DOS HOMBRES EN LA OSCURIDAD

—¿Confía usted en sus hombres?

—En todo caso, nadie adivinará que pertenecen a la policía, por la poderosa razón de que no son policías. En el bar del Gai-Moulin he colocado a mi cuñado, que vive en Spa y ha venido a pasar dos días a Lieja. A Adèle la vigila un funcionario de Hacienda. Los otros están bien escondidos o camuflados.

La noche era fresca y el asfalto estaba resbaladizo debido a una lluvia fina. Maigret se había abrochado su pesado abrigo negro hasta el cuello y una bufanda le ocultaba la mitad del rostro.

No se aventuraba a abandonar la oscuridad de la callejuela, desde donde se divisaba a lo lejos el rótulo luminoso del Gai-Moulin.

El comisario Delvigne, cuya muerte no habían tenido que anunciar los periódicos, no necesitaba tomar tantas precauciones. Ni siquiera llevaba abrigo y, cuando empezó a caer la lluvia, soltó algunas quejas.

La guardia había comenzado a las ocho y media, momento en que las puertas del club nocturno aún no estaban abiertas. Sucesivamente, se había visto llegar a Victor, el primero de todos, después a Joseph y luego al dueño. Éste había encendido el rótulo luminoso cuando vio que los músicos llegaban, procedentes de la Rue du Pont-d’Avroy.

A las nueve en punto se oyó el rumor confuso de la orquesta y un empleado ocupó su puesto en la puerta, al tiempo que contaba las monedas que llevaba en los bolsillos.

Al cabo de unos minutos entró en el club nocturno el cuñado de Delvigne, seguido poco después por el empleado de Hacienda. El comisario Delvigne resumía así la situación estratégica:

—Además de esos dos, y de los dos agentes apostados en la callejuela para vigilar la otra salida, hay un hombre ante el domicilio de Adèle, en la Rue de la Régence, otro en la puerta de los Delfosse y otro en la de los Chabot. Por último, un agente vigila la habitación que Graphopoulos ocupaba en el Hôtel Moderne.

Maigret no dijo nada. La idea era suya. Los periódicos habían informado sobre el suicidio del asesino de Graphopoulos. Daban a entender que había concluido la investigación y que el caso se reducía a proporciones poco importantes.

«Ahora, o solucionamos el caso esta noche», había dicho a su colega, «o no hay razón para que nos atasquemos en él durante meses». Y caminaba, lento y pesado, calle arriba y calle abajo, dando pequeñas bocanadas a la pipa, arqueando la espalda y respondiendo sólo con gruñidos a los intentos de conversación de su colega.

El comisario Delvigne, que no tenía su flema, sentía la necesidad de hablar, aunque sólo fuera para matar el tiempo.

—¿Por dónde cree usted que ocurrirá algo?

Pero el otro se contentaba con clavarle una mirada asombrada que parecía decir: «¿Qué gana usted con gastar tanta saliva?».

Eran poco menos de las diez cuando llegó Adèle, seguida a distancia por una silueta, la de un hombre de la Sûreté, que pasó junto a su jefe y lanzó al vuelo: «Nada», y siguió paseándose por los alrededores.

A lo lejos se veía la Rue du Pont-d’Avroy, muy iluminada, con tranvías que pasaban casi cada tres minutos y la multitud que transitaba despacio, pese a la lluvia.

Es el paseo tradicional de los liejenses. En la gran arteria se concentra la muchedumbre: familias, muchachas cogidas del brazo, pandillas de chicos que miran con descaro a las chicas que pasan, y hombres elegantes que caminan a pasos lentos, tan envarados como si fueran vestidos de oro.

En las callejuelas transversales están los clubes nocturnos más o menos equívocos, como el Gai-Moulin. Pegadas a las paredes, sombras. A veces una mujer se aparta de la luz, penetra en la oscuridad y se detiene a esperar a un hombre que la sigue.

Breve conciliábulo. Pasos hacia un hotel señalado por una bola luminosa de cristal esmerilado.

—¿De verdad cree usted que todo saldrá bien?

Maigret se limitó a encogerse de hombros. Y su mirada era tan plácida que parecía carente de inteligencia.

—En todo caso, no creo que a Chabot le dé por salir esta noche. ¡Sobre todo porque su madre está en la cama!

El comisario Delvigne no aceptaba ese silencio obstinado. Miró su nueva pipa, que aún no estaba curada.

—Por cierto, recuérdeme mañana que debo darle una. Así tendrá un recuerdo de Lieja.

Entraron dos clientes en el Gai-Moulin.

—Un sastre de la Rue Hors-Château y un mecánico —anunció el comisario Delvigne—. Asiduos los dos. Unos juerguistas, como dicen aquí.

Pero alguien salió, y hubo que observarlo con atención para reconocerlo. Era Victor, que había cambiado su ropa de trabajo por un traje de calle y un abrigo. Caminaba rápido. Al instante, un inspector le siguió los pasos.

—¡Vaya, vaya! —dijo en tono cantarín el comisario Delvigne.

Maigret lanzó un gran suspiro y echó una mirada asesina a su compañero. ¿No podía callarse el belga siquiera por unos minutos?

Maigret tenía las manos metidas en los bolsillos. Y, sin notarse que espiara, su mirada captaba los menores cambios en el entorno.

Fue el primero en divisar a René Delfosse, con su delgado cuello y la silueta de un adolescente que ha crecido demasiado rápido. El chico enfiló la calle, titubeante, cambió dos veces de acera y se encaminó por fin hacia la puerta del Gai-Moulin.

—¡Vaya, vaya! —repitió el comisario Delvigne.

—¡Sí!

—¿Qué quiere usted decir?

—¡Nada!

Aunque, en efecto, Maigret no quería decir nada, tenía tanta curiosidad que perdió un poco de su flema. Se adelantó, mostrando cierta imprudencia, pues una farola de gas le iluminó vagamente la parte superior del rostro. La espera no duró mucho. Delfosse permaneció apenas diez minutos en el club. Cuando salió, caminaba aprisa y se dirigió sin vacilar hacia la Rue du Pont-d’Avroy.

Segundos después, el cuñado de Delvigne salió a su vez y buscó a alguien con los ojos. Tuvieron que silbar flojito para llamarlo.

—¿Y bien?

—Delfosse se ha sentado a la mesa de la bailarina.

—¿Y qué más?

—Han ido juntos al lavabo y después él ha salido, mientras ella volvía a su mesa.

—¿Llevaba Adèle el bolso en las manos?

—Sí. Un bolsito de terciopelo negro.

—¡Vamos! —dijo Maigret.

Y echó a andar tan aprisa que a sus compañeros les costó seguirlo.

—¿Qué hago? —preguntó el cuñado.

Maigret se llevaba al comisario Delvigne consigo.

—Regrese al local, naturalmente.

Al llegar a la Rue du Pont-d’Avroy no lograron distinguir al joven, que les llevaba unos cien metros de ventaja, pues la multitud era densa. Pero desde la esquina de la Rue de la Régence vieron una silueta que corría casi pegada a las casas.

—¡Vaya, vaya! —no pudo por menos que mascullar una vez más el comisario Delvigne.

—Va a casa de Adèle, sí —precisó Maigret—. Antes le ha pedido la llave.

—¿Lo que significa…?

Delfosse entró en el edificio, cerró la puerta principal, y debió de subir la escalera.

—¿Qué hacemos?

—Un instante. ¿Dónde está el agente?

Precisamente, éste se aproximaba preguntándose si debía acercarse a su jefe o debía fingir no reconocerlo.

—¡Ven, Girard! ¿Qué ha ocurrido por aquí?

—Alguien ha entrado en la casa hace cinco minutos. He visto luces en la habitación, como si alguien se paseara por ella con una linterna.

—¡Vamos! —dijo Maigret.

—¿Entramos?

—¡Pues claro!

Para abrir la puerta principal, común a todos los inquilinos, bastaba con girar el pomo, porque las casas belgas no tienen portería.

La escalera no estaba iluminada. De la habitación de Adèle no se filtraba ninguna luz.

En cambio, en cuanto Maigret rozó la puerta, ésta se entreabrió y se oyó un rumor confuso, como si dos hombres se pelearan en el suelo.

El comisario Delvigne había sacado el revólver del bolsillo; Maigret, con un gesto automático, palpó la pared, a su izquierda, y dio el interruptor.

Al encenderse la luz, vieron un espectáculo a la vez cómico y trágico.

Dos hombres estaban muy ocupados peleándose. Pero la luz los sorprendió al mismo tiempo que el ruido y se inmovilizaron, aún enlazados. Se veía una mano en una garganta y unos cabellos grises enmarañados.

—¡No se muevan! —ordenó el comisario Delvigne—. ¡Arriba las manos!

Cerró la puerta tras de sí, sin soltar el revólver. Y Maigret, dando un suspiro de alivio, se quitó la bufanda, se desabrochó el abrigo y aspiró una gran bocanada de aire, como quien ha pasado mucho calor.

—¡Más rápido! ¡Arriba las manos!

René Delfosse cayó al intentar alzarse, pues tenía la pierna derecha atrapada bajo la de Victor.

La mirada del comisario Delvigne pareció pedir consejo. Delfosse y el camarero estaban de pie, pálidos, agotados, desaliñados.

De los dos, el joven era el más alterado, el más descompuesto, y no parecía comprender nada de cuanto ocurría. Más aún: miraba a Victor con estupor, como si no hubiera esperado en absoluto encontrarlo allí.

¿Con quién creía pelearse, entonces?

—¡Quédense quietos, chicos! —ordenó Maigret, decidiéndose por fin a hablar—. ¿Está bien cerrada la puerta, comisario?

Se acercó a éste y le dijo unas palabras en voz baja. Y el comisario Delvigne, por la ventana, hizo señas al inspector Girard para que subiera y lo esperara en el rellano.

—Coloque alrededor del Gai-Moulin a todos los hombres que pueda encontrar —ordenó a Girard—. ¡Que no salga nadie! En cambio, deje entrar a todo el que quiera.

Regresó a la habitación, donde una colcha blanca que recordaba a la nata batida cubría la cama.

Victor seguía sin rechistar. Tenía auténtica cara de camarero, como suelen dibujarlos los caricaturistas: cabellos escasos, habitualmente peinados sobre una calvicie pero ahora desgreñados, facciones fofas y grandes ojos legañosos.

Tenía los hombros ladeados, como para exponer menos el cuerpo, y habría sido difícil determinar qué acechaba su mirada oblicua.

—Ésta no es su primera detención, ¿eh? —le soltó Maigret, sin miedo a equivocarse.

Estaba seguro de ello. Se veía al primer vistazo. Se notaba que llevaba mucho tiempo esperando a encontrarse frente a frente con la policía y que, además, estaba acostumbrado a esa clase de encuentros.

—No comprendo qué quiere usted decir. Adèle me pidió que viniera aquí para recogerle una cosa.

—Su lápiz de labios, ¿no?

—Pero oí un ruido, alguien entró…

—¡Y usted le saltó encima! Dicho de otro modo, buscaba usted el lápiz de labios en la oscuridad. ¡Atención! Manos arriba, por favor.

Los dos hombres levantaron hacia el techo unos brazos fláccidos. A Delfosse le temblaban las manos. Sin atreverse a bajar un brazo, intentaba enjugarse el rostro con la manga.

—Y a usted, ¿qué le ha encargado Adèle venir a buscar?

Los dientes del joven crujieron, pero no pudo responder nada.

—¿Los vigila usted, Delvigne?

Y Maigret recorrió el cuarto; en la mesilla de noche había restos de una chuleta en un plato, migas de pan, un vaso y un botellín de cerveza semivacío. Se inclinó para mirar bajo la cama, se encogió de hombros y abrió un armario en el que sólo encontró vestidos, ropa interior y zapatos viejos de tacones desgastados.

Entonces se fijó en una silla colocada junto al armario; se subió, pasó la mano por encima del mueble y sacó una cartera para documentos de cuero negro.

—¡Aquí está! —dijo, al tiempo que bajaba de la silla—. ¿Es el lápiz de labios, Victor?

—No sé a qué se refiere.

—En fin, ¿venía usted a buscar este objeto?

—Nunca he visto esa cartera.

—¡Peor para usted! ¿Y usted, Delfosse?

—Yo… le juro…

Olvidando que lo apuntaba un revólver, se echó en la cama y estalló en sollozos convulsivos.

—Así pues, mi querido Victor, ¿no quiere decir nada? ¿Ni siquiera por qué se peleaba usted con este joven? —preguntó Maigret, y dejó en el suelo el plato sucio, el vaso y el botellín que estaban sobre la mesilla de noche, puso en su lugar la cartera y la abrió.

—¡Papeles que no son asunto nuestro, Delvigne! Habrá que entregar todo este material a la Sección Segunda. ¡Vaya! Aquí está el proyecto de una nueva ametralladora de la fábrica nacional de Herstal. En cuanto a esto, parecen los planos de reestructuración de una fortaleza. ¡Hum, hum! Cartas en lenguaje cifrado, que deberán estudiar los especialistas.

En la estufa, sobre una rejilla, chisporroteaban los restos de un fuego de carbón. De repente, en el momento en que menos se lo esperaban, Victor se precipitó hacia la mesilla de noche y agarró los documentos.

Maigret debió de prever ese gesto, pues a diferencia del comisario Delvigne, que no se atrevía a disparar, le propinó un puñetazo en pleno rostro. Victor se tambaleó y no tuvo tiempo de arrojar los documentos a la estufa.

Los papeles se desparramaron por el suelo. Victor, con las dos manos, se tocaba la mejilla izquierda, bruscamente enrojecida.

Todo ocurrió muy aprisa. Sin embargo, Delfosse estuvo a punto de aprovechar ese instante de confusión para escapar. En un abrir y cerrar de ojos, saltó de la cama e iba a pasar por detrás del comisario Delvigne, cuando éste lo advirtió y lo detuvo poniéndole la zancadilla.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Maigret a Victor.

—Aun así, no diré nada —gruñó el aludido, enfadado.

—¿Te he preguntado yo algo?

—Yo no maté a Graphopoulos.

—¿Y qué?

—¡Es usted un bruto! Mí abogado…

—¡Vaya, vaya! ¿Ya tienes abogado?

El comisario Delvigne, por su parte, observaba a Delfosse; siguió la dirección de su mirada y comprendió que al joven aún le preocupaba la parte superior del armario.

—Creo que hay algo más —dijo.

—Es probable —respondió Maigret, y volvió a subirse a la silla.

Tuvo que palpar largo rato. Por fin sacó un billetero de cuero azul y lo abrió.

—¡El billetero de Graphopoulos! —anunció—. Treinta billetes de mil francos franceses, papeles, una dirección en un trozo de papel: «Gai-Moulin, Rue du Pot-d’Or». Y con otra grafía: «Nadie duerme en el inmueble».

Maigret se había olvidado de todos los presentes. Absorto, examinaba una de las cartas escritas en lenguaje cifrado y contaba ciertos signos.

—Uno, dos, tres…, once, ¡doce! Una palabra de doce letras: es decir: Graphopoulos. Está en la cartera de documentos…

Se oyeron pasos en la escalera, llamadas nerviosas en la puerta. Apareció el inspector Girard, muy excitado.

—El Gai-Moulin está rodeado. Nadie puede salir. Pero hace unos instantes llegó Monsieur Delfosse preguntando por su hijo. Después, tras hablar a solas con Adèle, se marchó. Me pareció oportuno dejarlo salir y seguirlo. Cuando vi que se dirigía hacia aquí, me adelanté y… ¡escuche!, ahora sube por la escalera.

En efecto, alguien tropezó, caminó por el rellano palpando las puertas y por fin llamó.

Abrió el propio Maigret y se inclinó ante el hombre de bigote gris, que le lanzó una mirada altiva.

—¿Está aquí mi hijo? —Al verlo, en postura lastimosa, chasqueó con los dedos y exclamó—: ¡Vamos! ¡A casa!

Poco faltó para que la situación degenerara. René miraba a todos con espanto, se aferraba a la colcha, hacía rechinar los dientes con fuerza.

—¡Un instante! —intervino Maigret—. ¿Quiere usted sentarse, Monsieur Delfosse?

El aludido miró a su alrededor con cierta repugnancia.

—¿Tiene usted que hablar conmigo? ¿Quién es usted?

—¡Eso poco importa! El comisario Delvigne se lo dirá en su momento. Cuando su hijo volvió a casa, ¿se enfadó usted con él?

—Lo encerré en su cuarto y le dije que esperara mi decisión.

—¿Y cuál era esa decisión?

—Todavía no lo sé. Seguramente, enviarlo al extranjero a hacer prácticas en un banco o una casa comercial. Ya es hora de que aprenda a vivir.

—No, Monsieur Delfosse.

—¿Qué quiere usted decir?

—Simplemente, que es demasiado tarde. El miércoles por la noche su hijo mató al señor Graphopoulos para robarle.

Maigret detuvo con la mano el bastón con empuñadura de oro que iba a caer sobre él. Y, con mano firme, lo giró de tal modo que su dueño se vio obligado a soltarlo dando un suspiro de dolor. Maigret examinó tranquilamente el bastón, lo sopesó y añadió:

—¡Y estoy casi seguro de que el asesinato se cometió con este bastón!

René, con la boca abierta por un espasmo, intentaba gritar y, sin embargo, no emitía sonido alguno. Ya no era sino un manojo de nervios, un lastimoso muchacho amordazado por el miedo.

—¡Espero sus explicaciones! —le espetó a Maigret, no obstante, Monsieur Delfosse—. Y usted, querido Delvigne, créame que transmitiré a mi amigo el procurador…

Maigret se volvió hacia el inspector Girard.

—Tome un coche y vaya a buscar a Adèle. Traiga también a Genaro.

—Creo que… —empezó a decir el comisario Delvigne mientras se acercaba a Maigret.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo éste, tranquilizándolo como a un niño.

Y se puso a andar por la habitación. Caminó sin cesar durante los siete minutos que tardaron en cumplir su orden.

Se oyó el ronroneo de un motor, pasos en la escalera. La voz de Genaro que protestaba:

—Tendrán que vérselas con mi cónsul. ¡Esto es inaudito! Regento un establecimiento autorizado que… ¡Precisamente cuando había cincuenta clientes en mi local!

Al entrar, dirigió a Victor una mirada interrogante.

Victor estuvo magnífico.

—Nos han pillado —dijo éste con simpleza.

La bailarina, por su parte, semidesnuda bajo el vestido que resaltaba sus formas, contempló su pisito y bajó los hombros con fatalismo.

—Limítese a responder a mi pregunta: ¿le pidió Graphopoulos, durante la velada, que fuera usted a reunirse con él en su habitación?

—¡No fui!

—Así pues, él se lo pidió. Y le dijo que se alojaba en el Hôtel Moderne, habitación dieciocho.

Ella bajó la cabeza.

—Chabot y Delfosse, instalados a una mesa próxima, pudieron oírles. ¿A qué hora llegó aquí Delfosse?

—¡Yo estaba dormida! Tal vez fueran las cinco de la mañana.

—¿Qué dijo?

—Me propuso que me fuera con él. Planeaba irse en barco a Estados Unidos. Me dijo que era rico.

—¿Se negó usted?

—Estaba muy dormida y le dije que se acostara. Pero él no quiso. Entonces, al verlo tan nervioso, le pregunté si se había metido en algún lío.

—¿Qué respondió?

—¡Me suplicó que ocultara un billetero en mi habitación!

—Y usted le indicó el armario, donde ya había una cartera con documentos, ¿es cierto?

Ella se encogió otra vez de hombros y suspiró:

—Peor para ellos.

—Conteste, ¿es cierto?

No hubo respuesta. Monsieur Delfosse fulminó a los presentes con una mirada de desafío.

—Me gustaría saber… —empezó a decir.

—En seguida lo sabrá usted todo, Monsieur Delfosse. Sólo le pido un instante de paciencia.

¡Era para llenar una pipa!