¿En qué momento el marido de Nine pasó a ser «el muerto de Maigret», como habían de llamarle en la Policía Judicial? Quizá desde su primer encuentro, por decirlo así, aquella noche, en la Place de la Concorde. Como quiera que fuese, al inspector Lequeux le chocó la actitud del comisario. Resultaba difícil precisar en qué no era ésta del todo normal. Los policías están habituados a las muertes violentas, a los cadáveres más inesperados, y los manipulan con indiferencia profesional, cuando no bromean con ellos como los médicos en las salas de guardia. Maigret, por lo demás, no parecía demasiado emocionado en el sentido estricto de la palabra.
Pero ¿por qué no empezaba, por ejemplo, por inclinarse con toda naturalidad sobre el cuerpo? Se limitó a arrancar unas bocanadas de la pipa y permaneció de pie en medio del grupo de agentes uniformados, conversando con Lequeux, mirando vagamente a una joven con vestido de lamé y abrigo de visón que acababa de apearse de un coche acompañada por dos hombres y que esperaba, con la mano crispada en el brazo de uno de ellos, como si tuviera aún que ocurrir algo.
Sólo al cabo de cierto tiempo Maigret se acercó lentamente a la forma tumbada en el suelo, a la mancha beis del impermeable, y se inclinó, siempre lentamente, como si se hallara ante un pariente o un amigo, diría más tarde el inspector Lequeux. Y cuando se incorporó, tenía fruncido el ceño, se le advertía furioso, e inquirió, con un tono que parecía hacer responsables de ello a los que se hallaban allí presentes:
—¿Quién ha hecho esto?
¿A puñetazos, a taconazos? Era difícil decirlo. En cualquier caso, antes o después de matar al hombre de un navajazo, habían tenido que golpearle con bastante violencia, en varias ocasiones, para que su rostro apareciese tumefacto, con un labio partido y media cara deformada.
—Espero el furgón —anunció Lequeux.
De no ser por las magulladuras, el hombre debía de tener un rostro común y corriente, más bien joven, más bien alegre sin duda. Incluso muerto, aparecía en su expresión algo cándido.
A la mujer del visón parecía afectarle sobre todo la visión de aquel pie cubierto tan sólo con un calcetín malva. Resultaba ridículo aquel pie descalzo, en la acera, junto al otro pie calzado con un zapato de cabritilla negro. Producía una impresión de desnudez, de intimidad, no de muerte. Maigret se alejó y fue a recoger, a seis o siete metros de allá, el segundo zapato caído en la acera.
Luego no dijo una palabra más. Esperó fumando. Otros curiosos se sumaron al grupo cuchicheando. El furgón mortuorio se detuvo al pie de la acera y dos hombres alzaron el cadáver. Debajo, en el suelo, no había el menor rastro de sangre.
—Me manda usted su informe, Lequeux.
¿No fue entonces cuando Maigret «se apropió» del cadáver, subiendo delante del furgón y dejando a los demás plantados? Así actuó toda la noche y así siguió actuando a la mañana siguiente. Como si el cadáver le perteneciese, como si aquel muerto fuese su muerto.
Había dado órdenes de que Moers, uno de los expertos de Identidad Judicial, le esperase en el Instituto de Medicina Legal. Moers era joven, flaco y alto; nunca sonreía y sus tímidos ojos quedaban desdibujados por unas gruesas lentes.
—A trabajar, jovencito.
Había avisado también al doctor Paul, quien llegaría de un momento a otro. Con ellos sólo estaba un vigilante y, en sus cajones helados, los muertos no identificados y recogidos en París durante los últimos días. La luz era intensa, las palabras escasas, los gestos precisos. Parecían concienzudos obreros inclinados para realizar un delicado trabajo nocturno.
En los bolsillos no encontraron casi nada. Un paquete de picadura y papel de fumar, una caja de fósforos, una navaja bastante corriente, una llave de modelo antiguo, un lápiz y un pañuelo sin iniciales. Un poco de calderilla, en el bolsillo del pantalón, pero ni documentación ni cartera.
Moers cogía las prendas una a una, con precaución, y metía cada una en una bolsa de papel encerado que cerraba acto seguido. Lo mismo hizo con la camisa, los zapatos y los calcetines. Todos ellos eran de mediana calidad. La chaqueta ostentaba la etiqueta de una tienda de confección del Boulevard Sébastopol, y el pantalón, más nuevo, no era del mismo color.
El muerto estaba desnudo cuando llegó el doctor Paul, con la barba cuidada, la mirada despejada, aunque le habían despertado en plena noche.
—Bueno, amigo Maigret, ¿qué cuenta este pobre chico?
Porque, en definitiva, ahora se trataba de hacer hablar al muerto. Era pura rutina. Normalmente, Maigret se hubiera ido a la cama y por la mañana habría recibido los distintos informes en su despacho. Pero quería asistir a todo, con la pipa entre los dientes, las manos en los bolsillos, la mirada vaga y adormecida.
El forense, antes de proceder a la autopsia, hubo de esperar a los fotógrafos, que se habían retrasado, y Moers aprovechó el respiro para cortar con esmero las uñas del cadáver, tanto las de las manos como las de los pies, y guardaba cuidadosamente los menores residuos en unas bolsitas en las que trazaba signos cabalísticos.
—No va a ser fácil alegrarle la cara —observó el fotógrafo tras examinar el rostro del cadáver.
Trabajo de rutina, una vez más. Primero las fotos del cuerpo y de la herida. Luego, para ser difundida en los periódicos con vistas a la identificación, una fotografía del rostro, lo más expresiva posible. De ahí que el técnico se dedicase a maquillar el rostro, que aparecía ahora, bajo la luz descarnada, más lívido que nunca, pero con los pómulos sonrosados y una boquita pintada de buscona.
—Es suyo, doctor.
—¿Se queda usted, Maigret?
Se quedó hasta el final. Eran las seis y media de la mañana cuando el doctor Paul y él se fueron a tomar un carajillo a un cafetín cuyas contraventanas acababan de abrirse.
—Supongo que no le apetecerá esperar a que redacte el informe. ¿Es un caso importante?
—No lo sé.
En el café, unos obreros con los ojos aún velados de sueños desayunaban croissants, y la niebla matutina prendía perlas de humedad en los abrigos. Hacía fresco. En la calle, los transeúntes caminaban precedidos por una leve nube de vapor. En las distintas plantas de las casas, las ventanas iban iluminándose unas tras otras.
—Para empezar, le diré que es un hombre de condición modesta. Probablemente tuvo una infancia pobre y bastante precaria, si atendemos a la formación de huesos y dientes. Por las manos no podemos saber a qué se dedicaba; son fuertes, pero relativamente cuidadas. El hombre no debía de ser obrero. Oficinista tampoco, ya que en sus dedos no se ve la menor deformación que indique que ha escrito mucho, ni a mano ni a máquina. En cambio, tiene los pies sensibles y maltratados de quien nunca está sentado.
A Maigret le habían puesto ya al corriente, por teléfono, del testimonio de los noctámbulos y de la presencia del Citroën amarillo en la Place de la Concorde poco después de la una de la mañana.
—Pasemos al punto importante: la hora del crimen. Sin temor a equivocarme, puedo fijarla entre las ocho y las diez de la noche.
Maigret no tomaba notas. Lo memorizaba todo.
—Dígame, doctor, ¿no observa nada anormal?
—¿Qué quiere usted decir?
El doctor Paul, cuya barba era casi legendaria, llevaba treinta años trabajando de forense, y los casos de crímenes le resultaban más familiares que a la mayoría de los policías.
—El crimen no se ha cometido en la Place de la Concorde —dijo Maigret.
—Eso es evidente.
—Probablemente se ha perpetrado en un lugar solitario.
—Probablemente —asintió el doctor Paul.
—Por lo común, cuando alguien se arriesga a trasladar un cadáver, sobre todo en una ciudad como París, es para ocultarlo, para intentar hacerlo desaparecer o para retrasar su descubrimiento.
—Está usted en lo cierto, Maigret. No había caído en ello.
—En esta ocasión, por el contrario, unos tipos se han arriesgado a que los pesquen, o, en cualquier caso, nos han dado una pista dejando un cadáver en pleno corazón de París, en un lugar multitudinario, donde era imposible que permaneciese diez minutos, aun en plena noche, sin ser descubierto.
—Dicho de otro modo, los asesinos querían que fuese descubierto. Eso es lo que piensa, ¿no?
—No del todo. Tanto da.
—Sin embargo, han tomado precauciones para que no se le reconociese fácilmente —afirmó el doctor Paul—. Los golpes que tiene en el rostro no le fueron asestados con los puños, sino con un instrumento pesado cuya forma, por desgracia, no me veo capaz de determinar.
—¿Antes de morir?
—Después, unos minutos después.
—¿Está usted seguro de que sólo fue unos minutos después?
—Menos de media hora, diría yo. Maigret, hay otro detalle que probablemente no reseñaré en el informe, porque no estoy seguro y no quiero que me contradigan los abogados llegado el momento del juicio. He examinado atentamente la herida, ya lo ha visto usted. En mi vida profesional me he visto obligado a estudiar unos cuantos centenares de navajazos. Pues bien, juraría que éste no ha sido asestado por sorpresa. Imagine a dos hombres de pie, discutiendo. Están el uno frente al otro, y uno de ellos asesta el navajazo. Le sería imposible provocar una herida como la que he examinado. Y tampoco ha sido un navajazo en la espalda.
»En cambio, suponga que alguien está sentado, o incluso de pie, pero distraído haciendo otra cosa. Se le acercan lentamente por detrás, le agarran del cuello y le hunden la navaja con precisión, con fuerza. Mire, para ser más exactos, es como si hubiesen atado a la víctima, o la hubiesen mantenido inmóvil, y alguien entonces la hubiese literalmente “operado”. ¿Me entiende usted?».
—Le entiendo.
Maigret sabía muy bien que al marido de Nine no podían haberle atacado por sorpresa, pues llevaba veinticuatro horas huyendo de sus asesinos. Lo que para el doctor Paul no era, en cierto modo, sino un problema teórico cobraba, a los ojos de Maigret, una dimensión más cálidamente humana. Él había tenido ocasión de oír la voz del hombre. Casi lo había visto. Había seguido paso a paso, de bar en bar, su aterrorizado periplo a través de ciertos barrios de París, siempre los mismos, por el sector Châtelet-Bastilla.
Los dos hombres caminaban por los muelles, Maigret fumando su pipa, y el doctor Paul encendiendo un cigarrillo tras otro; nunca dejaba de fumar durante las autopsias y sostenía que el tabaco era el mejor antiséptico. Apuntaba el alba. Unos convoyes de barcos comenzaban a descender por el Sena. Vieron a unos vagabundos, entumecidos por el frío nocturno, subir encogidos las escaleras de los muelles, donde habían dormido cobijados por un puente.
—El hombre fue asesinado poco después de ingerir la última comida, quizás inmediatamente después.
—¿Sabe usted qué comió?
—Sopa de guisantes, brandada de bacalao y una manzana. Bebió vino blanco. He encontrado también en el estómago restos de licor.
Pasaban precisamente delante del Caves du Beaujolais, cuyo dueño acababa de quitar las tablas de cierre. El local estaba oscuro y de él salía un olor a vinaza.
—¿Vuelve usted a su casa? —preguntó el médico, que se disponía a coger un taxi.
—Subo a Identidad Judicial.
* * *
El caserón del Quai des Orfèvres estaba casi vacío. Los barrenderos pululaban por los numerosos pasillos y escaleras, aún impregnados de la humedad del invierno.
Maigret se encontró en su despacho a Lucas, que acababa de dormirse en el sillón del comisario.
—¿Nada nuevo?
—Los periódicos tienen la fotografía; sólo algunos la publicarán en la edición de la mañana, porque el resto de los periódicos la han recibido tarde.
—¿El coche?
—Ya llevo tres Citroën amarillos, pero ninguno encaja.
—¿Has telefoneado a Janvier?
—Vendrá a relevarme a las ocho.
—Si preguntan por mí, estoy arriba. Dile a la telefonista que me pase todas las llamadas.
No tenía sueño, pero se sentía pesado; sus movimientos eran más lentos que de costumbre. Subió por una escalera angosta, prohibida al público, que llevaba a los pisos altos del Palacio de Justicia. Entreabrió una puerta de cristales esmerilados, divisó a Moers inclinado sobre unos aparatos, siguió su camino y penetró en el departamento de los ficheros.
Antes de que abriese la boca, el experto en huellas digitales sacudió negativamente la cabeza:
—Nada, señor comisario.
Dicho de otro modo, el marido de Nine nunca había tenido que vérselas con la justicia francesa.
Maigret abandonó los ficheros, regresó adonde Moers, se quitó el abrigo y, tras un instante de vacilación, la corbata, que le apretaba.
El cadáver no estaba allí, pero se hallaba tan presente como en el cajón del Instituto de Medicina Legal —el número 17—, donde lo había instalado el guardián.
Se hablaba poco. Todos estaban absortos en su trabajo, sin reparar en que se colaba un rayo de sol por la ventana abuhardillada. En un rincón se erguía un maniquí articulado que Maigret solía utilizar para estos casos.
Moers, que había tenido ya tiempo de golpear las prendas dentro de sus respectivas bolsas de papel, analizaba las partículas desprendidas.
Maigret se dedicaba a su vez a las prendas. Con cuidadosos gestos de escaparatista, empezó a ponerle la camisa y los calzoncillos al maniquí, que tenía más o menos la talla del muerto. Acababa de embutirle la chaqueta cuando entró Janvier, fresco como una rosa, pues había dormido en su cama y no se había levantado hasta el amanecer.
—Al final se lo han cargado, jefe. —Buscó a Moers con los ojos y le hizo un guiño, como diciéndole que el comisario no estaba «comunicativo»—. Acaban de encontrar otro coche amarillo. Lucas, que ha ido a verlo, dice que no es el nuestro. Además, la matrícula acaba en nueve y no en ocho.
Maigret retrocedió para examinar su obra.
—¿No te choca nada? —preguntó.
—Aguarde… No sé… El hombre era un poco más bajo que el maniquí. La chaqueta parece demasiado corta.
—¿Eso es todo?
—El desgarrón producido por el cuchillo no es muy grande.
—¿Nada más?
—No llevaba chaleco.
—Pues a mí me llama la atención que la chaqueta no sea de la misma tela que el pantalón, ni del mismo color.
—A veces pasa, ¿sabe usted?
—Un momento. Examina el pantalón. Está casi nuevo. Forma parte de un traje. La chaqueta forma parte de otro traje, pero que tendrá por lo menos dos años.
—Sí, eso parece.
—Sin embargo, el hombre era bastante presumido, a juzgar por los calcetines, la camisa y la corbata. Telefonea al Caves du Beaujolais y a los demás bares; intenta averiguar si ayer llevaba un pantalón y una chaqueta desparejados.
Janvier se acomodó en un rincón, y su voz comenzó a sonar en la habitación como una música de fondo. Llamaba a los cafés e iba repitiendo hasta el infinito: «Aquí, la Policía Judicial. Soy el inspector que estuvo ayer ahí. ¿Podría decirme si…?».
Por desgracia, el hombre no se había quitado en ningún sitio el impermeable. Quizá lo había entreabierto, pero nadie había reparado en el color de la chaqueta.
—¿Qué haces cuando vuelves a tu casa?
—Beso a mi mujer —contestó con sonrisa socarrona Janvier, que sólo llevaba un año casado.
—¿Y luego?
—Me siento. Ella me trae las zapatillas.
—¿Y luego?
El inspector meditó, se golpeó de pronto la frente.
—¡Ya está! Me cambio de chaqueta.
—¿Tienes una chaqueta de estar por casa?
—Bueno. Me pongo una chaqueta vieja con la que estoy más cómodo.
Y de pronto, con estas palabras, el desconocido cobró una vida más íntima. Se lo imaginaba uno regresando a su casa y, quizá, como Janvier, besando a su mujer. En cualquier caso, se quitaba la chaqueta nueva para ponerse otra vieja. Cenaba.
—¿Qué día es hoy?
—Jueves.
—Luego ayer era miércoles. ¿Sueles comer en un restaurante? ¿En un restaurante barato, como los que debía de frecuentar nuestro hombre?
Maigret, al tiempo que hablaba, colocó el impermeable beis sobre los hombros del maniquí. La víspera, hacia la misma hora, apenas un poco más tarde, esa gabardina seguía cubriendo a un hombre vivo que penetraba en el Caves du Beaujolais, allí, casi ante sus ojos; no tenían más que mirar por la ventana para ver el cristal, al otro lado del Sena.
Y había telefoneado a Maigret. No preguntó por un comisario o un inspector, ni, como los que consideran su caso importante, por el director de la Policía Judicial. Quería hablar con Maigret. «No me conoce usted», le había confesado, no obstante. Cierto que luego había añadido: «Conoció usted a Nine, mi mujer…».
Janvier se preguntaba adónde quería ir a parar el jefe con aquello de los restaurantes.
—¿Te gusta la brandada de bacalao?
—Me encanta. No la digiero bien, pero la como cada vez que tengo ocasión.
—¡A eso voy! ¿Te suele hacer tu mujer?
—No. Requiere demasiado trabajo. Es un plato que se prepara pocas veces en casa.
—Por lo tanto, cuando hay, lo comes en el restaurante.
—Sí.
—¿Suele haber con frecuencia en el menú?
—No lo sé. Espere… Los viernes, a veces.
—Y ayer era miércoles. Ponme con el doctor Paul.
Al forense, que estaba redactando el informe, no le sorprendió la pregunta de Maigret.
—¿Podría usted decirme si había trufas en la brandada?
—Seguro que no. Hubiera encontrado trozos.
—Muchas gracias… ¡Ya está, Janvier! No había trufas en la brandada. Eso descarta los restaurantes caros, donde sí suelen prepararla con trufas. Bien, ahora vas a bajar al despacho de los inspectores; que te echen una mano Torrence y dos o tres más. La telefonista pondrá el grito en el cielo, porque tendréis las líneas ocupadas durante un buen rato. Llamad a todos los restaurantes, empezando por los que están en los barrios por donde te moviste ayer. Averigua si alguno de ellos tenía brandada en el menú de la cena… Espera. Pregunta primero en los que tengan un nombre meridional, porque en ésos tendrás más probabilidades.
Janvier se fue, nada ufano ni encantado con el trabajo que acababan de encomendarle.
* * *
—¿Tienes un cuchillo, Moers?
Transcurría la mañana y Maigret seguía sin abandonar a su muerto.
—Coloca la punta en el corte del impermeable. Bien. Ahora no te muevas. —Alzó ligeramente la tela para examinar la chaqueta, colocada debajo—. Los cortes de ambas prendas no coinciden… Ahora clávalo de otra manera. Ponte a la izquierda… Ponte a la derecha… Clávalo desde arriba… Clávalo desde abajo…
—Entendido…
Los técnicos y empleados, que empezaban a incorporarse a su trabajo en el inmenso laboratorio, los miraban de reojo intercambiando miradas divertidas.
—Esto sigue sin encajar. Hay cinco centímetros largos entre la raja de la chaqueta y la de la gabardina. Trae una silla. Ayúdame. —Sentaron al maniquí, lo que requería infinitas precauciones—. Bien. Cuando un hombre está sentado, frente a una mesa por ejemplo, a veces se le levanta el abrigo. Mira a ver.
Pero en vano intentaban superponer ambos cortes, que, en buena lógica, hubieran debido coincidir.
—¡Está claro! —concluyó Maigret, como si acabase de resolver una intrincada ecuación.
—¿Quiere usted decir que, cuando lo mataron, no llevaba el impermeable?
—Es casi seguro.
—Sin embargo, tiene una raja que parece de un navajazo.
—Lo rajaron después, para disimular. Pero nadie lleva un impermeable dentro de casa o en un restaurante. Tomándose la molestia de desgarrar la gabardina, han intentado hacernos concluir que el navajazo se asestó en la calle. Si se han tomado esa molestia…
—… es que el crimen se cometió en el interior —concluyó Moers.
—Por idéntico motivo, se han arriesgado a trasladar el cuerpo a la Place de la Concorde, donde no se cometió el asesinato.
Vació la pipa golpeándola contra el tacón; contempló de nuevo el maniquí, que parecía aún más vivo desde que estaba sentado. De espaldas o de perfil, cuando no se veía la cara, que carecía de rasgos y de color, resultaba impresionante.
—¿Has encontrado algo, Moers?
—Hasta ahora, casi nada. Todavía no he acabado. En el hueco de la suela, sin embargo, hay pequeñas cantidades de un barro bastante curioso. Es tierra impregnada de vino, como la que hay en una bodega de campo cuando acaban de abrir un tonel.
—Sigue. Telefonéame a mi despacho.
Cuando entró en el despacho del jefe, éste le espetó a modo de saludo:
—Bueno, Maigret, ¿qué tal «su muerto»? —Era la primera vez que se pronunciaba esa expresión. Seguramente, al director de la Policía Judicial le habían contado ya que el comisario no se había separado de él desde las dos de la mañana—. ¡O sea que, al final, se lo han cargado! Confieso que ayer me inclinaba a pensar que se las veía usted con un bromista o con un chiflado.
—Yo no. Desde la primera llamada le creí.
¿Por qué? Maigret no hubiera podido explicarlo. Desde luego no era porque el hombre hubiera recurrido a él personalmente. Mientras conversaba con el jefe, dejaba vagar la mirada por el muelle de enfrente, bañado por el sol.
—El juez decano ha encargado la instrucción del sumario al juez Coméliau. Esta mañana acudirán al Instituto de Medicina Legal. ¿Irá usted?
—¿Para qué?
—En todo caso, vaya a ver a Coméliau, o telefonéele. Es bastante susceptible.
Maigret lo sabía de sobra.
—¿Cree que puede tratarse de un ajuste de cuentas?
—No lo sé. Tengo que asegurarme, aunque yo diría que no.
La gente del hampa no se molesta, por lo común, en exhibir a sus víctimas en la Place de la Concorde.
—¡En fin! Haga lo que mejor le parezca. No creo que tarde alguien en identificarlo.
—Mucho me extrañaría…
Otra impresión que le hubiera costado explicar. En su mente, encajaban las cosas. Pero no bien intentaba precisarlas, incluso para sí mismo, se tornaban confusas. Y ese dichoso detalle de la Place de la Concorde… No cabía duda de que querían que se descubriese el cadáver, y que se descubriese rápidamente. Hubiera sido más fácil y mucho menos arriesgado, por ejemplo, arrojarlo al Sena.
No era un hombre rico, ni importante, sino un hombrecillo insignificante; si querían que la policía lo encontrase, ¿para qué machacarle la cara después de matarlo y sacar de los bolsillos cuanto pudiera servir para identificarlo? En cambio, no habían descosido la etiqueta de la chaqueta; sabían, claro está, que era ropa de confección de la que se vendía a miles.
—Parece usted preocupado, Maigret.
A lo que el comisario no pudo sino replicar:
—No encaja…
Había demasiados detalles que no casaban. Un detalle, en particular, le torturaba personalmente, por no decir que le humillaba. ¿A qué hora había tenido lugar la última llamada? En definitiva, la última señal de vida que había dado el hombre era la nota que había dejado en la oficina de correos del Faubourg-Saint-Denis. La dejó en pleno día. Desde las once de la mañana, el desconocido no había perdido ocasión de ponerse en contacto con el comisario. En la nota apelaba una vez más a Maigret, y de modo más acuciante que nunca; le pedía incluso que avisase a los agentes para que cualquiera de ellos, en la calle, pudiese acudir a la menor llamada suya.
Sin embargo, lo habían matado entre las ocho y las diez de la noche.
¿Qué había hecho de las cuatro a las ocho? Ni rastro, ni señal de él. El silencio, un silencio que había impresionado a Maigret la víspera, pese a que no lo había dejado traslucir. Aquello le había recordado una catástrofe submarina a la que el mundo entero, en cierto modo, hubiese asistido minuto a minuto a través de la radio. A cierta hora, se oían todavía señales de los hombres encerrados en el sumergible hundido en el fondo del mar. Todo el mundo imaginaba a los barcos de salvamento cruzando por encima. Las señales iban espaciándose. Y de pronto, tras unas horas, el silencio.
El muerto de Maigret, aquel desconocido, no había tenido ninguna razón plausible para callar. No habían podido raptarlo, en pleno día, por las bulliciosas calles de París. No lo habían matado antes de las ocho. Todo hacía suponer que había regresado a su casa, puesto que se había cambiado de chaqueta. Había cenado en su domicilio o en un restaurante. Había cenado en paz, ya que le había dado tiempo a comer sopa, brandada y una manzana. ¡Hasta esa manzana evocaba una idea de tranquilidad!
¿Por qué había enmudecido durante más de dos horas? No había dudado en molestar al comisario en varias ocasiones, en suplicarle que movilizase el aparato policial. Luego, de pronto, transcurridas cuatro horas, parecía como si hubiese mudado de parecer, como si hubiese querido dejar al margen a la policía. Aquello atormentaba a Maigret. Atormentar no era el término exacto, pero era un poco como si el muerto le hubiese sido infiel.
—¿Qué hay de nuevo, Janvier?
En el despacho de los inspectores, atestado de humo, cuatro hombres estaban amarrados con expresión taciturna al teléfono.
—¡De brandada, nada, jefe! —suspiró cómicamente Janvier—. Y eso que ya nos hemos salido del barrio. Voy por el Faubourg Montmartre, y Torrence ha llegado a la Place Clichy.
Maigret telefoneó a su vez desde su despacho, pero fue para llamar a un hotelillo de la Rue Lepic.
—En taxi, sí. Ahora mismo.
Habían colocado sobre su escritorio fotografías del muerto tomadas durante la noche. Estaban también los periódicos de la mañana, unos informes, una nota del juez Coméliau.
—¿Eres tú, Madame Maigret?… Tirando… Todavía no sé si iré a comer… No, no me ha dado tiempo de afeitarme. Intentaré pasar por la peluquería… He comido algo, sí.
Fue a la peluquería, en efecto, tras dejar dicho al ordenanza, el viejo Joseph, que mandase esperar a un visitante que iba a presentarse. No tenía más que cruzar el puente. Entró en la primera peluquería que vio del Boulevard Saint-Michel y dirigió una mirada huraña a los ojos hinchados que le devolvía el espejo.
Sabía que al salir no resistiría la tentación de ir a tomar un vino en el Caves du Beaujolais. Primero porque le gustaba de veras el ambiente de aquellos cafecillos, casi siempre vacíos, donde el dueño conversa campechanamente con uno. También porque le gustaba el beaujolais, sobre todo tal como lo servían allí, en jarritas de gres. Pero había otra cosa. Andaba tras su muerto.
—Me ha producido una extraña impresión leer el periódico esta mañana, señor comisario. Lo vi muy poco tiempo, como sabe usted. Pero, si me paro a pensar, me cayó simpático. Me parece verlo entrar gesticulando. Estaba nervioso, eso sí, pero tenía cara de buena persona. Mire, apostaría a que, en circunstancias normales, era un tipo gracioso. Se reirá usted de mí, pero cuanto más lo pienso, más le veo pinta de cómico. Además, me recuerda a alguien. Llevo horas dándole vueltas.
—¿A alguien que se le parece?
—Sí…, bueno, es más complicado. Me recuerda algo, y no acierto a saber el qué. ¿Aún no lo han identificado?
También eso era curioso, aunque no anormal. Los periódicos habían salido a primera hora de la mañana. Desde luego, el rostro estaba desfigurado, pero no hasta el punto de resultar irreconocible para una persona muy cercana a él, para la esposa o la madre, por ejemplo. Por otro lado, en algún sitio tenía que vivir el hombre, siquiera fuese en un hotel; y no había regresado en toda la noche. En buena lógica, tarde o temprano alguien lo reconocería por la fotografía o denunciaría su desaparición.
Pero Maigret no esperaba que ello ocurriese. Cruzó de nuevo el puente, con un grato sabor, un poco áspero, de beaujolais en la boca. Subió la lóbrega escalera, donde algunos lo miraron con respetuoso temor. Una ojeada a la sala de espera acristalada. Su hombre estaba allí, de pie, fumando un cigarrillo con desenfado.
—Por aquí.
Lo introdujo en su despacho, le señaló una silla, se quitó el sombrero y el abrigo sin dejar de observar de reojo a su visitante. Éste, sentado ante el escritorio de Maigret, tenía ante sus ojos las fotografías del muerto.
—Bueno, ¿qué hay, Fred?
—A su disposición, señor comisario. La verdad, no me esperaba que me llamase usted. No veo nada que…
Era flaco, muy pálido, de elegancia un tanto afeminada. De cuando en cuando, una pequeña convulsión de las aletas nasales dejaba traslucir al drogadicto.
—¿No lo conoces?
—Me lo he imaginado al sentarme, cuando he visto las fotos. ¡Oiga, sí que lo han desgraciado!
—¿No lo has visto nunca?
Se notaba que Fred se tomaba en serio su profesión de soplón. Examinó las fotografías con atención, se acercó incluso a la ventana para verlas a plena luz.
—No. Y sin embargo…
Maigret esperaba llenando la estufa.
—¡Pues no! Juraría que no lo he visto nunca. Aunque me recuerda algo. Es una cosa vaga. Al mundo del hampa, desde luego, no pertenece. Por nuevo que fuera, me lo habría tropezado ya.
—¿Qué te recuerda?
—Eso es lo que estoy tratando de recordar. ¿Sabe a qué se dedicaba?
—No.
—¿Ni el barrio donde vivía?
—Tampoco.
—De provincias no es, eso se nota.
—Estoy convencido.
La víspera, Maigret había observado que el hombre tenía un acento parisiense bastante marcado, acento de pueblo bajo, de los tipos que se encuentra uno en el metro, en las tabernas de la periferia o en las gradas del Vélodrome d’Hiver… De repente, se le ocurrió una idea. Más tarde la analizaría.
—¿Tampoco conoces a una tal Nine?
—Espere… Hay una Nine en Marsella, que regenta una casa en la Rue Saint-Ferréol.
—No es ésa, la conozco. Además, la de Marsella por lo menos tendrá cincuenta años.
Fred miró la fotografía del hombre, que rondaba los treinta, y murmuró:
—¡Eso no quita!, ¿sabe usted?
—Llévate una de esas fotos. Busca. Enséñala por todas partes.
—Cuente conmigo. Creo que de aquí a unos días podré darle información. No sobre esto, sino sobre un pez gordo de la droga. Hasta ahora sólo he averiguado que le llaman Monsieur Jean. No lo he visto nunca; sólo sé que dirige a toda una banda de camellos. Yo les compro mercancía regularmente. Me cuesta cara. Cuando le sobre a usted pasta…
Janvier, por su parte, seguía buscando brandada por los restaurantes.
—Llevaba usted razón, jefe. Todo el mundo me contesta que sólo sirven brandada los viernes. Y, además, no siempre. Por Semana Santa, a veces el miércoles; pero falta mucho aún para Pascua.
—Déjalo y que se encargue Torrence. ¿Hay algo en el Vélodrome d’Hiver esta tarde?
—Espere, que lo miro en el periódico.
Había carreras ciclistas tras moto.
—Llévate una fotografía. Pregunta en las taquillas, y a los que venden naranjas y cacahuetes. Pásate también por las tabernas de los alrededores. Luego puedes mirar por los cafés de la Porte Dauphine.
—¿Cree usted que era aficionado a las carreras y los deportes?
Maigret no lo sabía. Advertía algo, él también, como los demás, como el dueño del Caves du Beaujolais, como Fred el soplón, pero era algo vago, indefinible. No veía a su muerto en una oficina, ni de dependiente. Fred afirmaba que no pertenecía al hampa. Pero sí se movía a sus anchas en las tascas populares. Tenía una mujer llamada Nine. Y Maigret había conocido a esa mujer. ¿Cómo y cuándo? ¿Se habría ufanado de ello el hombre si el comisario la hubiera conocido en el curso de su trabajo policial?
—Dubonnet, ve a «Costumbres» y pide la lista de fulanas fichadas en estos últimos años. Toma nota de las direcciones de todas las Nine que puedas encontrar y ve a verlas. ¿Conforme?
Dubonnet era un joven recién salido de la escuela de policía, un poco envarado, siempre de punta en blanco, exquisitamente cortés con todo el mundo, y puede que Maigret le encomendase semejante misión para reírse un poco de él.
Mandó a otro agente a todos los cafecillos de los alrededores del Châtelet, de la Place des Vosges y de la Bastilla.
Entretanto, el juez Coméliau, que dirigía la instrucción desde su despacho, lo esperaba con impaciencia, y no entendía que Maigret no se hubiese puesto todavía en contacto con él.
—¿Los Citroën amarillos?
—Se encarga Eriau.
Todo aquello era pura rutina. Aunque no sirviese para nada, había que hacerlo. En todas las carreteras de Francia, la policía y la gendarmería paraban a los conductores de Citroën amarillos.
Había que mandar asimismo a alguien a la tienda del Boulevard Sébastopol, donde fue adquirida la chaqueta del muerto, y después a otra tienda del Boulevard Saint-Martin, de donde procedía el impermeable.
Entretanto, cincuenta asuntos diferentes ocupaban a los inspectores, y éstos entraban, salían, telefoneaban y redactaban sus informes. La gente esperaba en los pasillos. Corrían de «Hoteles» a «Costumbres» y de «Costumbres» a Identidad Judicial.
La voz de Moers, al teléfono:
—Oiga, jefe. Un pequeño detalle que seguramente no tiene importancia, pero encuentro tan poca cosa que se lo comunico por si acaso. Había extraído unos cabellos del muerto, como de costumbre. El análisis revela rastros de carmín.
Era casi cómico, y sin embargo nadie se rió. Una mujer había besado al muerto de Maigret en el pelo, una mujer que llevaba carmín.
—Añadiré que es un carmín barato y que la mujer es probablemente morena, porque es un rojo muy oscuro…
¿Fue la víspera cuando una mujer besó al desconocido? ¿Lo hizo en su casa, cuando él acudió a cambiarse de chaqueta? En realidad, si se había cambiado, era porque no calculaba volver a salir. Un hombre que regresa a su casa para salir al cabo de una hora no se molesta en cambiarse de ropa. A no ser que algo le impulse a salir de repente… Pero ¿cabía pensar que, acosado como estaba, aterrorizado hasta el punto de correr por las calles de París gesticulando y telefoneando sin cesar a la policía, hubiese salido de casa una vez anochecido?
Una mujer le había besado en el pelo. O había pegado el rostro a su mejilla. Como quiera que fuese, era un gesto de ternura.
Maigret suspiró mientras llenaba otra pipa y miró la hora. Eran las doce y unos minutos. Más o menos la hora en que, la víspera, el hombre cruzaba la Place des Vosges, donde cantaban las fuentes. El comisario salió por la puertecilla que comunica la Policía Judicial con el Palacio de Justicia. Las togas de los abogados flotaban como pajarracos negros en los pasillos.
—¡Vamos a ver al viejo cascarrabias! —suspiró Maigret, que nunca había podido tragar al juez Coméliau.
Sabía perfectamente que éste le recibiría con una frase seca que constituiría a sus ojos el más mordaz de los reproches: «Le estaba esperando, señor comisario». También era muy capaz de decir: «He estado a punto de tener que esperarle».
A Maigret eso le importaba un rábano. Desde las dos y media de la mañana, a Maigret sólo le importaba su muerto.