5

Conforme se aceleraba el ritmo de la persecución, Maigret tenía la impresión de haber vivido ya aquella escena. Le ocurría a veces en sueños, y eran esos sueños los que, de niño, le inspiraban más aprensión. Avanzaba por un escenario generalmente complicado y, de pronto, tenía la sensación de haber estado ya allí, de haber hecho los mismos gestos y pronunciado las mismas palabras. Eso le provocaba una especie de vértigo, sobre todo en el instante en que comprendía que estaba reviviendo momentos que ya había vivido una vez.

Las peripecias de aquella «caza del hombre», iniciada en el Quai de Charenton, las había vivido ya una primera vez: cuando la voz sobrecogida de Petit Albert le traía de rato en rato el eco de una angustia creciente.

También ahora le invadía la angustia. En la larga perspectiva del Quai de Bercy, casi desierto, el hombre que caminaba a ágiles zancadas a lo largo de las verjas se volvía de vez en cuando y apretaba el paso al ver tras él, invariablemente, la pequeña figura de Lucas.

Maigret los seguía en coche, sentado junto al taxista. ¡Qué diferencia entre los dos hombres! El primero tenía algo animal en la mirada, en el andar, y sus movimientos, incluso cuando empezó a correr, conservaban una armonía. Tras sus pasos, Lucas, barrigón, con la tripa un poco echada hacia delante, recordaba a uno de esos chuchos que parecen salchichones con patas, pero que siguen mejor el rastro del jabalí que los más ilustres perros de caza.

Todo el mundo hubiera apostado contra él y a favor del pelirrojo. El propio Maigret, cuando vio que el hombre apretaba a correr, y aprovechando que el muelle estaba desierto, le dijo al taxista que acelerase. Era inútil. Lo más extraño era que Lucas no daba la impresión de correr. Conservaba su probo aspecto de burguesito parisiense de paseo y seguía contoneándose.

Cuando el desconocido oyó los pasos tras él y, al volver ligeramente la cabeza, divisó a Maigret en el taxi, ya muy cerca, comprendió que de nada servía perder el resuello ni llamar la atención y se puso a caminar normalmente.

Esa tarde, miles de personas se cruzaron con ellos por las calles y las plazas públicas, y, como ocurriera con Petit Albert, nadie reparó en el drama que se ventilaba.

Ya en el Pont d’Austerlitz, el extranjero —porque en la mente de Maigret el hombre era un extranjero— parecía más inquieto. Siguió por el Quai Henri-IV. Algo planeaba, se notaba en su actitud. Y, en efecto, cuando llegaron al barrio de Saint-Paul, con el taxi siempre tras ellos, arrancó de nuevo a correr, pero esta vez por el dédalo de estrechas callejas que se extiende entre la Rue Saint-Antoine y los muelles.

De pronto, un camión obstruyó una de las callejas y Maigret estuvo a punto de perderlo. Unos niños que jugaban en la acera se quedaron mirando a los dos hombres que corrían. Maigret alcanzó por fin al pelirrojo y a Lucas dos calles más allá. El inspector, apenas jadeante, impecable con su abrigo abrochado, tuvo la presencia de ánimo de guiñar el ojo al comisario, como diciéndole: «¡Tranquilo!». Todavía no sabía que aquella persecución, a la que Maigret asistía desde el asiento del taxi, sin cansarse, había de durar horas. Y que iría haciéndose más cruel conforme pasase el tiempo.

A partir de la llamada telefónica, el hombre empezó a perder aplomo. Había entrado en un bar de la Rue Saint-Antoine. Lucas entró tras él.

—¿Va a detenerlo? —preguntó el taxista, que conocía a Maigret.

—No.

—¿Por qué?

Para el taxista, en efecto, cuando se sigue a un hombre, es para detenerlo. ¿Para qué, si no, tanta persecución y tanta crueldad inútil? Reaccionaba como los profanos que presencian una montería.

Haciendo caso omiso del inspector Lucas, el extranjero pidió una ficha de teléfono y se encerró en la cabina. A través de los cristales del bar se veía a Lucas, que aprovechó para trasegar una enorme jarra de cerveza, lo que dio sed a Maigret.

La llamada duró mucho rato: cerca de cinco minutos. En dos o tres ocasiones, Lucas, inquieto, se acercó a echar un vistazo a la cabina para cerciorarse de que no le había ocurrido nada a su «cliente». Luego se acodaron los dos en la barra, sin decirse nada, como si no se conociesen. La fisonomía del hombre se había modificado. Miraba a su alrededor con una especie de extravío, y parecía aguardar el momento propicio para escapar, pero probablemente había comprendido que no tenía ya escapatoria.

Al final, pagó y salió. Se encaminó hacia la Bastilla, dio casi toda la vuelta a la plaza, se internó un momento por el Boulevard Richard-Lenoir, a tres minutos de la casa de Maigret, y luego torció, a mano derecha, por la Rue de la Roquette. A los pocos minutos se sentía perdido. Se echaba de ver que no conocía el barrio. Intentó escabullirse en dos o tres ocasiones más, pero había demasiada gente por la calle o de pronto descubría en el siguiente cruce el kepis de un guardia municipal. Entonces se dedicó a beber. Entraba en los bares, ya no para telefonear, sino para apurar de un trago una copa de pésimo coñac, y Lucas optó por no entrar con él.

En uno de esos bares, alguien le dirigió la palabra, y el hombre le miró sin contestar, como si le hablasen en una lengua desconocida. Maigret comprendió de pronto por qué le había parecido un extranjero apenas verle entrar en Au Petit Albert. No era el corte de su traje ni los rasgos de su rostro los que no eran franceses. Era, más que nada, esa prudencia de quien no está en su país y ni entiende ni logra que le entiendan.

Hacía un tiempo agradable y lucía el sol en la calle. Por la zona de Picpus, algunos porteros habían sacado una silla delante de la puerta, como en las pequeñas ciudades de provincias. ¡Cuántos rodeos hasta llegar al Boulevard Voltaire y a la Place de la République, que el hombre al fin reconoció! Bajó al metro. ¿Esperaba despistar a Lucas? Como quiera que fuera, debió de advertir que la argucia era inútil, pues Maigret vio que ambos hombres reaparecían por la boca del metro.

Rue Réaumur… Nuevo rodeo… Rue de Turbigo… Luego, tomando la Rue Chapon, la Rue Beaubourg.

«Son sus barrios», pensó el comisario. Se notaba. Por las miradas del forastero, se adivinaba que reconocía hasta las tiendas más pequeñas. Se movía en su terreno; tal vez vivía en alguno de aquellos astrosos hotelillos. Dudaba. Se detuvo en varias esquinas. Algo le impedía hacer lo que planeaba. Y así llegó a la Rue de Rivoli, que era como la frontera de aquel sórdido barrio.

No la salvó. Por la Rue des Archives, penetró de nuevo en el gueto, para continuar poco después por la Rue des Rosiers.

«No quiere que sepamos dónde vive.»

Pero ¿por qué, y a quién había telefoneado? ¿Había pedido ayuda a algún cómplice? ¿Qué ayuda podía esperar?

—Me da pena ese pobre diablo —comentó el taxista dando un suspiro—. ¿Está usted seguro de que es un malhechor?

¡No! ¡No lo estaba! Pero había que seguirlo. Era la única posibilidad de averiguar algo sobre la muerte de Petit Albert.

El hombre sudaba. Le chorreaba la nariz. De cuando en cuando sacaba del bolsillo un amplio pañuelo verde. Y seguía bebiendo a más y mejor, se alejaba de una especie de nudo formado por la Rue du Roi-de-Sicile, la Rue des Ecouffes y la Rue de la Verrerie, nudo que rodeaba una y otra vez sin llegar a entrar en él. Sí, se alejaba e, irresistiblemente atraído, regresaba a él. Su andar se hacía entonces más lento, vacilante. Se volvía hacia Lucas. Luego buscaba con los ojos el taxi, dirigiéndole una mirada aviesa. ¿Quién sabe? Si no hubiera tenido al taxi pisándole los talones, quizás habría intentado deshacerse de Lucas atrayéndolo a una esquina para ajustarle las cuentas.

Las calles iban animándose conforme caía el crepúsculo. Paseaba mucha gente por aquellas aceras flanqueadas de casas bajas y oscuras. La gente de ese barrio, en cuanto asoma la primavera, vive en la calle. Las puertas de las tiendas y las ventanas estaban abiertas. El olor a mugre y a pobreza se agarraba a la garganta, y a ratos se veía a una mujer arrojar agua sucia a la calle.

Lucas debía de estar rendido, aunque lo disimulaba. Maigret pensaba aprovechar la primera ocasión para sustituirle. Le daba un poco de vergüenza seguirle en taxi, como los invitados que siguen una montería en coche.

Había cruces por los que habían pasado ya cuatro o cinco veces. El hombre recurrió entonces a una nueva treta. Penetró por la oscura entrada de una casa, y Lucas se detuvo en la puerta. Maigret le indicó que le siguiera.

—¡Ojo! —le gritó desde el asiento.

A los pocos instantes, salían ambos hombres. Saltaba a la vista que el extranjero había entrado en la primera casa que vio con ánimo de despistar a los policías. Lo hizo en dos ocasiones más. La segunda vez, Lucas se lo encontró sentado en lo alto de la escalera.

Poco antes de las seis, estaban de nuevo en la esquina de la Rue du Roi-de-Sicile y la Rue Vieille-du-Temple, en un ambiente de patio de Monipodio. El extranjero vaciló una vez más. Luego se internó en la calle, por la que bullía una multitud miserable. Se veían los globos esmerilados de varios hoteles. Las tiendas eran estrechas, había pasillos que daban a misteriosos patios.

No llegó más lejos. Había recorrido unos diez metros cuando sonó una detonación muy seca, no más fuerte que el estallido de un neumático. El movimiento de la calle continuó unos instantes, como impulsado por la inercia. El taxi pareció detenerse solo, sorprendido.

Luego se oyó el ruido de una carrera. Era Lucas que salía disparado. Sonó una segunda detonación. Con el revuelo que se formó, no se veía nada. Maigret no sabía si habían alcanzado al inspector. Bajó del coche y se abalanzó hacia el desconocido.

Se hallaba sentado en la acera. No estaba muerto. Se apoyaba en el suelo con una mano y con la otra se sujetaba el pecho. Sus ojos azules se volvieron hacia el comisario con expresión de reproche. Luego se le velaron.

—¡Qué lástima! —dijo una mujer.

El busto osciló y cayó atravesado en la acera. El hombre había muerto.

Lucas volvió con las manos vacías, pero indemne. La segunda bala no le había alcanzado. El fugitivo había intentado disparar una tercera, pero se le había debido de atascar el arma. El inspector apenas había podido verle.

—No podré reconocerle. Pero creo que era moreno.

La gente, de manera solapada, había ayudado a escapar al asesino. Como casualmente, Lucas se había encontrado obstruido el paso en todo momento. Y ahora formaban en torno a ellos un círculo reprobador, casi amenazante. Los de ese barrio no tardaban mucho en olfatear a la policía de paisano. Al poco llegó un guardia que alejó a los curiosos.

—Llame a la ambulancia municipal —masculló Maigret—. Primero toque el silbato para que vengan dos o tres compañeros.

Con tono preocupado, y en voz baja, dio instrucciones a Lucas y lo dejó en el lugar del crimen con los agentes. Luego volvió a examinar al muerto. Tenía ganas de registrarle los bolsillos de inmediato, pero por un extraño pudor no quiso hacerlo en presencia de los curiosos. Era un gesto demasiado preciso, demasiado profesional, que tendría visos de profanación, incluso de provocación.

—Ándate con ojo —recomendó el comisario en voz baja—, seguro que hay otros.

Estaba a dos pasos del Quai des Orfèvres, y pidió al taxista que le dejara allí. Subió rápidamente hacia el despacho del jefe y llamó sin hacerse anunciar.

—Otro muerto —dijo—. A éste le han disparado en nuestras narices, como a un conejo, en plena calle.

—¿Le han identificado?

—Lucas estará aquí dentro de unos minutos, en cuanto se hayan llevado el cuerpo. ¿Puedo disponer de una veintena de hombres? Tenemos que acordonar todo un barrio.

—¿Qué barrio?

—Roi-de-Sicile.

Y el director de la Policía Judicial torció también el gesto. Maigret entró en el despacho de los inspectores, seleccionó unos cuantos y les dio instrucciones. Acto seguido fue a ver al comisario que dirigía la brigada de costumbres.

—¿Puedes prestarme a un inspector que conozca a fondo la Rue du Roi-de-Sicile, la Rue des Rosiers y los alrededores? Por allí habrá prostitutas a manta.

—Demasiadas.

—De aquí a media hora te entregarán una fotografía.

—¿Otro fiambre?

—Por desgracia, sí. Pero la cara está intacta.

—Conforme.

—Debe de haber varios rondando por los alrededores. Pero, ojo, que son asesinos.

A continuación bajó a la brigada de hoteles, donde pidió un favor similar a su colega.

Urgía actuar con rapidez. Comprobó si los inspectores habían marchado ya a montar guardia en torno al barrio. Luego telefoneó al Instituto de Medicina Legal.

—¿Las fotos?

—Puede usted mandar a buscarlas dentro de unos minutos. Ha llegado el cadáver. Estamos con él.

Le daba la impresión de que había olvidado algo. Antes de salir, se quedó un rato rascándose la barbilla y de pronto le vino a la mente la cara del juez Coméliau. ¡Menos mal!

—¿Oiga?… Buenas noches, señor juez. Aquí, Maigret.

—Bueno, señor comisario, ¿qué pasa con su tabernero?

—Pues que, efectivamente, es un tabernero, señor juez.

—¿Identificado?

—Totalmente identificado.

—¿Adelanta la investigación?

—Tenemos ya otro muerto.

Se imaginó el sobresalto del juez al otro lado del hilo.

—¿Cómo dice usted?

—Que tenemos otro muerto. Pero éste pertenece a la banda rival.

—¿Quiere usted decir que lo ha matado la policía?

—No. De eso se han encargado esos caballeros.

—¿De qué caballeros me habla?

—Probablemente cómplices.

—¿Los han detenido?

—Todavía no. —Bajó la voz—. Mucho me temo, señor juez, que la cosa sea larga y difícil. Es un caso muy, pero que muy feo. Esa gente mata, ¿me entiende usted?

—Supongo que, si no hubiesen matado a nadie, no habría caso.

—No me entiende usted. Matan, fríamente, para protegerse. No es tan frecuente, como usted ya sabe, a pesar de lo que crea la gente. No vacilan en eliminar a uno de los suyos.

—¿Por qué?

—Seguramente porque le seguíamos los pasos y podía descubrirnos su guarida. Además, es un mal barrio, uno de los peores de París. Un montón de extranjeros sin documentación o con documentación falsa.

—¿Qué planes tiene?

—Tomaré las medidas de rutina, porque me veo obligado a ello y porque está en juego mi responsabilidad. Una redada esta noche, aunque no saquemos nada.

—En cualquier caso, espero que ello no ocasione nuevas víctimas.

—Yo también lo espero.

—¿Hacia qué hora piensa organizaría?

—Como de costumbre, hacia las dos de la mañana.

—Tengo una partida de bridge esta noche. Procuraré prolongarla al máximo. Telefonéeme inmediatamente después de la redada.

—Bien, señor juez.

—¿Cuándo me mandará su informe?

—Lo antes que pueda. No creo que sea antes de mañana por la noche.

—¿Y su bronquitis?

—¿Qué bronquitis?

Se le había olvidado. Entró Lucas en el despacho, con un carné rojo en la mano. Maigret sabía lo que era. Era un carné sindical, a nombre de Victor Poliensky, de nacionalidad checa, obrero de la Citroën.

—¿La dirección, Lucas?

—Quai de Javel, ciento treinta y dos.

—Aguarda. Esa dirección me resulta familiar. Debe de ser una pensión infecta en la esquina de no recuerdo qué calle. Hará unos dos años organizamos allí una redada. Comprueba si tienen teléfono.

Era allá, a orillas del Sena, junto a la masa oscura de las fábricas, una astrosa pensión abarrotada de inmigrantes recién llegados; con frecuencia dormían tres o cuatro en la misma habitación, pese a las normativas de la policía. Lo más sorprendente era que dirigía la casa una mujer y que ésta lograba mantener a raya a todos sus huéspedes. Incluso les hacía la comida.

—¿Oiga? ¿Es el número ciento treinta y dos del Quai de Javel?

Una voz ronca de mujer.

—¿Está Poliensky en su pensión en este momento?

La mujer callaba, tomándose tiempo antes de contestar.

—Hablo de Víctor…

—¿Y qué?

—¿Está en la pensión?

—¿Y a usted qué le importa?

—Soy un amigo.

—Lo que es es un poli.

—Pongamos que sea policía. ¿Sigue alojado Poliensky en su pensión? Inútil añadir que comprobaremos sus declaraciones.

—Ya sabemos cómo las gastan.

—Pues dígame.

—Hace más de seis meses que no vive aquí.

—¿Dónde trabajaba?

—En la Citroën.

—¿Llevaba tiempo en Francia?

—Ni idea.

—¿Hablaba francés?

—No.

—¿Vivió mucho tiempo en su pensión?

—Unos tres meses.

—¿Tenía amigos? ¿Recibía visitas?

—No.

—¿Su documentación estaba en regla?

—Probablemente sí. Si no, me habrían dicho algo los de la brigada de hoteles.

—Otra pregunta. ¿Comía en la pensión?

—Casi siempre.

—¿Alternaba con mujeres?

—Escuche, pedazo de cerdo, ¿se cree usted que yo me meto en esos asuntos?

Maigret colgó y se dirigió a Lucas.

—Telefonea al servicio de extranjería.

En los ficheros de la Prefectura de Policía no había ni rastro del hombre. Dicho de otro modo, el checo había entrado ilegalmente, como tantos otros, como los millares y millares de inmigrantes que pululan por los barrios turbios de París. Sin duda, como la mayoría de ellos, Víctor había conseguido un carné de identidad falso. Por los aledaños del Faubourg Saint-Antoine hay talleres donde los fabrican en serie, a precio fijo.

—¡Ponme con la Citroën!

Llegaron las fotografías del muerto, y Maigret las repartió entre los inspectores de la brigada de costumbres y la de hoteles. Subió personalmente al fichero central con las huellas digitales. No correspondían con ninguna ficha.

—¿No está Moers? —preguntó entreabriendo la puerta del laboratorio.

Moers no tenía por qué estar, porque había trabajado toda la noche y todo el día siguiente. Pero era un hombre que no necesitaba dormir mucho. No tenía familia ni novia, ni más pasión que el laboratorio.

—Aquí estoy, jefe.

—Otro muerto para ti. Pasa primero por mi despacho.

Bajaron juntos. Lucas había podido conectar con la sección de contabilidad de la Citroën.

—La vieja no ha mentido. Ha trabajado de obrero tres meses en la fábrica. Hará unos seis meses que no consta en las hojas de pago.

—¿Buen obrero?

—Pocas ausencias. Pero tienen tantos que no los conocen personalmente. He preguntado si, hablando mañana con el encargado con el que trabajó, tendríamos información más detallada. Es inútil. Si fuera especialista, sí. Los obreros, que son casi todos inmigrantes, van y vienen, y no los conocen. Siempre hay unos cientos esperando trabajo delante de la verja. Trabajan tres días, tres semanas o tres meses, y luego no los vuelven a ver. Según las necesidades, los cambian de taller.

—¿El contenido de los bolsillos?

Sobre el escritorio había una cartera de ajado cuero verde y que, aparte del carné sindical, contenía la foto de una muchacha. Tenía una cara redonda, muy lozana, con la frente coronada de gruesas trenzas. Una campesina checa, sin duda.

Dos billetes de mil francos y tres billetes de cien.

—Es mucho —masculló Maigret.

Una larga navaja con resorte, de punta aguda y afilada como una hoja de afeitar.

—¿No te parece, Moers, que esta navaja podría ser perfectamente el arma con la que asesinaron a Petit Albert?

—Puede ser, jefe.

El pañuelo también era de color verdoso. Víctor Poliensky debía de ser aficionado al verde.

—¡Para ti! Muy apetitoso no es, pero nunca se sabe lo que darán tus análisis.

Un paquete de cigarrillos Caporal y un mechero de marca alemana. Calderilla. Ninguna llave.

—¿Estás seguro, Lucas, de que no había ninguna llave?

—Seguro, jefe.

—¿Le han quitado la ropa?

—Todavía no. Esperamos a Moers.

—Anda, vete, muchacho. Tendrás que pasar allí una parte de la noche y estarás reventado.

—Puedo aguantar perfectamente dos noches seguidas sin dormir. No sería la primera vez.

Maigret pidió que le pusieran con Au Petit Albert.

—¿Nada nuevo, Emile?

—Nada, jefe. Por aquí, tranquilidad.

—¿Mucha gente?

—Menos que esta mañana. Unos cuantos para tomar una copa, pero no ha venido casi nadie a cenar.

—¿Le sigue gustando a tu mujer hacer de tabernera?

—Está encantada. Ha limpiado a fondo el dormitorio, ha cambiado las sábanas y estaremos muy bien. ¿Su pelirrojo?

—Muerto.

—¿Cómo?

—Uno de sus compañeros ha preferido matarlo de un balazo cuando se decidía ya a volver a casa.

Nueva visita al despacho de los inspectores. Había que pensar en todo.

—¿El Citroën amarillo?

—Nada nuevo. Pero hay gente que afirma haberlo visto por el barrio de Barbès-Rochechouart.

—No es ninguna tontería. Hay que seguir esa pista.

Por razones geográficas, una vez más. El barrio de Barbes limita con el de la Gare du Nord. Y Albert había trabajado durante mucho tiempo de camarero en una cervecería de ese barrio.

—¿Tienes hambre, Lucas? —preguntó el comisario.

—Regular. Puedo esperar.

—¿Y tu mujer?

—Ahora le pego una llamada.

—Bueno. Telefonea también a la mía y te quedas esta noche conmigo.

Estaba un poco cansado y prefería no trabajar solo, sobre todo porque la noche se presentaba agotadora. Se detuvieron a tomar un trago en la Brasserie Dauphine. Cuando andaban embarcados en una investigación, siempre les producía una sorpresa bastante ingenua el comprobar que la vida transcurría con toda normalidad a su alrededor, que la gente hablaba de sus cosas y bromeaba. ¿Qué podía importarles que hubieran asesinado a un checo en la acera de la Rue du Roi-de-Sicile? Apenas salían unas líneas en los periódicos. Luego, un buen día, leían también en los periódicos que habían detenido al asesino.

Nadie tampoco, salvo unos pocos, sabía que la policía preparaba una redada en uno de los barrios más densos e inquietantes de París. ¿Había reparado alguien en los inspectores plantados en todas las esquinas con cara lo más indiferente posible? Quizás algunas fulanas, agazapadas en rincones de donde salían de cuando en cuando para asir del brazo a un transeúnte, arrugaban el ceño al reconocer la estampa característica de un agente de la brigada de costumbres. No era una novedad el pasarse parte de la noche en prisión preventiva. Estaban acostumbradas. Solía sucederles por lo menos una vez al mes. Si no estaban enfermas, las soltaban a eso de las diez de la mañana. ¿Y qué?

A los dueños de pensiones tampoco les gustaba que la policía se presentara a una hora inhabitual a consultar el libro de registros. «¡Pero si todo está en regla!» Siempre estaba todo en regla. Les ponían una fotografía debajo de las narices. Fingían mirarla con atención. A veces iban a buscar las gafas.

«¿Conoce usted a este tipo?»

«No lo he visto nunca.»

«¿Tiene algún huésped checo?»

«Tengo polacos, italianos, un armenio, pero checos ninguno.»

«Vale.»

La rutina. Uno de los inspectores, arriba en Barbes, que sólo se ocupaba del coche amarillo, interrogaba a los dueños de talleres, a los mecánicos, a los agentes, a los comerciantes, a las porteras. La rutina.

Chevrier y su mujer hacían de taberneros, en el Quai de Charenton; luego, tras cerrar los postigos, charlarían un rato ante la gran estufa antes de acostarse apaciblemente en la cama de Petit Albert y de Nine la bisoja.

Otra a quien había que localizar. En la brigada de costumbres no la conocían. ¿Qué habría sido de ella? ¿Sabía que había muerto su marido? Si lo sabía, ¿por qué no había acudido a identificar el cadáver cuando apareció la fotografía en los periódicos? Los demás podían no haber reconocido a Albert. Pero ¿ella? ¿Cabía suponer que los asesinos se la habían llevado con ellos? Cuando el coche amarillo dejó tirado el cadáver en la Place de la Concorde, ella no se hallaba entre sus ocupantes.

—Parece mentira la cantidad de gente que, cuando soplan malos vientos, experimenta la necesidad de ir a respirar el aire del campo, casi siempre a una fonda bien tranquila donde den buena comida y buen vino.

—¿Vamos en taxi?

La cosa crearía nuevos líos con el contable de la Policía Judicial, quien se obstinaba desagradablemente en examinar al detalle las notas de gastos y no se recataba en exclamar: «¡A ver si me paseo yo en taxi!».

Sin embargo, prefirieron parar uno a tener que esperar el autobús al otro lado del Pont-Neuf.

—Al Cadran, Rue de Maubeuge.

Una estupenda cervecería, como las que le gustaban a Maigret, todavía no modernizada, con su típico cordón de espejos en las paredes, sus banquetas de molesquín rojo oscuro, sus mesas de mármol blanco y, aquí y allá, una bola de níquel para colgar los trapos. Se respiraban gratos efluvios a cerveza y a choucroute. Sólo que estaba un poco lleno; gente con demasiada prisa, cargada de equipaje, y que comía y bebía demasiado rápido, llamaba a los camareros con impaciencia, pendiente del reloj luminoso de la estación. También el dueño, de pie junto a la caja, digno y atento a cuanto sucedía, hacía honor a la tradición: bajito, gordito, calvo, traje amplio y zapatos sin una mota de polvo.

—Dos choucroutes y dos cervezas. Y llame al dueño, por favor.

—¿Quiere usted hablar con Monsieur Jean?

—Sí.

Era un antiguo camarero, o maître, que había acabado instalándose por su cuenta.

—Señores…

—Quería una información, Jean. Al parecer, tuvieron ustedes aquí a un camarero llamado Albert Rochain, a quien llamaban, según creo, Petit Albert.

—He oído hablar de él, sí.

—¿No lo conoció usted?

—Hace sólo tres años que compré el negocio. La que sí le conoció, por aquel entonces, fue la cajera.

—¿Quiere usted decir que ya no trabaja aquí?

—Murió el año pasado. Trabajó ahí más de cuarenta años —dijo señalando la caja de madera barnizada tras la cual estaba instalada una mujer rubia de unos treinta años.

—¿Y los camareros?

—Había también uno viejo, Ernest, pero está ya jubilado. Regresó a su tierra, un pueblo de la Dordoña, si no me equivoco.

El dueño seguía de pie ante los dos hombres, quienes se comían su choucroute, pero al hombre no se le escapaba detalle de cuanto sucedía a su alrededor.

—¡Jules! La veinticuatro.

Sonrió de lejos a un cliente que salía.

—¡François! El equipaje de la señora.

—¿Vive aún el antiguo dueño?

—Está más sano que usted y que yo.

—¿Sabe dónde podría dar con él?

—En su casa, claro. Viene a verme de vez en cuando. Se aburre y habla de volver a poner un negocio.

—¿Quiere usted darme sus señas?

—¿Policía? —se limitó a preguntar el dueño.

—Comisario Maigret.

—Perdón. El número no lo sé, pero puedo informarle, porque me ha invitado dos o tres veces a comer. ¿Conoce usted Joinville? ¿Sabe usted L’île d’Amour, un poco más allá del puente? No vive en la isla, sino en una casa con jardín que está enfrente mismo de la punta. Delante hay un fondeadero. La reconocerá fácilmente.

Eran las ocho y media cuando se detuvo el taxi frente a la casa. En una placa de mármol, escrito con letras de molde, se leía: EL NIDO, y se veía un pájaro, o algo que pretendía serlo, posarse en un nido.

—¡Éstos se han exprimido el cerebro! —observó Maigret al llamar.

Y es que el antiguo dueño del Cadran se llamaba Désiré Loiseau, o sea, Désiré el Pájaro.

—Ya verás como es del norte y nos ofrece una ginebra añeja.

No falló. Vieron primero a una mujer regordeta, rubia y sonrosada, a quien había que mirar de cerca para advertir las finas arrugas bajo el espeso maquillaje.

—¡Monsieur Loiseau, preguntan por usted!

Le llamaba así, pese a que era Madame Loiseau. Los hizo pasar al salón, que olía a barniz. Loiseau era gordo también, pero alto y ancho, más alto y ancho que Maigret, lo que no quitaba para que se moviera con la ligereza de un bailarín.

—Siéntese usted, señor comisario. Usted también, señor…

—Inspector Lucas.

—¡Hombre! En la escuela yo tenía un compañero que se llamaba Lucas. ¿No será usted belga, inspector? Yo lo soy. Se nota, ¿no? ¡Pues claro! Si no me avergüenza, ¿sabe usted? No es nada deshonroso. Bobonne, ponnos una copa.

Y llegó la copita de ginebra.

—¿Albert? Claro que me acuerdo. Un chico del norte. Y creo que su madre también era belga. Lo eché mucho de menos. Mire usted, la alegría en nuestro negocio es primordial; a los clientes que acuden al café les gusta ver caras sonrientes. Por ejemplo, recuerdo a un camarero (un buen hombre, eso sí, y con un montón de hijos) que se acercaba a los clientes que pedían una soda o un botellín de Vichy y les susurraba confidencialmente: «¿Tiene usted una úlcera?». Vivía obsesionado con su úlcera. No hablaba más que de su úlcera, y tuve que deshacerme de él porque la gente, en cuanto lo veía acercarse, cambiaba de mesa. Albert era el polo opuesto. Un cachondo. Siempre cantando. Llevaba el sombrero como en plan de juego o de chufla. Tenía una manera muy suya de decir: «¡Hermoso día tenemos hoy!».

—¿Le dejó a usted para instalarse por su cuenta?

—Sí, por la zona de Charenton.

—¿Alguna herencia?

—No creo. Me lo comentó. Creo que, sencillamente, se casó.

—¿Justo cuando le dejó a usted?

—Sí. Un poco antes.

—¿No le invitó a la boda?

—Si se hubiera celebrado en París, seguro que sí, porque, en mi negocio, los empleados eran como de la familia. Pero se casaron en el campo, no recuerdo ya en qué provincia.

—¿Ni haciendo memoria?

—No. Le confieso que, para mí, todo lo que queda debajo del Loira es el sur.

—¿Conoció a su mujer?

—Vino a presentármela un día. Una morena, no muy guapa…

—¿Bizca?

—La verdad, sí que tenía los ojos un poco atravesados. Pero no resultaba desagradable. En determinadas personas te repele, pero a otras no les queda mal.

—¿Sabe usted su apellido de soltera?

—No. Creo recordar que era una pariente, una prima, o algo parecido. Se conocían de toda la vida. Albert decía: «Puesto que el día menos pensado ha de pasar uno por ese trance, mejor que sea con una conocida». Siempre estaba de broma. Por lo visto no tenía igual con la canción ligera, y algunos clientes me dijeron muy en serio que podía ganarse la vida en el music-hall… ¿Otra copita? Ya ven que esto es tranquilo, demasiado tranquilo, y puede que el día menos pensado vuelva a la profesión. Lástima que no se encuentren ya muchos empleados como Albert. ¿Lo conoce usted? ¿Le va bien el negocio?

Maigret prefirió no decirles que Albert había muerto, porque se imaginaba una larga hora de lamentos y suspiros.

—¿Sabe si tenía amigos íntimos?

—Era amigo de todo el mundo.

—¿No iba nadie, por ejemplo, a buscarle después del trabajo?

—No. Frecuentaba, eso sí, los hipódromos. Se las arreglaba para tener bastantes tardes libres. Pero no era imprudente. Nunca intentó pedirme dinero. Jugaba según sus posibilidades. Si lo ve usted, le dice de mi parte…

Y Madame Loiseau, que no había abierto la boca desde que había aparecido el marido, seguía sonriendo, cual rostro de cera tras el escaparate de una peluquería.

¿Otra copita? Sí. Además, la ginebra era buena. Luego, en la calle donde iba a realizarse la redada, ya nadie les sonreiría.