—No sabe cuánto me alegro, señor comisario, de poder hablar por fin con usted.
—Crea usted, señor juez, que todo el placer es mío.
Madame Maigret alzó agitadamente la cabeza. Siempre se sentía incómoda cuando su marido adoptaba ese tono de voz, apacible y bonachón; cuando hablaba así con ella, se echaba a llorar, de puro desconcertada.
—Le he llamado cinco veces a su despacho.
—¡Y no me ha encontrado! —exclamó Maigret con consternación.
Su mujer le hizo señas de que se reportase y no olvidase que estaba hablando con un juez, cuyo cuñado, por si fuera poco, había sido dos o tres veces ministro.
—Acabo de enterarme de que estaba usted enfermo.
—Un poquito, señor juez. La gente siempre exagera. Sólo tengo un catarro gordo. ¡Y hasta dudo que sea gordo!
Quizás era el hecho de estar en su casa, en pijama, embutido en un mullido batín, con unas buenas zapatillas, bien retrepado en su sillón, lo que inspiraba tan jovial humor a Maigret.
—Lo que me extraña es que no me haya comunicado usted quién le sustituye.
—Sustituirme, ¿en qué?
La voz del juez Coméliau era seca, fría, expresamente impersonal, en tanto que la de Maigret, por el contrario, iba cobrando un tono cada vez más bonachón.
—Me refiero al caso de la Place de la Concorde. ¡Supongo que no se le habrá olvidado!
—Me paso el día pensando en él. Hace un rato, sin ir más lejos, le decía a mi mujer…
Ésta le hacía señas cada vez más vehementes de que no la involucrase en aquella historia. El piso era pequeño y cálido. Los muebles del comedor, de roble oscuro, se remontaban a la boda de Maigret. Enfrente, a través del tul de las cortinas, se divisaba, en grandes letras negras sobre una pared blanca:
LHOSTE ET PEPIN — INSTRUMENTOS DE PRECISIÓN
Treinta años hacía que Maigret veía aquellas palabras, cada día, mañana y noche, sobre la amplia puerta del almacén, flanqueada por dos o tres camiones donde se leían las mismas palabras, y no le cansaban. ¡Al revés! Le gustaban. Las acariciaba en cierto modo con la mirada. Luego, invariablemente, alzaba la vista hacia la parte trasera de una casa lejana. Había ropa tendida en las ventanas y, en una de ellas, tan pronto hacía buen tiempo, un geranio rojo.
Probablemente, no era ya el mismo geranio; en cualquier caso, habría jurado que la maceta llevaba allí, como él, treinta años. Y en todo aquel tiempo, ni una sola vez había visto Maigret asomarse a nadie al antepecho de la ventana ni regar la planta. Allí vivía alguien, de eso no cabía duda, pero su horario no debía de coincidir con el del comisario.
—¿Cree usted, Monsieur Maigret, que en su ausencia sus subordinados llevan la investigación con la diligencia que es de desear?
—Estoy convencido, Monsieur Coméliau. Es más, estoy seguro. No puede imaginarse lo bien que se está, para dirigir una investigación de este tipo, en una habitación bien calentita, sentado en un sillón, en casa, lejos de toda agitación, con sólo un teléfono al alcance de la mano, junto a una taza de infusión. Le contaré un secretillo: me pregunto si, de no existir esta investigación, estaría enfermo. No lo estaría, sin lugar a dudas, puesto que me enfrié en la Place de la Concorde, la noche en que descubrieron el cadáver. Y también por la mañana, al amanecer, cuando el doctor Paul y yo caminamos por los muelles, después de la autopsia. Pero no me refiero a eso. De no ser por la investigación, el catarro no sería más que un simple catarro del que uno no hace ni caso, ¿me entiende usted?
El rostro del juez Coméliau, en su despacho, debía de estar amarillo, quizá verdoso, y la pobre Madame Maigret no sabía ya a qué santo encomendarse. ¡Con el respeto que profesaba ella a las categorías, a todas las jerarquías!
—Digamos que aquí, con mi mujer, que me cuida, me encuentro mucho más tranquilo para pensar en la investigación y dirigirla. No me molesta nadie, o muy poca gente.
—¡Maigret! —terció su esposa.
—¡Chist!
Hablaba el juez.
—¿Le parece a usted normal que a los tres días no hayan identificado aún a ese hombre? Ha aparecido su retrato en todos los periódicos. Según afirmó usted mismo, existe una mujer…
—Eso me dijo él, en efecto.
—Déjeme hablar, por favor. Existe una mujer, probablemente unos amigos. Habrá también vecinos, el dueño del piso, qué sé yo. Gente que lo veía pasar habitualmente por la calle a determinadas horas. Y, sin embargo, todavía no se ha presentado nadie a identificarlo o a denunciar su desaparición. Claro que no todo el mundo sabe cómo se va al Boulevard Richard-Lenoir.
¡Pobre Boulevard Richard-Lenoir! ¿Por qué diablos tenía tan mala fama? Evidentemente, porque desembocaba en la Bastilla. Evidentemente también, porque lo cruzaban populosas callejuelas. Y el barrio estaba lleno de talleres y almacenes. Con todo, era una avenida ancha, y hasta tenía césped en medio de la calzada. Cierto que éste crecía encima del metro, cuyas bocas se abrían aquí y allá, tibias y con olor a lejía, y que cada dos minutos, al pasar los trenes, las casas sufrían curiosos temblores.
Cuestión de acostumbrarse. Cien veces en treinta años, amigos y compañeros le habían buscado un piso en los que ellos llamaban «barrios más alegres». Él iba a visitarlos y mascullaba:
«Está bien, desde luego…».
«¡Y qué vista, Maigret!»
«Sí…»
«Las habitaciones son amplias, claras…»
«Sí. Es perfecto. Me encantaría vivir aquí. Sólo que…» Dejaba pasar un lapso de tiempo y suspiraba moviendo la cabeza: «¡Habría que mudarse!».
A la porra quienes despotricaban contra el Boulevard Richard-Lenoir. A la porra el juez Coméliau.
—Dígame, señor juez, ¿se ha metido usted alguna vez un guisante seco en la nariz?
—¿Cómo?
—Un guisante seco, digo. Recuerdo que, de niño, jugábamos a eso. Inténtelo. Luego mírese en el espejo. Le sorprenderá el resultado. Apuesto a que con un guisante en la nariz pasará usted delante de gente que le ve cada día y no le reconocerán. No hay nada que cambie tanto una fisonomía. Las personas más habituadas a verle a uno son las que se quedan más desconcertadas con el menor cambio. Y no ignora usted que el rostro de nuestro hombre estaba muchísimo más deformado que si se hubiera metido un guisante en la nariz.
»Hay otra cosa. A la gente le cuesta imaginar que su vecino de rellano, su compañero de oficina o el camarero del bar que le sirve cada mediodía pueda pasar de repente a ser distinto de como es, se transforme en asesino o en víctima, por ejemplo. Nos enteramos de los crímenes por los periódicos, y nos imaginamos que eso ocurre en otro mundo, en otra esfera, no en nuestra calle ni en nuestra casa».
—En resumidas cuentas, le parece a usted normal que no le haya reconocido nadie.
—Mucho no me sorprende. Recuerdo el caso de un ahogado en el que la cosa llevó seis meses. Y era en tiempos de la antigua morgue, cuando no existía la refrigeración y simplemente de un grifo salía un chorrillo de agua fresca que corría sobre cada cuerpo.
Madame Maigret suspiró, renunciando a hacerle callar.
—Total, que está usted satisfecho. Han matado a un hombre y, a los tres días, no sólo no tenemos ni rastro del asesino, sino que no sabemos nada de la víctima.
—Sé un montón de cosillas, señor juez.
—Tan insignificantes, sin duda, que no merece la pena que se me comuniquen, por más que sea yo el encargado de instruir el caso.
—Ahí va una, por ejemplo. El hombre era presumido. Quizá no con gusto, pero lo era, como lo indican sus calcetines y su corbata. Y, con un pantalón gris y un impermeable, calzaba zapatos de cabritilla negros, unos zapatos muy finos.
—¡Sumamente interesante, en efecto!
—Sumamente interesante, sí. Sobre todo porque llevaba también una camisa blanca. ¿No se inclina usted a pensar que un hombre a quien le gustan los calcetines malvas y las corbatas rameadas hubiera preferido una camisa de color, cuando menos a rayas o con dibujitos? Entre usted en uno de esos bares adonde nos hizo ir y donde parecía a sus anchas. Verá pocas camisas totalmente blancas.
—¿De lo que deduce usted…?
—Espere. En dos de esos bares por lo menos (Torrence ha regresado a todos ellos), pidió un Suze con limón, como si tuviese costumbre de pedir eso.
—¡Luego conocemos sus gustos en lo que a aperitivos se refiere!
—¿Ha bebido usted Suze alguna vez, señor juez? Es una bebida amarga, con poco alcohol. No es uno de esos aperitivos que se sirven cada dos por tres; y he podido observar que los que lo toman son, las más de las veces, gente que no va al bar a beber para animarse un poco con el aperitivo, sino los que van por motivos profesionales, los viajantes de comercio, por ejemplo, que tienen que aceptar muchas rondas.
—¿Deduce usted que el muerto era viajante de comercio?
—No.
—¿Entonces?
—Espere. Lo vieron cinco o seis personas, cuyos testimonios poseemos. Ninguna de ellas nos ha dado una descripción detallada de él. La mayoría habla de un hombrecillo gesticulante. Se me olvidaba un detalle que ha descubierto Moers esta mañana. Moers es un chico concienzudo, señor juez; nunca está satisfecho con su trabajo y sigue erre que erre sin que nadie se lo pida. Bueno, pues Moers acaba de descubrir que el muerto caminaba estilo pato.
—¿Cómo dice?
—¡Estilo pato! Con las puntas de los pies hacia afuera, si lo prefiere usted. —Hizo señas a Madame Maigret de que le llenase la pipa y controló la operación con el rabillo del ojo, recomendándole con gestos que no apretase demasiado el tabaco—. Le hablaba a usted de las descripciones que tenemos de él. Son vagas, y sin embargo dos personas de cada cinco tienen la misma impresión. «No estoy seguro», dice el dueño del Caves du Beaujolais. «Es algo impreciso. Sin embargo, me recuerda algo. Pero ¿el qué?» Y, desde luego, no era actor de cine. Ni siquiera un extra. Un inspector ha recorrido los estudios. Tampoco es político, ni magistrado…
—¡Maigret! —exclamó su mujer.
Encendió la pipa, sin dejar de hablar, interrumpiéndose para exhalar unas bocanadas.
—Ya me dirá usted, señor juez, a qué profesión pueden corresponder esos detalles.
—No me gustan los acertijos.
—Cuando te ves obligado a no salir de casa, sabe usted, tienes tiempo para meditar. Se me olvidaba lo más importante. Hemos investigado, claro está, en distintos ambientes. De las carreras ciclistas y los partidos de fútbol no hemos sacado nada. He mandado interrogar también a todos los que regentan puestos de P.M.U.
—¿Perdón?
—Pari-Mutuel-Urbain. Ya conoce usted esos bares donde se puede apostar a las carreras de caballos sin molestarse en acudir a los hipódromos. Pues, no sé por qué, veía yo al hombre dejarse caer por las agencias de P.M.U. Tampoco hemos sacado nada en limpio. —Maigret hacía gala de una paciencia angelical. Y daba la impresión de que prolongaba por gusto aquella conversación telefónica—. En cambio, en las carreras, Lucas ha tenido más éxito. La cosa ha costado lo suyo. No cabe hablar de reconocimiento formal, debido a las deformaciones del rostro. Tenga en cuenta también que no estamos acostumbrados a ver a la gente muerta, sino viva, y que el hecho de convertirse en cadáver cambia mucho a un hombre. Así y todo, en los hipódromos, algunas personas lo recuerdan. No era un cliente asiduo del pesaje, sino del césped. Según uno de esos que venden soplos, aparecía con frecuencia por ahí…
—Sin embargo, todo eso no le ha bastado a usted para descubrir su identidad.
—No. Pero eso y lo demás, todo lo que le he contado, me permite decirle casi con seguridad que pertenecía al gremio de la gaseosa.
—¿La gaseosa?
—Es el término consagrado, señor juez. Engloba a los camareros, los lavaplatos, los barmans y hasta a los dueños. Es una palabra profesional para designar a todo aquel que se dedica a las bebidas, exceptuando la restauración. Observará usted que todos los camareros se parecen. No digo que se parezcan realmente, pero sí tienen cierto aire de familia. Cien veces tendrá usted la impresión de reconocer a un camarero al que no ha visto nunca.
»La mayoría tienen los pies sensibles, cosa que se explica. Obsérveles los pies. Llevan zapatos finos y flexibles, casi zapatillas. No verá usted nunca a un camarero o a un maître con zapatos deportivos de triple suela. Asimismo, por su profesión, suelen usar camisa blanca. Por otro lado, y no pretendo que sea obligatorio, algunos de ellos caminan estilo pato. Añadiré que, por una razón que se me escapa, los camareros tienen una pronunciada afición a las carreras de caballos, y que muchos, sobre todo los que trabajan por la mañana o por la noche, frecuentan los hipódromos.»
—Total, que deduce usted que nuestro hombre era camarero.
—No. Precisamente no.
—Ahora sí que no entiendo.
—Estaba en el gremio de la gaseosa, pero no era camarero. Lo he meditado durante horas, mientras dormitaba.
Cada palabra hacía sobresaltar al juez, esculpido en puro hielo.
—Cuanto acabo de decirle de los camareros, en efecto, puede aplicarse a los dueños de bares. No me tache de vanidoso, pero en todo momento me ha dado la impresión de que mi muerto no era un empleado, sino más bien alguien que estaba establecido por su cuenta. Por eso esta mañana, a las once, he llamado a Moers. La camisa está todavía en Identidad Judicial. No recordaba el estado en que se hallaba. La ha vuelto a examinar. Le diré que nos ha favorecido el azar, porque podía haber sido nueva. Por suerte no lo es. Incluso tenía el cuello bastante gastado.
—Será que a los dueños de bares se les gasta más el cuello de la camisa.
—No, señor juez, no más que al resto de los mortales. Pero no las gastan por los puños. Hablo de los dueños de barecillos populares y no de los bares americanos de la zona de la Opera o de los Campos Elíseos. Un dueño de bar, que tiene que meter continuamente las manos en el agua o en el hielo, lleva siempre la camisa arremangada. Pues bien, según me ha confirmado Moers, la camisa, gastada en el cuello, tanto que se ve la trama, no tiene ni rastro de roce en los puños.
A Madame Maigret empezaba a desconcertarle que su marido hablara ahora con un tono de profunda convicción.
—Añada usted a eso la brandada…
—¿Es también una afición especial de los dueños de barecillos?
—No, señor juez. Pero París está lleno de barecillos donde sirven comidas a los clientes. Sin mantel, ya sabe, directamente en la mesa. Suele cocinar la misma dueña. Sólo puede tomarse el plato del día. En esos bares, hay horas muertas, y el dueño está libre una buena parte de la tarde. Por eso, desde esta misma mañana, dos inspectores están batiendo todos los barrios de París, empezando por el del Ayuntamiento y la Bastilla. Recuerde usted que nuestro hombre se movió siempre por esos parajes. Los parisienses están tremendamente apegados a su barrio, como si sólo en él se sintiesen seguros.
—¿Espera usted solucionar el caso inmediatamente?
—Espero solucionarlo tarde o temprano. Veamos si se lo he dicho todo. ¡Ah!, no, me falta hablarle de la mancha de barniz.
—¿Qué mancha de barniz?
—La de los fondillos del pantalón. La ha descubierto también Moers; y eso que apenas se distingue. Moers afirma que es barniz fresco. Ha añadido que ese barniz se extendió por un mueble hará no más de tres o cuatro días. He mandado hombres a las estaciones de tren, empezando por la Gare de Lyon.
—¿Por qué la Gare de Lyon?
—Porque es como la prolongación del barrio de la Bastilla.
—¿Y por qué una estación?
Maigret suspiró. ¡Santo cielo! ¡Qué largo era de explicar! ¡Y hasta qué punto puede carecer un juez de instrucción del más elemental sentido de la realidad! ¿Cómo personas que jamás han puesto los pies en un bar, ni en un P.M.U., ni en el césped de los hipódromos, cómo personas que ignoran lo que significa la palabra «gaseosa» pueden pretender ser capaces de descifrar el alma de los criminales?
—Imagino que tendrá usted mi informe delante de los ojos.
—Lo he leído varias veces.
—Cuando recibí la primera llamada telefónica, el miércoles a las once de la mañana, hacía ya tiempo que el hombre tenía a alguien pisándole los talones. Desde la víspera por lo menos. No se le ocurrió de inmediato avisar a la policía. Esperaba salir del apuro por sus propios medios. Y eso que tenía ya miedo, pues sabía que querían matarlo. Tenía, por lo tanto, que evitar los lugares desiertos. La multitud era su agarradero. No se atrevía tampoco a volver a su casa, porque lo habrían seguido y hubieran acabado con él. Incluso en París, existen pocos lugares abiertos toda la noche. Aparte de los cabarés de Montmartre, están las estaciones de tren, siempre iluminadas, donde hay salas de espera que nunca están vacías. Pues bien, en la Gare de Lyon, los bancos de una sala de espera, la de los viajeros de tercera clase, se barnizaron el lunes. Moers asegura que el barniz es idéntico al del pantalón.
—¿Han interrogado a los empleados?
—Sí, y continúan haciéndolo, señor juez.
—Total que, a pesar de todo, ha descubierto usted alguna cosilla.
—A pesar de todo. También sé en qué momento mudó nuestro hombre de parecer.
—Mudar de parecer, ¿en qué?
Madame Maigret sirvió a su marido una taza de infusión y le hizo señas de que se la tomase caliente.
—Primero, como acabo de decirle, trató de salir del apuro por sus propios medios. Luego, el miércoles por la mañana, se le ocurrió recurrir a mí. Siguió insistiendo hasta más o menos las cuatro de la tarde. ¿Qué ocurrió entonces? Lo ignoro. Quizá, tras lanzarnos su último S.O.S. desde la oficina de correos del Faubourg-Saint-Denis, imaginó que no serviría de nada. El caso es que una hora más tarde, a eso de las cinco, entró en una cervecería de la Rue Saint-Antoine.
—Entonces, ¿se ha presentado ya un testigo?
—No, señor juez. Janvier ha localizado la cervecería después de enseñar la fotografía en todos los bares e interrogar a todos los camareros. Total, que nuestro hombre se tomó un Suze (y ese detalle indica que no hay posibilidad de error respecto a la persona) y pidió un sobre. No papel de carta, sino solamente un sobre. Luego, metiéndoselo en el bolsillo, se abalanzó hacia la cabina telefónica tras coger una ficha en la caja. Le dieron la comunicación. La cajera oyó la señal.
—¿Y no recibió usted esa llamada?
—No —confesó Maigret con una especie de rabia—. No era para nosotros. Llamaba a otra parte, ¿entiende usted? En cuanto al coche amarillo…
—¿Ha tenido usted noticias?
—Vagas, pero que encajan. ¿Conoce usted el Quai Henri-IV?
—¿Por la zona de la Bastilla?
—Exactamente. Ya ve que todo transcurre por el mismo sector, tanto es así que tiene uno la impresión de estar dando vueltas y más vueltas. El Quai Henri-IV es uno de los más tranquilos, de los menos concurridos de París. No se ve ni una tienda, ni un bar, sólo viviendas. Fue un joven repartidor de telegramas quien vio el coche amarillo, el miércoles por la noche, a las ocho y diez exactamente. Se fijó en él porque estaba averiado frente al número sesenta y tres, donde tenía precisamente que entregar un telegrama. Había dos hombres inclinados sobre el capó abierto.
—¿Pudo describírselos?
—No. Estaba oscuro.
—¿Apuntó la matrícula?
—Tampoco. Es poco frecuente, señor juez, que a la gente se le ocurra tomar la matrícula de los coches con los que se tropieza. Lo importante es que el coche estaba encarado hacia el Pont d’Austerlitz. Y también que eran las ocho y diez, y sabemos por la autopsia que el crimen se cometió entre las ocho y las diez de la noche.
—¿Cree usted que su estado de salud le permitirá salir pronto?
El juez se había aplacado, pero no quería ceder.
—No lo sé.
—¿Hacia dónde orienta usted ahora la investigación?
—Hacia ningún sitio. Espero. No hay otra cosa que hacer, ¿no es así? Estamos en un punto muerto. Hemos hecho, o mejor dicho, mis hombres han hecho cuanto han podido. Sólo queda esperar.
—¿Esperar el qué?
—Cualquier cosa. Lo que se presente. Tal vez un testimonio, o un hecho nuevo.
—¿Cree usted que se producirá?
—Cabe esperarlo.
—Muchas gracias. Daré cuenta de nuestra conversación al juez decano.
—Preséntele usted mis respetos.
—Que se mejore, señor comisario.
—Muchas gracias, señor juez.
Cuando colgó, estaba muy serio. Observaba con el rabillo del ojo a Madame Maigret, que había reanudado su labor y a quien notaba presa de una sorda inquietud.
—¿No crees que te has pasado de la raya?
—¿En qué? —replicó Maigret.
—Confiesa que te has mofado.
—Ni mucho menos.
—No has parado de tomarle el pelo.
—¿Tú crees?
Parecía sinceramente sorprendido. Porque, en el fondo, había hablado muy en serio. Todo cuanto había dicho era cierto, incluidas las dudas que había expresado sobre su propia enfermedad. Solía sucederle así, de repente: cuando una investigación no progresaba a su gusto, se veía obligado a guardar cama o a no salir de su habitación. Entonces, su mujer lo mimaba, caminaba de puntillas. Y él escapaba al trajín y al bullicio de la Policía Judicial, a las preguntas de unos y otros, a las cien tensiones diarias. Sus colaboradores acudían a verle o le telefoneaban. Todo el mundo se mostraba paciente con él. Preguntaban por su salud. Y, a cambio de algunas infusiones, que se tomaba haciendo una mueca, le sacaba unos cuantos grogs a la solícita Madame Maigret.
Era cierto que tenía algunos puntos en común con su muerto. En el fondo —de pronto se paró a pensarlo—, lo que al comisario le aterraba, más que las mudanzas, era el hecho de cambiar de horizonte. La idea de no volver a ver las palabras «Lhoste et Pépin» al despertarse, de no volver a recorrer el mismo trayecto, cada mañana, casi siempre a pie… Ambos, el muerto y él, eran gente afecta a su barrio. Y la idea le gustaba. Vació la pipa y llenó otra.
—¿De veras crees que era dueño de un bar?
—Puede que haya exagerado un poquito afirmándolo, pero, ya que lo he dicho, espero que sea así. La cosa encaja, ¿sabes?
—¿Qué es lo que encaja?
—Todo lo que le he contado. Al principio no pensaba mostrarme tan prolijo. A ratos he improvisado. Pero al notar que todo ligaba, he seguido.
—¿Y si hubiera sido zapatero, o sastre?
—Me lo habría dicho el doctor Paul. O Moers.
—¿Cómo habrían podido saberlo?
—El doctor Paul lo habría descubierto estudiando las manos, las callosidades, las deformaciones; Moers, analizando las partículas que había en la ropa.
—¿Y si era cualquier otra cosa, y no el dueño de un bar?
—¡Pues mala suerte! Pásame mi libro.
Cuando estaba enfermo, sumergirse en la lectura de una novela de Alejandro Dumas padre era otra de sus costumbres. Poseía sus obras completas en una antigua edición popular de páginas amarillentas, con grabados románticos, y sólo el olor que emanaba de aquellos libros le traía a la memoria todas las pequeñas enfermedades de su vida.
Se oía zumbar la estufa y el tintineo de las agujas. Al alzar los ojos, veía el vaivén del péndulo de cobre del reloj en su caja de roble oscuro.
—Te toca otra aspirina.
—Bueno.
—¿Por qué crees que acudió a otra persona?
¡La buena de Madame Maigret! Quería ayudar. Por lo común, no se permitía hacer preguntas sobre sus actividades profesionales —apenas sobre la hora probable de sus horas de llegada y sus comidas—, pero, cuando estaba enfermo y lo veía trabajar, no podía evitar sentir cierta inquietud. En el fondo, muy en el fondo de sí misma, debía de pensar que su marido no era serio. Creía sin duda que en la Policía Judicial se mostraba distinto, que actuaba y hablaba como un auténtico comisario. Aquella conversación con el juez Coméliau —¡sobre todo con él!— la tenía inquieta, y se advertía que no cesaba de darle vueltas en la cabeza, al tiempo que contaba los puntos en un susurro.
—Escucha, Maigret…
El comisario alzó una frente ceñuda, pues estaba absorto en el libro.
—Hay una cosa que no entiendo. Has dicho, hablando de la Gare de Lyon, que no se atrevió a volver a su casa, porque le habría seguido el hombre.
—Sí, probablemente he dicho eso.
—Ayer me dijiste que seguramente se había cambiado de chaqueta.
—Sí. ¿Y qué?
—Y acabas de hablarle al juez de la brandada, como si hubiera comido en su propio restaurante. Por lo tanto, regresó a él. Por lo tanto, ya no le daba miedo que le siguiesen hasta su casa.
¿Lo había pensado realmente Maigret? ¿O, por el contrario, improvisó la respuesta?
—Todo encaja muy bien.
—¡Ah!
—Lo de la estación fue el martes por la noche. Todavía no había recurrido a mí. Esperaba burlar al que le seguía.
—¿Y al día siguiente? ¿Tú crees que ya no le seguían?
—Puede que sí lo creyera. Hasta es probable. Pero también he dicho que, hacia las cinco, cambió de opinión. No olvides que hizo una llamada y que pidió un sobre.
—Claro… —Sin quedarse convencida, creyó oportuno suspirar—. Seguramente tienes razón.
Silencio. De vez en cuando se oía volver una página y, en el regazo de Madame Maigret, crecía una pizca el calcetín.
Ésta abrió la boca y la cerró.
—Dime —inquirió Maigret sin alzar la cabeza.
—No es nada, seguro que no quiere decir nada… Sólo pensaba que se equivocó, puesto que de todas formas lo mataron.
—¿En qué se equivocó?
—En regresar a su casa. Perdóname. Lee.
Pero Maigret no leía, en cualquier caso no con atención, pues alzó el primero la cabeza.
—Te olvidas de la avería. —Le pareció que se le brindaba una nueva salida a su pensamiento, que se producía una brecha, a través de la cual iba a entrever la verdad—. Lo que haría falta saber es cuánto tiempo exactamente se quedó allí el coche averiado.
No hablaba ya con ella, sino para sí. Su mujer lo sabía y se guardó muy mucho de volver a interrumpirle.
—Una avería es un acontecimiento imprevisible. Es un accidente, algo que, por definición, altera los planes establecidos. Luego los acontecimientos fueron distintos de como debían haber sido. —Miró a su mujer de manera extraña. En definitiva, ella acababa de ponerle en el buen camino—. Supón que muriera por culpa de la avería.
De pronto, cerró el libro, se lo puso en las rodillas, alargó la mano hacia el teléfono y marcó el número de la Policía Judicial.
—Ponme con Lucas, muchacho. Si no está en su despacho, lo encontrarás en el mío… ¿Eres tú, Lucas?… ¿Cómo?… ¿Alguna novedad? Un momento. —Quería hablar el primero, por temor a que le dijesen lo que precisamente acababa de descubrir—. Manda a un hombre (a Eriau o a Dubonnet, si los tienes a mano) para que interrogue a todas las porteras y a todos los inquilinos. No sólo los del sesenta y tres y los de al lado, sino todos los de las casas de alrededor. El Quai Henri-IV no es tan largo. Seguro que alguien más se fijó en el coche amarillo. Me gustaría saber también exactamente a qué hora tuvo la avería y a qué hora salió de allí. ¡Espera! Eso no es todo. A lo mejor necesitaron una pieza de recambio. Habrá talleres por los alrededores. Que se acerque también. Es todo por el momento… Bien, ahora cuéntame tú.
—Espere, jefe, que paso a otro despacho.
Eso quería decir que Lucas no estaba solo y no quería hablar delante de la persona que estaba allí.
—Bueno, es que prefiero que no me oigan. Es sobre el asunto del coche. Se ha presentado una anciana hace media hora, y la he recibido en su despacho. Lo malo es que parece un poco loca…
Era inevitable. Una investigación, por poca publicidad que se le dé, acaba atrayendo a todos los locos y locas de París.
—Vive en el Quai de Charenton, un poco más allá de los almacenes de Bercy.
Eso le recordó a Maigret una investigación que había llevado años atrás en una extraña casita ubicada por los alrededores. Le vino a la memoria el Quai de Quercy, con las verjas del almacén a la izquierda, los grandes árboles y el pretil del Sena a la derecha. Más allá, tras un puente cuyo nombre había olvidado, se ensanchaba el muelle, bordeado de casitas de una o dos plantas que recordaban más las afueras que la ciudad. Siempre se concentraba un gran número de gabarras en aquel lugar, y el comisario recordaba el muelle cubierto de barricas hasta perderse la vista.
—¿Y qué hace la anciana?
—Pues ahí está. Es cartomántica y vidente.
—¡Hum!
—Sí, eso he pensado yo. Tiene una labia increíble y te mira a los ojos de una manera que molesta. Primero, me ha jurado que no leía los periódicos y ha intentado convencerme de que no lo necesitaba porque no tenía más que ponerse en trance para enterarse de los acontecimientos.
—La habrás hecho hablar, ¿no?
—Sí. Y al final ha admitido que les echa una ojeada cuando las clientas se dejan un periódico en su casa.
—¿Y bien?
—Pues que ha leído la descripción del coche amarillo. Y asegura que el miércoles por la noche lo vio a menos de cien metros de su casa.
—¿A qué hora?
—A eso de las nueve de la noche.
—¿Se fijó también en los ocupantes?
—Vio entrar a dos hombres en una casa.
—¿Puede decirte la casa?
—Es una taberna situada en la esquina del muelle y una calle. Se llama Au Petit Albert.
Maigret apretó con fuerza la boquilla entre los dientes y evitó mirar a Madame Maigret para que no viera la llamita que le bailaba en los ojos.
—¿Eso es todo?
—Poco más me ha dicho que interese. Eso sí, se ha pasado media hora hablando y a una rapidez increíble. A lo mejor quiere usted hablar con ella.
—¡Desde luego!
—¿Se la llevo?
—Un momento. ¿Cuánto tiempo se quedó el coche delante del Au Petit Albert?
—Una media hora.
—¿Arrancó hacia la ciudad?
—No. Enfiló el muelle hacia Charenton.
—¿Trasladaron algún bulto de la casa al coche? ¿Entiendes lo que quiero decir?
—No. Según la vieja, los hombres no llevaban nada. Eso es lo que me trae de cabeza. Y luego está la hora. Además, me pregunto qué habrían hecho los tipos con el fiambre desde las nueve de la noche hasta la una de la mañana. A darse un garbeo por el campo no habrán ido. ¿Le llevo a la pájara?
—Sí. Ven en taxi y dile al taxista que espere. Tráete también a un inspector y que aguarde abajo con la vieja.
—¿Va usted a salir?
—Sí.
—¿Y su bronquitis?
Lucas, por lo menos, era amable. Además, decía bronquitis y no catarro, lo que quedaba más serio.
—No te preocupes.
Madame Maigret empezó a revolverse en la silla y a abrir la boca.
—Dile al inspector que se ande con ojo y no la deje escapar. Hay gente a la que de repente le da por cambiar de opinión.
—No creo que sea su caso. Quiere salir fotografiada en los periódicos y que hablen de ella. Me ha preguntado dónde estaban los fotógrafos.
—Pues que la fotografíen antes de salir, si le hace ilusión.
Colgó, miró con suave ironía a Madame Maigret, y echó una ojeada a su libro de Alejandro Dumas, que probablemente no acabaría y habría de esperar una nueva enfermedad. Echó otra ojeada, esta vez de desdén, a la taza de infusión.
—¡Al tajo! —dijo levantándose y dirigiéndose a la alacena, donde cogió la botella de calvados y una copita de canto dorado.
—¡De mucho habrá servido atiborrarte de aspirinas para sudar!