4

Existen, en la tradición de la Policía Judicial, una serie de anécdotas célebres que se cuentan invariablemente a los nuevos. Entre otras, una de Maigret, de quince años atrás. Era un final de otoño, la peor época del año, sobre todo en Normandía, donde el cielo bajo y plomizo acorta todavía más el día. Tres días y tres noches se había pasado el comisario pegado a la puerta de un jardín, en una calle desierta de los alrededores de Fécamp, esperando a que saliese un hombre de la casa. No había ninguna otra casa a la vista. Sólo campos. Hasta las vacas estaban en sus establos. Hubiera tenido que recorrer dos kilómetros para encontrar un teléfono y pedir que lo relevaran. Nadie sabía que estaba allí. Ni él mismo lo tenía previsto.

Durante tres días y dos noches había llovido a mares, una lluvia helada que acabó empapando el tabaco de la pipa. Puede que, en total, hubieran pasado tres campesinos con zuecos que lo habían mirado recelosos y habían avivado el paso. Maigret no tenía nada de comer ni de beber, y lo peor fue que, al final del segundo día, se quedó sin fósforos para encender la pipa.

Lucas tenía otra en su haber, la que llamaban la historia del inválido. Para vigilar un hotelillo —ubicado precisamente en la esquina de la Rue de Birague, junto a la Place des Vosges—, le habían instalado en una habitación frente al hotelillo, disfrazado de anciano paralítico a quien una enfermera empujaba cada mañana hasta la ventana, donde permanecía todo el día. Lucía una hermosa barba en abanico y le daban de comer con una cuchara. La cosa duró diez días, tras los cuales apenas podía mover las piernas.

Maigret rememoró aquellas historias y alguna otra más, aquella noche, y presintió que la historia que se iniciaba acabaría convirtiéndose en una anécdota igual de famosa, o al menos igual de sabrosa, sobre todo para él.

Era casi un juego, y se entregaba a ese juego con la mayor seriedad del mundo. A eso de las siete, por ejemplo, cuando Lucas se disponía a marcharse, le dijo, con toda naturalidad:

—Pero ¿no te tomas una copita?

Los postigos de la taberna estaban cerrados, como los había encontrado; las luces, encendidas. Reinaba en torno a ellos la atmósfera de cualquier barecillo después de cerrar, con las mesas colocadas en su sitio y el serrín desparramado por el suelo.

Maigret cogió dos copas del anaquel.

—¿Picon con granadina? ¿Export con cassis?

—Export —respondió Lucas.

El comisario, por su parte, como si hubiera querido identificarse más con el dueño, se había servido un Suze.

—¿Quién te parece a ti que podría servir?

—Puede que Chevrier. Sus padres regentaban un hotel en Moret-sur-Loing, y les ayudó hasta que se marchó a hacer la mili.

—Llámalo esta misma noche para que se prepare. ¡A tu salud! Tiene que buscar una mujer que sepa cocinar.

—Ya se apañará.

—¿Otra copa?

—No, gracias. Me voy pitando.

—Mándame a Moers ahora mismo. Que traiga su instrumental.

Maigret le acompañó hasta la puerta y se quedó contemplando un momento el muelle desierto, las barricas alineadas y las gabarras amarradas para la noche.

Era una taberna como se ven muchas, no en el mismo París, sino en las afueras, una auténtica taberna de las que salen en las postales o en las estampas. La casa, que hacía esquina, tenía un solo piso. El tejado era de tejas rojas. En las paredes, pintadas de amarillo, se leía en gruesas letras oscuras: AU PETIT ALBERT. Y a cada lado, con ingenuos arabescos: VINOS — COMIDAS A TODAS HORAS. Detrás, en el patio, bajo un tejadillo, el comisario había encontrado dos toneles verdes que contenían arbustos y que, en verano, debían de instalar en la acera, con dos o tres mesas a modo de terraza.

Ahora estaba en esa taberna como en su casa. Dado que hacía varios días que no encendían el fuego, el aire era frío, húmedo, y en varias ocasiones Maigret miró de reojo la gruesa estufa que se alzaba en medio del local, con su tubo que subía, negro y reluciente, antes de perderse en la pared. Bien mirado, ¿por qué no, si había visto un cubo casi lleno de carbón? Bajo el mismo tejadillo del patio encontró un poco de leña junto a un hacha y un tarugo. En un rincón de la cocina había periódicos viejos. A los pocos minutos, zumbaba el fuego, y el comisario se plantó ante la estufa, con las manos en la espalda, en una pose que le era habitual.

En el fondo, la vieja que había traído Lucas no estaba tan loca. Habían ido a su casa. En el taxi no paró de hablar, pero a veces espiaba a sus acompañantes con mirada solapada para saber la impresión que les producía.

La casa de la anciana estaba a menos de cien metros, un edificio también de un solo piso, con su jardincillo, como las casas de las afueras. Maigret se había preguntado cómo, estando en el mismo lado del muelle, había podido ver lo que sucedía en la acera a cierta distancia de su casa, sobre todo siendo ya de noche.

«¿Estuvo usted durante todo ese rato en la acera?»

«No.»

«¿Ni en el umbral de su puerta?»

«Estaba en mi casa.»

La mujer tenía razón. La habitación de delante, sorprendentemente limpia y pulida, tenía no sólo ventanas que daban a la calle, sino también una ventana lateral por la que se veía una gran parte del muelle, por la zona del Au Petit Albert. Como no había postigos, era lógico que los faros de un coche hubieran llamado la atención de la anciana.

«¿Estaba usted sola en su casa?»

«Estaba conmigo Madame Chauffier.»

Una comadrona que vivía una calle más allá. Lo habían comprobado; era cierto. La casa, contrariamente a lo que hubiera cabido esperar viendo a la vieja, se asemejaba a todos los hogares de mujeres solas. No se veía ese batiborrillo de que suelen rodearse las echadoras de buenaventura; en cambio, los muebles, de color claro, venían directamente del Boulevard Barbes, y el suelo estaba forrado con linóleo amarillo.

«Tenía que ocurrir», había dicho la vieja. «¿Ha leído usted lo que pone en la fachada de su café? O era un iniciado, o había cometido un sacrilegio.»

Había puesto agua a calentar para el café. Quería a toda costa que Maigret se tomase una taza. Le explicó que el Petit Albert era un libro de magia del siglo XIV o del XV.

«¿Y si le llaman Petit Albert? ¿Y si efectivamente es bajo?», había replicado el comisario.

«Es bajo, lo sé. Lo he visto muchas veces. Pero no es razón suficiente. Hay cosas con las que es imprudente jugar.»

De la mujer de Albert, dijo: «Una morena alta no muy limpia. No me hubiera gustado comer lo que cocinaba, y apestaba siempre a ajo».

«¿Cuánto llevan cerrados los postigos?»

«No lo sé. Al día siguiente de ver el coche tenía la gripe y me quedé en la cama. Cuando me levanté, el bar estaba cerrado y pensé que mejor que mejor.»

«¿Por qué? ¿Acaso hacían ruido?»

«No. No iba casi nadie. Mire, los obreros de la grúa que ve usted en el muelle comían allí. También iba un empleado de las bodegas Cess, los negociantes en vinos. Algunos marineros se acercaban también a echar un trago en la barra.»

Había preguntado con insistencia en qué periódicos aparecería su fotografía. «Eso sí, que no pongan que soy cartomántica. Es como si a usted le llamaran guardia municipal.»

«No le vería la ofensa.»

«Pues a mí me perjudicaría.»

Por fin había acabado de hablar con la vieja. Tras tomarse el café que ella había preparado, Lucas y él se acercaron a la taberna de la esquina. Lucas había girado maquinalmente el pomo de la puerta y ésta se había abierto.

Curioso, aquel tabernucho cuya puerta había permanecido abierta por lo menos cuatro días y que parecía intacto, con sus botellas en el anaquel y dinero en la caja. Las paredes estaban pintadas al aceite, de oscuro hasta cerca de un metro del suelo, y de verde pálido por encima. En ellas colgaban los calendarios de propaganda que se ven en los cafés de provincias.

En el fondo, Petit Albert no era tan parisiense, o más bien, como la mayoría de los parisienses, había conservado gustos campesinos. Se echaba de ver que el café estaba decorado a su estilo, con una especie de amor, y hubiera podido encontrarse uno similar en cualquier pueblo de Francia.

Lo mismo sucedía con la habitación de arriba. Porque Maigret, con las manos en los bolsillos, había recorrido toda la casa. Lucas le había seguido, divertido, pues el comisario, que se había quitado el abrigo y el sombrero, parecía realmente estar tomando posesión de un nuevo domicilio. En menos de media hora se sentía como en su casa, y de cuando en cuando se plantaba detrás de la barra.

«De lo que no cabe duda es de que Nine no está aquí.»

La habían buscado en todas partes, desde el sótano hasta el desván, registrando también el patio y el jardincillo atestado de viejas cajas de madera y de botellas vacías.

«¿Tú qué opinas?»

«No lo sé, jefe.»

En la taberna no había más que ocho mesas, cuatro dispuestas a lo largo de una pared, dos en frente y las dos últimas en medio de la pieza, junto a la estufa. Una de estas últimas era la que los dos hombres examinaban de vez en cuando, porque el serrín que estaba al pie de la silla había sido cuidadosamente barrido. ¿Para qué, sino para hacer desaparecer manchas de sangre? Pero ¿quién había retirado el cubierto de la víctima y lo había fregado?

«A lo mejor volvieron luego», sugirió Lucas.

En cualquier caso, había un detalle curioso. Así como todo estaba en orden en la casa, una botella, una sola, aparecía destapada en la barra, y Maigret se había guardado muy mucho de tocarla. Era una botella de coñac, y cabía suponer que quien o quienes la habían utilizado habían prescindido de copa y habían bebido directamente de la botella.

Los desconocidos habían subido arriba. Habían hurgado en todos los cajones, donde la ropa blanca y los objetos habían quedado desordenados, pero habían vuelto a cerrarlos.

Lo más extraño era que dos cuadros colgados de la pared, que sin duda habían contenido fotografías, estaban vacíos. No era el retrato de Petit Albert lo que habían querido hacer desaparecer, porque se veía uno en la cómoda: cara redonda y radiante, tupé en la frente, aspecto de cómico, según expresión del dueño del Caves du Beaujolais.

Un taxi se detuvo y se oyeron pasos en la acera. Maigret fue a quitar el cerrojo.

—Pasa —dijo a Moers, que llevaba una maleta bastante pesada—. ¿Has cenado? ¿No? ¿Una copa antes de la cena?

Y fue una de las noches más curiosas de su vida. De cuando en cuando, se acercaba a mirar a Moers, que realizaba un concienzudo trabajo, recogiendo por todas partes, en el local, en la cocina, en el dormitorio, en todas las habitaciones de la casa, las menores huellas digitales.

—El primero que cogió la botella llevaba guantes de goma —afirmó.

Había recogido también muestras de serrín, junto a la mesa de marras. Y Maigret había encontrado restos de bacalao en el cubo de basura.

Horas atrás, el muerto no tenía todavía nombre y no representaba a los ojos de Maigret más que una imagen bastante borrosa. Ahora no solamente poseían su fotografía, sino que el comisario vivía en su casa, entre sus muebles, hurgaba en la ropa que le había pertenecido y manipulaba sus objetos personales. No sin cierta satisfacción Maigret había señalado a Lucas, apenas llegaron, una prenda que colgaba de una de las perchas de la habitación: una chaqueta de la misma tela que el pantalón del muerto. Vaya, que tenía razón. Albert había regresado a su casa y se había cambiado, porque tenía costumbre de hacerlo.

—¿Crees, Moers, que hace tiempo que ha estado alguien por aquí?

—Yo diría que ha estado alguien hoy —contestó el joven, tras examinar unos rastros de aguardiente, junto a la botella destapada.

No era de extrañar. La casa estaba abierta a quien quisiera entrar. Sólo que los transeúntes no lo sabían. Cuando se ven unos postigos cerrados, a poca gente se le ocurre girar el pomo para comprobar si la puerta está o no cerrada.

—Desde luego, buscan algo.

—Eso creo yo también.

Algo poco voluminoso, presumiblemente un papel, ya que habían abierto hasta una minúscula cajita de cartón que había contenido unos pendientes.

Extraña cena la que se habían tomado mano a mano Moers y Maigret en la taberna. Maigret se había encargado de los alimentos. Había encontrado en la antecocina un salchichón, latas de sardinas y queso de Holanda. Había bajado a la bodega a sacar vino del tonel, un vino denso y azulado. Había botellas empezadas, pero no las había tocado.

—¿Se queda usted, jefe?

—Pues sí. No creo que venga nadie esta noche, pero no me apetece volver a casa.

—¿Quiere que me quede con usted?

—Gracias, amigo Moers, pero prefiero que vayas enseguida a analizar todo eso.

Moers no desdeñaba nada, ni siquiera unos cabellos de mujer enredados en un peine, en el cuarto de baño del primer piso. Se oía poco ruido en el exterior. Pasaban escasos transeúntes. De cuando en cuando, sobre todo después de medianoche, se oía el estruendo de algún camión que, procedente de los suburbios, se dirigía hacia el mercado central.

Maigret telefoneó a su mujer.

—¿Estás seguro de que no vas a volver a acatarrarte?

—No temas. He encendido la estufa. Dentro de un rato me prepararé un grog.

—¿No vas a dormir en toda la noche?

—Pues claro. Puedo elegir entre una silla y una tumbona.

—¿Están limpias las sábanas?

—Las hay limpias en el armario del rellano.

Estuvo a punto, en efecto, de hacer la cama con sábanas limpias y acostarse. Pero, tras pensárselo bien, optó por la tumbona.

Moers se fue a eso de la una de la mañana. Maigret volvió a llenar la estufa hasta arriba, se preparó un grog bien cargado, se cercioró de que todo estaba en orden y, tras echar el cerrojo, subió lentamente la escalera de caracol, como quien se dispone a acostarse.

Había un batín en el ropero, un batín de muletón azul, con solapas de seda artificial, pero le quedaba demasiado corto y estrecho. Las zapatillas que estaban al pie de la cama no eran tampoco de su número. Se dejó puestos los calcetines, se arrebujó en una manta y se acomodó en la tumbona, con un almohadón debajo de la cabeza. Las ventanas del primer piso no tenían persianas. La luz de la farola se filtraba a través de las cortinas de complicados dibujos y formaba raros arabescos en las paredes. Maigret los miraba con los ojos entornados, arrancando pequeñas bocanadas de humo a la pipa. Se acostumbraba. Probaba la casa como quien se prueba una prenda nueva, y se había familiarizado ya con el olor, un olor que le recordaba el campo, agrio y dulce a la par.

¿Por qué se habían llevado las fotos de Nine? ¿Por qué había desaparecido ésta dejando la casa abandonada, sin llevarse siquiera el dinero de la caja? Bien es cierto que apenas quedaba un centenar de francos. Seguramente Albert dejaba el dinero en otro sitio y lo habían apandado, como habían apandado todos sus documentos personales. Lo curioso era que aquel minucioso registro de la casa se había realizado casi sin desorden, sin brutalidad. Habían revuelto la ropa, pero sin descolgarla de las perchas. Habían arrancado las fotos de los marcos, pero habían vuelto a colgar éstos del clavo.

Maigret se durmió y, cuando oyó que golpeaban los postigos de abajo, hubiera jurado que sólo había dormitado unos minutos. Sin embargo, eran las siete de la mañana. Había amanecido. El sol caía sobre el Sena, donde las gabarras empezaban a moverse y sonaban las sirenas de los remolcadores.

Se puso los zapatos sin atarse los cordones y bajó, el pelo alborotado, el cuello de la camisa abierto, la chaqueta arrugada. Eran Chevrier y una mujer bastante guapa que lucía un traje sastre azul marino y un sombrerito rojo que le cubría el pelo desmelenado.

—Aquí estamos, jefe.

Chevrier llevaba sólo tres o cuatro años en la Policía Judicial. Recordaba, más que a una cabra, a un cordero, pues el perfil de su cara y de su cuerpo era blando y redondo. La mujer le tiró de la manga. Al caer en la cuenta de su olvido, balbuceó:

—¡Perdón! Señor comisario, le presento a mi mujer.

—No tema —dijo la mujer con tono decidido—. Conozco el paño. Mi madre regentaba un café en el pueblo y más de una vez hemos servido bodas de cincuenta cubiertos con sólo dos criadas para ayudarnos. —Se dirigió de inmediato hacia la cafetera y pidió al marido—: Dame fósforos.

El gas hizo «plof», y, a los pocos minutos, el olor a café se difundía por toda la casa.

Chevrier se había acordado de embutirse un pantalón negro y una camisa blanca. Poniéndose también en funciones, se instaló detrás de la barra y cambió unas cuantas cosas de sitio.

—¿Abrimos?

—Por supuesto. Ya debe de ser la hora.

—¿Quién hará la compra? —preguntó su mujer.

—Dentro de un rato, toma usted un taxi y compra lo más cerca posible.

—¿Qué le parece fricando con acedera? —propuso ella.

Se había traído un delantal blanco. Era muy alegre y animada. La cosa empezaba como una diversión, un juego.

—Vamos a abrir ya los postigos —anunció el comisario—. Si os preguntan algo los clientes, les decís que sustituís al dueño por un tiempo.

Subió a la habitación, donde encontró una cuchilla de afeitar, jabón y una brocha. ¿Por qué no, al fin y al cabo? Petit Albert parecía limpio y sano. Se aseó tranquilamente, y, cuando bajó, la mujer de Chevrier había salido ya a hacer la compra. Había dos marineros acodados en la barra, tomándose un carajillo. No parecía preocuparles quién regentaba el bar. Seguramente estaban de paso. Hablaban de un remolcador que, la víspera, había estado a punto de llevarse por delante la puerta de una esclusa.

—¿Qué le pongo, jefe?

Maigret prefería servirse él mismo. En definitiva, era la primera vez que se escanciaba una botella de ron detrás de la barra de un bar. De pronto, se echó a reír.

—Estoy pensando en el juez Coméliau —explicó.

Intentaba imaginarse al juez entrando en la taberna y encontrándose al comisario al otro lado de la barra con uno de sus inspectores. Sin embargo, si querían enterarse de algo, no podían hacer otra cosa. Era más que probable que a los asesinos del dueño les intrigase ver el local abierto como de costumbre. ¿Y Nine, si es que todavía existía?

A eso de las nueve, la vieja vidente pasó un par de veces delante del bar, pegando la cara al cristal. Al final se alejó, hablando sola, con una red de la compra en la mano.

Acababa de telefonear Madame Maigret para hablar con su marido.

—¿Quieres que te lleve algo? ¿Tu cepillo de dientes, por ejemplo?

—Gracias, no. Ya he mandado que me compren uno.

—Ha telefoneado el juez.

—Supongo que no le habrás dado este número, ¿no?

—No. Sólo le he dicho que estás fuera desde ayer por la tarde.

Llegó en un taxi la mujer de Chevrier, con un montón de cajas de verduras y algunos paquetes. Cuando Maigret la llamó «señora», ella replicó:

—Llámeme Irma. Ya verá qué pronto me llaman así los clientes. ¿Verdad que puede llamarme así el comisario, Emile?

Acudían pocos parroquianos. Tres albañiles, que trabajaban en un andamio de la calle de al lado, entraron a descansar un rato. Traían pan con salchichón y pidieron dos botellas de tinto.

—¡Menos mal que han vuelto a abrir! Teníamos que andar diez minutos para tomar un trago.

No les preocupaba ver nuevas caras.

—¿Se ha retirado el antiguo dueño? —preguntó uno de ellos.

—Era un buen tío —comentó otro.

—¿Hacía tiempo que lo conocían?

—Quince días justos llevamos trabajando en una obra del barrio. Nosotros, ¿sabe usted?, estamos acostumbrados a cambiar de aires.

Sin embargo, Maigret, a quien veían rondar por todas partes, les intrigaba un poco.

—¿Quién es ése? Parece de la casa.

—¡Chist! Es mi suegro —contestó Chevrier con candor.

Había un guisote cociéndose en el fogón. La casa cobraba vida. Por los amplios ventanales del bar penetraba un pálido sol. Chevrier, con las mangas subidas y sujetas con un elástico, había barrido el serrín.

Teléfono.

—Para usted, jefe. Es Moers.

El pobre Moers no había dormido en toda la noche. No había tenido mucho éxito con las huellas. Haberlas, las había, y de todas clases, tanto en las botellas como en los muebles. Pero la mayoría eran ya viejas y se superponían sin orden. Las más nítidas, que había mandado al servicio antropométrico, no correspondían a ninguna ficha.

—He trabajado por casi toda la casa con guantes de goma, y sólo he sacado algo de una cosa: del serrín. En el análisis he encontrado restos de sangre.

—¿Sangre humana?

—Lo sabré dentro de una hora. Pero estoy casi seguro de que sí.

Lucas, quien también tenía una misión aquella mañana, llegó a eso de las once, muy alegre, y Maigret observó que se había puesto una corbata clara.

—¡Marchando un Export con cassis! —gritó, guiñándole el ojo a su compañero Chevrier.

Irma había colgado de la puerta una pizarra en la que, bajo las palabras «Plato del día», había escrito con tiza: «Fricando con acedera». Se la oía trajinar, atareada, y, seguramente, aquel día no hubiera cedido el puesto por nada del mundo.

—Vamos arriba —dijo Maigret a Lucas.

Se sentaron en la habitación, junto a la ventana, que estaba abierta pues hacía un tiempo muy agradable. La grúa funcionaba al borde del agua, extrayendo barriles de la panza de una gabarra. Se oían silbatos, el rechinar de las cadenas y continuamente, en el agua espejeante, un vaivén de remolcadores jadeantes y afanosos.

—Se llamaba Albert Rochain. He ido al Ayuntamiento. Se sacó la licencia hace cuatro años.

—¿Has podido dar con el apellido de su mujer?

—No. La licencia está a nombre de él. He ido al Ayuntamiento y no han podido informarme. De estar casado, lo estaba ya al llegar al barrio.

—¿Y en la comisaría?

—Nada. Parece ser que el establecimiento era tranquilo. La policía no ha tenido que intervenir nunca.

La mirada de Maigret se detenía sin cesar en la fotografía del muerto, que seguía sonriendo desde encima de la cómoda.

—Puede que Chevrier se entere de algo más charlando con los parroquianos.

—¿Se queda usted aquí?

—Podríamos comer abajo los dos, como si fuésemos clientes de paso. ¿No hay noticias de Torrence ni de Janvier?

—Siguen investigando entre los asiduos de las carreras.

—Si puedes ponerte en contacto con ellos, diles que investiguen especialmente en Vincennes.

Tenía su lógica: el hipódromo de Vincennes estaba, como quien dice, en el barrio. Y Petit Albert, como Maigret, era un hombre de costumbres fijas.

—¿No se extraña la gente de ver el bar abierto?

—No mucho. Algún vecino ha echado una ojeada desde la acera. Deben de pensar que Albert ha vendido el negocio.

A las doce, se sentaron los dos a una mesa junto a la ventana. Les sirvió la propia Irma. Había algunos clientes en las otras mesas, sobre todo mecánicos de la grúa.

—¿Qué pasa, que Albert ha acertado por fin el caballo? —preguntó uno de ellos dirigiéndose a Chevrier.

—Está pasando una temporada en el campo.

—¿Y lo sustituye usted? ¿Se ha llevado con él a Nine? Igual comemos un poco menos de ajo. ¡Otro gallo nos cantara! Malo no es que sea, pero el aliento…

El hombre le pellizcó el trasero a Irma cuando pasaba junto a él. Chevrier no pestañeó, e incluso aguantó la mirada irónica de Lucas.

—¡Un buen tipo, eso sí! Si no estuviera tan tocado por las carreras… Pero oiga, si tenía un sustituto, ¿por qué deja la casa cerrada cuatro días? Sobre todo sin avisar a los clientes. Hasta el puente de Charenton nos tuvimos que patear el otro día para que nos echaran el alpiste. No, chata, a mí nunca me pongas camembert. Un petit-suisse, cada día. Y Jules toma roquefort…

Como quiera que fuera, estaban intrigados y hablaban a media voz. La que les interesaba era Irma.

—Chevrier no aguantará mucho rato —murmuró Lucas al oído de Maigret—. Sólo lleva dos años casado. Como esos tipos sigan sobándole el culo a su mujer, se va a liar a puñetazos.

No fue tan grave, porque el inspector se acercó a servirles bebida y anunció con firmeza:

—Es mi mujer.

—Enhorabuena, chico. ¡Tranquilo, que nosotros no somos celosos!

Soltaron una carcajada. No eran malos tipos, pero advertían vagamente que Chevrier no estaba a sus anchas.

—Ya me entiendes. Albert había tomado sus precauciones. No había peligro de que intentaran robarle a Nine.

—¿Por qué?

—¿No la conoces?

—No la he visto nunca.

—Pues no te has perdido nada, amigo. Ésa no hubiera tenido nada que temer en un cuarto lleno de senegaleses. La mejor chica del mundo, eso sí… ¿Verdad, Jules?

—¿Qué edad tiene?

—¿Tú crees que tiene edad, Jules?

—No sé… ¿Treinta tacos? ¿Cincuenta? Según de qué lado la mires: por el lado del ojo bueno, puede pasar; pero lo que es por el otro…

—¿Es bizca?

—¡No veas!… ¡Que si es bizca, pregunta! ¡Pero si ésa puede mirar al mismo tiempo la punta de tus zapatos y la de la torre Eiffel!

—¿La quiere Albert?

—Albert, muchacho, es un tío al que le gusta vivir bien, ¿entiendes? La comida de tu parienta es buena, buenísima incluso… Ahora, apuesto a que te toca a ti salir pitando a las seis de la mañana para ir al mercado. Hasta puede que te hayas dado una sesión de pelar patatas. Y, dentro de una hora, no la dejarás que se casque sola todo el fregote mientras tú vas a pavonearte por el hipódromo. ¡Con Nine, al revés! Albert se pega una vida de pachá. Si a eso le añades que la tía debe de tener pasta…

¿Por qué, en ese momento, Lucas miró a Maigret de reojo? ¿No era un poco como si le hubieran fastidiado el muerto al comisario?

Seguía hablando el mecánico:

—Cómo lo conquistó ella, ni idea, pero con esa facha seguro que no fue haciendo la calle…

Maigret no abría la boca. Incluso se dibujaba una leve sonrisa en sus labios. No perdía prenda de lo que se decía. Y las palabras se transformaban automáticamente en imágenes. El retrato de Petit Albert se completaba poco a poco, y el comisario parecía conservar todo su afecto hacia el personaje que iba perfilándose.

—¿De qué provincia sois vosotros?

—Del Berry —contestó Irma.

—Yo, del Cher —dijo Chevrier.

—Entonces no sois del mismo pueblo. Él es del norte del país. ¿No es de Tourcoing, Jules?

—De Roubaix.

—Para el caso, lo mismo.

Maigret intervino en la conversación, lo que no tenía nada de sorprendente en un local pequeño y familiar.

—¿No trabajó por la zona de la Gare du Nord?

—Sí, en el Cadran. Estuvo diez o doce años de camarero en esa cervecería antes de instalarse aquí.

Maigret no había hecho la pregunta al buen tuntún. Conocía a los del norte y sabía que, cuando llegan a París, les cuesta muchísimo alejarse de su estación, tanto es así que forman una auténtica colonia por la zona de la Rue de Maubeuge.

—No conocería allí a Nine, ¿no?

—Donde quiera que la conociera, le tocó la lotería. En lo que hace al ñaca-ñaca, no, claro, pero en lo de vivir sin problemas…

—¿Ella es del sur?

—¡Hasta la médula!

—¿De Marsella?

—¡De Toulouse! Tiene un acento que deja chiquito al tipo de los anuncios de Radio Toulouse… La cuenta, chata… Bueno, jefe, ¿eso son maneras?

Chevrier arrugó el ceño, desconcertado. Intervino Maigret, que había entendido:

—Lleva razón. Cuando un bar cambia de dueño, hay que mojarlo.

Sólo acudieron a comer siete clientes. Uno de los empleados de las bodegas Cess, un hombre de cierta edad y cara de malas pulgas, comió en silencio en un rincón, indignado por todo: por la cocina, que no era ya la misma; por el cubierto, que no era el suyo, y por el vino blanco que le servían, en vez del tinto al que estaba acostumbrado.

—Esto va a convertirse en un tugurio más —rezongó al marcharse—. Siempre pasa igual.

Chevrier no disfrutaba ya como por la mañana. La única que estaba jacarandosa era Irma, que se manejaba de maravilla con platos y fuentes y arrancó a canturrear mientras fregaba.

A la una y media, Maigret y Lucas se quedaron solos en la taberna. Empezaban las horas muertas, durante las cuales tan sólo se dejaba caer algún que otro parroquiano de cuando en cuando, un transeúnte sediento o una pareja de marineros que aguardaban a que terminasen de cargar el barco.

Maigret fumaba a breves bocanadas, sentado con la barriga hacia delante, pues había comido mucho, tal vez por tener contenta a Irma. Un rayo de sol le calentaba una oreja, y, aunque parecía adormilado, de pronto le pegó un pisotón a Lucas.

Acababa de pasar un hombre por la acera. Había mirado con atención el interior del local y se había alejado unos pasos. Luego, tras titubear un instante, dio media vuelta y se acercó a la puerta. De estatura mediana, no llevaba sombrero ni gorra. Era pelirrojo, con pecas en la cara. Tenía los ojos azules y una boca carnosa. Giró el pomo y entró, con la misma actitud vacilante. Había una especie de agilidad en sus movimientos, una extraña prudencia en sus gestos. Sus zapatos, bastante gastados, llevaban varios días sin lustrarse. Su traje negro estaba raído, la camisa no muy limpia, la corbata mal anudada. Recordaba a un gato penetrando con precaución en una habitación desconocida, observando todo a su alrededor, venteando un posible peligro. Debía de tener una inteligencia inferior a lo normal. Los tontos de pueblo suelen tener esos ojos, en los que sólo se lee astucia instintiva y recelo.

Seguramente le intrigaban Maigret y Lucas. Mirándolos con desconfianza, se acercó oblicuamente a la barra, sin perderlos de vista, y golpeó el mostrador con una moneda.

Apareció Chevrier, que estaba comiendo en un rincón de la cocina.

—¿Qué va a ser?

Y el hombre volvió a titubear. Parecía afónico. Emitió un sonido ronco, renunció a hablar y señaló la botella de coñac que estaba en la alacena.

Ahora miraba fijamente a Chevrier. Había algo que no entendía y que le rebasaba.

Maigret, impasible, daba golpecitos a Lucas con la punta del pie.

La escena fue breve, pero pareció larguísima. El hombre buscó dinero en el bolsillo con la mano izquierda, al tiempo que, con la derecha, se llevaba la copa a los labios y la apuraba de un trago. El alcohol le hizo toser y se le humedecieron los ojos. Entonces, arrojó unas monedas en el mostrador y salió velozmente en pocas zancadas. Lo vieron salir disparado hacia el Quai de Bercy y volverse.

—¡Adelante! —dijo Maigret dirigiéndose a Lucas—. Aunque mucho me temo que te despiste…

Lucas se precipitó afuera.

—Llama un taxi. ¡Rápido! —ordenó el comisario a Chevrier.

El Quai de Bercy era largo y recto, sin calles transversales. Tal vez le diera tiempo, en coche, de alcanzar al hombre antes de que Lucas lo perdiese de vista.