EL CAREO

La respiración ronca cesó en el momento en que Delfosse abrió los ojos; al instante se incorporó y lanzó a su alrededor una mirada atemorizada.

Las cortinas no estaban echadas y la bombilla seguía encendida, con lo que su resplandor amarillento se confundía con la luz del día. De la calle le llegó el rumor de la ciudad en plena actividad.

Más cerca, oyó una respiración regular. Era Adèle, semivestida, tumbada boca abajo y con la cabeza sobre la almohada. Su cuerpo desprendía un calor húmedo. Todavía llevaba puesto uno de los zapatos, y el alto tacón se hundía en el edredón de seda dorada.

René Delfosse se sentía enfermo. La corbata lo ahogaba. Se levantó para buscar agua; encontró en una garrafa, pero no vio ningún vaso. Bebió, con voracidad, agua tibia directamente de la garrafa y se miró en el espejo del tocador.

Su cerebro tardaba en reaccionar. Los recuerdos le venían poco a poco, y subsistían lagunas. Por ejemplo, no recordaba cómo había llegado a esa habitación. Consultó su reloj; estaba parado, pero la actividad del exterior indicaba que eran por lo menos las nueve de la mañana. Al otro lado de la calle vio un banco abierto.

—¡Adèle! —llamó, porque se sentía solo.

Ella se movió, se puso de costado, con las piernas encogidas, pero no se despertó.

—Adèle, tengo que hablar contigo.

La contemplaba sin deseo. En ese momento, la blanca carne de la mujer tal vez le diera incluso un poco de asco.

Ella abrió un ojo, alzó los hombros y volvió a dormirse. A medida que Delfosse recuperaba la conciencia, se ponía más nervioso. Su mirada, en constante movimiento, no se detenía en ninguna parte. Se acercó a la ventana y reconoció en la acera de enfrente al inspector de policía, que iba y venía sin quitar los ojos del portal.

—¡Adèle, despierta, por el amor de Dios!

¡Tenía miedo! ¡Un miedo cerval! Recogió la chaqueta, que estaba en el suelo, y, cuando se la puso, palpó maquinalmente los bolsillos. No había ni un céntimo.

Volvió a beber y el agua, en su estómago revuelto, le resultó demasiado pesada y desabrida. Por un instante pensó en vomitar, creyendo que eso lo aliviaría, pero no lo logró.

La bailarina, con el cabello despeinado y el rostro brillante, siguió durmiendo. Tenía un sueño tenaz, en el que parecía sumirse con terquedad.

Delfosse se calzó y descubrió sobre la mesa el bolso de su compañera. Entonces se le ocurrió una idea. Fue a asegurarse de que el policía seguía fuera. Después esperó a que la respiración de Adèle se hiciese más regular.

Abrió el bolso sin hacer ruido. Revueltos junto al lápiz de labios, la polvera y cartas viejas, encontró unos novecientos francos y se los metió en el bolsillo.

Ella no se había movido. Delfosse caminó de puntillas hasta la puerta. Bajó la escalera y, en lugar de salir a la calle, se dirigió al patio. Una tienda de comestibles lo usaba como almacén, y estaba atestado de cajas y toneles. Una puerta cochera del almacén daba a otra calle, donde esperaban camiones.

Delfosse tuvo que contenerse para no salir corriendo. Y media hora después llegó, sudoroso, a la Gare des Guillemins.

El inspector Girard estrechó la mano del colega que se acercaba a él.

—¿Qué hay?

—El comisario dice que le lleves al joven y a la bailarina. Aquí tienes los mandamientos judiciales.

—¿Ha confesado el otro?

—¡Lo niega todo! Mejor dicho, cuenta no sé qué historia de un dinero que robó su amigo en una chocolatería. Su padre está allí. No es precisamente una escena alegre.

—¿Subes conmigo?

—El jefe no me lo ha dicho, pero ¿por qué no?

Entraron en el edificio y llamaron a la puerta de la habitación. Nadie respondió. El inspector Girard giró el pomo de la puerta, y ésta se abrió. De repente, como si hubiera presentido el peligro, Adèle se despertó, se irguió sobre los codos y preguntó con voz pastosa:

—¿Quién es?

—¡Policía! Tengo un mandamiento judicial contra ustedes dos. ¡Diablos! ¿Dónde se ha medito el chico?

También ella lo buscó con la mirada, al tiempo que sacaba las piernas de la cama. Un sexto sentido le hizo fijarse en el bolso abierto y se precipitó hacia él; lo registró y, muy agitada, chilló:

—¡El muy golfo se ha largado con mi dinero!

—¿No sabía usted que se había marchado?

—Estaba dormida. Pero ¡me las pagará! ¡Esos hijos de papá son unos granujas!

Girard reparó en una pitillera de oro que estaba sobre la mesilla de noche.

—¿De quién es?

—Se la habrá olvidado él. La tenía en sus manos ayer por la noche.

—¡Vístase!

—¿Estoy detenida?

—Traigo un mandamiento judicial para hacer comparecer a una tal Adèle Bosquet, que ejerce la profesión de bailarina. Supongo que será usted, ¿no?

—Está bien, de acuerdo. —No se azoraba. Su principal preocupación no parecía ser esa detención, sino el robo del que acababa de ser víctima. Mientras se atusaba el cabello, repitió dos o tres veces—: ¡El muy golfo! ¡Y yo que dormía tan tranquila!

Los dos policías lanzaban a la habitación ojeadas de expertos.

—¿Creen que se alargará mucho? —preguntó Adèle—. En ese caso, me llevaría una muda de recambio.

—No sabemos nada. Hemos recibido una orden —contestó uno de los policías.

Ella se encogió de hombros y suspiró:

—En fin, no tengo nada que ocultar. —Y, dirigiéndose hacia la puerta, añadió—: Ya estoy lista. Tendrán un coche, ¿no?… Entonces prefiero caminar sola. Si quieren, pueden seguirme.

Con un chasquido de rabia, cerró el bolso y se lo llevó consigo, mientras el inspector se metía la pitillera en el bolsillo.

Al llegar a la calle, se dirigió a la comisaría de policía; una vez allí, entró sin vacilar y avanzó por el ancho pasillo.

—Por aquí —le dijo Girard—. ¡Un momento! Voy a preguntarle al jefe si…

Demasiado tarde. Ella ya había entrado y, al primer vistazo, se dio cuenta de la situación. Seguramente estaban esperándola, pues no ocurría nada. El comisario del bigote pelirrojo recorría la gran sala de un extremo a otro. Chabot, con los codos sobre un escritorio, intentaba comer un bocadillo que le habían traído. En cuanto a su padre, estaba de pie, en un rincón, con la cabeza gacha.

—¿Y el otro? —exclamó el comisario cuando vio entrar a Adèle acompañada de Girard.

—Ha desaparecido. Debió de largarse por una puerta trasera. Según la señorita, le ha robado el dinero que tenía en el bolso.

Chabot no se atrevía a mirar a nadie. Había dejado sobre la mesa el bocadillo apenas mordisqueado.

—¡Menudos golfos, comisario! ¡Ah! ¡En mi vida volveré a tener consideración con unos niños como ellos!

—¡Calma, calma! Y limítese a responder a mis preguntas.

—¡Se ha llevado todos mis ahorros!

—Hágame el favor de guardar silencio.

Girard habló en voz baja con el comisario y le entregó la pitillera de oro.

—En primer lugar, dígame cómo llegó a su habitación este objeto. Supongo que lo reconocerá. Usted pasó con Graphopoulos su última velada, y él sacó varias veces esta pitillera, algunas personas lo vieron. ¿Se la dio él?

Adèle miró a Chabot y después al comisario y aseguró:

—¡No!

—Entonces, ¿cómo es que estaba en su casa?

—Se la dejó Delfosse.

Chabot alzó al instante la cabeza, se levantó de su asiento y empezó a decir:

—No es verdad. Ella…

—¡Chabot, siéntese! Señorita, dice usted que René Delfosse tenía en su poder esta pitillera. ¿Se da usted cuenta de la gravedad de esta acusación?

Ella se carcajeó.

—¡Ya lo creo! Y también me ha robado el dinero del bolso.

—¿Hace mucho que lo conoce?

—Unos tres meses, desde que viene casi todos los días al Gai-Moulin con este pillo… ¡Sin un céntimo, por cierto! Más me habría valido desconfiar, pero ya sabe usted cómo son las cosas. Son jóvenes. Me relajaba charlar con ellos, los trataba como a amigos, ¡vamos! Y cuando me invitaban a una copa, procuraba, además, no tomar algo demasiado caro —dijo, lanzando una mirada furibunda.

—¿Ha sido usted amante de los dos?

Ella se echó a reír.

—Qué va. Seguramente eso querían, pero se andaban por las ramas sin atreverse a hablar claro. Venían a mi casa con cualquier excusa, por separado, para ver cómo me desnudaba.

—La noche del crimen bebió usted champagne con Graphopoulos. ¿Quedaron en que usted se reuniría con él después de que cerraran el Gai-Moulin?

—¿Por quién me toma? Yo sólo soy bailarina.

—Tanguista, entretenedora, para ser más exactos. Ya se sabe qué quiere decir eso. ¿Se fue usted con él?

—¡No!

—¿Le hizo Graphopoulos proposiciones?

—Sí y no. Me habló de que fuera con él a su hotel, ni siquiera recuerdo cuál era. No presté atención.

—Sin embargo, usted no salió sola del local.

—Es cierto. Cuando llegué al umbral, otro cliente, al que yo no conocía y que debía de ser francés, me preguntó cómo ir a la Place Saint-Lambert. Le dije que yo iba en esa dirección. Me acompañó un trecho del camino y después, de repente, dijo: «¡Vaya, me he dejado el tabaco en el bar del Gai-Moulin!». Y dio media vuelta.

—¿Un hombre muy corpulento?

—Sí.

—¿Se fue usted directamente a su casa?

—Como todas las noches.

—¿Y se enteró del asesinato al día siguiente, por los periódicos?

—Este joven vino a mi casa. Él me lo dijo.

Chabot había querido intervenir en dos o tres ocasiones, pero el comisario lo había calmado cada vez con una mirada. En cuanto al padre, seguía de pie, inmóvil.

—¿No sabe usted nada con respecto al asesinato?

Ella no respondió.

—¡Hable! Chabot acaba de confesar que esa noche se ocultó, en compañía de su amigo, en la escalera del sótano del Gai-Moulin.

Ella se rió, socarrona.

—Asegura que sólo querían robar el dinero de la caja. Cuando entraron en la sala, aproximadamente un cuarto de hora después de que cerraran, parece que vieron el cadáver de Graphopoulos.

—¡No me diga!

—Según usted, ¿quién podría haber cometido el asesinato? ¡Espere! Nos encontramos ante un número limitado de posibles culpables. En primer lugar, Genaro, el dueño del club. Este afirma que se marchó inmediatamente después de usted, en compañía de Victor, y que Graphopoulos ya había salido.

Ella se encogió de hombros, mientras Chabot la miraba con expresión a un tiempo severa y suplicante.

—¿No cree usted que Genaro o Victor son culpables?

—¡Qué tontería! —soltó ella con indiferencia.

—Queda el cliente desconocido al que, según dice usted, acompañó por unos instantes. Pudo regresar al local, solo o con usted.

—¿Y cómo entró?

—Lleva usted mucho tiempo trabajando allí. Bien pudo haberse procurado una copia de la llave.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—Pero recuerde que Delfosse tenía la pitillera —replicó ella—. ¡Y él se había escondido en el local esa noche!

—¡Es falso! Al día siguiente, al mediodía, la pitillera estaba en casa de Adèle —gritó Chabot—. ¡Yo la vi! ¡Lo juro!

Ella repitió:

—Fue Delfosse.

Por un instante reinó la confusión, que interrumpió la llegada de un agente; éste habló en voz baja con el comisario.

—¡Hágalo entrar!

Apareció un corpulento burgués de unos cincuenta años, de vientre voluminoso cruzado por una gruesa cadena de reloj. Sentía la necesidad de adoptar una actitud digna, por no decir solemne.

—Me han pedido que acudiera —empezó a decir, mientras miraba todo con asombro.

—¿Es usted Monsieur Lasnier? —intervino el comisario—. Tenga la amabilidad de sentarse. Espero que disculpe las molestias, pero quisiera saber si, durante el día de ayer, advirtió usted que faltaba dinero en su caja registradora.

El chocolatero de la Rue Léopold puso ojos como platos y repitió:

—¿En mi caja registradora?

Monsieur Chabot lo miraba con angustia, como si de su respuesta dependiera su opinión sobre el caso.

—Supongo que si alguien robara, por ejemplo, dos mil francos de ella, usted lo notaría, ¿no?

—¿Dos mil francos? La verdad, no acabo de comprender… —replicó el chocolatero.

—¡No importa! ¡Responda a mi pregunta! ¿Advirtió que faltara dinero en la caja?

—¡En absoluto!

—¿Es cierto que ayer recibió la visita de su sobrino?

—Espere. Sí, creo que pasó por la tienda; viene de vez en cuando, no tanto para verme como para aprovisionarse de chocolate.

—¿No ha notado usted nunca que su sobrino le robara dinero de la caja?

—¡Señor comisario! —El chocolatero se sentía indignado. Parecía poner por testigos a los demás de la injuria hecha a su familia—. Mi cuñado es lo bastante rico como para darle a su hijo cuanto necesite.

—Discúlpeme, Monsieur Lasnier. Muchas gracias por su colaboración.

—¿Eso es todo lo que quería usted de mí? —preguntó el chocolatero.

—Eso es todo lo que quería preguntarle, ¡sí!

—Pero ¿qué le hace pensar…?

—No puedo decirle nada de momento. Girard, acompañe a Monsieur Lasnier.

Y el comisario volvió a pasearse, mientras Adèle preguntaba con descaro:

—¿Me necesitan todavía aquí?

El comisario le lanzó una mirada lo bastante elocuente como para hacerla callar. Y, durante más de diez minutos, se hizo el silencio. Debían de esperar a alguien o algo. Monsieur Chabot no se atrevía a fumar. Tampoco se atrevía a mirar a su hijo. Se sentía tan cohibido como un paciente pobre en la sala de espera de un médico importante.

Jean, por su parte, seguía al comisario con los ojos, y cada vez que éste pasaba junto a él, sentía la tentación de hablarle.

Por fin, se oyeron pasos en el pasillo. Llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Entraron dos hombres: Genaro, bajo y robusto, vestido con un traje claro, y Victor, al que Chabot nunca había visto con ropa de calle y que ahora, con un traje totalmente negro, parecía un eclesiástico.

—He recibido su citación hace una hora y… —empezó a decir el italiano con locuacidad.

—¡Ya sé, ya sé! Dígame, mejor, si vio usted anoche la pitillera de Graphopoulos en manos de René Delfosse.

Genaro hizo una reverencia para excusarse.

—Personalmente, no me ocupo demasiado de los clientes, pero Victor podrá decirle…

—¡Perfecto! Entonces, responda usted.

Jean Chabot, con la respiración acelerada, miraba al camarero a los ojos. Pero Victor bajó los párpados con expresión zalamera y murmuró:

—No quisiera perjudicar a estos jóvenes, que siempre han sido muy amables conmigo. Pero supongo que debo decir la verdad, ¿no?

—Responda, ¡sí o no!

—Pues sí. La tenía. E incluso estuve a punto de aconsejarle que fuera prudente.

—¡Vaya! —se indignó Jean—. ¡Esto es el colmo! ¿No le da vergüenza, Victor? Escuche, señor comisario…

—¡Silencio! Dígame ahora lo que piensa de la situación económica de estos jóvenes.

Y Victor suspiró, turbado, como lamentando tener que decirlo:

—La verdad es que me debían siempre dinero. ¡Y no sólo por las consumiciones! A veces me pedían prestadas pequeñas cantidades.

—¿Qué impresión le causó Graphopoulos?

—Un extranjero rico que estaba de paso. Son los mejores clientes. En seguida pidió champagne, sin preguntar el precio. Me dio cincuenta francos de propina.

—Y vio usted varios billetes de mil francos en su billetero.

—Sí. Estaba repleto, sobre todo de billetes franceses. Ningún billete belga.

—¿Eso fue todo lo que advirtió?

—Llevaba una perla muy bonita en la corbata.

—¿Cuándo se marchó el hombre?

—Poco después de Adèle, a la que acompañaba otro cliente. Uno grueso, que sólo bebió cerveza y que me dio un franco de propina. ¡Un francés! Fumaba tabaco negro.

—¿Se quedó usted solo con el dueño?

—El tiempo justo de apagar las luces y cerrar el local.

—¿Se dirigió directamente a su casa?

—¡Como siempre! Me separé de Monsieur Genaro en la parte baja de la Rue Haute-Sauvenière, donde él vive.

—¿No notó por la mañana, al regresar al local, cierto desorden en la sala?

—No. No había sangre en ninguna parte. Las mujeres de la limpieza estaban allí y yo las vigilaba.

Genaro escuchaba distraído, como si nada de aquello le incumbiera. El comisario lo interpeló.

—¿Es cierto que suele usted dejar la recaudación de la noche en la caja registradora?

—¿Quién le ha dicho eso?

—No importa. Responda a la pregunta.

—¡En absoluto! Me llevo el dinero conmigo, salvo las monedas.

—¿Es decir…?

—Unos cincuenta francos, que dejo siempre en el cajón.

—¡No es verdad! —vociferó Jean Chabot—. Diez, veinte veces lo he visto marcharse dejando…

—¿Cómo? —Genaro lo interrumpió—. Así que este joven es el que afirma que… —Tenía una expresión de asombro sincero. Se volvió hacia la joven—. Adèle se lo dirá.

—¡Así es!

—Lo que no comprendo, por ejemplo, es cómo esos jóvenes pueden afirmar que vieron el cadáver dentro del local. Graphopoulos salió delante de mí, y no pudo volver a entrar. El crimen se cometió fuera, aunque no sé dónde. Lamento tener que mostrarme tan categórico. Estos dos chicos también son clientes, e incluso sentía cierta simpatía por ellos; la mejor prueba de ello es que les fiaba. Pero la verdad es la verdad, y el caso es lo bastante grave como para…

—Muy bien, gracias por todo.

Hubo un momento de vacilación. Genaro preguntó por fin:

—¿Puedo marcharme?

—Usted y su camarero, sí. Si les necesito otra vez, ya se lo comunicaré.

—Supongo que no pondrá objeciones a que el local permanezca abierto, ¿no?

—Ninguna.

Y Adèle preguntó:

—¿Y yo?

—Vuelva a su casa.

—¿Estoy libre?

El comisario no respondió. Estaba preocupado. Acariciaba con obstinación la cazoleta de su pipa. En cuanto esos tres personajes se marcharon, se notó un gran vacío en la estancia.

Ya sólo quedaban el comisario, Jean Chabot y su padre. Y los tres guardaban silencio.

Monsieur Chabot habló el primero. Dudó largo rato. Por fin, tosió y comenzó:

—Discúlpeme, pero ¿cree usted de verdad…?

—¿El qué? —replicó el otro, gruñón.

—No sé. Me parece… —Y esbozó un gesto para completar su pensamiento impreciso. Un gesto vago que significaba: «Tengo la sensación de que en todo esto hay algo poco claro, ambiguo, algo equívoco».

Jean se levantó de su asiento. Había recuperado cierta energía. Se atrevió a mirar a su padre.

—Todos mienten, se lo juro —pronunció con claridad—. ¿Me cree usted, señor comisario?

No hubo respuesta.

—¿Me crees tú, padre?

Monsieur Chabot desvió la mirada. Después balbució:

—No sé. —Y, por último, ateniéndose a su sentido común, añadió—: Habría que encontrar a ese francés del que hablan.

El comisario debía de estar indeciso y furioso, pues iba y venía a grandes zancadas.

—En todo caso, Delfosse ha desaparecido —masculló para sí mismo más que para sus interlocutores. Siguió caminando y prosiguió al cabo de un rato—: ¡Y dos testigos afirman que el chico tenía en su poder la pitillera! —Sin dejar de pasearse, siguió con su razonamiento—: ¡Y ustedes dos estaban en el sótano! Y ayer por la noche usted intentó arrojar al retrete billetes de cien francos. Y… —Se detuvo, los miró, uno tras otro—. ¡Y el chocolatero asegura que no le han robado dinero!

Salió y los dejó a solas. Pero ellos no lo aprovecharon para hablar. Cuando el comisario regresó, padre e hijo seguían en su lugar, a cinco metros el uno del otro, cada cual encerrado en un terco silencio.

—¡Mala suerte! Acabo de telefonear al juez de instrucción y, de ahora en adelante, le corresponde a él dirigir la investigación. No quiere ni oír hablar de libertad provisional. Si tiene usted que pedir un favor, diríjase al juez De Conninck.

—¿François? —preguntó Monsieur Chabot.

—Sí, creo que ése es su nombre de pila.

Y el padre de Jean murmuró, avergonzado:

—Fuimos al colegio juntos.

—Vaya a verlo, si cree que puede servir de algo. Pero lo dudo, lo conozco bien. Entretanto, me ha ordenado que mande trasladar a su hijo a la prisión de Saint-Léonard.

Esas palabras resonaron en los oídos del comisario como algo siniestro. Hasta entonces no había nada definitivo.

¡La prisión de Saint-Léonard! El horrible caserón negro que afeaba todo un barrio, frente al Pont Maguin, con sus torrecillas medievales, sus asesinos, sus barrotes de hierro…

Jean, muy pálido, callaba.

—¡Girard! —llamó el comisario, al tiempo que abría una puerta—. Tome a dos agentes y el coche.

Esas indicaciones bastaban. Esperaron.

—No pierde usted nada yendo a ver a Monsieur De Conninck —dijo suspirando el comisario, por decir algo—. Como ustedes fueron juntos a la escuela, tal vez…

Pero su fisonomía expresaba claramente su pensamiento: apreciaba la diferencia entre el magistrado, hijo de magistrados, emparentado con las más altas personalidades de la ciudad, y el contable, cuyo hijo acababa de confesar su intención de cometer un robo en un club nocturno.

—Listo, jefe —dijo el inspector Girard, que acababa de regresar—. Hay que…

Llevaba un objeto brillante en las manos. El comisario se encogió de hombros en señal afirmativa.

Fue un gesto rutinario, y tan rápido que el padre no lo advirtió hasta que estuvo hecho. Girard había sujetado las dos manos de Jean. Un chasquido de acero.

—Por aquí.

¡Las esposas! ¡Y dos agentes de uniforme esperaban fuera, junto a un coche!

Jean dio varios pasos. Todo parecía indicar que se marcharía sin decir nada. Sin embargo, en la puerta, se giró. Su voz resultó apenas reconocible.

—Te juro, padre, que…

—A propósito de las pipas, esta mañana he pensado que si pidiéramos tres docenas… —soltó inspector de las pipas, que había entrado sin darse cuenta de la situación y que de repente reparó en la espalda del joven, en las muñecas, en el reflejo de las esposas, y se interrumpió—: Entonces, ¿ya está? —Y gesticuló como diciendo: «¿A chirona?».

El comisario señaló a Monsieur Chabot, que se había sentado; se sujetaba la cabeza con las dos manos y sollozaba como una mujer.

El otro continuó en voz baja:

—Seguro que nos resultará fácil colocar la otra docena en las divisiones. ¡A ese precio!

Un ruido de portezuela. El chirrido del motor de arranque.

El comisario, incómodo, decía a Monsieur Chabot:

—Mire, no hay nada definitivo —mintió—. Sobre todo si es usted amigo de Monsieur De Conninck.

Y Monsieur Chabot, al marcharse, esbozó una pálida sonrisa de agradecimiento.