6

Dos autobuses de la policía estaban estacionados en la esquina de la Rue de Rivoli con la Rue Vieille-du-Temple, y durante un momento se vio brillar bajo las farolas los botones plateados de los agentes. Éstos se apostaron en los lugares que tenían asignados, acordonando las calles en que se hallaban ya los inspectores de la Policía Judicial.

Los coches celulares se situaron detrás de los autobuses. Un oficial de policía, apostado en la esquina de la Rue du Roi-de-Sicile, no apartaba la vista de su reloj.

En la Rue Saint-Antoine, unos transeúntes se volvieron, inquietos, y apretaron el paso. En el barrio acordonado se veían todavía algunas ventanas iluminadas, un poco de luz en la puerta de las pensiones, el farol del burdel de la Rue des Rosiers.

El oficial, sin despegar la vista del reloj, contaba los últimos segundos y, a su lado, un Maigret indiferente, o un poco molesto, hundía las manos en los bolsillos de su abrigo, mirando hacia otro lado.

Cuarenta…, cincuenta…, sesenta. Sonaron dos estridentes toques de silbato, a los que respondieron otros al punto. Los agentes uniformados avanzaban desordenadamente, en tanto que los inspectores penetraban en los hoteles de mala nota. Como ocurre siempre en tales casos, se abrieron ventanas por casi todas partes. Surgieron de la oscuridad figuras blancas que se inclinaban, inquietas o enfurecidas. Se oyeron algunas voces. Al poco se vio pasar a un agente empujando a una fulana que había pescado en un rincón oscuro y que le espetaba ordinarieces. Sonaban también pasos precipitados: hombres que intentaban huir y corrían en la oscuridad de las callejas. En vano, porque se topaban con otros cordones de policía.

—¡Documentación!

Se encendían las linternas, iluminando rostros sospechosos, pasaportes mugrientos, carnés de identidad. Algunos vecinos, conscientes de que no podrían dormir en mucho rato, se asomaban a las ventanas para contemplar la redada como si fuese un espectáculo.

El grueso de la caza, no obstante, estaba ya en el calabozo. Éstos no habían esperado la redada. Al enterarse de que por la tarde habían asesinado a un hombre en el barrio, se la habían olido. Y, nada más anochecer, habían empezado a deslizarse sombras por las paredes, hombres con vetustas maletas o extraños bultos se habían topado de narices con los inspectores de Maigret. Entre ellos había de todo: un desterrado, unos chulos, carnés de identidad falsos, como siempre, y polacos, italianos que no tenían los papeles en regla. A todos ellos, que adoptaban un aire desenvuelto, les caía la misma pregunta brutal:

«¿Adónde vas?».

«Me mudo.»

«¿Por qué?»

Aquellos ojos angustiados, o feroces, en la oscuridad.

«He encontrado trabajo.»

«¿Dónde?»

Algunos hablaban de irse con su hermana, que vivía en el norte o cerca de Toulouse.

«¡Bien, pues entra ahí!»

Coche celular. Una noche en el calabozo, para comprobación de identidad. Eran, en su mayoría, unos desgraciados, pero pocos de ellos tenían la conciencia tranquila.

«¡Hasta ahora ningún checo, jefe!», habían informado a Maigret.

Ahora el comisario, inmóvil en su puesto, se fumaba una pipa con expresión malhumorada, y veía agitarse sombras, oía gritos, pasos precipitados, de vez en cuando el ruido sordo de un puñetazo.

En las pensiones era donde había más trajín. Los dueños se embutían a toda prisa el pantalón y permanecían, enfurruñados, en la garita de la recepción, donde casi todos dormían en un catre. Algunos insistían en ofrecer una copa a los agentes que montaban guardia en el pasillo, mientras los inspectores subían a las habitaciones pisando ruidosamente. A partir de ese momento, todos los hediondos cuartuchos de la pensión rebullían de vida. Sonaban golpes en la primera puerta.

«¡Policía!»

En los cuartos, gente en camisón, hombres y mujeres medio dormidos, el rostro lívido, todos con el mismo aire angustiado, a veces despavorido.

«¡Papeles!»

Los huéspedes los buscaban, descalzos, bajo la almohada o en un cajón; a veces hurgaban en viejos baúles anticuados que venían de la otra punta de Europa.

En el Hôtel du Lion d’Or, un hombre desnudo permaneció sentado en la cama, con las piernas colgando, en tanto que su compañera exhibía un carné de prostituta.

—¿Y tú?

El hombre miraba al inspector sin comprender.

—¿Tu pasaporte?

Seguía sin moverse. Su cuerpo parecía todavía más lívido porque estaba cubierto de negrísimos y largos pelos. Los vecinos de rellano lo miraban riendo.

—¿Quién es? —preguntó el inspector a la fulana.

—No lo sé.

—¿No te ha dicho nada?

—No habla una palabra de francés.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En la calle.

¡Al calabozo! Le pusieron la ropa en la mano y le indicaron que se vistiese. Estuvo un buen rato sin entender, protestó; se volvió hacia la mujer, a quien parecía reclamar algo. Su dinero, sin duda. Puede que hubiera llegado a Francia aquella misma tarde, e iba a acabar su primera noche en el Quai de l’Horloge.

«Papeles…»

Se entreabrían las puertas de sórdidas habitaciones que, amén del olor de la casa, exhalaban los efluvios de sus huéspedes de una semana o de una noche.

Quince o veinte personas se apiñaban ante los coches celulares. Las empujaban una a una al interior, y algunas de las fulanas, que estaban acostumbradas, bromeaban con los agentes. Algunas les dirigían gestos obscenos en plan de guasa. Otras lloraban. Unos hombres apretaban los puños, entre ellos un adolescente muy rubio, con la cabeza pelada, que no tenía documentación y a quien le habían encontrado en posesión de una pistola.

Tanto en los hoteles como en la calle, se realizaba una selección muy rudimentaria. El auténtico trabajo tendría lugar en la prisión preventiva, por la noche o a la mañana siguiente.

«Papeles…»

Los dueños de las pensiones eran los que estaban más nerviosos, pues se exponían a que les retirasen la licencia. Y todos estaban en situación irregular. Todos tenían clientes que no estaban registrados.

«Ya sabe, inspector, que yo siempre he sido legal, pero cuando se te presenta un cliente a media noche y te pilla dormido…»

Se abrió una ventana del Hôtel du Lion d’Or, cuya bola lechosa se erguía al lado de Maigret. Sonó un silbato. El comisario se acercó y alzó la cabeza.

—¿Qué ocurre?

Cómo no, quien estaba asomado era un joven inspector, que balbuceó:

—Creo que debería usted subir.

Maigret se internó en la angosta escalera, con Lucas tras él. El comisario tocaba a la vez la barandilla y la pared. Los peldaños rechinaban. Hacía lustros, por no decir siglos, que todas aquellas casas tenían que haber sido demolidas, o más bien quemadas enteras, con sus nidos de pulgas y piojos procedentes de todos los países del mundo.

Era en la segunda planta. Estaba abierta una puerta. Del techo colgaba una bombilla sin pantalla, de poco voltaje, con filamentos amarillos. La habitación estaba desierta. Contenía dos camas de hierro, y sólo una de ellas estaba deshecha. Había también un colchón en el suelo, unas mantas de tosca lana gris, una chaqueta sobre una silla, un infiernillo de alcohol, comida, y botellas de vino vacías en una mesa.

—Por aquí, jefe.

La puerta que comunicaba con la habitación contigua estaba abierta, y Maigret divisó a una mujer acostada, un rostro en la almohada, dos ojos oscuros, ardientes, magníficos, que le miraban aviesos.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

Pocas veces había visto un rostro tan expresivo. Jamás había visto uno tan salvaje.

—Mírela bien —balbuceó el inspector—. Quería que se levantase. Le he hablado, pero no se ha molestado en contestar. Entonces me he acercado a la cama y he intentado sacudirle los hombros. Vea mi mano. Me ha mordido hasta hacerme sangre.

La mujer no sonrió cuando el inspector mostró el pulgar dolorido. Sus rasgos se crisparon, por el contrario, como presa de un violento sufrimiento. Y Maigret, que observaba la cama, arrugó el ceño y masculló:

—¡Pero si está dando a luz! —Se volvió hacia Lucas—. Pide una ambulancia. Llévala a la maternidad. Dile al dueño que suba inmediatamente.

El joven inspector, que se había puesto encarnado, no se atrevía a mirar a la cama. La caza seguía en los demás pisos del edificio, y el suelo temblaba.

—¿No quieres hablar? —preguntó Maigret a la mujer—. ¿No entiendes el francés?

Ella seguía mirándole, y era imposible adivinar lo que pensaba. El único sentimiento que traslucía su rostro era un odio feroz. Era joven. Sin duda, aún no había cumplido los veinticinco, y sus mejillas rotundas estaban enmarcadas por cabellos largos, de un negro sedoso. Se oyó tropezar a alguien en la escalera. El dueño de la pensión se detuvo, vacilando, en el marco de la puerta.

—¿Quién es? —le preguntaron.

—La llaman Maria.

—¿María qué?

—No sé su apellido, ni creo que tenga otro nombre.

De pronto Maigret fue presa de un arrebato de ira, del que se avergonzó de inmediato. Recogió un zapato de hombre, al pie de la cama.

—¿Y esto? —gritó, arrojándolo a las piernas del dueño—. ¿Esto tampoco tiene nombre? ¿Y esto? ¿Y esto? —Sacó del fondo del armario una chaqueta, una camisa sucia, otro zapato, una gorra—: ¿Y esto? —Pasó a la habitación contigua y señaló dos maletas en un rincón—: ¿Y eso? —Se detuvo ante un trozo de queso en un papel grasiento, unos vasos, cuatro vasos, platos con restos de embutido—. ¿Tenías registrados a todos los que vivían aquí? ¿Eh? ¡Contesta! Y, además, ¿cuántos eran?

—No lo sé.

—¿Habla francés esa mujer?

—No lo sé… ¡No! Sólo entiende unas palabras.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—No lo sé.

El hombre tenía un forúnculo azulado en el cuello, y aspecto malsano, pelo ralo. El pantalón, cuyos tirantes llevaba sin abrochar, le resbalaba por las caderas y se lo sujetaba con las manos.

—¿Cuándo le ha empezado? —Maigret señalaba a la mujer.

—A mí no me habían avisado.

—¡Mientes! ¿Y los otros? ¿Dónde están?

—Seguramente se habrán marchado.

—¿Cuándo? —Maigret caminaba hacia él con expresión dura, los puños apretados. Era capaz, en aquel momento, de llegar a las manos—. Se largaron en cuanto se cargaron al tipo en la calle, ¡confiésalo! Fueron más listos que los demás. No esperaron a que la policía acordonara la calle.

El dueño no contestaba.

—Mira esto, ¡confiesa que le conoces! —Le puso bajo de las narices la fotografía de Victor Poliensky—. ¿Le conoces?

—Sí.

—¿Vivía en esta habitación?

—Al lado.

—¿Con los otros?… ¿Y quién se acostaba con esta mujer?

—Le juro que eso no lo sé. Puede que fueran varios.

Subía Lucas. Casi de inmediato se oyó la sirena de la ambulancia. La mujer exhaló un grito de dolor, pero al punto se mordió los labios y miró a los hombres con expresión desafiante.

—Escucha, Lucas, tengo aún para rato. Vete con ella. No la dejes. Quiero decir que no te muevas del pasillo del hospital. Más tarde intentaré localizar un traductor checo.

Otros huéspedes a quienes se llevaba la policía bajaban pesadamente la escalera, tropezándose con los enfermeros que subían con la camilla. Todo aquello, bajo la sórdida luz, cobraba un aire fantasmagórico. Parecía una pesadilla, pero una pesadilla con olor a mugre y sudor.

Maigret prefirió pasar a la habitación contigua mientras los enfermeros se ocupaban de la mujer.

—¿Adónde la llevas? —preguntó a Lucas.

—A Laennec. He tenido que telefonear a tres hospitales para encontrar una cama.

El dueño del hotel no se atrevía a moverse y miraba hacia el suelo con expresión lúgubre.

—Quédate aquí. ¡Cierra la puerta! —ordenó Maigret cuando quedó despejado el campo—. Y ahora, cuenta.

—Mucho no sé, se lo juro.

—Esta noche ha venido un inspector y te ha enseñado la foto, ¿no es así?

—Sí.

—Has declarado que no conocías al tipo.

—¡Perdón! He dicho que no estaba alojado aquí.

—¿Y eso?

—No está registrado, ni la mujer tampoco. El titular de las dos habitaciones es otro.

—¿Y de eso cuánto hace?

—Unos cinco meses.

—¿Cómo se llama el titular?

—Serge Madok.

—¿Es el jefe?

—¿El jefe de qué?

—Te daré un buen consejo: ¡no te hagas el tonto! Si no, continuaremos la charla en otro sitio y mañana por la mañana tendrás cerrado el garito. ¿Entendido?

—Siempre he tenido todo en regla.

—Menos esta noche. Háblame de ese Serge Madok. ¿Es checo?

—Eso dice en sus papeles. Hablan todos la misma lengua. Polacos no son, porque ésos me los conozco.

—¿Edad?

—Unos treinta años. Al principio me dijo que trabajaba en una fábrica.

—¿Trabajaba de veras?

—No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque se pasaba aquí todo el día.

—¿Y los demás?

—Los demás también. Nunca salía más de uno a la vez. Casi siempre era la mujer, que iba a comprar al mercado de la Rue Saint-Antoine.

—¿Y qué hacían aquí dentro?

—Nada. Dormían, comían, bebían, jugaban a las cartas… No metían mucha bulla. De vez en cuando les daba por cantar, pero nunca de noche, así que no podía decir nada.

—¿Cuántos eran?

—Cuatro hombres y Maria.

—Y los cuatro hombres… ¿con Maria?

—No lo sé.

—¡Mientes! Habla.

—Algo pasaba, pero no sé muy bien el qué. A veces se peleaban, y me pareció entender que era por ella. Varias veces entré en la habitación de al lado, y no siempre faltaba el mismo.

—¿El de la foto, Víctor Poliensky, también?

—Creo que alguna vez sí. En cualquier caso, estaba enamorado de ella.

—¿Quién era el que mandaba?

—Creo que el que llamaban Carl. Oí su apellido, pero es tan enrevesado que nunca he podido pronunciarlo y no se me ha quedado.

—Un momento.

Maigret sacó del bolsillo su libreta y se mojó el lápiz en los labios como un colegial.

—La mujer, a la que llamas Maria; Carl; Serge Madok, a cuyo nombre estaban las dos habitaciones, y Víctor Poliensky, el que ha muerto. ¿Alguien más?

—Está también el chico.

—¿Qué chico?

—Supongo que será hermano de Maria. En todo caso, se le parece. Siempre he oído que le llamaban Pietr. Tendrá dieciséis o diecisiete años.

—¿Tampoco trabaja?

El dueño negó con la cabeza. Maigret había abierto la ventana para ventilar las habitaciones —aunque el aire de la calle apestaba casi tanto como el del hotel—, y el hombre, que iba sin chaqueta, tenía frío y empezó a tiritar.

—No trabaja ninguno.

—Y, sin embargo, gastaban mucho dinero, ¿no? —Maigret señaló un montón de botellas vacías en un rincón, entre las cuales había botellas de champagne.

—Para lo que es el barrio, gastaban mucho. Pero iba a rachas. Había épocas en las que tenían que apretarse el cinturón. Se notaba fácilmente; cuando el chaval hacía varios viajes con las botellas vacías, era que andaban bajos de fondos.

—¿No venía nadie a verlos?

—Puede que alguna vez.

—Estás empeñado en continuar esta conversación en el Quai des Orfèvres, ¿verdad?

—No. Le diré todo lo que sé. Vinieron a verles dos o tres veces.

—¿Quiénes?

—Un señor. Un tipo muy bien vestido.

—¿Subió a la habitación? ¿Qué te dijo al pasar por el garito de recepción?

—No preguntó nada. Debía de saber en qué piso estaban. Subió directamente.

—¿Eso es todo?

Fuera iba notándose menos movimiento. Se habían apagado las luces de algunas ventanas. Todavía se oían los pasos de unos agentes que hacían la última ronda y llamaban a algunas puertas. El oficial de policía subió por la escalera.

—Espero sus órdenes, señor comisario. Se acabó. Los dos coches están llenos.

—Ya pueden marcharse. Por favor, dígale a uno de mis inspectores que suba.

—Tengo frío —gimió el dueño.

—Pues yo tengo mucho calor. —Pero por nada del mundo hubiera dejado el abrigo entre aquella mugre—. ¿Nunca has visto fuera de aquí al hombre que venía a verles? ¿No has visto nunca su foto en los periódicos? ¿No era éste? —Le enseñó la fotografía de Petit Albert, que llevaba siempre en el bolsillo.

—No se le parece. Es un hombre apuesto, muy elegante, con bigotillo oscuro.

—¿Edad?

—Unos treinta y cinco años. Observé que llevaba una sortija de oro muy grande.

—¿Francés? ¿Checo?

—Francés, desde luego que no. Les hablaba en su lengua.

—¿Escuchaste detrás de la puerta?

—A veces lo hago. Me gusta saber lo que pasa en mi establecimiento, ¿sabe usted?

—Mucho no te costó entender.

—¿Entender el qué?

—¿Me tomas por idiota, o qué? ¿A qué se dedican los tipos que se encierran en un cuartucho como éste y que no buscan trabajo? ¿De qué viven? ¡Contesta!

—No es cosa mía.

—¿Cuántas veces salieron todos juntos?

El hombre se puso encarnado y vaciló, pero la mirada de Maigret le movió a contestar con cierta sinceridad.

—Cuatro o cinco veces.

—¿Durante cuánto tiempo? ¿Una noche?

—¿Cómo sabe usted que era de noche?… Normalmente, era una noche; pero una vez se pasaron fuera dos días y dos noches, y hasta pensé que no volverían.

—Creíste que los habían pillado, ¿no?

—Puede.

—¿Qué te daban al volver?

—Me pagaban el alquiler.

—¿El alquiler de una sola persona? Porque, en definitiva, no había más que una persona registrada.

—Me daban un poco más.

—¿Cuánto? Y ojo, amigo, no olvides que puedo encerrarte por complicidad.

—Una vez me dieron quinientos francos. Otra vez, dos mil.

—Y organizaban una juerga.

—Sí. Iban a buscar un montón de comida.

—¿Quién hacía guardia?

En esta ocasión el dueño se puso más nervioso y lanzó maquinalmente una mirada hacia la puerta.

—Tu tugurio tiene dos salidas, ¿no?

—Bueno, sí. Por los patios, saltando dos muros, llegas a la Rue Vieille-du-Temple.

—¿Quién montaba guardia?

—¿En la calle?

—Sí, en la calle. E imagino que habría siempre uno en la ventana. Seguro que Madok, el primer día, te pidió una habitación que diera a la calle.

—Es cierto. Y también es cierto que siempre había uno vigilando por la acera. Se turnaban.

—Otra pequeña información: ¿cuál de ellos te amenazó con darte tu merecido si te ibas de la lengua?

—Carl.

—¿Cuándo?

—La primera vez que regresaron tras ausentarse una noche.

—¿Cómo supiste que la amenaza iba en serio, que era gente capaz de matar?

—Entré en la habitación. Suelo hacer una ronda, so pretexto de ver si funciona la electricidad o si han cambiado las sábanas.

—¿Se cambian con frecuencia?

—Cada mes. Sorprendí a la mujer lavando una camisa en la palangana, y enseguida vi que era sangre.

—¿De quién era la camisa?

—De uno de los hombres, no sé cuál.

En el rellano había dos inspectores que aguardaban órdenes de Maigret.

—Que uno de vosotros vaya a telefonear a Moers. A estas horas estará durmiendo, a no ser que esté acabando el trabajo. Si no está en el Quai, llamadlo a su casa. Que venga aquí con su instrumental.

Sin prestar atención al dueño, Maigret iba y venía de un cuarto a otro; abría un armario, un cajón, o daba una patada a un montón de ropa sucia. El empapelado de las paredes estaba totalmente descolorido y se despegaba a trechos. Las camas de hierro eran negras, lúgubres; las mantas, de un repulsivo gris de cuartel. Todo estaba en desorden. En el momento de huir, los huéspedes habían debido de recoger apresuradamente lo más preciado, pero no se habían atrevido a llevarse nada que abultara por miedo a llamar la atención.

—¿Se marcharon inmediatamente después del disparo? —preguntó Maigret.

—Al momento.

—¿Por la puerta de delante?

—Por los patios.

—¿Quién vigilaba fuera en ese instante?

—Víctor, por supuesto. Luego, Serge Madok.

—¿Quién bajó a coger el teléfono?

—¿Cómo sabe usted que les telefonearon?

—¡Contesta!

—Los llamaron a eso de las cuatro y media, en efecto. No reconocí la voz, pero era alguien que hablaba su lengua y se limitó a preguntar por Carl. Lo llamé y bajó. Lo estoy viendo en la recepción, furioso, haciendo gestos de rabia. No paraba de gritar. Cuando subió, siguió jurando y echando pestes, y Madok bajó al momento.

—¿Por lo tanto, fue Carl quien mató a su compañero?

—Es muy posible.

—¿No intentaron llevarse a la mujer?

—Eso les dije cuando salieron al pasillo. Comprendí que si la dejaban, me traería problemas. Preferí que desapareciesen todos. No sabía que la mujer fuese a dar a luz tan pronto. Subí y le dije que se marchase como los demás. Estaba acostada. Me miraba tranquilamente. Entiende más francés de lo que aparenta, ¿sabe usted? No se molestó en contestar, pero casi enseguida le entraron dolores, y entonces caí en la cuenta.

—Tú, muchacho —dijo Maigret al inspector que se había quedado—, quédate a esperar a que llegue Moers. No dejes que entre nadie en las dos habitaciones, y menos aún este tipejo. ¿Vas armado?

El policía señaló el bulto del revólver en la chaqueta.

—Que Moers se ocupe antes que nada de las huellas. Y que se lleve todo lo que pueda suministrarnos información. Por supuesto, no han dejado ningún documento. Lo he comprobado.

Calcetines viejos, calzoncillos, una armónica, una caja con agujas e hilo, ropa, varias barajas, unas figurillas talladas con un cuchillo en madera blanda…

Bajó las escaleras tras el dueño, a quien obligó a caminar delante. Lo que llamaban recepción era una minúscula habitación, mal iluminada y nada ventilada, donde había un catre y una mesa con un infiernillo y restos de comida.

—Supongo que no tendrás anotadas las fechas en que se ausentaron esos granujas.

El dueño de la pensión se apresuró a contestar que no.

—Me lo imaginaba. Es igual. Tienes hasta mañana para acordarte. ¿Me oyes? Mañana por la mañana vendré aquí o mandaré a alguien a buscarte para que vengas a verme a mi despacho. Y entonces querré las fechas, las fechas exactas, sopesa bien estas palabras. De lo contrario, lamentaré mucho tener que encerrarte.

El hombre quería decir algo, pero vacilaba.

—Si por casualidad vinieran…, ¿me…, me autoriza usted a utilizar mi revólver?

—Te has dado cuenta de que sabes demasiado, ¿verdad?, y también de que podrías correr la misma suerte que Víctor.

—Tengo miedo.

—Dejaré a un agente de guardia en la calle.

—Pueden entrar por los patios…

—Lo he pensado. Pondré a otro de guardia en la Rue Vieille-du-Temple.

Las calles estaban desiertas, y sorprendía el silencio tras la agitación de las últimas horas. No se advertía ya señal alguna de la redada. En las ventanas se habían apagado las luces. Todo el mundo dormía, salvo los que se hallaban en la prisión preventiva, y Maria, que estaría dando a luz en el hospital, mientras Lucas iba y venía delante de su puerta.

Maigret dejó en la pensión a dos de sus hombres, como había prometido, y les dio instrucciones detalladas. Pasó un buen rato esperando un taxi en la Rue de Rivoli. La noche era clara y fresca. Dudó al subir al taxi. ¿Acaso no había dormido la noche anterior? ¿No había tenido tres días y tres noches para descansar durante su famosa bronquitis? ¿Había tenido tiempo de dormir Moers?

—¿Dónde habrá algo abierto? —preguntó.

De pronto tenía hambre. Hambre y sed. Se le hacía la boca agua ante la visión de un vaso de cerveza bien fresca, con su espuma plateada.

—Aparte de los clubs nocturnos, sólo se me ocurre La Coupole o las tabernas de Les Halles.

¿Por qué lo preguntaba, si ya lo sabía?

—A La Coupole.

El local grande estaba cerrado, pero seguía abierto el bar, con unos cuantos parroquianos somnolientos. Pidió dos magníficos bocadillos de jamón y se bebió tres cervezas casi seguidas. Le había dicho al taxista que esperara. Eran las cuatro de la mañana.

—Al Quai des Orfèvres. —Durante el trayecto, cambió de parecer—. Mejor, lléveme a la prisión preventiva, Quai de l’Horloge.

Allí estaba toda la patulea, y el olor recordaba el de la Rue du Roi-de-Sicile. Habían puesto a los hombres a un lado, y al otro a las mujeres, con todos los vagabundos, los borrachos y las prójimas recogidas en París esa noche. Algunos dormían, tumbados en el suelo. Los veteranos se habían quitado los zapatos y se masajeaban los pies doloridos. Algunas mujeres bromeaban con los guardianes a través de las rejas, y a veces una de ellas, en plan desafiante, se arremangaba la falda hasta la cintura.

Los agentes jugaban a las cartas junto a una estufa sobre la que habían puesto a calentar café. Unos inspectores esperaban las órdenes de Maigret.

A las ocho, teóricamente, examinarían la documentación de todo el mundo y los mandarían arriba, donde aguardarían en cueros para la visita médica y la antropometría.

—Empezad ya, muchachos. Ya se ocupará de los papeles el comisario que esté de guardia mañana. Quiero que interroguéis uno por uno a los de la Rue du Roi-de-Sicile, sobre todo las mujeres. En particular, los hombres y mujeres que se alojan en el Hôtel du Lion d’Or, si los hay.

—Una mujer y dos hombres.

—Bien. Les sacáis todo lo que sepan acerca de los checos y de Maria.

Les dio una breve descripción de los miembros de la banda, y cada uno fue a acomodarse a una mesa.

Comenzó el interrogatorio, que duraría el resto de la noche, en tanto que Maigret, a través de oscuros corredores, donde tuvo que buscar a tientas los interruptores, cruzaba el Palacio de Justicia y se personaba en su despacho.

Lo recibió Joseph, el ordenanza de noche, y a Maigret le gustó volver a ver su cara de buena persona. Había luz en el despacho de los inspectores. En aquel momento sonaba el teléfono.

—Se lo paso. Precisamente ahora llega —dijo Bodin al verle entrar.

Era Lucas, quien informó al comisario de que Maria acababa de dar a luz un niño que pesaba cuatro kilos y medio. La chica había intentado abalanzarse fuera de la cama cuando la enfermera quiso llevarse al bebé para asearlo.