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—Perdón, señora… —Tras minutos de pacientes esfuerzos, Maigret lograba por fin interrumpir a su visitante—. Me dice usted ahora que su hija la está envenenando lentamente.

—Es la verdad.

—Hace un rato, ha afirmado con no menos seguridad que era su yerno quien se las ingeniaba para cruzarse con la doncella en los pasillos y echar veneno en su café o en alguna de sus numerosas infusiones.

—Es la verdad.

—Sin embargo… —Maigret consultó o fingió consultar las notas que había tomado en el transcurso de la conversación, iniciada hacía una hora—, me ha dicho usted al principio que su hija y su marido se odian.

—Sigue siendo la verdad, señor comisario.

—¿Y los dos se han puesto de acuerdo para eliminarla?

—¡No, hombre! Ahí está. Intentan envenenarme por separado, ¿me entiende usted?

—¿Y su sobrina Rita?

—Por separado también.

Corría el mes de febrero. El tiempo era suave, soleado; a ratos caía algún que otro chaparrón que humedecía el ambiente. Con todo, en el rato que llevaba allí su visitante, Maigret había atizado tres veces su estufa, la última estufa de la Policía Judicial, que tanto le había costado conservar cuando instalaron la calefacción central en el Quai des Orfèvres.

La mujer debía de estar sudando a mares bajo el abrigo de visón, bajo el vestido de seda negra y el amasijo de joyas que ornaban sus orejas, su cuello y sus muñecas como una gitana. Y, a decir verdad, con los densos afeites que hacía un rato formaban una costra y ahora comenzaban a derretirse, hacía pensar más en una gitana que en una gran señora.

—En resumidas cuentas, que están intentando envenenarla tres personas.

—¡Nada de intentando! Han empezado ya.

—Y pretende usted que cada una de ellas actúa sin que lo sepan las demás.

—No lo pretendo, estoy segura. —Tenía el mismo acento rumano que una célebre actriz de los Boulevards, la misma súbita vivacidad que cada vez hacía estremecerse al comisario—. No estoy loca. Lea usted… Supongo que conoce al doctor Touchard, ¿no? Le llaman siempre como experto en los juicios más sonados.

¡Había pensado en todo, incluso en consultar al psiquiatra más famoso de París y pedirle un certificado atestiguando que tenía toda la razón!

No había nada que hacer, salvo escuchar pacientemente y, para tenerla contenta, garrapatear de cuando en cuando unas palabras en la libreta. La anciana se había hecho anunciar por un ministro que había telefoneado personalmente al director de la Policía Judicial. Su marido, fallecido unas semanas atrás, era consejero de Estado. Vivía en la Rue de Presbourg, en una de esas inmensas casas de piedra cuya fachada da a la Place de l’Etoile.

—Le contaré cómo actúa mi yerno. Lo tengo bien estudiado. ¡Llevo meses espiándole!

—¿O sea, que ya había empezado en vida de su marido?

La mujer le alargó un plano de la primera planta de la casa, que había dibujado con esmero.

—Mi habitación es la que está marcada con una A; la de mi hija y su marido, con una B. Pero Gastón no duerme ya en esa habitación desde hace algún tiempo.

Sonó el teléfono, que por fin iba a darle a Maigret un instante de respiro.

—¿Diga? ¿Con quién hablo?

Por lo común, la telefonista sólo le pasaba las llamadas en casos urgentes.

—Disculpe, señor comisario. Un tipo, que no quiere dar su nombre, insiste muchísimo en hablar con usted. Jura que es cuestión de vida o muerte.

—¿Y quiere hablar conmigo personalmente?

—Sí. ¿Se lo paso?

Maigret oyó una voz angustiada que inquiría:

—¿Oiga?… ¿Es usted?

—Sí, al habla el comisario Maigret.

—Discúlpeme. Mi nombre no le dirá nada. No me conoce usted, pero sí conoció a mi mujer, Nine… ¿Oiga? Tengo que contárselo todo, enseguida, porque puede que ocurra…

Lo primero que pensó Maigret fue: «¡Vaya! Otro loco. ¡Es el día!». Porque tenía observado que los locos suelen aparecer en serie, como si en ello influyesen ciertas fases de la luna. Se prometió consultar más tarde el calendario.

—Primero quise ir a verle. He estado rondando por el Quai des Orfèvres, pero no me he atrevido a entrar en el edificio porque me pisaba los talones. Supongo que no hubiera dudado en disparar.

—¿De quién habla?

—Un momento. No estoy lejos… Enfrente de su despacho. Hace un instante podía ver su ventana. En el Quai des Grands-Augustins… ¿Conoce un cafecillo que se llama Caves du Beaujolais? Acabo de meterme en la cabina… ¿Oiga? ¿Me escucha?

Eran las once y diez de la mañana, y Maigret, maquinalmente, anotó la hora en su libreta, junto con el nombre del café.

—He barajado todas las soluciones posibles. He acudido a un agente en la Place du Châtelet…

—¿Cuándo?

—Hace media hora. Uno de los hombres me pisaba los talones. Era el bajito y moreno. Es que son varios y se van turnando. Pero no estoy seguro de reconocerlos a todos. Lo que sí sé es que el bajito y moreno es uno de ellos.

Un silencio.

—¿Oiga? —gritó Maigret.

El silencio duró unos instantes. Luego volvió a oírse la voz.

—Perdone. He oído entrar a alguien en el café y me ha parecido que era él. He entreabierto la puerta de la cabina para mirar, pero era un repartidor… ¿Oiga?

—¿Qué le ha dicho usted al agente?

—Que me seguían unos tipos desde anoche. No, desde ayer por la tarde, para ser exactos. Que están esperando seguramente una ocasión para matarme. Le he pedido que detenga al que me seguía.

—¿Se ha negado el agente?

—Me ha dicho que le señalase al hombre y, cuando he ido a hacerlo, ya no estaba. Así que no me ha creído. He aprovechado ese momento para bajar al metro. Me he metido en un vagón y he saltado en el momento en que arrancaba. He recorrido todos los pasillos. He salido frente al bazar del Ayuntamiento y he cruzado también las tiendas… —Había debido de caminar rápido, eso si no había corrido, porque jadeaba un poco y resoplaba—. Lo que le pido es que mande inmediatamente a un inspector de paisano al Caves du Beaujolais. Que no hable conmigo. Que disimule. Yo saldré; casi con toda seguridad, el otro saldrá detrás de mí para seguirme. Bastará con que lo detenga. Luego yo iré a verle a usted y le explicaré…

—¿Oiga?

—Digo que…

Silencio. Ruidos confusos.

—¿Oiga? ¿Oiga?

Nadie contestaba ya.

—Le decía… —prosiguió, imperturbable, la anciana de los venenos al ver que Maigret colgaba.

—Dispénseme un momento. —El comisario fue a abrir la puerta que comunicaba con el despacho de los inspectores—. Janvier, ponte el sombrero y corre ahí enfrente, al Quai des Grands-Augustins. Hay un cafecillo que se llama Caves du Beaujolais. Pregunta si el individuo que acaba de telefonear sigue allí. —Volvió a su despacho y descolgó el teléfono—. Póngame con el café Caves du Beaujolais.

Al mismo tiempo, miró por la ventana y, al otro lado del Sena, donde el Quai des Grands-Augustins forma rampa para enlazar con el Pont Saint-Michel, alcanzó a divisar el estrecho cristal de un cafetín de clientela fija, donde había entrado alguna vez a tomarse una copa en la barra. Recordó que antes de entrar se bajaba un escalón, que el local era fresco y que el dueño llevaba un delantal negro de vinatero. Un camión aparcado frente al café le impedía ver la puerta. Pasaba gente por la acera.

—Verá usted, señor comisario…

—¡Por favor, señora, un momento! —exclamó, y llenó minuciosamente la pipa sin despegar la mirada de la ventana.

Aquella vieja, con sus historias de venenos, iba a hacerle perder la mañana, si no el día entero. Traía consigo montones de papeles, planos, certificados e incluso análisis de alimentos que había mandado hacer en su farmacia.

—Nunca me he fiado, ¿entiende usted?

Exhalaba un perfume intenso, empalagoso, que se había difundido por el despacho y había logrado eclipsar el grato olor a pipa.

—¿Oiga? ¿No tiene aún el número que le he pedido?

—Estoy llamando, señor comisario. No paro de llamar. Pero sigue comunicando. Igual se han dejado descolgado el teléfono…

Janvier, sin chaqueta, con su andar desgarbado, cruzó el puente y penetró a los pocos instantes en el café. El camión se decidió a arrancar, pero no se veía el interior del local, que estaba muy oscuro. Transcurrieron unos minutos. Sonó el teléfono.

—Señor comisario, ya tengo su teléfono. Da la señal.

—¿Oiga? ¿Quién está al aparato? ¿Eres tú, Janvier? ¿Estaba descolgado el teléfono?… Bueno, dime.

—Sí que había un tipejo telefoneando.

—¿Lo has visto?

—No. Se ha ido antes de que yo llegara. Parece ser que no dejaba de mirar por el cristal de la cabina y de entreabrir la puerta.

—¿Y?

—Ha entrado un cliente, ha mirado de inmediato hacia la cabina telefónica y ha pedido una copa de aguardiente en la barra. En cuanto el otro lo ha visto, ha soltado el teléfono.

—¿Han salido juntos?

—Sí, el uno detrás del otro.

—Procura que el dueño te dé una descripción lo más detallada posible de los dos tipos… ¿Janvier? De paso ya, vuelve por la Place du Châtelet. Pregunta a los agentes que patrullan por allí. Entérate de si a uno de ellos, hará unos tres cuartos de hora, le abordó el mismo tipo y le pidió que detuviera al hombre que le seguía.

Cuando colgó, la anciana le miraba con expresión aprobadora, como si fuese a ponerle una buena nota.

—Así concibo yo exactamente una investigación —le dijo—. No pierde usted el tiempo. Piensa en todo.

Maigret se sentó suspirando. Había estado a punto de abrir la ventana, pues empezaba a ahogarse en la habitación excesivamente caldeada, pero quería abreviar cuanto antes la visita de la protegida del ministro. Aubain-Vasconcelos, así se llamaba la anciana. El apellido se le quedaría grabado en la memoria durante mucho tiempo, y eso que no volvió a verla más. ¿Murió a los pocos días? Probablemente no. El comisario se habría enterado. Quizá la habían encerrado. Quizá, desanimada por la policía oficial, había recurrido a una agencia de detectives privada. O quizá se había despertado al día siguiente con otra idea fija. El caso es que hubo de pasarse una hora más oyéndola hablar de cuantas personas, en la amplia mansión de la Rue de Presbourg, donde la vida no debía de ser muy grata, le administraban veneno a lo largo del día.

A las doce pudo por fin abrir la ventana y, con la pipa en los labios, entró en el despacho del jefe.

—¿Se la ha quitado de encima amablemente?

—Lo más amablemente posible.

—Parece ser que, en sus tiempos, fue una de las mujeres más guapas de Europa. Conocí vagamente a su marido, el hombre más dulce, más apagado y más muermo que pueda uno imaginar. ¿Se viene usted, Maigret?

El comisario dudó. Las calles empezaban a oler a primavera. En la Brasserie Dauphine habían instalado ya la terraza, y la frase del jefe era una invitación para ir a tomar tranquilamente el aperitivo antes de comer.

—Creo que es mejor que me quede. Esta mañana he recibido una llamada muy rara.

Se disponía a contárselo cuando sonó el teléfono. El jefe lo cogió y le pasó el aparato.

—Es para usted, Maigret.

Y el comisario reconoció de inmediato la voz, que sonaba más angustiada que por la mañana.

—¿Oiga? Nos han interrumpido hace un rato… Ha entrado. Podía oírme a través de la puerta de la cabina. Me ha dado miedo y…

—¿Dónde está usted?

—En el Tabac des Vosges, en la esquina de la Place des Vosges con la Rue des Francs-Bourgeois… He intentado despistarlo. No sé si lo he conseguido. Pero le juro que sé lo que me digo, que intentará matarme. Sería largo de explicar… He pensado que los demás se burlarían de mí, pero que usted, que usted…

—¿Oiga?

—¡Está aquí! ¡Me…! Disculpe…

El jefe miraba a Maigret, que ponía ya su cara de cascarrabias.

—¿Algún problema?

—No lo sé. Es una historia liosa. ¿Me permite? —Descolgó otro teléfono—. Póngame enseguida con el Tabac des Vosges… En el despacho del jefe, sí. —Y agregó dirigiéndose a éste—: Ojalá no se le haya olvidado esta vez colgar el teléfono.

Sonó el timbre, casi de inmediato.

—¿Oiga? ¿El Tabac des Vosges? ¿Hablo con el dueño?… ¿Está aún en su establecimiento el cliente que acaba de telefonear?… ¿Cómo?… Sí, vaya a ver… ¿Diga? ¿Acaba de marcharse? ¿Ha pagado?… Escúcheme, ¿ha entrado otro parroquiano mientras telefoneaba?… ¿No?… ¿En la terraza? Mire a ver si sigue ahí… ¿Se ha marchado también? ¿Sin esperar el aperitivo que había pedido?… Gracias. No… ¿Que quién es? La policía… No, nada grave.

En ese instante decidió no acompañar al jefe a la Brasserie Dauphine. Cuando abrió la puerta del despacho de los inspectores, Janvier ya había regresado y le esperaba.

—Ven a mi despacho. Cuéntame.

—Es un extraño elemento, jefe. Un tipejo con impermeable, sombrero gris, zapatos negros… Entró como una tromba en el Caves du Beaujolais y se abalanzó hacia la cabina gritándole al tabernero: «¡Póngame lo que quiera!». El dueño le vio moverse a través del cristal, gesticulando solo. Luego, en cuanto entró el otro cliente, el primero salió de la cabina como alma que lleva el diablo y se fue pitando sin tomar nada, sin decir nada, rumbo a la Place Saint-Michel.

—¿Y el otro?

—Un tipo bajito también; vaya, no muy alto, recio, muy moreno.

—¿Qué te ha dicho el agente de la Place du Châtelet?

—La historia es cierta. El tipo del impermeable se dirigió a él jadeando, muy nervioso. Le pidió gesticulando que detuviese a una persona que le seguía, pero no pudo señalarle a nadie entre los transeúntes. El agente había pensado reseñarlo por si acaso en su informe.

—Ahora vas a ir a la Place des Vosges, al bar que hace esquina con la Rue des Francs-Bourgeois.

—Conforme.

Un tipejo gesticulante, vestido con un impermeable beis y sombrero gris. Era cuanto se sabía de él. No quedaba otra cosa que hacer que plantarse ante la ventana para ver salir al gentío de las oficinas e invadir los cafés, las terrazas, los restaurantes. París estaba luminoso y alegre. Como siempre a mediados de febrero, se notaban más los efluvios de la primavera que cuando ésta llegaba, y probablemente los periódicos hablarían en breve del famoso castaño del Boulevard Saint-Germain, que florecería dentro de un mes.

Maigret llamó a la Brasserie Dauphine.

—¿Oiga? ¿Joseph?… Soy Maigret. ¿Puedes traerme dos cervezas y unos bocadillos?… Para uno, sí.

Aún no habían llegado los bocadillos cuando sonó el teléfono. Reconoció de inmediato la voz, pues había ordenado a la telefonista que le pasara las llamadas sin perder un segundo.

—¿Oiga? Esta vez creo que le he despistado.

—¿Quién es usted?

—El marido de Nine, pero eso no importa. Son por lo menos cuatro, sin contar la mujer. Por favor, tiene que venir alguien y…

En esta ocasión no había podido decir desde dónde telefoneaba. Maigret llamó a la operadora. La cosa llevó unos minutos. La llamada provenía del Les Quatre Sergents de La Rochelle, un restaurante situado en el Boulevard Beaumarchais, a dos pasos de la Bastilla. Tampoco quedaba muy lejos de la Place des Vosges. Las zigzagueantes idas y venidas del hombrecillo del impermeable se limitaban a un mismo barrio.

—¿Oiga? ¿Eres tú, Janvier? Me imaginaba que estarías ahí. —Maigret lo llamaba a la Place des Vosges—. Corre al Les Quatre Sergents de La Rochelle… Sí. No despidas el taxi.

Transcurrió una hora sin que sonase ninguna llamada, sin que se supiera nada del marido de Nine. Cuando sonó el teléfono, no era éste el que hablaba, sino un camarero.

—¿Oiga? ¿Tengo el gusto de hablar con el comisario Maigret?… ¿Con el comisario Maigret en persona?… Aquí, el camarero del Café du Birague, de la Rue de Birague. Le hablo de parte de un cliente que me ha pedido que le llame.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Puede que un cuarto de hora. Me dijo que le llamara enseguida, pero me ha pillado en el momento de mayor ajetreo.

—¿Un hombrecillo con impermeable?

—Sí… Bueno, yo me temía que fuese una broma. El hombre llevaba mucha prisa, no paraba de mirar a la calle. Espere que haga memoria. Sí, me ha pedido que le diga a usted que estaba intentando atraer al hombre al Canon de la Bastille. ¿Lo conoce? Es la cervecería que está en la esquina del Boulevard Henri-IV. Quiere que mande usted a alguien cuanto antes… Espere, que hay más. Seguro que usted lo entenderá. Ha dicho exactamente: «El hombre ha cambiado. Ahora es el pelirrojo y alto, el peor de ellos».

* * *

Acudió Maigret en persona. Había cogido un taxi que tardó menos de diez minutos en llegar a la Place de la Bastille. El local era amplio y tranquilo, frecuentado sobre todo por asiduos que tomaban el plato del día o embutidos. Buscó con la vista a un hombre con impermeable, y examinó los percheros esperando descubrir un impermeable beis.

—Dígame, camarero…

Había seis camareros, amén de la cajera y el dueño. Preguntó a todos ellos. Nadie había visto al hombre. Entonces se sentó en un rincón, junto a la puerta, pidió una cerveza y, mientras esperaba, se fumó una pipa. Media hora después, a pesar de los bocadillos que se había tomado hacía poco, pidió una choucroute. Observaba a los transeúntes que pasaban por la acera. Cada vez que veía un impermeable, se sobresaltaba, y había muchos, pues era ya el tercer aguacero que caía desde la mañana, claro, límpido, una de esas lluvias cándidas que no impiden que brille el sol.

—¿Oiga? ¿La Policía Judicial?… Aquí, Maigret. ¿Ha vuelto Janvier?… Pásemelo… ¿Eres tú, Janvier? Coge ahora mismo un taxi y reúnete conmigo en el Canon de la Bastille… Como dices, es el día de los cafés. Te espero… No, nada nuevo.

Mala suerte si el tipejo gesticulante era un camelista. Maigret dejó a su inspector montando guardia en el Canon de la Bastille y regresó a su despacho. Era poco probable que el marido de Nine hubiese sido asesinado en tan poco tiempo, pues no parecía aventurarse por lugares apartados; elegía, por el contrario, los barrios animados, las calles concurridas. Con todo, el comisario se puso en contacto con el servicio urgente de la policía, donde podían mantenerle informado, minuto a minuto, de todos los incidentes ocurridos en París.

—Si les avisan de que un hombre vestido con un impermeable ha tenido un accidente, o ha intervenido en una pelea, o lo que sea, llámenme enseguida.

Ordenó también a uno de los coches de la Policía Judicial que se mantuviese a su disposición en el patio del Quai des Orfèvres. Podía resultar ridículo, pero de ese modo quedaba a cubierto de cualquier eventualidad.

Recibió a gente, fumó varias pipas, atizó de cuando en cuando la estufa, conservando la ventana abierta y dirigiendo a ratos una mirada de reproche al teléfono, que permanecía silencioso.

«Conoció usted a mi mujer», había dicho el hombre.

Intentaba maquinalmente recordar a alguna Nine. Había debido de tropezarse con muchas mujeres llamadas Nine. Conoció a una, años atrás, que regentaba un barecillo en Cannes, pero era ya una anciana por aquel entonces y probablemente hubiera ya muerto. Estaba también una sobrina de su mujer que se llamaba Aline y a quien todo el mundo llamaba Nine.

—¿Oiga? ¿El comisario Maigret?

Eran las cuatro; aunque era aún de día, el comisario había encendido ya la lámpara con pantalla verde que estaba sobre su escritorio.

—Aquí, el director de la oficina de correos número veintiocho del Faubourg-Saint-Denis. Disculpe que le moleste. Probablemente es una payasada, pero hace unos minutos se ha acercado un cliente a la ventanilla de los paquetes certificados… ¿Oiga?… Parecía llevar prisa y estaba asustado, según me ha dicho la empleada, Mademoiselle Denfer. No paraba de volverse. Le ha entregado un papel y le ha dicho: «No intente comprender. Telefonee ahora mismo al comisario Maigret». Y luego ha desaparecido entre la gente.

»La empleada ha venido a verme. Tengo aquí delante el papel; está escrito a lápiz, con una letra apenas legible. Seguramente el hombre ha escrito la nota mientras caminaba. Dice así: “No he podido ir al Canon”. ¿Entiende usted lo que quiere decir? Yo no. En fin, no tiene importancia. Luego viene una palabra que no acierto a leer… “Ahora son dos. Ha vuelto el bajito y moreno”. De la palabra “moreno” no estoy seguro… ¿Cómo dice usted?… Ah, bueno, si cree usted que es eso. No acaba ahí, espere. “Estoy seguro de que han decidido liquidarme hoy. Me acerco al Quai. Pero son listos. Avise a los agentes”. Eso es todo. Si quiere usted, le mando a un repartidor de telegramas con la nota… ¿En taxi? Conforme. Siempre que pague usted la carrera, porque yo no puedo permitirme…».

* * *

—¿Oiga? ¿Janvier?… Puedes volver, muchacho.

Media hora más tarde fumaban ambos en el despacho de Maigret, donde se veía un pequeño disco rojo bajo la estufa.

—¿Te ha dado tiempo de comer, al menos?

—Me he tomado una choucroute en el Canon.

Otro que había comido choucroute. Por su parte, Maigret había avisado a las patrullas ciclistas y a la policía municipal. Los parisienses que penetraban en los grandes almacenes, que se atropellaban en las aceras, sepultándose en los cines o en las bocas de metro, no reparaban en nada, y sin embargo cientos de ojos los escrutaban, deteniéndose en todos los impermeables beis y en todos los sombreros grises.

Cayó otro chaparrón a eso de las cinco, en el momento de máxima animación en el barrio del Châtelet. El pavimento se tornó reluciente, un halo nimbó los faroles y, cada diez metros, alzaba alguien un brazo para detener un taxi.

—El dueño del Caves du Beaujolais le echa entre treinta y cinco y cuarenta años. El del Tabac des Vosges, treinta. Va afeitado, tiene la tez sonrosada y los ojos claros. Pero no he podido averiguar qué clase de hombre es. Un hombre normal y corriente, me han dicho todos.

Madame Maigret, que había invitado a su hermana a cenar, telefoneó a las seis para cerciorarse de que su marido no llegaría tarde y para pedirle que pasara por la pastelería al regresar.

—Janvier, ¿quieres montar guardia hasta las nueve? Le diré a Lucas que te sustituya luego.

A Janvier no le importaba. No había otra cosa que hacer sino esperar.

—Que me telefoneen a casa si hay algo.

No se le olvidó pasar por la pastelería de la Avenue de la République, la única de París, a juicio de Madame Maigret, capaz de hacer un buen milhojas. Besó a su cuñada Odette, que olía siempre a lavanda. Cenaron. Se tomó una copa de calvados. Antes de acompañar a Odette hasta el metro, llamó a la Policía Judicial.

—¿Lucas?… ¿Alguna novedad?… ¿Sigues en mi despacho?

Lucas, acomodado en el sillón de Maigret, estaba sin duda leyendo con los pies encima de la mesa.

—Sigue, muchacho. Buenas noches.

Cuando regresó del metro, el Boulevard Richard-Lenoir estaba desierto y resonaban sus pasos. Se oían otros pasos tras él. Se estremeció y se volvió involuntariamente, pues le vino a la mente el hombre que, a esa hora, seguía quizá corriendo por las calles, angustiado, evitando los rincones oscuros, buscando un poco de seguridad en los bares y los cafés.

Se durmió antes que su mujer; al menos, eso pretendió ella, como siempre, al igual que pretendía que él roncaba. El despertador de la mesilla de noche marcaba las dos y veinte cuando el teléfono le arrancó de su sueño. Era Lucas.

—Igual le molesto por nada, jefe. Todavía no sé gran cosa. Acaban de llamar del servicio urgente de la policía. Han encontrado a un hombre muerto en la Place de la Concorde, junto al Quai des Tuileries. O sea, que afecta al distrito uno. Les he dicho a los de la comisaría que no toquen nada… ¿Cómo?… Bueno. Como quiera. Le mando un taxi.

Madame Maigret suspiró al ver que su marido se ponía los pantalones y buscaba en vano la camisa.

—¿Crees que tienes para rato?

—No lo sé.

—¿No puedes mandar a un inspector?

Cuando abrió el aparador del comedor, su mujer comprendió que iba a servirse una copita de calvados. Luego regresó al dormitorio a buscar las pipas, que se le habían olvidado.

El taxi esperaba. Los Grands Boulevards estaban casi desiertos. Una luna enorme y más rutilante que de costumbre flotaba por encima de la cúpula verdosa de la Opera.

En la Place de la Concorde, junto al jardín de las Tullerías, había dos coches aparcados, y se movían figuras oscuras por la acera. Lo primero que vio Maigret al bajar del taxi fue la mancha de un impermeable beis en la acera plateada. Entonces, al tiempo que se apartaban los agentes vestidos con esclavina y que venía hacia él un agente del distrito I, rezongó:

—No era una broma. ¡Se lo han cargado!

Se oía el fresco chapoteo del cercano Sena, y unos coches que venían de la Rue Royale se deslizaban silenciosos hacia los Campos Elíseos. El rótulo luminoso de Maxim’s se recortaba rojizo en la noche.

—Un navajazo, comisario —informó el inspector Lequeux, a quien Maigret conocía bien—. Le esperábamos para retirar el cuerpo.

¿Por qué advirtió Maigret, a partir de aquel momento, que algo no encajaba?

La Place de la Concorde era demasiado amplia, demasiado fresca, demasiado abierta, con la blanca prominencia del obelisco en el centro. Aquello no se correspondía con las llamadas telefónicas de la mañana, con los Caves du Beaujolais, Tabac des Vosges y Quatre Sergents del Boulevard Beaumarchais. Hasta su última llamada, hasta la nota que entregara en la oficina de correos del Faubourg-Saint-Denis, el hombre se había movido exclusivamente por un barrio de calles apretadas y populosas. ¿Se aventura alguien que se sabe perseguido, que nota que un asesino le sigue los pasos y que espera recibir la cuchillada mortal de un minuto a otro, por espacios tan abiertos como la Place de la Concorde?

—Seguro que no lo han matado aquí.

Se lo confirmarían una hora más tarde, cuando presentó su informe el agente Piedboeuf, que montaba guardia ante un club nocturno de la Rue de Douai.

Se había detenido ante el club un coche del que bajaron dos hombres de esmoquin y dos mujeres vestidas de noche. Los cuatro iban alegres, una pizca achispados, sobre todo uno de los hombres que, tras entrar con los demás, volvió sobre sus pasos y se dirigió a Piedboeuf:

«Mire usted, agente. No sé si hago bien en decírselo, porque no me apetece que nos fastidien la noche… En fin, haga usted lo que le plazca. Hace un rato, cuando pasábamos por la Place de la Concorde, se ha parado un coche delante de nosotros. Iba yo conduciendo y he frenado, pensando que habían tenido una avería. Han sacado un bulto del coche y lo han dejado en la acera. Para mí, que era el cuerpo de un hombre. El coche era un Citroën amarillo, con matrícula de París, y los dos últimos números de la matrícula eran un tres y un ocho».