EN EL CAFÉ

—¡Estate quieto! —dijo la gruesa muchacha con una picara sonrisa—. ¡Nos van a ver! —Se levantó, se dirigió al ventanal, cubierto por una cortina, y preguntó—: ¿Estás esperando el tren de Bruselas?

Se hallaban en un café, situado detrás de la Gare des Guillemins. El local, bastante grande, estaba limpio, las baldosas claras del suelo lavadas con abundante agua y las mesas cuidadosamente barnizadas.

—Ven a sentarte —murmuró el hombre, instalado ante una cerveza.

—¿Te portarás bien?

Y la mujer se sentó, tomó la mano que el hombre tenía sobre la banqueta y la colocó encima de la mesa.

—¿Eres viajante de comercio?

—¿En qué lo notas?

—En nada… No sé. Oye, si no te estás quieto, me voy a la puerta. Mejor será que me digas qué quieres beber. ¿Lo mismo? ¿Para mí también?

La limpieza del local, el orden que en él reinaba y un no sé qué más propio de un ambiente doméstico que de un establecimiento público, podía dar lugar a equívocos.

La barra era minúscula, no tenía cerveza de barril, y detrás, en la estantería, había apenas veinte vasos. En una mesa, cerca de la ventana, se veía una labor de costura y, en otro lugar, una cesta con judías verdes a las que habían empezado a quitar las hebras.

Era limpio. Olía a sopa y no a bebida. Al entrar, se tenía la sensación de violar la intimidad de un hogar.

La mujer, de unos treinta y cinco años, era atractiva y tenía un aire decente y a la vez maternal.

Rechazaba continuamente la mano que el tímido cliente le ponía a cada instante sobre la rodilla.

—¿En el ramo de la alimentación?

De repente aguzó el oído. Una escalera conducía directamente al primer piso. Y, arriba, se había oído un ruido, como si alguien acabara de despertarse.

—¿Me permites un momento? —Fue a escuchar, se dirigió a un pasillo y gritó—: ¡Monsieur Henry!

Cuando volvió a reunirse con el cliente, éste se mostraba inquieto, desconcertado, tanto más cuanto que un hombre en mangas de camisa y sin cuello duro, procedente de la trastienda, empezaba a subir la escalera sin hacer ruido. Sólo se le vieron las piernas, y después, nada.

—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre.

—Nada. Un joven que anoche estaba borracho y lo acostamos arriba.

—¿Monsieur Henry es tu marido?

Ella se echó a reír, con lo que se le estremeció el pecho, abundante y turgente.

—Es el dueño. Yo sólo soy la camarera. ¡Cuidado! Te digo que te van a ver.

—Sin embargo, me gustaría…

—¿Qué?

El hombre se sonrojó. Ya no sabía lo que podía o no podía permitirse. Miraba a su gruesa y lozana compañera con ojos brillantes.

—¿No hay modo de estar un poco a solas? —susurró.

—¿Estás loco? ¿Para qué? Ésta es una casa muy seria.

Ella se interrumpió para volver a escuchar. Arriba se oía una discusión. Henry respondía con voz tranquila y seca a alguien que le hacía reproches vehementes.

—Un verdadero chiquillo —explicó la gruesa muchacha—. ¡Daba pena! No debe de tener ni veinte años y ya se emborracha. Además, invitó a beber a todo el mundo; quiso hacerse el listo y montones de tipos se aprovecharon.

Arriba se abrió una puerta y las voces se oyeron con mayor claridad.

—¡Le digo que tenía centenares de francos en los bolsillos! —gritaba el joven—. ¡Me los han robado! ¡Quiero mi dinero!

—Un momento. Poco a poco. ¡Aquí no hay ladrones! Si usted no hubiera estado borracho como una cuba…

—Usted me sirvió la bebida.

—Sirvo bebida a la gente porque la considero lo bastante inteligente como para vigilar su billetero. Aun así, no debí hacerle caso. Además, usted se marchó a buscar mujeres por la calle con el pretexto de que la camarera no era lo bastante amable con usted. Y quería una habitación, y yo qué sé cuántas cosas más…

—Devuélvame mi dinero.

—Yo no tengo su dinero. Es más, si sigue armando jaleo, llamaré a la policía.

Henry no perdía la calma. En cambio, el joven, agitado, bajó la escalera de espaldas sin dejar de discutir.

Tenía las facciones marcadas, ojeras y un rictus siniestro en la boca.

—¡Todos ustedes son unos ladrones!

—¡Repita eso!

Y el llamado Henry bajó algunos escalones corriendo y agarró al joven por el cuello de la camisa.

De pronto, estuvo a punto de ocurrir una tragedia. El muchacho sacó un revólver del bolsillo y vociferó:

—Suélteme o…

El viajante de comercio se quedó pegado a la banqueta y, aterrorizado, se aferró al brazo de la camarera, que quería lanzarse hacia el chico.

No fue necesario. Henry, habituado a las peleas, había dado un golpe seco en el antebrazo de su adversario y el revólver cayó de las manos de éste.

—¡Abre la puerta! —ordenó Henry, jadeante, a la camarera.

Cuando estuvo abierta, empujó al muchacho con tal fuerza que éste cayó rodando en medio de la acera. Henry recogió el revólver del suelo y lo lanzó hacia el joven.

—¡Mocoso, venir a insultarme en mi propia casa! Ayer no paraba de pavonearse y enseñaba su dinero al primero que llegaba.

Se ordenó el cabello, echó un vistazo hacia la puerta y vio a un guardia municipal de uniforme.

—Usted es testigo de que me ha amenazado, ¿eh? —dijo al aturdido cliente—. Por lo demás, la policía conoce bien esta casa.

En la acera, René Delfosse, de pie, con la ropa sucia, rechinaba los dientes de rabia y respondía a las preguntas del agente municipal sin saber siquiera lo que contaba.

—¿Dice que le han robado? En primer lugar, ¿cómo se llama usted? Enséñeme la documentación. ¿Y de quién es esta arma?

Se habían acercado ya algunas personas. Otras se inclinaban desde la plataforma de un tranvía.

—Venga conmigo a la comisaría.

Al llegar, Delfosse tuvo tal ataque de furia que el agente recibió varias patadas en las tibias. Al interrogarlo el comisario, empezó contando que era francés y que había llegado a Lieja la víspera.

—En ese café me emborracharon y me quitaron todo mi dinero.

Pero un agente, en un rincón, lo observaba. Fue a hablar en voz baja al comisario. Éste sonrió con satisfacción.

—¿No se llamará usted René Delfosse?

—Eso a usted no le importa.

Raras veces había visto a alguien tan airado. El joven tenía la cabeza completamente ladeada y la boca torcida.

—Y el dinero que le quitaron, ¿no se lo había robado a cierta bailarina?

—¡No es verdad!

—Calma, calma. Ya se lo explicará a la Sûreté. Que telefoneen al comisario Delvigne para preguntarle qué tenemos que hacer con este individuo.

—¡Tengo hambre! —gruñó Delfosse, sin perder la expresión de niño protestón.

Se encogieron de hombros.

—No tienen ustedes derecho a dejarme sin comer. Los denunciaré. Yo…

—Ve a buscarle un bocadillo ahí al lado.

Delfosse le dio dos mordiscos y tiró el resto al suelo con una mueca de asco.

—¿Oiga?… Sí, está aquí… ¡Muy bien! Se lo envío de inmediato… No. Nada.

En el coche, sentado entre dos agentes, Delfosse guardó al principio un silencio hosco. Luego, sin que le hubieran preguntado nada, murmuró:

—De todos modos, yo no lo maté. Fue Chabot.

Los policías no le prestaron atención.

—Mi padre se quejará ante el gobernador, que es amigo suyo. ¡Yo no he hecho nada! Me robaron el billetero y, este mediodía, el dueño del café me ha echado a la calle sin un céntimo.

—El revólver, en cambio, sí es suyo, ¿verdad?

—No, es del dueño del café. Me amenazó con disparar si hacía ruido. Si no se lo creen, pregunten al cliente que había allí.

Al entrar en los locales de la Sûreté, alzó la cabeza tratando de darse aires de importancia, de parecer seguro de sí mismo.

—¡Ah! ¡Es el listillo ése! —dijo un inspector, al tiempo que estrechaba la mano de sus colegas y miraba a Delfosse de pies a cabeza—. Voy a avisar al jefe. —Regresó un instante después y dijo—: Que espere.

Al oírlo, el rostro del joven mostró despecho e inquietud, y rechazó la silla que le indicaban. Quiso encender un cigarrillo. Se lo quitaron de las manos.

—Aquí, no.

—¡Pues ustedes bien fuman!

Y oyó mascullar al inspector, que se alejaba, algo así como:

«… un curioso gallito de pelea».

A su alrededor seguían fumando, escribiendo, compulsando expedientes y a veces cambiando algunas frases.

Sonó un timbre. El inspector dijo a Delfosse, sin moverse:

—Puede usted entrar en el despacho del jefe. La puerta del fondo.

El despacho no era grande. La atmósfera estaba cargada de humo, y la estufa, que acababan de encender por primera vez en ese otoño, lanzaba estruendosos zumbidos cuando se levantaba un poco de viento.

El comisario Delvigne dominaba el cuarto desde su sillón. En el fondo, cerca de la ventana, a contraluz, había alguien sentado en una silla.

—Entre. Tome asiento.

La silueta sentada se levantó. Se adivinaba, mal iluminado, el pálido rostro de Jean Chabot, girado hacia su amigo.

Delfosse preguntó, sarcástico:

—¿Qué quieren de mí?

—Nada, joven. Sólo que responda a algunas preguntas.

—Yo no he hecho nada.

—Y yo no le he acusado aún.

Señalando a Chabot, René gruñó:

—¿Qué ha contado ése? Ha mentido, estoy seguro.

—¡Calma! ¡Calma! E intente responder a mis preguntas. Y usted, permanezca sentado.

—Pero…

—Le digo que permanezca sentado. Y ahora, Delfosse, dígame qué hacía en ese café.

—Me robaron.

—¿Otra vez con esa historia? Veamos. Ayer por la tarde, cuando entró usted en el café, ya estaba ligeramente bebido. Quiso llevarse a la camarera al primer piso y, como ella se negaba, salió usted a la calle en busca de una mujer.

—Estoy en mi derecho.

—Invitó a beber a todo el mundo, y durante horas fue usted la gran atracción. Hasta el momento en que, borracho como una cuba, cayó rodando bajo una mesa. El dueño sintió lástima de usted y lo acostó en una cama.

—Me robó.

—Es decir, que repartió usted a diestro y siniestro dinero que no le pertenecía. Para ser exactos, el dinero que había robado por la mañana del bolso de Adèle.

—¡Eso no es verdad!

—Con ese dinero, primero se compró el revólver. ¿Para qué?

—¡Porque me apetecía tener un revólver!

La cara de Chabot era un espectáculo apasionante. Miraba a su amigo con un asombro indecible, como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Parecía descubrir de repente a otro Delfosse, que lo espantaba. Le habría gustado intervenir, decirle que se callara.

—¿Por qué robó usted el dinero a Adèle?

—Me lo dio ella.

—Ella ha declarado algo muy distinto. ¡Lo acusa a usted de habérselo robado!

—¡Miente! Ella me lo dio para comprar dos billetes de tren, porque íbamos a marcharnos juntos.

Se notaba que lanzaba las frases sin ton ni son, sin reflexionar, sin procurar no contradecirse.

—Tal vez niegue usted también que, hace dos noches, se ocultó en la escalera que lleva al sótano del Gai-Moulin.

Chabot se inclinó hacia delante como para advertirle: «¡Cuidado! No había manera de negarlo. No he tenido más remedio que confesar».

Pero Delfosse, ya en pie, gritó hacia su amigo:

—¡Eso también lo ha contado ése! ¡Y ha mentido! ¡Quería que me quedara con él! Yo no necesito dinero, mi padre es rico, basta con que se lo pida. La idea fue de éste.

—Se marchó usted en seguida del local, ¿no?

—Sí.

—¿Regresó a su casa?

—Sí.

—Después de comer patatas fritas y mejillones en la Rue du Pont-d’Avroy, ¿verdad?

—Sí. Creo…

—Ahora bien, iba acompañado de Chabot. El camarero lo ha declarado.

Chabot se retorcía las manos y su mirada seguía siendo suplicante.

—¡Yo no he hecho nada! —dijo Delfosse, recalcando las sílabas.

—Yo no he dicho que usted hubiera hecho algo.

—¿Entonces?

—Entonces, ¡nada!

Delfosse recuperó el aliento y lanzó una mirada aviesa.

—¿Fue usted quien dio la señal para salir del sótano?

—No, eso no es verdad.

—En todo caso, usted, que iba delante, fue el primero que vio el cadáver.

—No es verdad.

—¡René! —gritó Chabot, que ya no podía más.

De nuevo, el comisario lo obligó a sentarse, a callarse. Pero Chabot, un instante después, murmuró, como sin fuerza:

—No comprendo por qué miente. No asesinamos a nadie. Ni siquiera tuvimos tiempo de robar. Él iba delante y encendió un fósforo. Yo apenas vi al turco, sólo adiviné algo en el suelo. Después, Delfosse incluso me dijo que el cadáver tenía un ojo abierto y la boca…

—¡Qué interesante! —ironizó Delfosse.

En ese instante, Chabot parecía cinco años menor que su amigo, ¡y mucho más frágil! No sabía qué pensar. Era consciente de su poca convicción, de su debilidad.

El comisario Delvigne miraba a uno y a otro alternativamente.

—Pónganse de acuerdo, muchachos. Con el susto, salieron con tal precipitación que se dejaron la puerta abierta. Después fueron a comer mejillones y patatas fritas. —De repente, mirando a Delfosse a los ojos, añadió—: Dígame una cosa, ¿tocó usted el cadáver?

—¿Yo? En absoluto.

—¿Había un cesto de mimbre cerca de él?

—No. No vi nada de eso.

—¿Cuántas veces ha robado usted dinero de la caja de su tío?

—¿Ha contado eso Chabot? —Y, con los puños cerrados, añadió—: ¡Será cerdo! ¡Menudo caradura! ¡Inventa historias! Él sí robaba de la «caja pequeña», y yo le daba dinero para que lo devolviera.

—¡Cállate! —suplicó Chabot, con las manos juntas.

—¡Sabes perfectamente que mientes!

—¡No! Tú eres el mentiroso. ¡Escucha, René! El asesino está…

—¿Qué dices?

—Digo que el asesino está…, está detenido. Tú…

Delfosse miró al comisario Delvigne y preguntó con voz equívoca:

—¿Qué dice? ¿El…, el asesi…?

—¿No ha leído los periódicos? Claro, usted estaba durmiendo la borrachera. En seguida me dirá si reconoce al hombre que estaba aquella noche en el Gai-Moulin y que al día siguiente lo siguió por la calle.

René se enjugó el sudor, sin atreverse a mirar al rincón en el que se encontraba su amigo. Sonó el timbre en el despacho de los inspectores y unos agentes fueron a buscar a Maigret, que se hallaba en un cuarto contiguo. Se abrió la puerta y entró, conducido por el inspector Girard.

—¡Más aprisa! Colóquese a la luz, por favor. A ver, Delfosse, ¿lo reconoce usted?

—¡Sí, es él!

—¿Lo había visto antes?

—¡Jamás!

—¿No le dirigió la palabra?

—No creo.

—Por ejemplo, ¿no merodeaba por los alrededores del Gai-Moulin cuando salieron ustedes? Reflexione. Haga memoria.

—Espere. Sí, tal vez. Había alguien en un rincón, y ahora me parece que quizá fuera él.

—¿Quizá?

—Seguro. Sí.

Maigret, de pie en el pequeño despacho, parecía enorme. Sin embargo, cuando habló, se oyó una voz casi delicada, muy dulce:

—No llevaba usted una linterna, ¿verdad?

—No. ¿Por qué?

—Y no encendieron la luz de la sala, ¿no? O sea, que se contentaron con encender un fósforo. ¿Quiere decirme a qué distancia estaba usted del cadáver cuando lo vio?

—Pues… no sé.

—¿A una distancia mayor que la que hay entre las dos paredes de este despacho?

—Más o menos la misma.

—Es decir, a cuatro metros. Y estaban ustedes muy nerviosos. Era su primer robo de verdad. Vislumbraron una figura echada y pensaron en seguida que era un cadáver. No se acercaron, no lo tocaron; por tanto, no están seguros de que el hombre no respirara. ¿Quién había encendido el fósforo?

—Yo —confesó Delfosse.

—¿Ardió durante mucho tiempo?

—Lo dejé caer en seguida.

—Por consiguiente, el dichoso cadáver estuvo iluminado sólo unos segundos. ¿Está usted seguro, Delfosse, de haber reconocido a Graphopoulos?

—Vi cabellos negros —contestó. Miró asombrado a su alrededor. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que el hombre corpulento estaba sometiéndolo a un auténtico interrogatorio, y él había contestado con docilidad. Refunfuñó—: ¡Sólo responderé al comisario!

Éste había descolgado ya el auricular del teléfono. Delfosse se estremeció al oír el número que pedía.

—¿Oiga? ¿Monsieur Delfosse? Sólo deseo saber si sigue dispuesto a depositar la fianza de cincuenta mil francos. Ya he hablado de ello al juez de instrucción, quien ha informado al ministerio fiscal… Sí, entendido… ¡No! No se moleste. Es mejor que se haga directamente.

René Delfosse aún no comprendía. En su rincón, Jean Chabot permanecía inmóvil.

—Delfosse, ¿sigue usted afirmando que fue Chabot quien lo hizo todo?

—Sí.

—Pues bien, están ustedes libres. Vuelvan a sus casas. Su padre, Monsieur Delfosse, me ha prometido que no le hará ningún reproche. ¡Un momento! Usted, Chabot, ¿sigue afirmando que fue Delfosse quien robó el dinero que usted intentaba hacer desaparecer en los lavabos?

—Fue él. Yo…

—En ese caso, arrégleselas con él. ¡Lárguense los dos!

Maigret había sacado maquinalmente su pipa del bolsillo. Pero no la encendió. Miraba a los jóvenes, que, desamparados, no sabían qué hacer ni qué decir. El comisario Delvigne tuvo que levantarse y empujarlos hacia la puerta.

—Nada de disputas, ¿eh? No olviden que siguen a disposición de la justicia.

Atravesaron a pasos rápidos la sala de los inspectores y, en la puerta, Delfosse, hosco, se giró hacia su amigo e inició un discurso vehemente, que no se oyó.

Sonó el teléfono.

—¿Diga? ¿El comisario Delvigne?… Discúlpeme que le moleste, señor comisario. Soy Monsieur Chabot. ¿Puedo preguntarle si hay alguna novedad?

El comisario sonrió, dejó su pipa de espuma sobre la mesa y dirigió un guiño a Maigret:

—Delfosse acaba de salir de aquí… en compañía de su hijo.

—…

—¡Que sí! Dentro de unos minutos estarán en casa. ¡Oiga! Permítame aconsejarle que no sea demasiado severo con él.

Llovía. Por las calles, Chabot y Delfosse caminaban veloces a lo largo de las aceras, abriéndose paso entre la multitud, que no los conocía. No conversaban de manera fluida. Pero, cada cien metros, uno de los dos giraba ligeramente la cabeza hacia su compañero y lanzaba una frase mordaz que suscitaba una réplica arisca.

Al llegar a la esquina de la Rue Puits-en-Socs, torcieron, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda, para volver cada cual a su casa.

—¡Está libre, señor! ¡Han reconocido que era inocente!

Monsieur Chabot salió de su oficina, esperó al tranvía número 4 y, al subir, se instaló cerca del conductor, al que conocía desde hacía años.

—¡Cuidado! Nada de averías, ¿eh? ¡Mi hijo está libre! El comisario en persona acaba de telefonearme para decirme que había reconocido su error. —No se podía saber si reía o lloraba. En todo caso, un vaho le impedía ver las calles familiares por las que pasaban—. ¡Y pensar que tal vez yo llegue a casa antes que él! Más valdría, porque mi mujer es capaz de recibirlo mal. Hay cosas que las mujeres no comprenden. ¿Creyó usted por un solo instante que fuera culpable? Dígamelo, con confianza…

Estaba enternecedor. Suplicaba al conductor que dijese que no.

—Pues mire, yo…

—Tendrá usted alguna opinión, ¿no?

—Desde que mi hija tuvo que casarse con un inútil que la había dejado embarazada, no creo demasiado en la juventud de hoy.

Maigret se había sentado en el sillón que Jean Chabot acababa de abandonar, frente al escritorio del comisario Delvigne, y había tomado el tabaco de éste, que se encontraba sobre la mesa.

—¿Tiene usted la respuesta de París? —preguntó Maigret.

—¿Cómo lo sabe?

—¡Vamos! También usted lo habría adivinado. Y con respecto al cesto de mimbre, ¿han logrado averiguar cómo salió del Hôtel Moderne?

—¡En absoluto! —El comisario Delvigne estaba malhumorado. Sentía rencor hacia su colega parisiense—. Con franqueza, le diré que sospecho que usted está tomándonos el pelo. Reconozca que sabe algo más de este caso.

—Y yo le respondo que en absoluto. Es la verdad. Tengo más o menos los mismos elementos de investigación que usted. En su lugar, yo hubiera actuado como usted y habría soltado a esos dos muchachos. Ahora, por ejemplo, intentaría saber qué pudo robar Graphopoulos en el Gai-Moulin.

—¿Robar?

—¡O intentar robar!

—¿Graphopoulos? ¿El muerto?

—O a quién pudo matar.

—¡No comprendo nada!

—¡Espere! Matar o intentar matar.

—¿Ve como tiene usted informaciones que a mí me faltan?

—¡Muy pocas! La principal diferencia entre nosotros es que usted acaba de pasar varias horas ocupadísimo, corriendo de aquí a los tribunales, recibiendo a gente y hablando por teléfono, mientras yo gozaba de la tranquilidad más completa en mi celda de Saint-Léonard.

—¡Y ha estado usted reflexionando sobre sus trece apartados! —replicó el comisario Delvigne, no sin cierta acritud.

—No sobre todos, de momento sólo sobre algunos.

—Por ejemplo, sobre el cesto de mimbre.

Maigret esbozó una sonrisa beatífica.

—¿Otra vez? De acuerdo. Más vale que le diga que fui yo quien sacó el cesto del hotel.

—¿Vacío?

—¡En absoluto! ¡Con el cadáver dentro!

—De modo que, según usted, el asesinato…

—… se cometió en el Hôtel Moderne, en la habitación de Graphopoulos. Y eso es lo más fastidioso del caso. ¿No tiene usted fósforos?