Por la tarde aparecieron los periódicos locales, y todos exhibían titulares sensacionalistas en primera página. La Gazette de Liège, el periódico conservador, decía:
«EL CASO DEL CESTO DE MIMBRE.
LOS AUTORES DEL ASESINATO
FUERON DOS JOVENES DISOLUTOS».
La Wallonie Socialiste, por su parte, escribía:
«EL CRIMEN DE DOS JÓVENES BURGUESES».
Se informaba sobre la detención de Jean Chabot y la huida de Delfosse. Aparecía fotografiada la casa de la Rue de la Loi. Y se leía lo siguiente:
«(…) Inmediatamente después de la patética entrevista que sostuvo con su hijo en los locales de la Sûreté, Monsieur Chabot se ha encerrado en su casa, negándose a hacer declaraciones. Madame Chabot, muy impresionada, ha debido guardar cama.
»Hemos podido hablar con Monsieur Delfosse cuando regresaba de Huy, donde posee fábricas. Es un hombre enérgico, de unos cincuenta años de edad, cuya clara mirada no se nubla ni un solo instante. Ha recibido el golpe con sangre fría. No cree en la culpabilidad de su hijo y nos ha comunicado su intención de ocuparse personalmente de este caso.
»En la prisión de Saint-Léonard, nos comentan que Jean Chabot está muy tranquilo. Espera la visita de su abogado antes de comparecer ante el juez De Conninck, encargado de la instrucción del caso (…)».
La Rue de la Loi estaba tranquila, como de costumbre. Los niños entraban en el patio de la escuela, donde jugaban en espera de que empezaran las clases.
Entre los adoquines había matas de hierba, y una mujer, frente al número 48, fregaba su puerta con un cepillo de cerdas.
Se oían los golpes espaciados de un herrero que trabajaba metales en su yunque.
Pero se abrían puertas con mayor frecuencia que de costumbre. Alguien asomaba la cabeza de vez en cuando y echaba un vistazo en dirección al número 53. Se intercambiaban algunas palabras de puerta a puerta.
«¿Cómo pudo haber hecho eso? Si es todavía un chiquillo. Cuando pienso que, no hace mucho, jugaba en la acera con los míos…»
«Ya se lo decía yo a mi marido, cuando lo vi volver a casa borracho dos veces. ¡Y a su edad!»
A casi cada cuarto de hora sonaba el timbre en el pasillo de los Chabot. La estudiante polaca abría la puerta.
—Monsieur y Madame Chabot no están —decía con su marcado acento.
—Soy de la Gazette de Liège. ¿Podría usted decirles que…?
Y el periodista se dislocaba el cuello para intentar ver algo en el interior. Distinguía apenas la cocina, la espalda de un hombre sentado.
—No vale la pena. No están.
—Pero…
Ella cerraba la puerta. El periodista tenía que contentarse con preguntar a los vecinos.
Un periódico publicaba un subtítulo que apuntaba en una dirección distinta a la de los demás:
«¿DÓNDE ESTA EL HOMBRE DE ESPALDAS ANCHAS?».
Y el texto decía así:
«Hasta el momento, todo el mundo parece creer en la culpabilidad de Delfosse y Chabot. Sin pretender salir en su defensa, y ateniéndonos a la objetividad de los hechos, no podemos sino asombrarnos de la desaparición de un importante testigo: el cliente de espaldas anchas que se encontraba en el Gai-Moulin la noche del asesinato.
»Según el camarero del local, al parecer se trataba de un francés al que se vio por primera y última vez esa noche. ¿Habrá abandonado ya la ciudad? ¿Acaso quiere evitar ser interrogado por la policía?
»Esa pista podría no ser desdeñable y, en caso de que los dos jóvenes resultaran inocentes, seguramente se haría la luz por ese lado.
»Por lo demás, creemos saber que el comisario Delvigne, que prosigue la investigación en estrecha colaboración con el juez de instrucción, ha dado las órdenes oportunas a la brigada encargada de revisar las fichas de clientes de hoteles y a la brigada de calles para que localicen al misterioso cliente del Gai-Moulin».
El periódico apareció poco antes de las dos. A las tres, un hombre corpulento, de mejillas coloradas, se presentó a la policía, preguntó por el comisario Delvigne y declaró:
—Soy el director del Hôtel Moderne, en la Rue du Pont-d’Avroy. Acabo de leer los periódicos y creo que puedo darle información sobre el hombre que usted busca.
—¿El francés?
—Sí. Y también sobre la víctima. En general, no hago demasiado caso de los chismes de los periódicos, y por esa razón he tardado tanto en darme cuenta de lo que le diré a continuación. Veamos. ¿Qué día es hoy? Viernes, ¿no? Entonces era el miércoles. Sí, el miércoles se cometió el crimen, ¿verdad? Yo no estaba; había ido a Bruselas por asuntos de negocios. Ese día en el hotel se presentó un cliente con marcado acento extranjero y que sólo llevaba como equipaje un maletín de piel de cerdo. Pidió una habitación grande que diera a la calle y subió de inmediato. Minutos después, otro cliente tomó la habitación contigua.
»Habitualmente hacemos rellenar la ficha a la llegada. No sé por qué, esta vez no se hizo así. Yo regresé a medianoche. Eché un vistazo al tablero de las llaves y pregunté a la recepcionista: “¿Tiene usted las fichas?”. Ella me respondió: “Todas, salvo las de los dos viajeros, que han salido del hotel nada más llegar”.
»El jueves por la mañana, sólo había regresado uno de los dos clientes. No me preocupé por el otro y me dije que debía de haber tenido algún encuentro amoroso. Ayer no tuve ocasión de ver a ese hombre, y esta mañana me han dicho que había pagado la cuenta y se había marchado. Cuando la recepcionista le pidió que rellenara su ficha, él se encogió de hombros murmurando que ya no valía la pena.
—Perdone —intervino el comisario—, ¿es ése cuyas señas se corresponden con las del hombre de las espaldas anchas?
—Sí. Se marchó con su bolsa de viaje, hacia las nueve.
—¿Y el otro?
—Como no había vuelto, por curiosidad entré en su habitación con la llave maestra que estamos obligados a tener para casos de emergencia. En el maletín de piel de cerdo leí un nombre grabado: «Ephraim Graphopoulos». De este modo me enteré de que el individuo que hallaron en el cesto de mimbre había sido huésped de mi hotel.
—Si no he entendido mal, llegaron el miércoles por la tarde, horas antes del crimen, uno tras otro. En una palabra: ¡como si se hubieran apeado del mismo tren!
—Exacto. Del rápido de París.
—Y por la noche salieron uno tras otro.
—¡Sin haber rellenado su ficha!
—Sólo volvió el francés, y esta mañana ha dejado el hotel.
—Eso es. Si fuera posible, preferiría no ver publicado el nombre del hotel, pues hay clientes a los que impresionan esas cosas.
Sin embargo, a la misma hora, uno de los empleados del Hôtel Moderne contaba exactamente lo mismo a un periodista y, a las cinco de la tarde, en las últimas ediciones de todos los periódicos, se leía:
«LA INVESTIGACIÓN COBRA UN NUEVO CARIZ.
¿ES EL ASESINO EL HOMBRE DE ESPALDAS ANCHAS?».
Era un hermoso día soleado. En las callejuelas de la ciudad bullía la vida. Por todas partes, los agentes intentaban identificar entre los transeúntes al francés buscado. En la estación de tren, un inspector, situado detrás de cada empleado encargado de los billetes, examinaba a los viajeros de pies a cabeza.
En la Rue du Pot-d’Or un camión descargaba frente al Gai-Moulin cajas de champagne que los mozos iban bajando al sótano tras cruzar la sala, sumida en una fresca semioscuridad. Genaro vigilaba en mangas de camisa y con el cigarrillo en los labios. Y se encogía de hombros cuando veía que los transeúntes se detenían y murmuraban con un ligero escalofrío: «¡Es aquí!».
Intentaban escrutar el interior, en penumbra, donde apenas se distinguía otra cosa que las banquetas de terciopelo granate y las mesas de mármol.
A las nueve se encendieron las luces y los músicos afinaron sus instrumentos. A las nueve y cuarto, había seis periodistas instalados en el bar conversando apasionadamente.
A las nueve y media, los clientes ocupaban más de la mitad de la sala, cosa que no ocurría ni una sola vez al año. No sólo habían acudido todos los jóvenes que frecuentaban los clubes nocturnos y las salas de baile, sino también personas serias que jamás habían pisado un local de mala nota. Querían ver. Nadie bailaba. Miraban sucesivamente al dueño, a Victor y al bailarín profesional. Algunos se dirigían a los lavabos para contemplar la famosa escalera del sótano.
—¡Aprisa! ¡Aprisa! —apremiaba Genaro a los dos camareros, que estaban desbordados. Hacía señas a la orquesta, y preguntó en voz baja a una mujer—: ¿Has visto a Adèle? ¡Ya debería estar aquí!
Porque Adèle era la gran atracción. Los curiosos querían, sobre todo, verla a ella de cerca.
—¡Atención! —susurró un periodista al oído de un colega—. Ahí están.
Y señaló a dos hombres que ocupaban una mesa cerca de la cortina de terciopelo. El comisario Delvigne bebía cerveza, y la espuma se le quedaba pegada al bigote pelirrojo. Junto a él, el inspector Girard miraba de hito en hito a los demás clientes.
A las diez, reinaba una atmósfera excepcional. Ya no era el Gai-Moulin, con sus escasos clientes regulares y los viajeros en busca de compañía nocturna.
Debido especialmente a la presencia de periodistas, recordaba a la vez a un gran proceso en la sala de lo criminal y a una velada de gala.
Además de los clientes que llevaban allí una hora, y de los reporteros y cronistas, había acudido el director de un periódico en persona y todos cuantos suelen citarse en los grandes cafés, los vividores, como se dice aún en provincias, y las mujeres bonitas.
En la calle había estacionados unos veinte coches. En el interior, se saludaban de una mesa a otra. Se levantaban para prodigar apretones de manos.
—¿Ocurrirá algo?
—¡Chist, baja la voz! Ese pelirrojo de ahí es el comisario Delvigne. Si se ha molestado en venir, será que…
—¿Quién es Adèle? ¿La rubia alta?
—¡Aún no ha llegado!
Llegaba en ese momento. Hizo una entrada sensacional. Llevaba un amplio abrigo de raso negro ribeteado de seda blanca. Avanzó unos pasos, se detuvo, miró a su alrededor y después, indolente, se dirigió hacia la orquesta y dio la mano al dueño del local.
Un resplandor de magnesio: un fotógrafo acababa de hacer una foto para su periódico, y la joven se encogió de hombros, como si esa popularidad le fuera indiferente.
—¡Cinco oportos, cinco!
Victor y Joseph no daban abasto. Se deslizaban entre las mesas.
Parecía una fiesta, pero una fiesta en la que cada cual hubiera acudido para mirar a los demás. Los bailarines profesionales gravitaban solos en la pista.
—¡No es tan extraordinario! —decía una mujer a quien su marido llevaba por primera vez a un club nocturno—. No veo qué tienen de reprensible estos locales.
Genaro se acercó a los policías.
—Discúlpenme, señores. Quisiera preguntarles si podemos hacer los números habituales. Ahora Adèle debería bailar.
El comisario se encogió de hombros y desvió la mirada.
—Lo decía para no contrariarlos a ustedes.
La joven estaba en la barra, rodeada de periodistas que le hacían preguntas.
—En una palabra, Delfosse robó el contenido de su bolso. ¿Hacía mucho que era su amante?
—¡Si ni siquiera era mi amante!
Se sentía acosada. Tenía que esforzarse para soportar el fuego de todas las miradas.
—Usted bebió champagne con Graphopoulos. En su opinión, ¿qué clase de hombre era?
—Un tipo agradable. Pero ahora déjenme, por favor.
Fue al guardarropa a quitarse el abrigo, y poco después se acercó a Genaro.
—¿Bailo?
El dueño parecía indeciso. Miraba a toda esa muchedumbre con cierta inquietud, como si temiera verse engullido por ella.
—Me gustaría saber qué están esperando.
Ella encendió un cigarrillo y apoyó los codos en la barra, con la mirada perdida, sin responder a las preguntas que seguían dirigiéndole los periodistas.
Una obesa mujer decía en voz alta:
—¡Es ridículo pagar diez francos por una gaseosa! ¡Aquí no hay nada que ver!
Sin embargo, sí hubo algo que ver, pero sólo para los que conocían a los protagonistas del drama. En determinado momento, un empleado del local, con uniforme rojo, apartó la cortina y apareció un hombre de unos cincuenta años y bigote plateado, quien se sorprendió al ver a tanta gente.
Estuvo a punto de retroceder. Pero su mirada se encontró con la de un periodista que lo había reconocido y daba un codazo a su vecino. Entonces entró con aire desenvuelto y sacudiendo la ceniza de su cigarrillo.
Causaba buena impresión. Iba vestido con notable elegancia. Se notaba que era un hombre acostumbrado a las comodidades y también a la vida nocturna.
Se dirigió directamente al bar y vio a Genaro.
—¿Es usted el dueño del club?
—Sí, señor.
—Soy Monsieur Delfosse. Parece ser que mi hijo le debía dinero, ¿no es así?
—¡Victor!
Victor acudió.
—Es el padre de René Delfosse; pregunta cuánto te debía su hijo.
—Espere, consultaré mi libreta. ¿Sólo René Delfosse o él y su amigo?… Entonces son ciento cincuenta, y setenta y cinco… y diez, más los ciento veinte de ayer…
Monsieur Delfosse le entregó un billete de mil francos y dijo secamente:
—Quédese el resto.
—¡Gracias, señor! ¡Muchas gracias! ¿No quiere tomar algo?
Pero Monsieur Delfosse se dirigía ya hacia la salida sin mirar a nadie. Pasó junto al comisario, al que no conocía. Al franquear la puerta, rozó a un recién llegado, en el que no se fijó, y volvió a subir a su coche.
Sin embargo, se estaba preparando el acontecimiento principal de la velada. Acababa de entrar un hombre alto, de espaldas anchas, rostro amplio y mirada serena.
Adèle, que fue la primera en verlo, tal vez porque no cesaba de acechar la puerta, abrió desmesuradamente los ojos y se quedó desconcertada.
El recién llegado fue directamente hacia ella y le ofreció una gruesa mano.
—¿Cómo le va desde la otra noche?
Ella intentó esbozar una sonrisa.
—Bien, gracias. ¿Y a usted?
Unos periodistas cuchicheaban mirándolo de soslayo.
—Te apuesto lo que quieras a que es él.
—¿Cómo iba a venir aquí esta noche?
Como en desafío, el hombre sacó de su bolsillo un paquete de picadura y se dispuso a llenar su pipa.
—¡Una cerveza inglesa! —dijo a Victor, que pasaba con una bandeja repleta.
Victor le hizo una seña afirmativa, siguió su camino, pasó junto a los dos policías y susurró rápidamente:
—¡Es él!
¿Cómo se difundió la noticia? Sea como fuere, el caso es que un minuto después todas las miradas estaban clavadas en el hombre de espaldas anchas; éste, con una pierna apoyada en un alto taburete de la barra y la otra colgando, bebía a sorbitos su cerveza inglesa, al tiempo que contemplaba a los demás clientes a través del cristal empañado.
Genaro tuvo que chasquear tres veces con los dedos para que la orquesta se decidiera a interpretar una nueva pieza. Incluso el bailarín profesional, que conducía a su pareja por la pista encerada, no apartaba los ojos del hombre.
El comisario Delvigne y el inspector intercambiaron pequeñas señas. Algunos periodistas los observaban.
—¿Vamos?
Se levantaron a la vez y se dirigieron hacia el bar con paso indolente.
El comisario del bigote pelirrojo apoyó los codos sobre el mostrador, junto al hombre. Girard se colocó detrás, listo para aferrarlo por la cintura.
La música no cesó. Y, sin embargo, todo el mundo tuvo la impresión de que se había producido un silencio anormal.
—¡Perdón! ¿Se alojaba usted en el Hôtel Moderne?
Una mirada dura se clavó en el que hablaba.
—Sí. ¿Y qué?
—Creo que ha olvidado rellenar su ficha.
Adèle se hallaba muy cerca, con la mirada fija en el desconocido. Genaro descorchaba una botella de champagne.
—Si no tiene inconveniente, me gustaría que viniera a mi despacho para rellenarla. ¡Cuidadito! Sin alborotar.
El comisario Delvigne escrutaba las facciones de su interlocutor, preguntándose en vano qué le impresionaba de él.
—¿Me sigue usted?
—Un instante.
Se llevó la mano al bolsillo. El inspector Girard, creyendo que el desconocido iba a sacar un revólver, cometió la torpeza de sacar el suyo.
Algunas personas se levantaron. Una mujer lanzó un grito de espanto. Pero el hombre sólo quería sacar dinero, que dejó sobre la barra mientras añadía:
—¡Los sigo!
La salida no fue lo que se dice discreta. La visión del revólver había asustado a los clientes; de no haber sido así, seguramente habrían formado un cortejo para seguirlos. El comisario iba delante. Después el hombre. Luego Girard, sonrojado por su movimiento en falso.
Un fotógrafo disparó la lámpara de magnesio. Un coche esperaba delante de la puerta.
—Tenga la amabilidad de subir.
Sólo tardaron tres minutos en llegar a la comisaría. Los inspectores de guardia jugaban a las cartas y bebían cerveza que habían encargado en una taberna cercana.
El hombre entró como en su casa, se quitó el sombrero hongo y encendió una gruesa pipa que armonizaba con su ancho rostro.
—¿Lleva usted documentación?
Delvigne estaba nervioso. Había algo en ese asunto que no le gustaba, y no sabía qué era.
—No llevo documentación alguna.
—¿Dónde dejó usted su maleta, cuando abandonó el Hôtel Moderne? —le preguntó el comisario, y le lanzó una mirada interrogante, pero se turbó, porque tuvo la impresión de que su interlocutor se divertía como un niño.
—¡No tengo ni idea!
—Nombre, apellidos, profesión, domicilio…
—Ese despacho de ahí al lado, ¿es el suyo?
Señalaba una puerta que daba a un despachito vacío y a oscuras.
—Sí. ¿Y qué?
—Entremos.
El hombre de espaldas anchas fue el primero en entrar, pulsó el interruptor de la luz y cerró la puerta.
—¡Comisario Maigret, de la Policía Judicial de París! —dijo entonces, al tiempo que daba bocanadas a su pipa—. Querido colega, creo que esta noche hemos hecho un buen trabajo. Por cierto, ¡tiene usted una pipa preciosa!