosotros? ¡Tienes toda la razón! En este momento están intentando localizarle. Puede que para reclamarle dinero. En cualquier caso, para ponerle al corriente, para pedirle consejos o instrucciones. Apuesto a que ninguno de ellos ha pasado la última noche en una cama. ¿Adónde quieres que vayan?

—¿A Vincennes?

—Es lo más probable. Si no se han separado, habrán mandado por lo menos a uno de ellos. Si se han separado sin haberse dado una consigna, nada me extrañaría que se reunieran allí los tres. Teníamos la ocasión perfecta para echarles el guante, aun sin conocerlos. Es fácil reconocer entre la multitud a tipos de esa catadura. ¡Pensar que está allí Janvier y que no le he dado instrucciones al respecto! Con una treintena de inspectores en el césped y en el pesaje, los pillábamos seguro. ¿Qué hora es?

—Demasiado tarde. La sexta hace media hora que ha acabado.

—¿Lo ves? Siempre cree uno que ha pensado en todo. Cuando me acosté, a las dos, estaba convencido de que había hecho todo lo posible. Mandamos a unos hombres a estudiar las hojas de pago de la Citroën y a registrar el barrio de Javel. Tenemos vigilado el hospital Laennec. Hacemos una batida en todos los barrios donde podría refugiarse gente como los checos de marras. Interrogamos a los vagabundos. Registramos los hoteles. Moers examina en su laboratorio hasta el menor pelo que apareció en la Rue du Roi-de-Sicile… Entretanto, seguro que esos fulanos han encontrado la forma de echar una parrafada con su jefe en Vincennes.

Colombani debía de ser también asiduo de las carreras, pues no se había equivocado por mucho. Sonó el teléfono. Era la voz de Janvier.

—Sigo en Vincennes, jefe. He estado llamándole al Quai des Orfèvres.

—¿Han acabado las carreras?

—Hace media hora. He estado con los empleados. Era difícil hablar con ellos durante las carreras, porque tienen un trabajo de mil demonios. Me pregunto cómo no cometen errores. Les he interrogado sobre las apuestas, ¿sabe? El que está en una de las taquillas de mil francos se ha quedado sorprendido de mi pregunta. Es un tío que ha viajado por Europa Central y reconoce las lenguas. «¿Un checo?», me ha dicho. «Tengo uno que viene mucho y apuesta muy fuerte, sobre todo a los caballos no favoritos pero que cuentan con posibilidades de ganar. Al principio pensé que trabajaba en una embajada.»

—¿Por qué? —preguntó Maigret.

—Parece ser que es un tipo muy fino, con estilo, que viste muy elegante. Pierde casi siempre, sin inmutarse, esbozando apenas una leve sonrisa. Más que por eso, el empleado se ha fijado en él por la mujer que le acompaña habitualmente.

—¡Vaya! —Maigret exhaló un suspiro de alivio y lanzó una mirada radiante a Colombani, como queriendo decir: «¡Ya los tenemos!»—. ¡Por fin una mujer! —exclamó—. ¿Una extranjera?

—Una parisiense. ¡Espere! Por eso precisamente me he quedado en el hipódromo. De haber podido hablar antes con el empleado, me habría señalado a la pareja, porque estaban aquí esta tarde.

—¿La mujer?

—Es muy joven y muy guapa, al parecer, y viste en los grandes modistos. Eso no es todo, jefe. El empleado asegura que ella es artista de cine, pero él no va con frecuencia al cine y no conoce los nombres de las artistas. Dice también que no cree que sea una estrella, sino una actriz secundaria. Le he citado inútilmente montones de nombres.

—¿Qué hora es?

—Las seis menos cuarto.

—Ya que estás en Vincennes, vas a salir pitando para Joinville. No está lejos. Pídele al empleado que te acompañe.

—Dice que está a mi disposición.

—Hay unos estudios de cine nada más pasar el puente. Normalmente, las productoras conservan las fotografías de todos los artistas, incluso las de las actrices secundarias, y pueden consultarse esas colecciones cuando se monta el reparto de una nueva película. ¿Entiendes?

—Entendido. ¿Dónde puedo llamarle?

—A mi casa. —Maigret estaba relajado cuando se sentó en el sillón—. Puede que funcione —dijo.

—Siempre que sea nuestro checo, claro.

Maigret llenó las copitas de canto dorado, vació la pipa y llenó otra.

—Me da la impresión de que tendremos una noche agitada. ¿Has mandado que venga la cría?

—Ha salido hace tres horas. Yo mismo iré a buscarla luego a la Gare du Nord.

Se refería a la chiquilla de la granja Manceau, la única que había escapado milagrosamente de la matanza y que había visto a uno de los asaltantes: la mujer, Maria, ingresada ahora en el hospital junto con su bebé.

Nueva llamada de teléfono. Resultaba ya casi angustioso descolgar el aparato.

—¿Oiga?

Una vez más, Maigret fijó la mirada en su colega, pero en esta ocasión con disgusto. Hablaba con voz queda. Durante un largo rato se limitó a contestar a intervalos casi regulares:

—Sí… Sí… Sí…

Colombani intentaba entender. Era tanto más humillante cuanto que oía un zumbido en el aparato, y a veces alguna sílaba suelta.

—¿Dentro de diez minutos? Muy bien. Exactamente lo que prometí.

¿Por qué parecía contenerse Maigret? De nuevo acababa de cambiar radicalmente de actitud. Un niño que esperara sus regalos de Navidad no hubiera estado más impaciente y ansioso que él, pero se esforzaba en mostrarse tranquilo, incluso en adoptar una expresión enfurruñada. Al colgar, en vez de dirigirse a Colombani, abrió la puerta que daba a la cocina.

—Que vienen tu tía y su marido —anunció.

—¿Cómo? ¿Qué dices? Pero…

Maigret le guiñaba inútilmente el ojo.

—Ya. También me extraña a mí. Habrá ocurrido algo grave o imprevisto. Quiere hablar con nosotros inmediatamente.

Asomó la cabeza tras la puerta para hacerle más muecas a su mujer. Madame Maigret no sabía ya a qué atenerse.

—¡Vaya! Pues sí que me extraña. Ojalá no haya ocurrido nada malo.

—A lo mejor tiene que ver con la herencia.

—¿Qué herencia?

—La de tu tío.

Cuando regresó junto a Colombani, éste esgrimía una sonrisita ladina.

—Perdóname, chico. Va a venir la tía de mi mujer. Tengo que vestirme a toda prisa. No te echo, pero ya te harás cargo.

El comisario de la Sûreté apuró la copa de un trago, se levantó y se restregó la boca.

—No faltaba más. Ya sé cómo son esas cosas. ¿Me telefonearás si hay alguna novedad?

—Prometido.

—Me da la impresión de que no tardarás mucho en llamarme. Incluso dudo en volver a la Rue des Saussaies. No, no iré —decidió—. ¿Te importa que me dé una vueltecita por el Quai des Orfèvres?

—Conforme. Hasta luego.

Maigret casi lo empujó hacia el rellano. Tras cerrar la puerta, cruzó velozmente la habitación y se acercó a mirar por la ventana. A la izquierda, más allá del almacén de Lhoste et Pépin, había una tienda de vino y carbón pintada de amarillo. Maigret espió la puerta, junto a la cual se erguía una maceta con una planta.

—Era una bola, ¿no? —preguntó Madame Maigret.

—¡Hombre, claro! No quería que Colombani viese a los que van a subir ahora.

Mientras decía esto, su mano se posó maquinalmente en el antepecho de la ventana, junto a la silla donde estaba sentado Colombani un instante antes, y se tropezó con un periódico. Le echó una ojeada y advirtió que estaba doblado en la página de «Anuncios por palabras». Uno de éstos aparecía enmarcado en azul.

—¡Bandido! —exclamó entre dientes.

Existía, en efecto, una vieja rivalidad entre la Sûreté Nationale y la Policía Judicial, y era una satisfacción, para uno de la Rue des Saussaies, jugarle una mala pasada a un colega de la Rue des Orfèvres. Así y todo, Colombani no se había vengado malévolamente de la mentira de Maigret y del cuento de la tía. Se había limitado a dejar tras de sí la prueba de que había entendido.

El anuncio, que había aparecido por la mañana en todos los periódicos y al mediodía en los de carreras, decía, con las abreviaciones clásicas:

«Amigos de Albert, imprescindible por seguridad ver urgentemente a Maigret. Domicilio, Bd. Richard-Lenoir, 132. Promesa absoluta discreción».

Y acababan de telefonear, desde la carbonería de enfrente, para asegurarse de que el anuncio no era ni una broma ni una trampa; para oír a Maigret repetir su promesa, y para cerciorarse, por último, de que había vía libre.

—Vas a darte una vueltecilla por el barrio, Madame Maigret. No te des mucha prisa. Ponte el sombrero de la pluma verde.

—¿Por qué el sombrero de la pluma verde?

—Porque está a punto de llegar la primavera.

* * *

Mientras los dos hombres cruzaban la calle, con aspecto de acudir a realizar una importante gestión, Maigret los observaba por la ventana, aunque, de lejos, sólo acertó a reconocer a uno de ellos. Instantes antes no sabía absolutamente nada de los tipos que iban a presentarse, ni siquiera a qué ambiente pertenecían. Sólo hubiera apostado que frecuentaban también los hipódromos.

—Seguro que Colombani está observándolos desde algún sitio —rezongó.

Porque Colombani, una vez tras la pista, era capaz de comprometerle. Son las típicas jugarretas que se gastan entre colegas. Para colmo, seguro que Colombani conocía a Jo «el Boxeador» mejor que Maigret. Era pequeño, corpulento, tenía la nariz rota, ojos azul claro, y llevaba siempre trajes a cuadros y corbatas chillonas. A la hora del aperitivo, se le encontraba siempre en uno de los barecillos de la Avenue de Wagram. No menos de diez veces había desfilado por el despacho de Maigret, siempre por asuntos distintos, y siempre se las había arreglado para librarse. ¿Era realmente peligroso? Ajo le hubiera encantado que la gente creyera eso, y le gustaba adoptar aires «terroríficos». Se esforzaba coquetamente en parecer un hampón, pero la gente del hampa le miraba con recelo e incluso con cierto desdén.

Maigret fue a abrirles la puerta y depositó nuevas copas en la mesa. Los dos hombres entraron cohibidos, recelosos, observando todos los rincones, inquietos por las puertas cerradas.

—Tranquilos, muchachos. No hay ninguna mecanógrafa escondida por ahí, ni ningún dictáfono. ¿Veis? Esto es mi habitación. —Les mostró la cama deshecha—. Aquí está el cuarto de baño. Esto es el vestidor. Y esto la cocina, que acaba de desalojar Madame Maigret en vuestro honor. —La sopa que estaba en el fogón exhalaba un grato olor, y sobre la mesa había ya un pollo albardado—. ¿Esta puerta? Es la última. El cuarto de invitados. No está muy ventilado. Huele a cerrado, por la sencilla razón de que nunca duerme aquí nadie y sólo la utiliza mi cuñada dos o tres noches al año. ¡Ahora, a trabajar!

Alargó la copa para brindar con ellos. Al mismo tiempo, miraba al amigo de Jo con expresión interrogante.

—Es Ferdinand —explicó el ex boxeador.

El comisario trató de hacer memoria inútilmente. Aquella figura larga y flaca, aquel rostro de nariz inmensa y ojos vivos de ratón no le recordaba nada, como tampoco el nombre.

—Tiene un garaje cerca de la Porte Maillot. Un garaje pequeño, claro.

Resultaba curioso verlos de pie a los dos, sin decidirse a sentarse, no porque estuvieran intimidados, sino por una suerte de prudencia. A ese tipo de gente no le hace mucha gracia estar lejos de una puerta.

—Nos habló usted de un peligro.

—Y hasta de dos: primero, que los checos os localicen, en cuyo caso no daría un céntimo por vuestra piel.

Jo y Ferdinand se miraron sorprendidos, pensando que Maigret se equivocaba.

—¿Qué checos?

Los periódicos no habían hablado de los checos.

—La banda de Picardía.

Esta vez sí entendieron y se les oscureció el semblante.

—Nosotros no les hemos hecho nada.

—Bueno. Eso lo discutiremos luego. Sería mucho más agradable hablar si os sentaseis tranquilamente.

Jo se hizo el gallito y se arrellanó en un sillón, pero Ferdinand, que no conocía a Maigret, se limitó a apoyar media nalga en una silla.

—Segundo peligro —prosiguió el comisario encendiendo la pipa y observándolos—. ¿No habéis notado nada hoy?

—Que está lleno de polis por casi todas partes… ¡Perdón!

—Tranquilo. No sólo está lleno de polis, como dices, sino que la mayoría de los inspectores andan a la caza y buscan a cierto número de personas, entre otras a dos caballeros dueños de cierto coche amarillo.

Ferdinand sonrió.

—Me imagino que ya no es amarillo y que ha cambiado de matrícula. Dejémoslo. Si os hubieran trincado primero los inspectores de la Policía Judicial, tal vez os hubiera podido echar un capote. Pero ¿habéis visto al señor que acaba de salir de aquí?

—Colombani —gruñó Jo.

—¿Os ha visto?

—Hemos esperado a que subiera al autobús.

—Eso significa que en la Rue des Saussaies también andan a la caza. Con esa gente no os habríais librado del juez Coméliau.

Era un nombre mágico. Ambos hombres conocían cuando menos la fama de implacable que tenía el magistrado.

—Mientras que viniendo a verme tan tranquilos, como habéis hecho, podemos charlar en confianza.

—No sabemos casi nada.

—Lo que sabéis bastará. ¿Teníais amistad con Albert?

—Era un buen tío.

—Un cachondo, ¿no?

—Lo conocimos en las carreras.

—Me lo imaginaba.

Eso situaba a los dos hombres. El garaje de Ferdinand no debía de estar con frecuencia abierto al público. Tal vez no vendiera coches robados, pues ello requiere instrumentos complicados para retocarlos y toda una organización. Además, a ninguno de los dos le gustaba mucho pringarse. Probablemente, Ferdinand compraba coches viejos y les lavaba la cara para engañar a los incautos. En los bares, en los hipódromos o en los vestíbulos de los hoteles siempre aparece algún primo encantado de aprovechar una ganga sensacional. A veces incluso se les decide susurrándoles al oído que el coche le ha sido robado a una artista de cine.

—¿Estabais en Vincennes el martes pasado?

Ambos hombres se miraron de nuevo, más que para ponerse de acuerdo, para hacer memoria.

—¡Espere! Oye, Ferdinand, ¿no fue el martes cuando cobraste por Semíramis?

—Sí.

—Entonces sí que estábamos.

—¿Y Albert?

—¡Ah, sí! Ahora me acuerdo. Fue el día que diluvió en la tercera. Albert estaba allí, lo vi de lejos.

—¿Hablasteis con él?

—No, porque él no estaba en el césped. Estaba en el pesaje. A nosotros nos gusta estar en el césped. A él también, habitualmente. Aquel día llevó a su mujer. Era su aniversario de boda, o algo así. Unos días antes me lo había comentado. Quería incluso comprarse un coche no muy caro, y Ferdinand le había prometido encontrarle uno. Todo legal, ¿eh?, no se vaya a creer.

—¿Y después?

—¿Después de qué?

—¿Qué pasó al día siguiente?

Se miraron una vez más, y Maigret tuvo que pincharles un poco.

—¿Os llamó al garaje, el viernes a eso de las cinco?

—No, al Pélican, en la Avenue de Wagram. A esa hora solemos estar allí.

—Ahora, muchachos, quiero saber exactamente, palabra por palabra, si es posible, lo que dijo. ¿Quién se puso al teléfono?

—Yo —contestó Jo.

—Piénsalo. Tómate tiempo.

—Parecía tener prisa, y se le veía agitado.

—Lo sé.

—Al principio, no entendí muy bien de qué iba la cosa, porque hablaba tan rápido que lo embarullaba todo, como si tuviera miedo de que se cortase la línea.

—Eso también lo sé. Me llamó cuatro o cinco veces el mismo día.

—¡Ah!

Jo y Ferdinand renunciaban a entender.

—Entonces, si le telefoneó a usted, ya sabrá de qué va la cosa.

—Tú sigue.

—Me dijo que iban tras él unos tipos y que tenía miedo, pero que seguramente había encontrado la forma de quitárselos de encima.

—¿Te aclaró cómo?

—No, pero parecía contento de lo que tenía pensado.

—¿Qué más?

—Dijo más o menos: «Es una historia espantosa, pero podríamos sacar algo». No olvide, comisario, que ha prometido…

—Reitero mi promesa. Saldréis de aquí tan libres como habéis entrado y nadie os molestará, contéis lo que contéis, siempre que me digáis toda la verdad.

—Confiese que la sabe tan bien como nosotros.

—Más o menos.

—Bueno, total, tanto da. Albert añadió: «Venid a verme esta noche a las ocho a mi casa. Tenemos que hablar».

—¿Cómo lo interpretaste?

—Aguarde. Aún tuvo tiempo de decir antes de colgar: «Mandaré a Nine al cine». Entiende, ¿no? Eso significaba que había por medio algo serio.

—Un momento. ¿Había trabajado alguna vez Albert con vosotros dos?

—Nunca. ¿Qué podía hacer él? Ya conoce nuestro trabajo. Legal del todo no es. Y Albert era un burgués.

—Lo que no quita para que intentara sacar partido de lo que había descubierto.

—Puede que sí. No lo sé. Espere. No recuerdo bien la frase. Dijo algo sobre «la banda del norte».

—Y decidisteis acudir a la cita.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer?

—Escucha, Jo. No te hagas el idiota. Por una vez que no te juegas nada, puedes ser franco. Pensaste que tu amigo Albert había descubierto a los tipos de la banda de Picardía. Sabías por los periódicos que habían apandado varios millones. Y te preguntaste si no había manera de llevarse una parte. ¿No es así?

—Me figuré que eso era lo que tenía pensado Albert.

—Bien. Estamos de acuerdo. ¿Qué pasó luego?

—Fuimos los dos.

—Y tuvisteis una avería en el Quai Henri-IV, lo que me hace suponer que el Citroën amarillo era menos nuevo de lo que parecía.

—Lo habíamos aviado un poco para revenderlo. No pensábamos utilizarlo nosotros.

—Llegasteis al Quai de Charenton con media hora de retraso. Los postigos estaban echados. Abristeis la puerta, que no estaba cerrada con llave.

Los dos hombres volvieron a mirarse, con expresión lúgubre.

—Y encontrasteis a vuestro amigo Albert muerto de un navajazo.

—Pues sí.

—¿Qué hicisteis?

—Primero pensamos que no la había palmado del todo, porque el cuerpo estaba aún caliente.

—¿Y luego?

—Enseguida vimos que habían registrado la casa. Pensamos en Nine, que estaba a punto de volver del cine. Sólo hay uno por allí cerca, en Charenton, junto al canal. Fuimos al cine.

—¿Qué pensabais hacer?

—Muy bien no lo sabíamos, se lo juro. No era para sentirnos orgullosos. Primero que no tiene gracia darle una noticia así a una mujer. Y luego nos preguntábamos si nos habrían visto los tipos de la banda. Estuvimos discutiendo.

—¿Y decidisteis mandar a Nine al campo?

—Sí.

—¿Está lejos?

—Muy cerca de Corbeil, en un mesón a orillas del Sena donde vamos a pescar alguna vez. Ferdinand tiene allí un barco.

—¿No quiso ver a Albert?

—Sí, pero no la dejamos. Cuando pasamos por el muelle, ya de noche, no había nadie por los alrededores de la casa. Estaba encendida la luz de la puerta, porque no nos habíamos acordado de apagarla.

—¿Por qué trasladasteis el cadáver?

—Se le ocurrió a Ferdinand.

Maigret se volvió hacia éste, que bajó la cabeza.

—¿Por qué? —repitió Maigret.

—No sé cómo explicárselo. Yo estaba bastante excitado. En el mesón habíamos bebido bastante para remontarnos la moral. Pensé que los vecinos podían haber visto el coche o a nosotros. Y también que, si se enteraban de que Albert había muerto, buscarían a Nine, y que Nine sería incapaz de callarse.

—Creasteis una pista falsa.

—Algo así. La policía se ocupa menos de este tipo de crímenes, que parecen sencillos: un hombre asesinado de un navajazo en plena calle para robarle el dinero.

—También fue cosa tuya lo de rajar el impermeable.

—¡Qué remedio! Lo hicimos también para que pareciera que lo habían liquidado en la calle.

—¿Y lo de desfigurarle?

—Era necesario. Él ya no podía sentir nada. Pensamos que así el caso se archivaría y no tendríamos nada que temer.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo, se lo juro. ¿Verdad, Jo? Al día siguiente, pinté el coche de azul y le cambié la matrícula.

Se notaba que se disponían a levantarse.

—Un momento. ¿No habéis recibido nada desde entonces?

—¿El qué?

—Un sobre, seguramente con algo dentro.

—No.

No había duda de que eran sinceros. La pregunta les sorprendió de verdad. Por otra parte, Maigret, al tiempo que la hacía, descubrió una posible solución al problema que tanto le había preocupado durante los últimos días.

Esa solución se la había proporcionado Jo hacía un rato, sin saberlo. ¿No le había dicho Albert a Jo, por teléfono, que acababa de encontrar una manera de librarse de la banda que le seguía? ¿No había pedido un sobre en la cervecería donde le habían visto por última vez, instantes después de llamar a sus amigos? Albert llevaba en el bolsillo algo comprometedor para los checos. Uno de éstos no despegaba la vista de él. Meter un sobre en un buzón, ¿no era un modo de alejarle? Deslizar el documento en el sobre no era más que un juego. Pero ¿qué dirección había escrito?

Maigret descolgó el teléfono y llamó a la Policía Judicial.

—¿Oiga? ¿Con quién hablo?… ¿Bodin? Hay faena, muchacho. ¡Urgente! ¿Cuántos inspectores hay en el despacho?… ¿Cómo? ¿Sólo cuatro?… Sí, uno tiene que quedarse de guardia. Coge a los otros tres. Repartios todas las oficinas de correos de París. ¡Aguarda! Incluida la de Charenton. Por ésa empiezas tú personalmente. Interrogad a los encargados de las listas de correos. Tiene que haber en algún sitio, a nombre de Albert Rochain, una carta que lleva ahí varios días… Cogedla. Sí. Y me la traéis… No. A mi casa, no. Estaré en el despacho dentro de media hora. —Miró a los dos hombres sonriendo—. ¿Otra copita?

No debía de gustarles el calvados. Seguramente lo habían aceptado por cortesía.

—¿Podemos irnos?

Todavía no las tenían todas consigo, y se levantaron como colegiales a quienes el maestro anuncia el recreo.

—¿No nos meterán en el ajo?

—No se os mencionará a ninguno de los dos. Sólo os pido que no le contéis nada a Nine.

—¿Tampoco ella tendrá problemas?

—¿Por qué habría de tenerlos?

—Trátela bien, ¿eh? ¡Si supiera cuánto quería a su Albert!

Tras cerrar la puerta, Maigret fue a apagar el gas. La sopa se estaba saliendo y empezaba a derramarse por el fogón.

Era consciente de que los tipos no habían dicho toda la verdad. A juzgar por el informe del doctor Paul, no habían esperado a poner a Nine a salvo para desfigurar a su amigo. Pero eso poco cambiaba las cosas, y se habían mostrado bastante dóciles, en definitiva, para que el comisario no los molestara. En el fondo, esa gente tiene su pudor, como todo el mundo.