En la inmensa sala, donde las mesas —cubiertas con papel secante— servían de escritorio, se hallaban cuatro hombres. Las lámparas tenían pantallas de cartón verde. Las puertas estaban abiertas y daban a oficinas vacías.
Era de noche. Se habían quedado sólo los de la Sûreté, fumando en pipa. Un hombre alto y pelirrojo, el comisario Delvigne, sentado en el borde de una mesa, se retorcía de vez en cuando el bigote. Un joven inspector dibujaba en el papel secante. El que hablaba era un hombre bajo y robusto, que sin duda procedía de las provincias y que todavía conservaba su aspecto campesino.
—¡Si compras doce, sale a siete francos la unidad! Son pipas que costarían veinte francos en cualquier tienda. Y sin un defecto, ¿eh? Mi cuñado trabaja en la fábrica, en Arlon.
—Podríamos pedir dos docenas para toda la brigada.
—Eso mismo le he dicho por carta a mi cuñado. A propósito, él, que sabe mucho de esto, me ha enseñado un truco estupendo para curar las pipas.
El comisario movía una pierna en el vacío. Todo el mundo seguía atentamente la conversación. Todo el mundo fumaba. A la violenta luz de las lámparas, se veían alargarse nubes azuladas.
—En lugar de asirla de cualquier modo, sujetas la cazoleta así y…
Se abrió una puerta. Entró un hombre que empujaba a otro delante de él. El comisario lanzó una mirada hacia los recién llegados y preguntó:
—¿Eres tú, Perronet?
—¡Soy yo, jefe! —Y, dirigiéndose al especialista en pipas, añadió—: Aligera.
Dejaron cerca de la puerta al joven, quien tuvo que oír todo el discurso sobre la manera de curar las pipas.
—¿No quieres una tú también? —preguntaron a Perronet—. Pipas de auténtica raíz de brezo por siete francos, gracias a mi cuñado, que es encargado de una fábrica en Arlon.
El comisario Delvigne, sin moverse de su sitio, dijo alzando la voz:
—¡Avance un poco, joven!
Se refería a Jean Chabot, que, exangüe, con los ojos muy fijos, parecía a punto de sufrir un ataque de nervios. Los otros lo miraban, al tiempo que fumaban y cambiaban aún algunas frases entre ellos, e incluso una broma, de la que rieron.
—¿Dónde lo has atrapado, Perronet?
—En el Gai-Moulin. ¡Y en el momento oportuno! Justo cuando iba a arrojar un montón de billetes de cien al retrete.
Nadie se asombró. El comisario miró a su alrededor.
—¿Quién quiere rellenar las hojas?
El más joven se sentó a una mesa y tomó unos formularios impresos.
—Nombre, apellidos, edad, profesión, dirección, condenas anteriores… ¡Responda!
—Chabot, Jean-Joseph-Emile, empleado, Rue de la Loi, número cincuenta y tres…
—¿Alguna condena?
—No.
Las palabras le salían con dificultad de la garganta.
—¿Su padre?
—Chabot, Emile, contable…
—¿Tampoco lo han condenado nunca?
—Nunca.
—¿Su madre?
—Elisabeth Doyen, cuarenta y dos años.
Nadie escuchaba. Era la parte administrativa del interrogatorio. El comisario de bigote pelirrojo encendió lentamente una pipa de espuma, se levantó, paseó de un lado a otro de la habitación y preguntó:
—¿Se ha ocupado alguien del suicidio del Quai de Coronmeuse?
—¡Ha ido Gerbert!
—¡Bien! A lo nuestro, joven. Y, si quiere un buen consejo, ¡no intente hacerse el listo! Anoche estaba usted en el Gai-Moulin en compañía de un tal Delfosse, del que nos ocuparemos después. Entre los dos, no tenían dinero suficiente para pagar las consumiciones y debían las de días anteriores, ¿no es así?
Jean Chabot abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada.
—Sus padres no son ricos. Usted no gana demasiado. Pese a todo, se pega usted la gran vida. Y debe dinero en casi todas partes. ¿Es verdad eso?
El joven bajó la cabeza y siguió sintiendo las miradas de los cinco hombres clavadas en él.
En el tono del comisario había condescendencia y un poco de desprecio.
—¡Incluso en el estanco! Porque ayer aún le debían ustedes dinero, ¿no? Ya se sabe: jovencitos que quieren dárselas de juerguistas y que carecen de medios. ¿Cuántas veces ha birlado dinero del billetero a su padre?
Jean se puso colorado. ¡Esa frase le sentó peor que una bofetada! Para colmo, era exacta e inexacta a un tiempo.
En el fondo, todo lo que decía el comisario era verdad. Pero la verdad, presentada así, con tanta crudeza y sin el menor matiz, dejaba casi de ser la verdad.
Chabot había empezado bebiendo cervezas con amigos en el Pélican. Se había acostumbrado a beber todas las noches, porque se reunían en ese local y se creaba una cálida atmósfera de camaradería.
Uno pagaba una ronda; otro, la siguiente. Rondas que ascendían a seis e incluso a diez francos.
¡Era tan agradable, después del despacho, después de las reprimendas del oficial primero, sentarse ahí, en el café más lujoso de la ciudad, viendo pasar a los transeúntes por la Rue du Pont-d’Avroy, estrechando manos, viendo a mujeres bonitas que a veces venían a sentarse a su mesa!
¿Acaso no se sentían los amos de toda Lieja?
Delfosse pagaba más rondas que los demás, porque era el que llevaba más dinero encima.
«¿Vamos al Gai-Moulin esta noche? Hay una chica sensacional.»
Allí era aún más embriagador: las banquetas granates, la atmósfera cargada y cálida, perfumada, la música, la familiaridad de Victor y, sobre todo, la familiaridad de mujeres con los hombros desnudos que se alzaban la falda para ajustarse las medias.
Poco a poco, eso se convirtió en una necesidad. Una vez, una sola, porque no quería que los demás pagaran siempre, Jean había robado dinero, y no de su casa, sino de la caja pequeña. Había sisado del importe, abultado, de una serie de envíos certificados, ¡apenas veinte francos!
—Nunca he robado a mi padre.
—Claro, ¡no debe de tener mucho de donde robarle! Volvamos a la velada de ayer. Ustedes dos estaban en el Gai-Moulin, no tenían un céntimo y encima invitaron a beber a una bailarina. Deme sus cigarrillos.
El joven le entregó la cajetilla sin comprender.
—Luxor con filtro de corcho. ¿Son éstos, Dubois?
—¡Exactamente!
—¡Bien! En el local había un hombre que parecía rico, bebía champagne y debía de tener el billetero bien repleto. Contra su costumbre, salieron ustedes por la puerta de servicio. Ahora bien, hoy, en la escalera del sótano, cerca de esa salida, se han encontrado dos colillas y huellas de pisadas, prueba, al parecer, de que, en lugar de salir, se escondieron ustedes allí. El extranjero fue asesinado, en el Gai-Moulin o en otro sitio. Le robaron el billetero y, por cierto, también la pitillera de oro. ¡Hoy pagan ustedes todas las deudas que tenían! Y esta tarde, sintiéndose acorralado, usted intenta arrojar dinero al retrete.
El comisario había hablado en tono indiferente, como si no se tomara el asunto demasiado en serio.
Chabot miraba con fijeza el suelo sucio. Apretaba los dientes con tal fuerza que no se los habrían podido abrir ni con la hoja de un cuchillo.
—¿Dónde atacaron ustedes a Graphopoulos? ¿En el club nocturno, a la salida?
—¡No es cierto! —protestó Jean—. Se lo juro por la salud de mi padre.
—¡Bueno, bueno! ¡Deje tranquilo a su padre! Bastantes problemas tiene ya el pobre.
Esas palabras desencadenaron un temblor convulsivo. Jean, asustado, miró a su alrededor. Empezaba a entender su situación. Dentro de una hora o dos, sus padres estarían al corriente.
—¡No es posible! ¡No es verdad! ¡No quiero! —vociferó.
—Despacio, joven.
—¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
Y se arrojó sobre un inspector, apostado entre él y la puerta. La lucha fue corta. El joven no sabía siquiera lo que quería. Estaba fuera de sí. Gritaba. Hipaba. Y acabó rodando por el suelo sin dejar de gemir, retorciéndose los brazos.
Los otros lo miraban, al tiempo que fumaban e intercambiaban miradas.
—¡Un vaso de agua, Dubois! ¿Quién tiene tabaco?
Y lanzaron el agua al rostro de Chabot, cuyo ataque de nervios dio paso a un acceso de llanto. Se agarraba la garganta con los dedos.
—¡No quiero! ¡No quiero!
El comisario se encogió de hombros y masculló:
—Estos jóvenes disolutos son todos iguales. ¡Y después tendremos que atender al padre y a la madre!
El ambiente sólo era comparable al de un hospital en el que unos médicos rodearan a un paciente que se debatía entre la vida y la muerte.
Cinco hombres acosaban a un joven, casi un chiquillo. Cinco hombres en la plenitud de sus fuerzas, que estaban hartos de ver casos parecidos y no querían dejarse emocionar.
—¡Levántate! —le ordenó el comisario con impaciencia.
Y Chabot obedeció, dócil, vencida toda resistencia. El ataque le había destrozado los nervios. Miraba con pánico cuanto lo rodeaba, como un animal que abandona la lucha.
—Le suplico…
—¡Mejor dinos de dónde procede el dinero!
—No sé. Se lo juro, yo…
—¡No jures tanto!
Llevaba el traje negro cubierto de polvo y, al enjugarse el rostro con las manos sucias, Chabot se trazó rayas grises en las mejillas.
—Mi padre está enfermo…, enfermo del corazón. Tuvo un ataque el año pasado y el médico nos recomendó que le evitáramos las emociones.
Hablaba con voz monótona. Estaba alelado.
—¡No haber hecho tonterías, chico! Y ahora sería mejor que hablaras. ¿Quién le golpeó? ¿Fuiste tú? ¿Fue Delfosse? ¡Ése también acabará mal! Es más, si hay que castigar a alguien con severidad, será seguramente a él.
Entró un nuevo policía; saludó alegremente a los demás y fue a sentarse a su mesa, donde hojeó un expediente.
—Yo no he matado a nadie. Ni siquiera sabía…
—De acuerdo, tú no has matado a nadie. —Desde que tuteaba al joven, el comisario se mostraba más paternal—. Pero al menos sabrás algo. El dinero no ha llegado por sí solo a tu bolsillo. Ayer no tenías nada y hoy tienes dinero. Eh, vosotros, dadle una silla.
Se veía claramente que Chabot temblaba. Ya no se sostenía en pie. Se dejó caer en la silla con asiento de anea y se agarró la cabeza con las dos manos.
—No te apresures a responder, chico; tómate tu tiempo. Piensa que, si nos lo cuentas todo, puedes salir bien librado de ésta. Por lo demás, todavía no has cumplido los diecisiete años. Te juzgará un tribunal de menores, y sólo te expones a ir a un reformatorio.
A Chabot acababa de ocurrírsele una idea, y lanzó una ojeada a su alrededor con ojos menos nublados. Miró fijamente a sus verdugos, uno tras otro. Ninguno de ellos se parecía al hombre de espaldas anchas.
¿Se habría equivocado con respecto al desconocido? ¿Era de verdad de la policía? ¿No se trataría del asesino? La víspera, el hombre se hallaba en el Gai-Moulin. ¡Se había quedado en el local después de que Delfosse y él se marcharan!
Además, tal vez los había seguido precisamente para intentar que los detuvieran en su lugar.
—¡Me parece que ya entiendo lo que ocurrió! —exclamó, jadeando de esperanza—. Sí, creo que sé quién es el asesino: un hombre muy alto, muy fuerte, con la cara afeitada.
El comisario se encogió de hombros. Pero Chabot no se dejó desconcertar.
—Entró en el Gai-Moulin casi inmediatamente después del turco. Iba solo. Hoy he vuelto a verlo, cuando me seguía. Incluso ha ido a pedir informaciones sobre mí a la verdulera.
—¿Qué está diciendo?
El inspector Perronet masculló:
—No lo sé exactamente. Pero, en efecto, ayer en el Gai-Moulin había un cliente al que nadie conocía.
—¿Cuándo salió?
El comisario miró con atención a Chabot, que recuperaba la esperanza, y después dejó de ocuparse de él. Ahora se dirigía a los agentes.
—En resumen, ¿cuál es el orden exacto de las salidas?
—Primero, los dos jóvenes. Bueno, se trató de una falsa salida, ya que, según ha quedado demostrado, se escondieron en el sótano. Después, cuando estaban a punto de cerrar, salieron el bailarín y los músicos. Ese hombre se fue con Adèle, la chica que trabaja en el local.
—Entonces, quedaban el dueño, Graphopoulos y los dos camareros.
—Un momento: uno de los camareros, el que se llama Joseph, se había marchado al mismo tiempo que los músicos.
—Entonces quedaban el dueño, un camarero y el griego.
—Y los dos jóvenes en el sótano.
—¿Qué dice el dueño?
—Que su cliente salió, y que Victor y él apagaron las luces y cerraron las puertas.
—¿Alguien ha vuelto a ver al otro, a ese hombre del que habla Chabot?
—No. Pero también lo describieron como un hombre alto y de espaldas anchas. Un francés, según creen, pues no tenía el acento de aquí.
El comisario bostezó y, por la forma en que llenó su pipa, parecía impaciente.
—Telefoneen al Gai-Moulin y pregunten a Girard qué sucede.
Chabot esperaba con ansiedad. Era aún más terrible que antes, porque ahora entreveía un atisbo de esperanza. Pero temía equivocarse.
Era un miedo doloroso. Las manos, crispadas, aferraban el borde de la mesa. Su mirada pasaba de uno a otro y, sobre todo, se dirigía al teléfono.
—¿Oiga? Con el Gai-Moulin, señorita.
El policía de las pipas preguntó a los demás:
—¿Todos de acuerdo? ¿Escribo a mi cuñado? A propósito, ¿qué preferís? ¿Pipas rectas o curvadas?
—¡Rectas! —respondió el comisario.
—Entonces, dos docenas de pipas rectas. Dígame, ¿me necesita para algo más? Tengo a mi hijo con sarampión y…
—Puedes marcharte.
Antes de salir, el policía lanzó una última ojeada a Jean Chabot y preguntó en voz baja a su jefe:
—¿Retendrá al chico?
Y Chabot, que lo había oído, intentaba captar la respuesta aguzando todos los sentidos.
—Aún no lo sé. En todo caso, hasta mañana. El juez decidirá.
Ya no había esperanzas. Los músculos de Jean se distendieron. Si lo ponían en libertad al día siguiente, sería demasiado tarde. Sus padres se enterarían. Es más: en este momento ya estarían esperando, inquietos.
Pero no podía llorar. Su cuerpo se relajó. Apenas oyó la conversación telefónica.
—¿Girard?… Entonces, ¿qué hace el chico ahí?…
¿Cómo? ¿Borracho como una cuba?… Sí, quédate en el local… ¡No! ¡Lo niega, claro!… Espera. Voy a preguntárselo al jefe. —Se dirigió al comisario—: Girard pregunta qué debe hacer. El joven está borracho como una cuba. Ha pedido champagne y está bebiendo con la bailarina, que no está mucho menos bebida que él. ¿Hay que detenerlo?
El comisario miró a Jean, suspirando.
—Ya tenemos a uno. ¡No! Que lo dejen tranquilo. Tal vez cometa una imprudencia. Pero que Girard no lo pierda de vista. Basta con que nos llame dentro de un rato.
El comisario se había arrellanado en el único sillón de la estancia y, con los ojos cerrados, parecía dormir. Pero el hilo de humo que se elevaba de su pipa demostraba que no era así.
Un inspector pasaba a limpio la declaración de Jean Chabot. Otro caminaba por la habitación, esperando con impaciencia a que dieran las tres para ir a acostarse.
Hacía más fresco. Incluso el humo parecía frío. El joven no dormía. Sus pensamientos se embrollaban. Con los codos sobre la mesa, cerraba los ojos, los abría, volvía a cerrarlos. Y, cada vez que sus párpados se abrían, veía el mismo papel con membrete en el que estaba escrito en hermosa letra inglesa:
«Atestado contra el señor Joseph Dumourois, jornalero, domiciliado en Flémall-Haute, por robo de conejos en perjuicio de…».
El resto lo ocultaba una carpeta.
Sonó el teléfono. El inspector que se paseaba fue a descolgar.
—¿Sí?… ¡Bien! ¡Entendido! Voy a decírselo. ¡Ése no va a aburrirse! —Tras colgar, se acercó al comisario—. Era Girard. Delfosse y la bailarina han tomado un taxi y se han dirigido al domicilio de Adèle, en la Rue de la Régence. Han entrado juntos. Girard se ha quedado abajo, de guardia.
Entre la bruma rojiza que invadía su cerebro, Jean recordó la habitación de Adèle, la cama que había visto deshecha, e imaginó que la bailarina se desnudaba y encendía el hornillo de alcohol.
—¿Sigues sin tener nada que decir? —le preguntó el comisario sin abandonar el sillón.
No respondió. No tenía fuerzas. Apenas comprendió que se dirigía a él.
El comisario suspiró y le dijo al inspector:
—Puedes marcharte. Pero déjame un poco de tabaco.
—¿Cree usted que conseguirá algo? —preguntó el otro, señalando con la mirada la silueta negra de Jean, doblado por la cintura y con el torso apoyado sobre la mesa.
El comisario volvió a encogerse de hombros.
En la memoria de Chabot había un gran agujero, un agujero negro en el que hormigueaban formas oscuras, con chispas rojas que lo atravesaban todo sin aclarar nada.
Alzó la cabeza al oír un timbre insistente. Vio tres grandes ventanas desdibujadas, luces amarillentas, al comisario, que se restregaba los ojos, cogía maquinalmente la pipa apagada de encima de la mesa y avanzaba, con las piernas entumecidas, hacia el teléfono.
—¿Diga?… ¡Sí! ¡Diga! ¡La Sûreté, sí!… No, hombre. Está aquí. ¿Cómo?… Que venga a verlo, si le apetece. —Y el comisario, con la boca pastosa, encendió la pipa y le dio unas bocanadas amargas antes de plantarse delante de Chabot—. Tu padre ha ido a denunciar tu desaparición en la comisaría de la Sexta División. Creo que va a venir.
Unos violentos rayos de sol surgieron por encima de un tejado cercano y lanzaron destellos en uno de los cristales, mientras llegaban unos mozos con cubos y cepillos para limpiar los locales.
Del mercado, que se encontraba a doscientos metros, frente al ayuntamiento, subía un rumor confuso. Circulaban los primeros tranvías, que no cesaban de tocar la campanilla como si tuvieran la misión de despertar a la ciudad.
Jean Chabot, confuso, se pasó lentamente la mano por los cabellos.