EL CONFIDENTE

Maigret se arrellanó en el sillón, vaciló un momento, como era habitual en él cuando iba a comenzar una larga explicación, y habló con suma sencillez.

—Ahora lo comprenderá usted igual que yo, y no me guardará rencor por haber hecho un poco de trampa. Empecemos por la visita de Graphopoulos a la Prefectura de Policía de París. Pide la protección de la policía, sin dar la menor explicación. Al día siguiente, parece, por su comportamiento, arrepentirse de esa gestión. La primera hipótesis es que se trata de un loco o un maníaco, un hombre obsesionado por la idea de que le persiguen. La segunda es que se siente de verdad amenazado, pero, tras reflexionar, no se considera más seguro bajo la custodia de la policía. La tercera es que, en un momento dado, ha necesitado ser vigilado.

»Me explicaré. Tenemos a un hombre maduro que disfruta de una considerable fortuna y, al parecer, también de absoluta libertad. Puede tomar el avión o el tren y apearse en cualquier lugar. ¿Qué amenaza puede asustarlo hasta el punto de que se vea obligado a recurrir a la policía? ¿Una mujer celosa que lo amenace con matarlo? No lo creo. Le basta con poner algunos kilómetros por medio. ¿Un enemigo personal? ¡Un hombre como él, hijo de un banquero, está en condiciones de hacerlo detener! No sólo tiene miedo en París, sino que tiene miedo en el tren, y sigue teniendo miedo en Lieja. La conclusión que yo saco es que no lo persigue un individuo, sino una organización, una organización internacional.

»Repito que es rico. Unos malhechores que desearan su dinero no lo amenazarían de muerte y, en todo caso, se haría proteger eficazmente de ellos denunciándolos. Ahora bien, sigue teniendo miedo cuando la policía lo custodia. Pesa sobre él una amenaza, ¡una amenaza que sigue en pie en cualquier ciudad a la que vaya y en cualquier circunstancia! Exactamente como si hubiese formado parte de alguna sociedad secreta y, tras haberla traicionado, hubiera sido condenado por ella. Una mafia, por ejemplo. O un servicio de espionaje. En los servicios de espionaje hay muchos griegos. La Sección Segunda nos dirá qué hacía el padre de Graphopoulos durante la guerra. Supongamos que el hijo los haya traicionado o que, simplemente, hastiado, haya manifestado su intención de recuperar la libertad. Lo amenazan de muerte. Le advierten que tarde o temprano ejecutarán la sentencia. Viene a verme, pero al día siguiente mismo comprende que eso no le servirá de nada; se inquieta y actúa con precipitación. Aunque también es posible que haya ocurrido lo contrario.

—¿Lo contrario? —preguntó Delvigne, que escuchaba con atención—. Confieso que no comprendo.

—Yo calificaría a Graphopoulos como a un hijo de papá. No sabe qué hacer. Durante uno de sus viajes, se afilia a alguna banda, a una mafia o a un organismo de espionaje, como aficionado, por curiosidad, por deseo de experimentar sensaciones. Se compromete a obedecer ciegamente a sus jefes. Un día, le ordenan asesinar a una persona.

—¿Y se dirige a la policía?

—¡Trate de seguir mi razonamiento! Le ordenan, por ejemplo, venir a matar a alguien aquí, en Lieja. Él está en París. Nadie sospecha de él. Siente repugnancia ante la idea de obedecer y, para no hacerlo, se dirige a la policía y hace que ésta lo siga. Telefonea a sus cómplices diciéndoles que le resulta imposible cumplir su misión, porque la policía lo vigila. No obstante, los cómplices no se dejan impresionar y le ordenan que actúe de todos modos. Ésa es la segunda explicación. O una de las dos es válida, o nuestro hombre está loco, y, si lo está, ¡no hay razón alguna para que lo maten realmente!

—¡Sorprendente! —aprobó sin convicción el comisario Delvigne.

—En resumen, cuando abandona París, viene a Lieja para matar a alguien o para que lo maten. —La pipa de Maigret chisporroteaba. El comisario hablaba con toda naturalidad—. A fin de cuentas, lo han matado a él, pero eso no prueba nada. Repasemos los acontecimientos de aquella noche. Se dirige al Gai-Moulin y pasa la velada en compañía de la bailarina Adèle. Ella le deja y salimos juntos del club. Cuando regreso, el dueño del local y Victor se van. Aparentemente, el club queda vacío. Creyendo que Graphopoulos se ha marchado también, lo busco en otros clubes de la ciudad. A las cuatro de la mañana, vuelvo al Hôtel Moderne. Antes de entrar en mi habitación, siento la curiosidad de asegurarme de que mi griego no ha vuelto. Con el oído pegado a la puerta, no oigo respiración alguna. Entreabro la puerta y me lo encuentro vestido y al pie de la cama, con el cráneo hundido por un porrazo. Ése es, resumido lo más brevemente posible, mi punto de partida. El billetero ha desaparecido. En la habitación no hay ni un papel, ni un arma, ni una huella que me dé pistas. —El comisario Maigret prosiguió sin esperar la réplica de su colega—. Al principio le he hablado de mafia y espionaje, en todo caso de una organización internacional, la única explicación que, a mi juicio, puede tener un caso así. El crimen es perfecto. La porra ha desaparecido. No hay la menor pista, el menor indicio que permita iniciar una investigación en toda regla. Si ésta empieza en el Hôtel Moderne, en las condiciones habituales, ¡es casi seguro que no aportará nada!

»Quienes dieron ese golpe han tomado precauciones. ¡Lo han previsto todo!

»Y yo, convencido de ello, siembro la confusión. ¿Han abandonado el cadáver en el Hôtel Moderne? ¡Muy bien! Yo lo transporto en un cesto de mimbre al Jardín Botánico con la complicidad de un conductor de taxi que, dicho sea entre nosotros, aceptó guardar silencio a cambio de cien francos; sinceramente, no lo encontré caro.

»Al día siguiente, se descubre el cadáver en el Jardín Botánico. ¿Se imagina usted la cara que debió de poner el asesino? ¿Se figura usted su pánico? ¿Y no hay posibilidades de que, desconcertado, cometa una imprudencia?

»Extremo la cautela hasta el punto de no presentarme a la policía local. No debe cometerse una sola indiscreción. Yo estaba en el Gai-Moulin. Según todas las probabilidades, el asesino también. Ahora bien, yo tengo la lista de los clientes de aquella noche y me informo sobre ellos, empezando por los dos jóvenes, que parecían muy nerviosos. El número de sospechosos es reducido: Jean Chabot, René Delfosse, Genaro, Adèle y Victor. En el peor de los casos, uno de los músicos o el segundo camarero, Joseph. Pero antes prefiero descartar a los jóvenes. En el momento en que intento cerciorarme de que puedo descartarlos, ¡interviene usted! ¡Detención de Chabot! ¡Huida de Delfosse! ¡Los periódicos anuncian que el asesinato se cometió en el Gai-Moulin! —Maigret lanzó un gran suspiro y cambió la posición de las piernas—. Por un instante, ¡creí que me la habían pegado! No me avergüenza confesárselo. Esa seguridad de Chabot al afirmar que el cadáver estaba en el local un cuarto de hora después del cierre…

—Sin embargo, ¡lo vio! —replicó el comisario Delvigne.

—Perdone. Vio vagamente, a la luz de un fósforo que sólo ardió unos segundos, una forma tendida en el suelo. Delfosse es el que afirma haber reconocido un cadáver «con un ojo abierto y el otro cerrado», como él dice. Pero no olvide que los dos salían de un sótano en el que habían estado largo rato inmóviles, y que tenían miedo, pues era su primer robo con fractura. Delfosse maquinó el robo. Arrastró a su compañero, ¡y fue el primero que tembló al ver un cuerpo en el suelo! ¡Un muchacho nervioso, enfermizo, vicioso! Dicho de otro modo, ¡un muchacho con imaginación! No tocó el cuerpo. No se acercó a él. No lo iluminó una segunda vez. Los dos salieron huyendo sin abrir la caja registradora.

»Por esa razón le aconsejé a usted que investigara lo que Graphopoulos había ido a hacer en el Gai-Moulin, después de fingir que salía de él. No nos encontramos ante un crimen pasional, un crimen escabroso o un robo de poca monta. Es exactamente el tipo de caso que la mayoría de las veces la policía no logra esclarecer, ¡porque se encuentra ante criminales demasiado inteligentes, demasiado bien organizados! Y por esa razón yo me dejé detener. ¡Para crear confusión, una vez más! ¡Para que los culpables creyeran que no corrían peligro, que la investigación se desviaba!

—Y, así, provocar una imprudencia, ¿no?

El comisario Delvigne no sabía aún qué pensar. Seguía mirando a su colega con resentimiento, y su expresión era tan graciosa que Maigret se echó a reír y dijo cordial pero bruscamente:

—¡Vamos, no me ponga mala cara! Hice trampa, desde luego. No le dije en seguida lo que sabía. O, mejor dicho, sólo le oculté una cosa: la historia del cesto de mimbre. En cambio, usted posee un elemento del que yo carezco.

—¿Cuál?

—Tal vez el más precioso en el momento actual. Tanto es así que, para conseguirlo, le he dicho todo lo anterior. El cesto fue hallado en el Jardín Botánico. Graphopoulos sólo llevaba encima una tarjeta de visita sin dirección. Y, sin embargo, esa misma tarde estaba usted en el Gai-Moulin y sabía ya que Chabot y Delfosse se habían ocultado en la escalera. ¿Gracias a quién?

El comisario Delvigne sonrió. Ahora le tocaba a él lucirse. En lugar de hablar en seguida, encendió lentamente la pipa y apelmazó el tabaco con la punta del índice.

—Naturalmente, tengo mis confidentes —empezó. Se tomó un poco más de tiempo, experimentó incluso la necesidad de remover algunos papeles—. Supongo que en París estarán ustedes organizados del mismo modo. En principio, todos los dueños de clubes nocturnos trabajan para mí como confidentes. A cambio de eso, hacemos la vista gorda con respecto a ciertas infracciones menores.

—O sea, que Genaro le informó.

—¡Exacto!

—¿Genaro vino a decirle que Graphopoulos había pasado la velada en su local?

—¡Eso es!

—¿Fue él quien descubrió las cenizas de cigarrillo en la escalera del sótano?

—No, Victor le indicó ese detalle, y Genaro me rogó que acudiera personalmente a verlas.

Maigret se enfurruñaba a medida que su colega recuperaba el optimismo.

—No pudimos ser más rápidos, ¡reconózcalo! —prosiguió Delvigne—. Chabot fue detenido. Y, de no haber sido por la intervención de Monsieur Delfosse, los dos jóvenes estarían aún en prisión. Si ellos no cometieron el asesinato, cosa que aún no está demostrada, al menos intentaron robar en el local. —Observó a su interlocutor, y a duras penas contuvo una sonrisa irónica—. Vaya, eso parece desconcertarlo.

—¡Claro, porque eso no simplifica las cosas!

—¿Qué es lo que no simplifica las cosas? —inquirió Delvigne.

—La iniciativa de Genaro.

—Reconozca que usted sospechaba de él…

—No más que de los otros. Y su iniciativa, por lo demás, nada prueba. A lo sumo, indicaría que es muy listo.

—¿Quiere usted seguir en Saint-Léonard?

Maigret estaba jugando con la caja de fósforos. No se apresuró a responder. Cuando habló, pareció hacerlo para sus adentros.

—Graphopoulos vino a Lieja para matar a alguien o para que lo mataran…

—¡Eso no está probado!

Y Maigret, de repente, exclamó con rabia:

—¡Malditos muchachos!

—¿A quiénes se refiere?

—¡A esos chicos! ¡Ellos lo estropearon todo! A menos que…

—¿A menos que…?

—Nada, nada —contestó. Se levantó, airado, y se puso a recorrer el despacho, cuya atmósfera, debido a que los dos fumaban, se había hecho irrespirable.

—Si el cadáver hubiera permanecido en la habitación del hotel y se hubiesen podido realizar las comprobaciones habituales, tal vez habríamos… —empezó a decir el comisario Delvigne.

Maigret le lanzó una mirada feroz.

En realidad, los dos estaban tan malhumorados que sus relaciones se resentían. A la menor palabra, se aprestaban a intercambiar «amabilidades», y no estaban lejos de hacerse mutuamente responsables del fracaso de la investigación.

—¿No tiene usted tabaco?

Maigret se lo preguntó con el tono que hubiera utilizado para decirle: «¡Es usted un imbécil!».

Y tomó la petaca de manos de su colega y llenó su pipa.

—¡Eh! ¡Alto ahí! No se la guarde en el bolsillo, por favor.

No hizo falta más para relajar la tensión. Maigret miró la petaca y después a su interlocutor de bigote pelirrojo; en vano intentó contener una sonrisa y se encogió de hombros.

Delvigne sonrió también. Se entendían. Conservaban una expresión hosca sólo para guardar las formas.

El belga fue el primero en preguntar con voz delicada, que delataba su preocupación:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—¡Lo único que sé es que han asesinado Graphopoulos!

—¡En su habitación del hotel! —añadió Delvigne.

¡Ésa fue la última indirecta!

—En su habitación del hotel, ¡sí! Y pudo hacerlo Genaro, Victor, Adèle o uno de los chicos. Ninguno tiene coartada. Genaro y Victor aseguran que se separaron en la esquina de la Rue Haute-Sauvenière y que cada uno se fue a su casa. Adèle afirma que se acostó sola. Chabot y Delfosse dicen que comieron mejillones y patatas fritas…

—… mientras usted recorría los clubes nocturnos…

—… y usted dormía.

El tono rayaba ahora en la broma.

—Lo seguro —masculló Maigret— es que Graphopoulos se dejó encerrar en el Gai-Moulin para robar algo o para matar a alguien. Cuando oyó ruido, se hizo el muerto, sin sospechar que lo estaría de verdad una hora después.

Se oyeron golpes apremiantes en la puerta, que se abrió. Entró un inspector y anunció:

—Es Monsieur Chabot; quiere hablar con usted. Pregunta si no le molesta…

Maigret y Delvigne se miraron.

—¡Hágalo entrar!

El contable estaba emocionado. No sabía qué hacer con su sombrero hongo y, al ver a Maigret en el despacho, vaciló.

—Le pido disculpas.

—¿Tiene usted algo que decirme?

Llegaba en mal momento. No estaban para cumplidos.

—Es que… Le pido perdón. Quisiera darle mis más sinceras gracias por…

—¿Ha llegado su hijo a casa?

—Sí, ha vuelto hace una hora. Me ha dicho…

—¿Qué le ha dicho?

Resultaba a un tiempo ridículo y lastimoso. Monsieur Chabot intentaba aparentar aplomo. Estaba lleno de buena voluntad. Pero las bruscas preguntas le desconcertaron y acabó por olvidar el discurso que había preparado: un pobre discurso emotivo que fracasó por culpa del tenso ambiente.

—Mi hijo me ha dicho… Bueno, en realidad, yo quería darles las gracias por su amabilidad. En el fondo no es un mal chico, pero las malas compañías y su débil carácter… Me ha jurado… Su madre está en cama, y él, a su cabecera, él… Le prometo, señor comisario, que en adelante no… Es inocente, ¿verdad? —Al contable se le quebró la voz. Pero se esforzaba por permanecer sereno y digno—. Es mi único hijo y quisiera… Tal vez yo haya sido demasiado indulgente…

—¡Demasiado indulgente, en efecto!

Monsieur Chabot perdió totalmente el aplomo. Maigret volvió la cabeza porque notó que ese hombre de cuarenta años, de hombros estrechos y bigotes rizados con tenacillas, estaba a punto de echarse a llorar.

—Le prometo que en el futuro… —Y, no sabiendo qué más decir, farfulló—: ¿Cree usted que debo escribir al juez de instrucción para darle las gracias?

—¡Pues claro! ¡Claro que sí! —gruñó el comisario Delvigne, al tiempo que lo empujaba hacia la puerta—. ¡Excelente idea!

Y recogió el sombrero hongo, pues a Monsieur Chabot se le había caído, y se lo puso en la mano. El hombre caminó varios pasos hacia atrás.

—¡A quien no se le ocurrirá darnos las gracias será al padre de Delfosse! —exclamó el comisario Delvigne una vez cerrada la puerta—. Cierto es que cena todas las semanas con el gobernador de la provincia y se tutea con el procurador del rey. ¡En fin! —Este «¡En fin!» lo pronunció cansado y hastiado, como el gesto con el que recogió todos los papeles dispersos por el escritorio—. ¿Qué hacemos ahora?

En ese momento, Adèle debía de dormir aún, en su desordenada habitación, impregnada de olores a alcoba y cocina. En el Gai-Moulin, Victor y Joseph iban perezosamente de mesa en mesa limpiando los mármoles, fregando los espejos con blanco de España.

—Señor comisario, ha venido el redactor de la Gazette de Liège, al que usted ha prometido…

—¡Que espere!

Maigret, huraño, había ido a sentarse de nuevo en un rincón.

—De lo que no hay duda —afirmó de repente Delvigne— es de que Graphopoulos está muerto.

—No es mala idea —dijo Maigret.

El otro lo miró creyendo que se trataba de una ironía.

Y Maigret prosiguió:

—¡Ya está! Eso es lo mejor que se puede hacer ahora. ¿Cuántos inspectores hay aquí en este momento?

—Dos o tres. ¿Por qué?

—¿Se puede cerrar con llave este despacho?

—¡Naturalmente!

—Supongo que se fiará usted más de sus inspectores que de los guardias de la prisión, ¿no?

El comisario Delvigne seguía sin comprender nada.

—Bien. Deme su revólver. No tenga miedo. Voy a disparar. Poco después, usted saldrá y anunciará que el hombre de las espaldas anchas se ha suicidado, lo que constituye una confesión, y que da por concluida la investigación.

—¿Quiere usted…?

—Tenga cuidado, voy a disparar. Sobre todo, impida que después vengan a molestarme. En caso necesario, ¿se puede salir por esta ventana?

—¿Qué quiere hacer?

—Se me ha ocurrido una idea. ¿Entendido?

Y Maigret disparó al aire, después de haberse sentado en un sillón, de espaldas a la puerta. Ni siquiera se le ocurrió quitarse la pipa de la boca. Pero eso no tenía importancia. Cuando acudieron de los despachos contiguos, el comisario Delvigne se interpuso y murmuró sin convicción:

—No es nada. El asesino se ha suicidado. Ha confesado.

Salió y cerró la puerta con llave, mientras Maigret se acariciaba los cabellos a contrapelo con una expresión de lo más alegre.

—Adèle, Genaro, Victor, Delfosse y Chabot —recitó, como una letanía.

En el despacho de los inspectores, el reportero de la Gazette de Liège tomaba notas.

—¿Dice usted que el hombre lo ha confesado todo? ¿Y no se ha podido esclarecer su identidad?… ¡Perfecto! ¿Puedo utilizar su teléfono? Dentro de una hora, sale la edición de la Gazette.

—¡Mire! —gritó, en tono triunfante, un inspector desde la puerta—. ¡Han llegado las pipas! Cuando quiera, puede venir a elegir las suyas.

Pero el comisario Delvigne se tiraba del bigote sin entusiasmo.

—Luego.

—¡Fíjese! Resultan dos francos más baratas de lo que yo pensaba.

—¿De veras? —Y reveló su verdadera preocupación al mascullar entre dientes—: Con su mafia…