7

Cuando Maigret bajó del taxi frente al hospital Laennec, en la Rue de Sèvres, vio un cochazo con matrícula del cuerpo diplomático. En el portal esperaba un hombre largo y flaco, vestido con desesperante corrección. Sus gestos eran tan impecablemente estudiados y las expresiones de su fisonomía tan perfectas que no apetecía escuchar las palabras que pronunciaba con lentitud, sino contemplarlo como un espectáculo.

Sin embargo, no era siquiera el último secretario de la embajada de Checoslovaquia, sino un simple empleado de la cancillería.

—Me ha dicho Su Excelencia… —empezó a decir.

Y Maigret, para quien las últimas horas transcurridas se contaban entre las más ajetreadas de su vida, se limitó a mascullar anticipándose:

—¡Vale! —Con todo, en la escalera del hospital se volvió para hacer una pregunta que hizo sobresaltarse a su acompañante—. Supongo que al menos hablará usted checo, ¿no?

Lucas miraba melancólicamente el jardín, acodado en una ventana del pasillo. Hacía una mañana gris y lluviosa. Poco antes una enfermera se había acercado al inspector para pedirle que no fumase, y éste ahora suspiró, señalando con el dedo la pipa de Maigret:

—Se la harán apagar, jefe.

Tuvieron que esperar a que viniese a buscarles la enfermera de guardia. Era una mujer de mediana edad, que se mostró insensible a la fama de Maigret y a quien no debía de hacer gracia la policía.

—No la cansen. Cuando les indique que salgan, hagan el favor de no insistir.

Maigret se encogió de hombros y penetró el primero en la pequeña habitación blanca donde Maria parecía dormitar, en tanto que su bebé dormía en una cuna junto a la cama. Sin embargo, se filtraba una mirada entre los párpados entornados de la mujer, pendiente de los actos y gestos de los dos hombres.

Estaba tan guapa como por la noche en la Rue du Roi-de-Sicile, pero más pálida de tez. Le habían recogido el pelo en dos grandes trenzas que le rodeaban la cabeza.

—¿Quiere usted preguntarle su nombre? —pidió Maigret al checo, tras depositar el sombrero en una silla.

Aguardó, sin abrigar grandes esperanzas. La joven, en efecto, se limitó a lanzar una mirada de odio al hombre que le hablaba en su lengua.

—No contesta —dijo el traductor—. Pero, a lo que parece, no es checa, sino eslovaca. Le he hablado en las dos lenguas, y sólo cuando he utilizado la segunda se ha estremecido.

—Haga el favor de explicarle que le aconsejo por su bien que conteste a mis preguntas. Si no lo hace así, hoy mismo, a pesar de su estado, podría ser trasladada a la enfermería de la prisión de la Santé.

Al checo le recorrió un estremecimiento de gentleman ofuscado, y la enfermera, que trajinaba por la habitación, murmuró como para sí:

—¡Eso habrá que verlo! —Acto seguido, agregó dirigiéndose a Maigret—: ¿No ha leído abajo que está prohibido fumar?

El comisario se quitó la pipa de la boca con inesperada docilidad y la apagó con los dedos. Maria había pronunciado por fin unas palabras.

—¿Quiere usted traducir?

—Dice que le da igual y que nos odia a todos. No me había equivocado. Es eslovaca, probablemente del sur, una campesina.

Al hombre se le veía como aliviado. Tratándose de una campesina, no estaba ya en juego su honor de puro checo de Praga. Maigret se había sacado la libreta negra del bolsillo.

—Pregúntele dónde estaba la noche del 12 al 13 de octubre.

Esta vez, la muchacha acusó el golpe y la mirada que clavó con insistencia en el comisario se tornó más sombría. Con todo, no salió sonido alguno de sus labios.

—Pregúntele lo mismo respecto a la noche del 8 al 9 de diciembre.

Maria se agitó. Su pecho subía y bajaba. Hizo inconscientemente un gesto hacia la cuna, como para coger a su hijo y protegerlo. Era una magnífica hembra. La única en no advertir que pertenecía a una raza distinta era la enfermera, que la trataba como a una mujer corriente, como a una parturienta.

—¿Cuándo acabará usted de hacerle preguntas estúpidas?

—Entonces le haremos otra que quizá la haga cambiar de opinión, señora o señorita.

—Señorita, por favor.

—Lo sospechaba. Haga el favor de traducir, caballero. En el transcurso de esa noche del 8 al 9 de diciembre, en una granja de Picardía, en Saint-Gilles-les-Vaudreuves, una familia entera fue salvajemente asesinada a hachazos. La noche del 12 al 13 de octubre, dos ancianos, dos granjeros, fueron asesinados del mismo modo en su granja de Saint-Aubin, también en Picardía. La noche del 21 al 22 de noviembre, dos ancianos y su criado, un pobre tonto, fueron también atacados a hachazos.

—Supongo que pretenderá usted que ha sido ella.

—Un momento, señorita. Deje usted que traduzcan, por favor.

El checo traducía con cara de asco, como si el hablar de esas matanzas le hubiera ensuciado las manos. Tan sólo oír las primeras palabras, la mujer se había incorporado a medias en la cama, descubriendo un pecho que ni se le ocurrió ocultar.

—Hasta el 8 de diciembre, no se sabía nada de los asesinos, porque no dejaban supervivientes tras ellos. ¿Comprende usted, señorita?

—Creo que el médico sólo le ha permitido una visita de unos minutos.

—No tema. Es fuerte. Mírela usted.

Seguía estando guapa, junto a su hijo, como una loba, como una leona, y como debía de estarlo al frente de sus machos.

—Traduzca palabra por palabra, por favor. El 8 de diciembre, se descuidaron. Una niña de nueve años, descalza, en camisón, logró escurrirse de la cama antes de que repararan en ella y se ocultó en un rincón donde nadie pensó en buscarla. Ella sí que vio y oyó. Vio a una mujer joven y morena, una mujer magnífica y salvaje que acercaba la llama de una vela a los pies de su madre mientras uno de los hombres le abría la cabeza al abuelo, y otro escanciaba vino a sus compañeros. La granjera gritaba, suplicaba, se retorcía de dolor mientras ésta… —señalaba la cama de la parturienta— mientras ésta, sonriente, refinaba el suplicio acercándole la brasa de un cigarrillo a los pechos.

—¡Por favor! —protestó la enfermera.

—Traduzca. —Entretanto, observaba a Maria, que no despegaba la vista de él, como replegada en sí misma y con los ojos brillantes—. Pregúntele si tiene algo que contestar.

Pero la joven se limitó a esgrimir una sonrisa desdeñosa.

—A la niña, que escapó de la matanza, que ahora es huérfana y ha sido adoptada por una familia de Amiens, le enseñaron esta mañana la fotografía de esta mujer, transmitida por belinograma. La ha reconocido. No la habían avisado. Se han limitado a ponerle delante la foto, y la emoción ha sido tan violenta que le ha dado un ataque de nervios. Traduzca, señor checo.

—Es eslovaca —replicó éste.

El niño rompió a llorar, y la enfermera, tras consultar el reloj, lo sacó de la cuna. La madre no apartaba la mirada de él mientras lo cambiaban.

—Le recuerdo que es la hora, señor comisario —insistió la enfermera.

—¿Lo era también para esas personas?

—Esta mujer tiene que darle de mamar al niño.

—Que lo haga.

Era la primera vez que Maigret sostenía un interrogatorio mientras un recién nacido pegaba los labios al seno blanco de una asesina.

—No contesta, ¿no? Supongo que tampoco dirá nada cuando le hable usted de la viuda Rival, asesinada, como los demás, en su granja, el 19 de enero. Es la última víctima. También fue asesinada su hija, de cuarenta años. Supongo que Maria se hallaba presente. Como en los demás casos, tenían quemaduras en el cuerpo. Traduzca.

Aunque advertía un profundo malestar a su alrededor, una sorda hostilidad, Maigret hizo caso omiso de ello. Estaba agotado. De haberse sentado cinco minutos en un sillón, se hubiera quedado dormido.

—Háblele ahora de sus acompañantes, de sus machos, de Victor Poliensky, una especie de tonto de pueblo con la fuerza de un gorila; de Serge Madok, un tipo con cuello de toro y piel grasienta; de Carl, y del chico al que llaman Pietr.

Maria leía los nombres en los labios de Maigret y, cada vez que oía uno, se estremecía.

—¿Era también el crío su amante?

—¿Tengo que traducirlo?

—Por favor. No se preocupe, que no la hará ruborizarse.

Maria, acorralada, esbozó una sonrisa al oír evocar al adolescente.

—Pregúntele si era de veras su hermano.

Cosa curiosa, había momentos en que se traslucía una cálida ternura en los ojos de la mujer, y no sólo cuando acercaba a su pecho el rostro del niño.

—Ahora, señor checo…

—Me llamo Franz Lehel.

—Me da igual. Le ruego que traduzca muy fielmente, palabra por palabra, lo que voy a decirle. Es posible que dependa de ello la cabeza de su compatriota. Primero dígale esto: que de la actitud que adopte depende su cabeza.

—¿Debo realmente?

—¡Es repugnante! —murmuró la enfermera.

Pero Maria no chistó. Tan sólo palideció un poco más, pero acertó a sonreír.

—Hay otro individuo a quien no conocemos y que era el jefe.

—¿Traduzco?

—Por favor.

Esta vez la parturienta contestó con una sonrisa irónica.

—No hablará, lo sé. Me lo esperaba al venir. No es mujer que se deje intimidar. Pero hay un detalle que quiero saber, porque están en juego vidas humanas.

—¿Traduzco?

—Si no, ¿para qué le he llamado?

—Para traducir. Discúlpeme.

Y, muy tieso, se dispuso a traducir como si recitara una lección.

—Entre el 12 de octubre y el 21 de noviembre media más o menos un mes. Entre el 21 de noviembre y el 8 de diciembre, poco más de quince días. Otras cinco semanas hasta el 19 de enero. ¿No cae usted? Es más o menos el tiempo que empleaba la banda en gastar el dinero. Y estamos a finales de febrero. No puedo prometer nada. Otros decidirán su suerte cuando se celebre el juicio. Traduzca.

—¿Le importaría repetirme las fechas?

El comisario las repitió y esperó.

—Añada ahora que si, contestando a mis últimas preguntas, evita nuevas matanzas, se le tendrá en cuenta.

La mujer no chistó, pero volvió a sonreír con desdén.

—No le pregunto dónde están en este momento sus amigos. Ni siquiera le pregunto el nombre del jefe. Quiero saber si andan bajos de fondos, si preparan un golpe para los próximos días.

Sólo consiguió que a Maria le brillaran los ojos.

—Bien. No contestará. Creo que he entendido. Resta saber si Víctor Poliensky era el que mataba a las víctimas.

La joven escuchó atentamente la traducción y esperó. A Maigret le ponía nervioso tener que recurrir al empleado de la cancillería.

—No creo que fueran varios los que manejaban el hacha, y, si no era ése el cometido de Víctor, no veo qué utilidad tenía para la banda el cargar con un retrasado mental. En definitiva, gracias a él hemos trincado a Maria y los trincaremos a todos.

Nueva traducción. La mujer puso cara de triunfo. No sabían nada. Sólo ella lo sabía todo. Estaba en la cama, débil, con un recién nacido aferrado a su pecho, pero había callado, y continuaría callando. Una mirada inconsciente a la ventana dejó traslucir el trasfondo de sus pensamientos. En el momento en que los otros habían abandonado la Rue du Roi-de-Sicile —probablemente lo había pedido ella—, debían de haberle hecho promesas. Conocía a sus hombres. Confiaba en ellos. Mientras estuviesen libres, ella no corría ningún peligro. Vendrían. Tarde o temprano la sacarían de allí o, más adelante, de la misma enfermería de la Santé.

Estaba espléndida. Le temblaban las aletas de la nariz. Sus labios rotundos esgrimían una mueca intraducible. No era de la misma raza que los allí presentes; tampoco sus hombres lo eran. Habían elegido vivir definitivamente al margen. Eran fieras salvajes, y los balidos de las ovejas no tocaban en ellos ninguna fibra sensible.

¿Dónde, en qué bajos fondos, en qué ambiente de miseria se había forjado aquel compadraje? Todos habían pasado hambre. A tal punto que, una vez consumado un golpe criminal, sólo pensaban en comer, en pasarse el día comiendo, comiendo y bebiendo, haciendo el amor, volviendo a comer, sin importarles el sórdido marco de la Rue du Roi-de-Sicile ni sus raídas ropas que semejaban harapos. No mataban por dinero. El dinero tan sólo representaba un medio para comer y dormir en paz, en su refugio, en su madriguera, indiferentes al resto de la humanidad. La mujer ni siquiera era coqueta. Los vestidos que habían encontrado en la habitación eran baratos, como los que llevaba en su pueblo. No usaba maquillaje ni carmín, ni tenía lencería fina. Todos ellos, en otras edades o latitudes, hubieran podido vivir igual, desnudos, en el bosque o en la jungla.

—Dígale que volveré, que le pido que medite. Ahora tiene un hijo. —Bajó la voz inconscientemente para pronunciar estas últimas palabras—. Nos vamos ya —dijo a la enfermera—. Dentro de un rato le mandaré a otro inspector. Telefonearé al doctor Boucard. La asiste él, ¿no es así?

—Es el jefe de planta.

—Si está en condiciones de ser trasladada, lo más probable es que la llevemos esta noche o mañana a la Santé.

Pese a la paciencia de que había dado muestra, la enfermera seguía mirándole con rencor.

—Adiós, señorita. Vámonos, caballero.

En el pasillo habló un momento con Lucas, que no estaba al corriente de nada. La enfermera que les había acompañado desde la planta baja les esperaba un poco más lejos. Al pie de una puerta, había cinco o seis jarrones con flores.

—¿De quién son? —preguntó Maigret.

La enfermera era joven y rubia, rellenita bajo la bata.

—Ya de nadie. La señora que ocupaba esa habitación regresó a su casa hace unos minutos. Ha dejado las flores. Tenía muchos amigos.

Maigret habló en voz baja con ella. La enfermera asintió. Parecía sorprendida. Pero más lo habría estado el checo si hubiera adivinado lo que acababa de hacer Maigret.

—Ponga algunas en la 217 —se había limitado a decir, un poco apurado.

Porque la habitación estaba desnuda y fría, porque al fin y al cabo allí había una mujer y un recién nacido.

Eran las once y media. En el largo y mal iluminado pasillo donde se alinean las puertas de los jueces de instrucción, algunos hombres, esposados, sin corbata, flanqueados por gendarmes, aguardaban su turno, sentados en los bancos sin respaldo. Había también mujeres, y testigos que se impacientaban.

El juez Coméliau, más serio que nunca, nervioso, había ordenado traer sillas del despacho de un colega y había ordenado a su secretario que saliera a comer. A petición de Maigret, se hallaba presente el director de la Policía Judicial, sentado en un sillón, en tanto que, en la silla reservada habitualmente a los interrogados, se sentaba el comisario Colombani, de la Sûreté Nationale.

Como la Policía Judicial, en principio, tan sólo se ocupa de París y de la región parisiense, era Colombani quien, desde había cinco meses, en contacto con las brigadas móviles, dirigía la investigación sobre los «Asesinos de Picardía», pues así habían bautizado los periodistas a la banda desde el primer crimen. A primera hora de la mañana, Colombani había tenido una entrevista con Maigret y le había confiado el expediente.

Temprano también, poco antes de las nueve, uno de los inspectores que montaban guardia en la Rue du Roi-de-Sicile había llamado a la puerta del despacho del comisario.

«Está aquí», había anunciado el inspector.

Se refería al dueño del Hôtel du Lion d’Or. Durante la noche, o más bien al final de la noche, el hombre se lo había pensado dos veces. Demacrado, sin afeitar, con la ropa arrugada, había interpelado al inspector que se paseaba delante de la casa.

«Quiero ir al Quai des Orfèvres», anunció.

«Vaya usted.»

«Tengo miedo.»

«Le acompañaré.»

Pero ¿no había sido asesinado Víctor en plena calle, entre la gente?

«Prefiero que cojamos un taxi. Pago yo.»

Cuando entró en el despacho, Maigret tenía delante su expediente. Había tres condenas en su historial.

«¿Recuerdas ya las fechas?»

«Sí, he hecho memoria. En fin, veremos lo que pasa. Pero si se compromete usted a protegerme…» Apestaba a cobardía, a enfermedad. Toda su persona hacía pensar en un absceso. Y sin embargo, el hombre había sido detenido en dos ocasiones por atentado a la moral. «La primera vez que salieron, no le di importancia, pero la segunda me extrañó.»

«¿La segunda? O sea, el 21 de noviembre.»

«¿Cómo lo sabe usted?»

«Porque yo también he hecho memoria, y he leído los periódicos.»

«Me di cuenta de que eran ellos, aunque no lo dejé ver.»

«Pero ellos lo adivinaron, ¿no?»

«No lo sé. Me dieron mil francos.»

«Ayer dijiste quinientos.»

«Me equivoqué. Cuando regresaron la vez siguiente, fue cuando Carl me amenazó.»

«¿Salían en coche?»

«No lo sé. En cualquier caso, de mi pensión se iban andando.»

«Las visitas del otro, del que no conoces, ¿tuvieron lugar unos días antes?»

«Ahora que lo dice, creo que sí.»

«¿Se acostaba también el tipo ése con Maria?»

«No.»

«Ahora vas a ser bueno y me vas a confesar una cosa. Recuerda tus dos primeras condenas.»

«Entonces era joven.»

«Todavía más repugnante. Conociéndote, seguro que Maria te excitaba.»

«Nunca la he tocado.»

«¡Toma, claro! Te daban miedo sus compinches.»

«Y ella también.»

«Bueno. Al menos por una vez eres franco. Ahora bien, seguro que no te limitaste a abrir la puerta de cuando en cuando. ¡Confiesa!»

«Hice un agujero en la pared, es verdad. Y me las arreglaba para que la habitación contigua quedara casi siempre desocupada.»

«¿Quién se acostaba con ella?»

«Todos.»

«¿Incluido el chico?»

«Ése el que más.»

«Ayer me dijiste que probablemente era su hermano.»

«Porque se le parece. Es el que está más enamorado de ella. Le he visto llorar varias veces. Cuando estaba con ella, le suplicaba.»

«¿Que hiciera el qué?»

«No lo sé. No hablaban en francés. Cuando estaba otro en la habitación, a veces el chico bajaba a emborracharse solo a un tabernucho de la Rue des Rosiers.»

«¿Se peleaban?»

«Los hombres no se querían.»

«¿De veras no sabes de quién era esa camisa manchada de sangre que viste lavar en la palangana?»

«No estoy seguro. Se la vi puesta a Víctor, pero a veces se intercambiaban la ropa.»

«Según tú, ¿quién era el jefe de los que vivían en tu hotel?»

«No había jefe. Cuando había gresca, Maria les chillaba y ellos se callaban.»

El dueño de la pensión había regresado a su madriguera acompañado por un agente, a quien se arrimaba temerosamente en la calle, empapado en sudor. Debía de apestar más que de costumbre, pues el miedo huele mal.

Ahora, el juez Coméliau —cuello almidonado, corbata oscura, traje impecable— miraba a Maigret, que estaba sentado en el antepecho de la ventana, de espaldas al patio.

—La mujer no ha hablado ni hablará —dijo el comisario arrancando pequeñas bocanadas de la pipa—. Desde anoche tenemos tres fieras en libertad rondando por París: Serge Madok, Carl y el joven Pietr, que, a pesar de su edad, no parece tener alma de monaguillo. Eso sin contar el tipo que acudía a visitarles, que probablemente es el jefe de todos.

—Supongo que habrá tomado usted sus medidas —interrumpió el juez.

Le hubiera gustado pillar en falta a Maigret. Éste había descubierto demasiadas cosas en poco tiempo, como quien no quiere la cosa. Dedicado aparentemente a su muerto, Petit Albert, había descubierto a una banda que la policía llevaba buscando sin éxito cinco meses.

—Están alertadas las estaciones de tren, tranquilícese. De nada servirá, pero es la rutina. Tenemos vigiladas carreteras y fronteras. Otra medida rutinaria. Muchas circulares, telegramas, llamadas telefónicas, miles de personas en movimiento, pero…

—Es imprescindible.

—Lo sé, y estamos en ello. Vigilamos también los hoteles y pensiones, sobre todo las del tipo Hôtel du Lion d’Or. En algún sitio tendrá que dormir esa gente.

—Un amigo mío, que es director de un periódico, me ha telefoneado hace un rato quejándose de usted. Parece ser que se niega a facilitar la menor información a los reporteros.

—Así es. Opino que es inútil angustiar a los parisienses anunciándoles que corre por las calles de la ciudad un grupo de asesinos acorralados.

—Estoy con Maigret —apoyó el director de la Policía Judicial.

—No lo critico, caballeros. Intento formarme una opinión. Tienen ustedes sus métodos. El comisario Maigret en particular tiene los suyos, que son a veces bastante peculiares; no siempre se molesta en ponerme al corriente, cuando, en última instancia, soy yo el único responsable. El fiscal, a petición mía, acaba de adscribir el caso de la banda de Picardía al de Petit Albert. Me gustaría poder hacer un balance de la situación.

—Sabemos ya —recitó Maigret con tono expresamente monótono— cómo se eligieron las víctimas.

—¿Ha recibido algún testimonio del norte?

—No ha sido necesario. Moers ha descubierto numerosas huellas digitales en las dos habitaciones de la Rue du Roi-de-Sicile. Esos tipos, cuando trabajaban en las fincas, llevaban guantes de goma y no dejaban nada tras ellos; también los asesinos de Petit Albert utilizaban guantes, pero los huéspedes del Lion d’Or se movían por la pensión con las manos desnudas. En el servicio de fichas han reconocido las huellas de sólo uno de ellos.

—¿De cuál?

—De Carl. Se llama Carl Lipschitz. Nació en Bohemia y entró en Francia legalmente, hará unos cinco años, con el pasaporte en regla. Formaba parte de un grupo de trabajadores agrícolas que fue enviado a las grandes granjas de Picardía y Artois.

—¿Por qué razón está fichado?

—Hace dos años fue acusado de asesinar y violar a una cría de Saint-Aubin. Por aquel entonces trabajaba en una finca del pueblo. Tras ser detenido, acusado por la opinión pública, fue puesto en libertad por falta de pruebas. Desde entonces se le perdió la pista. Probablemente vino a París. Investigaremos en las grandes fábricas de las afueras. Nada me sorprendería que haya trabajado también en la Citroën. Hemos mandado ya un inspector hacia allí.

—Luego ya hay uno identificado.

—Sé que no es mucho, pero, como habrá observado, es un hombre clave en el asunto. Colombani ha consentido en prestarme su expediente, y lo he examinado con atención. Esto es un mapa que el comisario ha confeccionado con sumo rigor. Leo también en uno de sus informes que, en los pueblos donde se cometieron los crímenes, no residía ningún checo. Como sí aparecían varios polacos, algunos hablaron de la «banda de los polacos», atribuyéndoles los asesinatos de granjeros.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Cuando el grupo al que pertenecía Carl llegó a Francia, los hombres quedaron dispersados. Por esa época, únicamente aparece él en la zona situada al sur de Amiens. Allí se cometieron los tres primeros crímenes, siempre en granjas prósperas y aisladas, y siempre habitadas por ancianos.

—¿Y los dos granjeros?

—Un poco más al este, hacia Saint-Quentin. Probablemente averiguaremos que Carl tuvo alguna novia o algún amigo por esos pagos. Podía desplazarse allí en bicicleta. Tres años más tarde, cuando se formó la banda…

—¿Dónde cree usted que se formó?

—Lo ignoro, pero seguro que localizamos a la mayoría de los personajes por los alrededores del Quai de Javel. Víctor Poliensky trabajaba aún en la Citroën pocas semanas antes del primer golpe.

—Se ha referido usted a un jefe.

—Por favor, déjeme acabar. Antes de morir Petit Albert, o, mejor dicho, antes de que fuese descubierto su cuerpo en la Place de la Concorde (insisto en el matiz y ya verá por qué), la banda, que iba ya por su cuarta matanza, disfrutaba de total impunidad. Nadie conocía la filiación de sus componentes. Nuestro único testigo era una chiquilla que había visto cómo una mujer torturaba a su madre. A los hombres apenas pudo entreverlos. Todos ellos llevaban la cara tapada con vendas negras.

—¿Aparecieron esas vendas en la Rue du Roi-de-Sicile?

—No. Pero la banda se sentía segura. A nadie se le hubiera ocurrido buscar a los asesinos de Picardía en una guarida del gueto de París. ¿No es así, Colombani?

—Desde luego.

—Petit Albert, al sentirse amenazado por unos hombres que le seguían (no olvide que, en sus llamadas telefónicas, dijo que eran varios y que se relevaban), Petit Albert, digo, fue asesinado de un navajazo en su propia taberna, tras recurrir a mí para que le protegiera. Su primera intención fue venir a verme. Eso significaba que quería revelarme algo, y los otros lo sabían. La pregunta es la siguiente: ¿por qué se molestaron en transportar el cadáver a la Place de la Concorde?

Los demás le miraron en silencio, buscando en vano la respuesta a una pregunta que tantas veces se había formulado el propio Maigret.

—Sigo remitiéndome al informe de Colombani, que es extraordinariamente preciso. En todos los atentados que cometieron en las granjas, la banda utilizó coches, de preferencia camionetas robadas. Casi todas fueron sustraídas en la vía pública por los aledaños de la Place Vichy, en cualquier caso en el distrito dieciocho. De ahí que investigásemos especialmente esa zona. Los vehículos aparecían al día siguiente por el mismo barrio, pero más alejados del centro de la ciudad.

—¿Qué deduce de eso?

—Que la banda no posee ningún coche. Un vehículo es necesario aparcarlo en algún sitio, y eso deja pistas.

—¿O sea que el coche amarillo…?

—El coche amarillo no fue robado. Lo sabríamos porque el dueño habría puesto una denuncia, sobre todo tratándose de un coche casi nuevo.

—Entiendo —murmuró el jefe, en tanto que el juez Coméliau, que no entendía nada, fruncía el ceño, amoscado.

—Tenía que habérseme ocurrido antes. Por un momento admití esa eventualidad, pero la deseché porque la veía demasiado complicada y, a mi entender, la verdad es siempre sencilla. No fueron los asesinos de Petit Albert quienes depositaron su cadáver en la Place de la Concorde.

—Entonces, ¿quién fue?

—Lo ignoro, pero pronto lo sabremos.

—¿Cómo?

—He mandado publicar un anuncio en los periódicos. Recuerde que Albert, a eso de las cinco de la tarde, cuando comprendió que nos veíamos impotentes para ayudarle, hizo una llamada telefónica, pero no nos llamó a nosotros.

—¿Pidió auxilio a sus amigos, según usted?

—Tal vez. En cualquier caso, quedó citado con alguien. Y ese alguien no llegó a tiempo.

—¿Cómo lo sabe?

—Olvida usted que el coche amarillo sufrió una avería en el Quai Henri-IV, una avería bastante larga.

—¿De manera que los dos hombres que iban en él llegaron demasiado tarde?

—Exactamente.

—¡Un momento! Yo también tengo delante el expediente. Según su cartomántica, el coche aparcó enfrente de Au Petit Albert entre las ocho y media y las nueve aproximadamente. Sin embargo, el cuerpo fue depositado en la acera de la Place de la Concorde a la una de la mañana.

—Puede que volvieran, señor juez.

—¿Para buscar a la víctima de un crimen que no habían cometido y dejarla en otra parte?

—Es posible. No trato de explicarlo. Sólo lo constato.

—¿Y qué hacía entretanto la mujer de Albert?

—Quizá la llevaron a un lugar seguro.

—¿Y por qué no la mataron al mismo tiempo que a su marido, puesto que, presumiblemente, ella estaba también enterada de todo y, además, debió de ver a los asesinos?

—¿Quién nos dice que no salió? Algunos hombres, cuando tienen que tratar un asunto serio, alejan a su mujer.

—¿No le parece, señor comisario, que todo esto nos aleja también a nosotros de nuestros asesinos, quienes, como usted dice, deambulan en este momento por París?

—¿Qué es lo que nos puso tras su pista, señor juez?

—El cadáver de la Place de la Concorde, evidentemente.

—¿Por qué no puede ponernos otra vez tras ella? Mire usted, yo creo que cuando hayamos entendido el trasfondo de todo esto, no nos resultará difícil echarle el guante a la banda. Lo que nos falta es entenderlo.

—¿Supone usted que mataron a ese tabernero porque sabía demasiado?

—Es probable. E intento averiguar cómo se enteró. Cuando lo haya descubierto, sabré también lo que sabía.

El director de la Policía Judicial asentía sonriendo, pues advertía el antagonismo entre ambos hombres. Colombani, por su parte, quería intervenir.

—Tal vez el tren —insinuó.

El comisario conocía el expediente a fondo, y Maigret le animó a hablar.

—¿De qué tren habla usted? —preguntó Coméliau.

—A raíz del último caso —hablaba Colombani, y su colega le alentaba con la mirada—, tuvimos un ligero indicio que decidimos no hacer público para evitar poner a la banda sobre aviso. Tenga la bondad de examinar el mapa número 5, que figura adjunto al expediente. El atentado del 19 de enero fue cometido en casa de la viuda Rival y de su hija, muertas ambas, por desgracia. Su granja se llama Las Monjitas, sin duda porque fue edificada sobre las ruinas de un antiguo convento, y se halla a cinco kilómetros del pueblo. Ese pueblo, Goderville, posee una estación de ferrocarril donde paran los trenes ómnibus. Es la línea París-Bruselas. Inútil decirle que no abundan los viajeros procedentes de París, ya que estos trenes tardan dos horas en cubrir el trayecto y se detienen en todas las estaciones. Pues bien, el 19 de enero, a las ocho y diecisiete de la tarde, un hombre se apeó del tren, provisto de un billete de ida y vuelta París-Goderville.

—¿Se posee su descripción?

—Muy poca cosa. Un hombre aún joven, bien vestido.

El juez quería poner algún grano de su cosecha.

—¿Acento extranjero?

—No habló. Cruzó el pueblo por la carretera general, y no se le volvió a ver. Pero al día siguiente, a las seis y pocos minutos, cogía el tren de París en otra pequeña estación, Moucher, situada a veintiún kilómetros más al sur. No alquiló un taxi, ni le llevó en coche ningún campesino. Cuesta creer que se pasara la noche caminando por gusto. Necesariamente tuvo que pasar por las cercanías de Las Monjitas.

Maigret había cerrado los ojos, invadido por un cansancio que a duras penas podía vencer. A ratos, incluso se quedaba medio dormido, y había dejado apagar la pipa.

—Cuando nos llegó esa información —prosiguió Colombani—, hicimos que la Compagnie du Nord buscara ese billete. Todos los billetes que se recogen se conservan durante cierto tiempo.

—¿Y no dieron con él?

—No fue presentado en la Gare du Nord. Lo cual quiere decir que el viajero se apeó por el otro andén o se mezcló con la gente en una estación de cercanías y pudo salir sin ser visto, cosa nada difícil.

—¿De eso quería hablar usted, Monsieur Maigret?

—Sí, señor juez.

—¿Para llegar a alguna conclusión?

—No lo sé. Petit Albert pudo hallarse en el mismo tren. O tal vez estuviera en la estación. —Sacudió la cabeza y añadió—: No. Hubieran empezado a perseguirle antes.

—¿Entonces?

—¡Nada! Además de eso, debía de poseer alguna prueba material, puesto que se molestaron en remover la casa de arriba abajo después de asesinarle. La cosa es complicada. Y Víctor regresó a merodear por el bar.

—No encontrarían lo que buscaban.

—De ser así, no hubieran mandado al tontito. Victor actuó por su cuenta, sin que se enterasen los demás, me jugaría el cuello. La prueba es que lo mataron fríamente cuando supieron que le perseguía la policía y podía provocar la detención de todos. Discúlpenme, caballeros. Discúlpeme, jefe. Me caigo de cansancio. —Se volvió hacia Colombani—: ¿Te veo a las cinco?

—Si quieres.

Parecía tan derrengado, tan exhausto, tan desfallecido, que el juez Coméliau sintió remordimientos y murmuró:

—En cualquier caso, ha conseguido excelentes resultados. —Y agregó al salir Maigret—: No tiene ya edad para pasar varias noches sin dormir. Además, ¿por qué ese empeño en hacerlo todo él solo?

Se hubiera quedado de piedra si hubiera visto a Maigret dudar en el momento de subir al taxi y decir al final:

—¡Al Quai de Charenton! Ya le diré dónde.

La visita de Victor al Au Petit Albert le tenía en vilo. No podía quitarse de la cabeza al pelirrojo larguirucho caminando con andares felinos, y a Lucas pisándole los talones.

—¿Qué toma usted, jefe?

—Lo que quieras.

Chevrier se hallaba ya muy metido en su papel. Su mujer debía de ser buena cocinera, porque había una veintena de clientes en el local.

—Subo a la habitación. ¿Puedes mandarme un momento a Irma?

Ésta subió tras él, restregándose las manos en el delantal. Maigret recorrió con la mirada la habitación, que olía a limpio, con las ventanas abiertas de par en par.

—¿Dónde ha dejado usted los objetos que corrían por aquí?

El comisario y Moers habían hecho el inventario. En aquel momento, buscaba lo que los asesinos podían haber dejado tras ellos. Ahora se preguntaba otra cosa más concreta: ¿qué había venido a buscar Victor?

—Lo he metido todo en el primer cajón de la cómoda.

Peines, una caja con horquillas, conchas con el nombre de una playa normanda, un cortapapeles de propaganda, un portaminas que no funcionaba, en fin, esas chucherías que tanto abundan en las casas.

—¿Está todo ahí?

—Hasta un paquete de cigarrillos empezado y una pipa rota. ¿Tenemos que quedarnos mucho más tiempo aquí?

—No lo sé, hijita. ¿Se aburre?

—Yo no. Lo que pasa es que algunos clientes se toman demasiadas libertades, y mi marido está empezando a hartarse. Cualquier día de éstos les suelta un puñetazo…

Maigret siguió hurgando en el cajón y sacó una pequeña armónica muy gastada. Se la metió en el bolsillo, ante la sorpresa de Irma.

—¿Eso es todo? —inquirió ésta.

—Sí.

A los pocos minutos bajó a telefonear a Loiseau. Éste se quedó atónito ante su pregunta:

—Dígame usted, ¿tocaba la armónica Albert?

—Que yo sepa, no. Sé que cantaba, pero nunca oí decir que tocara un instrumento.

Maigret recordó la armónica que había aparecido en la Rue du Roi-de-Sicile. Llamó de inmediato al dueño del Lion d’Or.

—¿Tocaba Victor la armónica?

—Desde luego. La tocaba hasta andando por la calle.

—¿Era el único que la tocaba?

—No, también la tocaba Serge Madok.

—¿Tenían cada uno su armónica?

—Creo que sí. Seguro, porque a veces hacían dúos.

Sin embargo, cuando Maigret registró la habitación del Lion d’Or, sólo había una armónica.

Para eso, para buscar su armónica, había ido Victor al Quai de Charenton sin que lo supieran sus cómplices, y, en definitiva, ésa había sido la causa de su muerte.