EL PRINCIPIANTE

—Hablemos primero de París. Graphopoulos acaba de pedir la protección de la policía y, al día siguiente, intenta despistar al inspector encargado de protegerlo. ¿Recuerda lo que le dije, Delvigne, acerca de esas historias de mafia y espionaje? Pues bien, se trata de un caso de espionaje. Graphopoulos es rico, y está tan aburrido que no sabe qué hacer. Como a muchas personas de su clase, le tienta la aventura. Durante sus viajes conoce a un agente secreto al que confía sus deseos de llevar también él una vida llena de imprevistos y misterios.

»¡Agente secreto! ¡Dos palabras que hacen soñar a tantos imbéciles! Se imaginan que ese oficio consiste en… Bueno, eso poco importa. Graphopoulos se obstina. El agente al que se dirige no puede rechazar una oferta que puede resultar interesante. Ahora bien, mucha gente ignora que antes de convertirse en espía uno debe someterse a ciertas pruebas. Graphopoulos es inteligente, tiene fortuna, viaja. Ahora se trata de averiguar si tiene sangre fría y discreción.

»Le asignan una primera misión: dirigirse a Lieja y robar unos documentos que se hallan en un club nocturno; de este modo, comprobarán si tiene la suficiente sangre fría. La misión es falsa. Lo envían simplemente a casa de otros agentes de la misma organización, que juzgarán las cualidades de nuestro hombre. ¡Y Graphopoulos se asusta! ¡Imaginaba el espionaje de otro modo! Él ya se veía en palacios, interrogando a embajadores o invitado en las pequeñas cortes de Europa. No se atreve a negarse, pero pide a la policía que lo proteja. Avisa a su superior de que lo siguen.

»“¡Un inspector me pisa los talones! Supongo que, en ese caso, no debo ir a Lieja.” “¡Vaya de todos modos!”, le contestan.

»El hombre pierde la cabeza. Intenta escapar a la vigilancia que él mismo ha pedido. Reserva una plaza en el avión de Londres, compra un billete de tren para Berlín, se apea en la Gare des Guillemins. ¡El Gai-Moulin! Ahí debe actuar. Ignora que el dueño pertenece a la organización, que está avisado, que su misión es una simple prueba y que, además, en el club no hay un solo documento que robar. Una bailarina se sienta a su mesa. El griego la cita para más tarde en su habitación, pues, ante todo, es un vividor. Como ocurre casi siempre, el riesgo excita su sensualidad; y, en fin, ¡así no estará solo! Le deja, a cuenta, su pitillera, que ella ha admirado… Observa a la gente. No sabe nada. O, mejor dicho, sólo sabe una cosa: que dentro de un rato deberá arreglárselas para quedarse encerrado en el local y buscar los documentos que le han pedido. Genaro, avisado, lo observa sonriendo. Victor, también de la organización, se muestra obsequioso e irónico al servirle el champagne. Alguien, por azar, ha oído la dirección que ha dado a Adèle: “Hôtel Moderne, habitación dieciocho”.

»¡Y ahora tenemos que pasar a otra historia! —Maigret miró a Monsieur Delfosse, y sólo a él—. Le ruego me disculpe que hable sobre usted. Es usted rico, tiene una esposa, un hijo y amantes. Lleva una vida alegre, sin sospechar que el muchacho, enfermizo, demasiado nervioso, intenta, en su pequeña esfera, imitarlo. Ve que a su alrededor se gasta dinero en abundancia. Usted le da demasiado y no lo suficiente a un tiempo. Hace años que le roba a usted, ¡e incluso a sus tíos! En su ausencia, se pasea con su coche. También tiene amantes. En suma, es, en la acepción estricta de la expresión, un hijo de papá degenerado.

»¡No! No proteste. Espere. Su hijo necesita un amigo, un confidente, y arrastra tras él a Chabot. Un día se quedan sin un céntimo, deben dinero en todas partes, y deciden llevarse la caja del Gai-Moulin. Es la noche de Graphopoulos. Delfosse y Chabot han simulado que se marchaban, pero en realidad se han escondido en la escalera del sótano, cuando… ¿Lo ignora Genaro? Poco importa, pero ¡lo dudo!

»Genaro es un ejemplo de buen agente secreto. Regenta un club nocturno cuyos papeles están en regla. ¡Tiene sus propios agentes, que trabajan para él! Se siente seguro porque, además, hace de confidente para la policía. Y sabe que Graphopoulos va a ocultarse en su local. Cierra las puertas. Se va con Victor. Al día siguiente, le bastará dirigir un informe a sus jefes sobre el comportamiento del griego.

»Como ven, es bastante complicado. Podríamos llamar aquella noche la “noche de los engaños”. Graphopoulos ha bebido champagne para infundirse valor. Ahí lo tenemos, solo en la oscuridad del Gai-Moulin. Únicamente le falta buscar los documentos que le han exigido. Pero aún no se ha movido cuando se abre una puerta. Se oye el chasquido de un fósforo. Se asusta. ¿No estaba ya asustado de antemano? Carece de valor para atacar y decide hacerse el muerto. Ve a sus enemigos: ¡dos jóvenes que tienen más miedo que él y que escapan!

Nadie se movía. Nadie parecía respirar. Los rostros estaban tensos, y Maigret continuó, plácido:

—Graphopoulos, que se ha quedado solo, busca con empeño los documentos, tal como sus nuevos jefes le han encargado. Chabot y Delfosse, muy alterados, se van a comer mejillones y patatas fritas y se separan en la calle. Pero un recuerdo obsesiona a Delfosse: «Hôtel Moderne, habitación dieciocho», las palabras que ha oído. El extranjero parecía rico… y él tiene una necesidad enfermiza de dinero. Entrar en un hotel, por la noche, es cosa de niños. La llave de la habitación debe de estar en el tablero. ¡Y Graphopoulos está muerto! ¡No puede regresar a su habitación! Se dirige al hotel. Al portero, adormilado, no se le ocurre interrogarlo. Llega arriba y registra el maletín del viajero. Oye pasos en el pasillo. Se abre la puerta…

»¡El propio Graphopoulos! ¡Graphopoulos, al que suponía muerto! Delfosse siente tal miedo que, sin reflexionar, golpea al griego con todas sus fuerzas, en la oscuridad, con un bastón, el bastón con empuñadura de oro de su padre, que se ha llevado esa noche, como suele hacer. Está fuera de sí, es casi irresponsable de sus actos. Se apodera del billetero y escapa. Tal vez se asegure del contenido bajo una farola. Advierte que hay decenas de miles de francos y se le ocurre la idea de marcharse con Adèle, a la que siempre ha deseado. ¡Va a pegarse la gran vida en el extranjero! ¡La gran vida, con una mujer! ¡Como un hombre de verdad! ¡Como su padre!

»Pero Adèle está dormida. Adèle no quiere marcharse. René oculta el billetero en casa de ella porque tiene miedo. No sospecha que en el mismo lugar, desde hace meses, seguramente desde hace años, Genaro y Victor guardan a buen recaudo los documentos del servicio de espionaje. ¡Pues ella forma parte de la organización! ¡Todos forman parte! Delfosse se ha quedado sólo con los billetes belgas, dos mil francos, más o menos. El resto, es decir, el dinero francés, es demasiado comprometedor.

»Al día siguiente lee los periódicos. La víctima, su víctima, ha sido descubierta, no en el hotel, sino en el Jardín Botánico. Ya no comprende nada. Vive en estado febril. Va a buscar a Chabot y se lo lleva consigo. Finge robar a su tío para explicar la procedencia de los dos mil francos que lleva encima. Hay que deshacerse de ese dinero. Encarga de ello a Chabot. Delfosse es cobarde; peor que cobarde: su caso entra dentro de lo patológico. En el interior de sí mismo, siente rencor hacia su amigo por no compartir su culpabilidad. Quisiera comprometerlo, sin atreverse a hacer nada concreto para ello. ¿Acaso no ha sentido siempre rencor hacia él? Una envidia y un odio bastante complejos. Chabot está limpio o, al menos, lo estaba. Y él se siente presa de muchos deseos turbios. Esto explica esa amistad extraña y la necesidad que Delfosse ha tenido siempre de ir acompañado de su amigo. Suele ir a buscarlo a su casa, no puede quedarse solo. E implica al otro en sus comprometedores actos, en sus pequeños robos familiares que la justicia, según él, no es quién para juzgar.

»Chabot no vuelve del lavabo. Lo han detenido. René no se lanza en su búsqueda. Bebe, y necesita a alguien con quien beber. No puede soportar la soledad. Borracho, acompaña a la bailarina a su casa y allí se queda dormido. Al despertarse, por la mañana, su situación lo aterra. Seguramente ve al inspector apostado en la calle. No se atreve a tocar el dinero de Graphopoulos, que está sobre el armario, porque sólo quedan billetes franceses, demasiado fáciles de identificar, y prefiere robar a su compañera. ¿Qué espera? ¡Nada! Cuanto haga en adelante obedecerá a la consecuencia lógica de las cosas. Adivina confusamente que no logrará escapar a la justicia. Por otra parte, no se atreve a entregarse.

»¡Pregunte al comisario Delvigne dónde va la policía a buscar a los malhechores de esa clase y dónde los encuentra nueve de cada diez veces! En los lugares de mala reputación. Delfosse necesita bebida, ruido, mujeres. Entra en algún local cerca de la estación; quiere llevarse a una camarera pero, al no conseguirlo, sale en busca de una chica por la calle. Invita a beber, enseña sus billetes, los malgasta. Está frenético. Cuando lo detienen, miente, ¡de forma enfermiza! ¡Miente sin esperanza! Miente por mentir, como ciertos niños perversos. Está dispuesto a contar cualquier cosa, a dar detalles. Y ése es también un rasgo de su carácter que basta para clasificarlo. Pero le dicen que han detenido al asesino. ¡Soy yo! Lo ponen en libertad y, poco después, se entera de que el asesino, después de confesar, se ha suicidado. ¿Adivina la trampa? Vagamente. Algo lo impulsa, en todo caso, a suprimir las pruebas de su culpabilidad.

»Y por esa razón yo he representado esta comedia, que ha podido parecer infantil. Había dos medios de provocar la confesión de Delfosse: el que he empleado o, si no, dejarlo solo durante horas, en la oscuridad, que le da tanto miedo como la soledad. Se habría echado a temblar. Habría confesado todo lo que se hubiera querido, incluso más que la verdad.

»Yo estaba convencido de su culpabilidad desde el momento en que se demostró que los dos mil francos no procedían de la chocolatería. Desde entonces, todos sus actos y gestos no hicieron sino reforzar mi opinión. En resumen, se trata de un caso trivial, pese a su morbidez y complejidad aparentes. Pero me faltaba comprender algo: el otro caso, el caso Graphopoulos. Por consiguiente, quedaban también por descubrir otros culpables. El anuncio de la muerte del asesino, de mi muerte, los hizo salir a todos del escondrijo. Delfosse ha venido a buscar el billetero comprometedor; Victor ha venido a buscar… —Lentamente, Maigret recorrió a los presentes con la mirada—. Adèle, ¿cuánto hace que Genaro utiliza su vivienda para ocultar sus peligrosos documentos?

Ella se encogió de hombros con indiferencia, como quien espera una catástrofe desde hace mucho.

—¡Muchos años! Él fue quien me hizo venir de París, donde me moría de hambre.

—¿Confiesa usted, Genaro?

—Sólo declararé en presencia de mi abogado.

—¿Usted también? ¿Como Victor?

Entretanto, Monsieur Delfosse permanecía en silencio, con la cabeza baja y la mirada clavada en su bastón, el bastón con el que habían asesinado a Graphopoulos.

—Mi hijo no es responsable —murmuró de repente.

—¡Ya lo sé! —Y, como el otro lo miraba turbado y molesto a un tiempo, Maigret añadió—: Usted alegará que su hijo ha heredado de usted ciertos defectos que podrían atenuar su responsabilidad, ¿no es así?

—¿Quién se lo ha dicho?

—¡Basta con que se mire usted su cara y la de su hijo en el espejo!

¡Eso fue todo! Tres meses después, Maigret estaba en su casa, en el Boulevard Richard-Lenoir de París, y abría el correo que la portera acababa de subir.

—¿Cartas interesantes? —preguntó Madame Maigret mientras sacudía una alfombra en la ventana.

—Una carta de tu hermana; anuncia que va a tener un niño.

—¡Vaya!, ¿otro?

—Una carta de Bélgica.

—¿Qué dice?

—Nada especial. Un amigo, el comisario Delvigne, me envía una pipa por paquete postal y me anuncia unas condenas. —Leyó a media voz—: «… Genaro, a cinco años de trabajos forzados; Victor, a tres años; y Adèle, absuelta por falta de pruebas».

—¿Quiénes son ésos? —dijo Madame Maigret, pues aunque era la esposa de un comisario de la Policía Judicial, conservaba todo el candor de una auténtica hija de campesinos franceses.

—¡Bah!, tipos que regentaban un club nocturno en Lieja, un local con apenas clientes, pero en el que se dedicaban al espionaje.

—¿Y Adèle?

—La bailarina del local. Como todas las bailarinas…

—¿La conociste? —preguntó Madame Maigret, de pronto celosa.

—Fui a su casa una vez.

—¡Vaya, vaya!

—¡Mira por dónde, acabas de emplear una expresión del comisario Delvigne! Sí, fui a su casa, pero en compañía de media docena de personas.

—¿Es guapa?

—No está mal. Dos chicos andaban locos por ella.

—¿Sólo dos chicos?

Maigret abrió otro sobre con sello belga.

—Aquí tienes precisamente la fotografía de uno de ellos —dijo.

Y le entregó el retrato de un joven cuyos estrechos hombros parecían aún más estrechos debido al uniforme. Al fondo se veía la chimenea de un transatlántico.

«… y me permito enviarle la foto de mi hijo, que ha abandonado Amberes esta semana a bordo del Elisabethville con destino al Congo. Espero que la dura vida de las colonias…».

—¿Quién es?

—¡Uno de los chicos que se enamoraron de Adèle!

—¿Hizo algo?

—Bebió unas copas de oporto en un club nocturno, donde nunca debió poner los pies.

—¿Llegó a ser amante de la bailarina?

—¡En absoluto! Como mucho, una vez la contempló mientras se vestía.

Al oír eso, Madame Maigret concluyó:

—¡Todos los hombres sois iguales!

Debajo del montón de cartas, había una esquela ribeteada de negro que Maigret no enseñó:

«En el día de hoy, ha fallecido en la clínica Sainte-Rosalie, a los dieciocho años de edad, René-Joseph-Arthur Delfosse, tras recibir los sacramentos de…».

La clínica Sainte-Rosalie de Lieja es el sanatorio para enfermos mentales de familia rica.

En la parte baja de la hoja, se leían tres palabras: «Rezad por él».

Y Maigret recordó a Monsieur Delfosse, con su esposa, su fábrica, sus amantes; después, a Graphopoulos, que había querido jugar a ser espía porque no tenía nada que hacer y porque se los imaginaba rodeados de prestigio, como los describen las novelas.

Ocho días después, en un club de Montmartre, una mujer, delante de una copa vacía que la dirección del local colocaba en la mesa para guardar las apariencias, le sonrió.

Era Adèle.

—Le juro que ni siquiera sabía lo que andaban trapicheando. Hay que vivir, ¿no? —Naturalmente, ¡ella estaba dispuesta a «trapichear» de nuevo!—. He recibido una fotografía del muchacho, ¿recuerda?, el que trabajaba como empleado en no sé qué notaría.

Y de su bolso, blanco debido a los polvos de maquillaje, sacó una fotografía. ¡La misma que había recibido Maigret! Un muchacho alto, de rasgos aún poco definidos y al que el uniforme parecía adelgazarle, probaba, por primera vez y con expresión arrogante, a llevar un salacot.

En la Rue de la Loi debían de mostrar una tercera copia de la foto a los huéspedes de la casa, a la estudiante polaca y a Bogdanowski.

—Parece ya un hombre, ¿verdad? ¡Con tal de que no sucumba a las fiebres!

Y en el Gai-Moulin, ¡debía de haber otros jóvenes y otro propietario!