VIAJE INSÓLITO

—No vendrán los periodistas, ¿verdad? Cierre la puerta con llave, tenga la bondad. Más vale que hablemos con tranquilidad.

El comisario Delvigne miraba a su colega con esa consideración involuntaria que se tiene en provincias, y sobre todo en Bélgica, para con todo lo que procede de París. Además, se sentía violento por el error que acababa de cometer, y quiso excusarse.

—¡De ninguna manera! —le interrumpió Maigret—. Tenía mucho interés en que me detuvieran. Más aún: después me llevará usted a la cárcel y permaneceré en ella todo el tiempo que sea necesario. Sus propios inspectores deben creer que mi detención es real.

¡No lo pudo remediar! Se echó a reír ante la graciosa expresión del belga. Éste miraba a Maigret azarado, sin saber qué actitud adoptar. Se notaba que temía hacer el ridículo. Intentaba en vano averiguar si su compañero bromeaba o no.

La risa de Maigret desencadenó la suya.

—¡Vamos, vamos! ¿Qué cosas dice usted? ¿Meterlo en la cárcel? ¡Ja! ¡Ja!

—Le juro que eso deseo.

—¡Ja! ¡Ja!

Durante largo rato se resistió a creerlo. Sin embargo, cuando vio que su interlocutor hablaba en serio, se sintió muy turbado.

Se hallaban sentados frente a frente. Los separaba una mesa atestada de expedientes. De vez en cuando, Maigret volvía a mirar con admiración la pipa de espuma de su colega.

—Ahora lo entenderá todo —dijo—. Le pido perdón por no haberle puesto al corriente antes, pero, como verá en seguida, era imposible. El crimen se cometió el miércoles, ¿verdad? Bueno, pues el lunes yo estaba en mi despacho, en el Quai des Orfèvres, cuando me entregaron la tarjeta de un tal Graphopoulos. Como de costumbre, antes de atenderlo, telefoneé a la brigada de extranjería para obtener información sobre él. ¡Nada! Graphopoulos acababa de llegar a París.

»Cuando entró en mi despacho, me pareció notar que al hombre le inquietaba algo en esos momentos. Según me explicó en seguida, viajaba mucho, y tenía razones para pensar que querían atentar contra su vida; terminó preguntándome cuánto dinero le costaría que un inspector lo custodiara noche y día.

»Ocurre con frecuencia. Le comuniqué la tarifa. Insistió en que le facilitara a alguien que estuviera a la altura de las circunstancias; en cambio, respondió con evasivas a mis preguntas sobre el peligro que él corría y sobre sus posibles enemigos. Me dijo que se alojaba en el Grand-Hôtel, y esa misma noche le envié al inspector solicitado.

»A la mañana siguiente, me informé sobre él. La embajada de Grecia me respondió que era el hijo de un importante banquero de Atenas y que llevaba una vida ociosa de gran señor por toda Europa. Apuesto a que usted lo tomó por un aventurero.

—Exacto. ¿Está usted seguro de que…?

—¡Espere! El martes por la noche, el inspector encargado de proteger a Graphopoulos me dijo, estupefacto, que nuestro hombre había intentado despistarlo continuamente, utilizando artimañas conocidas por todos, como los edificios con dos salidas, los taxis sucesivos, etcétera. Añadió que Graphopoulos había comprado un billete para el avión de Londres del miércoles por la mañana. A usted puedo confesárselo: la idea de dar una vuelta por Londres, sobre todo yendo en avión, no me desagradó, y me hice cargo de la vigilancia.

»El miércoles por la mañana, Graphopoulos abandonó el Grand-Hôtel, pero, en lugar de dirigirse al aeropuerto de Le Bourget, ordenó que lo llevaran a la Gare du Nord, donde compró un billete de tren para Berlín. Viajamos en el mismo coche-salón. Ignoro si me reconoció, pero, si así fue, no me dirigió la palabra. En Lieja se apeó, y yo tras él. Tomó una habitación en el Hôtel Moderne y yo elegí una contigua a la suya. Cenamos en un restaurante situado detrás del Théâtre Royal.

—¡En La Bécasse! —lo interrumpió el comisario Delvigne—. ¡Se come muy bien allí!

—Tiene razón, sobre todo los riñones al estilo de Lieja. Por cierto, tuve la impresión de que Graphopoulos ponía los pies en Lieja por primera vez. En la estación le aconsejaron el Hôtel Moderne. En el hotel lo enviaron a La Bécasse. Por último, un empleado del restaurante le habló del Gai-Moulin.

—Entonces, fue a parar a él por azar —dijo, pensativo, el comisario Delvigne.

—Confieso que no lo sé. Entré en el club poco después que él. Ya se había sentado a su mesa una bailarina del local, cosa bastante natural. A decir verdad, me aburrí mortalmente, pues me horrorizan esos clubes nocturnos. Al principio pensé que se iría con la bailarina. Cuando la vi marcharse sola, la acompañé un trecho del camino, el tiempo justo para hacerle dos o tres preguntas. Me contó que era la primera vez que veía a ese extranjero, que él la había citado para más tarde, pero que ella no pensaba acudir, y añadió que el tipo era un pelmazo. Eso es todo. Volví sobre mis pasos. El dueño del club salía en compañía del camarero. Pensé que Graphopoulos se habría marchado mientras yo acompañaba a la chica, y lo busqué por las calles de los alrededores. Fui al hotel para asegurarme de que no había regresado. Cuando volví al Gai-Moulin, las puertas seguían cerradas y no había luz en el interior. En una palabra, un fracaso. De todos modos, no me tomé el asunto a lo trágico. Pregunté a un agente si había otros clubes abiertos y me indicó cuatro o cinco. Entré en todos, busqué al griego a conciencia, pero no lo encontré.

—Extraordinario —murmuró, admirado, el comisario Delvigne.

—Espere. Al día siguiente, habría podido presentarme ante usted y continuar la investigación en colaboración con la policía de Lieja. No obstante, como me habían visto en el Gai-Moulin, preferí no hacerlo para no alertar al asesino. Al fin y al cabo, son muy pocos los posibles culpables. Decidí seguir los dos jóvenes, cuyo nerviosismo no me había pasado inadvertido. Eso me condujo hasta Adèle y la pitillera del muerto. Ustedes precipitaron los acontecimientos: la detención de Jean Chabot, la huida de Delfosse, la confrontación general. Todo eso lo supe por los periódicos. Me enteré también de que me buscaban como posible culpable. ¡Eso es todo! ¡Lo aproveché!

—¿Lo aprovechó?

—Primero, una pregunta: ¿cree usted que los dos muchachos son culpables?

—Si he de serle sincero…

—Bien, ya veo que no lo cree. Nadie lo cree, y el asesino sabe perfectamente que de un momento a otro la policía se lanzará sobre otras pistas. Por tanto, el asesino habrá tomado sus precauciones, y no hay que contar con que cometa una imprudencia. En cambio, hay poderosas sospechas contra el hombre de las espaldas anchas, como dicen los periódicos. Hoy han detenido al hombre de las espaldas anchas en circunstancias bastante teatrales. Para todo el mundo, el hombre al que meterán en la cárcel esta noche es el verdadero culpable. Hay que reforzar esa opinión. Mañana, la gente leerá en los periódicos que estoy en la prisión de Saint-Léonard, y que se cree que confesaré muy pronto.

—¿Está usted de verdad dispuesto a ir a la cárcel?

—¿Por qué no?

El comisario Delvigne no acababa de convencerse.

—Naturalmente, tendrá usted libertad de movimientos.

—En absoluto. Le pido, al contrario, que me someta al régimen más severo.

—Ustedes, los de París, utilizan unos métodos muy raros.

—¡Qué va! Pero, como le he dicho, es necesario que el culpable o los culpables se crean fuera de peligro. Si es que hay un culpable.

Esta vez, el comisario de bigote pelirrojo se sobresaltó.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Insinúa que Graphopoulos se aplastó el cráneo de un garrotazo y después se encerró en un cesto de mimbre para transportarse al Jardín Botánico?

En los grandes ojos de Maigret había una expresión de lo más ingenua.

—¡Nunca se sabe! —Y, al tiempo que llenaba su pipa, añadió—: Ya va siendo hora de que me lleve a Saint-Léonard. Antes, sería aconsejable que nos pusiéramos de acuerdo sobre algunos detalles. ¿Quiere usted apuntarlos?

Hablaba con mucha sencillez. Había humildad incluso en el tono que empleaba. Pese a ello, Maigret tomaba pura y simplemente la dirección de las investigaciones, sin que lo pareciera.

—Lo escucho.

—Primero: el lunes, Graphopoulos pidió protección a la policía parisiense.

»Segundo: el martes intentó burlar al inspector encargado de custodiarlo.

»Tercero: el miércoles, tras comprar un billete de avión para Londres, compró uno de tren para Berlín y se apeó en Lieja.

»Cuarto: no parecía conocer la ciudad y fue a parar al Gai-Moulin, donde no hizo nada extraordinario.

»Quinto: en el momento en que yo salí en compañía de la bailarina, había cuatro personas en el club: Chabot y Delfosse, escondidos en la escalera del sótano; el dueño y Victor en la sala.

»Sexto: cuando regresé al Gai-Moulin el dueño y Victor se fueron y cerraron las puertas. Chabot y Delfosse, según ha dicho el primero, seguían allí.

»Séptimo: Chabot afirma que salieron del sótano un cuarto de hora después del cierre, y que en ese momento Graphopoulos estaba muerto.

»Octavo: si eso es cierto, el crimen pudo haberse cometido mientras yo acompañaba a la bailarina. En ese caso, los culpables serían Genaro y Victor.

»Noveno: si eso no es cierto, durante ese rato pudieron cometer el asesinato los propios Delfosse y Chabot.

»Décimo: Chabot tal vez mienta y, en ese caso, nada prueba que el drama se produjera en el Gai-Moulin.

»Undécimo: el asesino pudo haber transportado el cuerpo al Jardín Botánico, pero es posible que de dicho transporte se encargara otra persona.

»Duodécimo: al día siguiente, Adèle tenía en su poder la pitillera, y afirma que se la había dado Delfosse.

»Decimotercero: los testimonios de Genaro, de la bailarina y de Victor concuerdan para refutar las declaraciones de Jean Chabot.

Maigret calló y dio algunas bocanadas a su pipa; su compañero levantó hacia él unos ojos llenos de inquietud.

—¡Es inaudito! —murmuró Delvigne.

—¿Qué es inaudito?

—La complejidad de este caso, cuando se examina detenidamente.

Maigret se levantó.

—¡Ya es hora de acostarnos! ¿Son buenas las camas en Saint-Léonard?

—Es verdad, ahora irá usted allí.

—A propósito, me gustaría ocupar la celda contigua a la de Chabot. Tal vez mañana le pida a usted que me someta a un careo con él.

—Quizá para entonces hayamos atrapado a su amigo Delfosse.

—Eso no tiene importancia.

—¿Cree usted que debemos descartar definitivamente la culpabilidad de esos muchachos? El juez no quiere ni oír hablar de soltar a Chabot. Además, tendré que decirle la verdad sobre lo de usted.

—Lo más tarde posible, por favor. ¿Qué sucede ahí al lado?

—¡Los periodistas, seguro! Voy a tener que hacer alguna declaración. ¿Qué identidad quiere que le atribuya?

—¡Ninguna! ¡Un desconocido! Dígales que no llevaba encima documentación alguna.

El comisario Delvigne no había recuperado del todo el aplomo. Seguía observando a Maigret a hurtadillas, con una inquietud teñida de admiración.

—No comprendo nada.

—¡Yo tampoco! —replicó Maigret.

—Es como si Graphopoulos sólo hubiera venido a Lieja para que lo mataran. De hecho, ya debería haber avisado a su familia. Mañana por la mañana iré a ver al cónsul de Grecia.

Maigret había recogido su sombrero hongo. Estaba listo para partir.

—¡Cuidado con tratarme con demasiada consideración delante de los periodistas! —le recomendó.

Delvigne abrió la puerta. En la gran sala de los inspectores vieron a una media docena de periodistas que rodeaban a un hombre. El comisario Delvigne lo reconoció de inmediato.

Era el director del Hôtel Moderne, que había acudido esa misma tarde a la comisaría. Hablaba con vehemencia a los periodistas y éstos tomaban notas. De repente, se volvió, vio a Maigret y lo señaló con el dedo, al tiempo que se sonrojaba.

—¡Es él! —exclamó—. ¡No hay duda!

—En efecto. Acaba de confesar que se alojó en su hotel.

—¿Y ha confesado también que se llevó el cesto? —siguió el director del hotel.

El comisario Delvigne no comprendía nada.

—¿Qué cesto?

—¡El cesto de mimbre, caramba! Con el personal doméstico que tenemos hoy en día, yo podría haber tardado mucho en advertirlo.

—¡Explíquese!

—Verá. En cada piso del hotel, en el pasillo, hay un cesto de mimbre que sirve para dejar la ropa sucia. Pues bien, cuando trajeron la ropa de la lavandería, advertí que faltaba un cesto: el del tercer piso. Pregunté a la doncella y, según ella, creyó que se habían llevado el cesto para repararlo, porque la tapa cerraba mal.

—¿Y la ropa?

—¡Eso es lo mejor! La ropa que contenía estaba dentro del cesto del segundo piso.

—¿Está usted seguro de que su cesto es el que se utilizó para transportar el cadáver?

—Vengo del depósito de cadáveres, y allí me lo han enseñado.

Jadeaba. Se veía estrechamente involucrado en el caso, y aún no había salido de su asombro.

Pero el más afectado era el comisario Delvigne, que ni siquiera se atrevía a dirigir la mirada a Maigret. Olvidó la presencia de los periodistas y los términos de su acuerdo.

—¿Qué dice usted a eso?

—No digo nada —contestó Maigret, imperturbable.

—Hay que tener en cuenta —prosiguió el director del Hôtel Moderne— que pudo muy bien salir con el cesto sin ser visto. Para entrar por la noche, hay que llamar, y el portero abre sin levantarse de la cama. Para salir basta con girar el pomo de la puerta.

Un periodista que tenía dotes para el dibujo estaba haciendo un rápido bosquejo de Maigret, al que representaba mofletudo y con una expresión de lo más inquietante.

El comisario Delvigne se pasó la mano por los cabellos y balbució:

—Tenga la amabilidad de entrar un instante en mi despacho.

No sabía adónde mirar. Un reportero le preguntó:

—¿Ha confesado?

—¡Déjeme en paz!

Maigret dijo muy tranquilo:

—Le advierto que no responderé a ninguna pregunta más.

—¡Girard! ¡Haga venir el coche!

—¿No tengo que firmar mi declaración? —preguntó el director del Hôtel Moderne.

—Luego.

Había una gran confusión. Pero Maigret fumaba muy serio su pipa, al tiempo que miraba, uno tras otro, a los presentes.

—¿Las esposas? —preguntó Girard, al entrar.

—Sí… No… ¡Usted, venga por aquí!

Tenía prisa por hallase en el coche a solas con el comisario.

Cuando avanzaban por las calles desiertas, preguntó, casi suplicante:

—¿Qué quiere decir eso?

—¿A qué se refiere?

—A la historia del cesto. Ese hombre lo acusa, en una palabra, de haberse llevado un cesto de mimbre del hotel. ¡El cesto de mimbre en el que se encontró el cadáver!

—En efecto, eso ha parecido insinuar.

Ese «insinuar», después de las vehementes afirmaciones del director del hotel, tenía una sabrosa ironía.

—¿Es verdad?

En lugar de responder, Maigret siguió con su monólogo.

—En una palabra, ese cesto, o se lo llevó Graphopoulos, o me lo llevé yo. Si fue Graphopoulos, hay que reconocer que sería extraordinario: ¡un hombre que se encarga de transportar su propio ataúd!

—Discúlpeme. Pero antes, cuando se identificó usted, no pensé en pedirle…, ¡ejem!…, una prueba de…

Maigret se hurgó en los bolsillos. No tardó en mostrar a Delvigne su placa de comisario.

—Ya veo. Perdóneme. Esa historia del cesto… —Y de repente, armado de valor gracias a la oscuridad que reinaba en el coche, añadió—: ¿Sabe que, aunque no me hubiera dicho usted nada, me habría visto obligado a detenerlo, después de la detallada declaración del director del Hôtel Moderne?

—¡Naturalmente!

—¿Esperaba usted esa acusación?

—¿Yo? ¡No!

—¿Y cree que fue Graphopoulos en persona quien se llevó el cesto?

—¡Aún no creo nada!

El comisario Delvigne, perdida ya la paciencia, con las mejillas arreboladas, se calló y se arrellanó en su rincón. Al llegar a la prisión, se ocupó rápidamente de las formalidades del encarcelamiento, procurando no mirar la cara de su compañero.

—El oficial lo custodiará —dijo a modo de despedida.

Sin embargo, no tardaría en sentir remordimientos. En la calle se preguntó si no había sido demasiado seco con su colega.

«¡Él mismo me ha pedido que me mostrara duro!»

Sí, pero ¡no a solas! Además, eso era antes de la declaración del director del Hôtel Moderne. ¿Acaso Maigret, por ser de París, estaba tomándole el pelo?

«En ese caso, peor para él.» Girard esperaba en el despacho, leyendo los trece puntos que el comisario Maigret había dictado a Delvigne.

—¡Esto avanza! —se felicitó a la llegada de su jefe.

—¡Ah! O sea, que a ti te parece que avanza.

Delvigne empleó tal tono que Girard puso ojos como platos.

—Pero… esa detención, y el cesto que… —replicó el inspector.

—El cesto, ¡sí! Sobre todo, háblame del cesto, eso es, del cesto que… Ponme con el servicio de telégrafos.

Cuando tuvo la comunicación, dictó el siguiente telegrama:

«Sûreté Lieja a Dirección Policía Judicial París.

»ROGAMOS ENVÍEN URGENTEMENTE INFORMES DETALLADOS Y, A SER POSIBLE, FICHA DACTILOSCÓPICA COMISARIO MAIGRET».

—¿Qué quiere decir eso? —se atrevió a preguntar Girard.

No debió preguntarlo. El otro le lanzó una mirada feroz.

—Nada en absoluto, ¿oyes? ¡Quiere decir que estoy harto de tus estúpidas preguntas! ¡Quiere decir que tengo ganas de que me dejen en paz!

Quiere decir… —Al darse cuenta de lo ridículo de su enfado, acabó de repente con una sola palabra—: ¡Carajo!

Después se encerró en su despacho, a solas con los trece apartados del comisario Maigret.