Adèle acababa de levantarse, y cerca del hornillo había un bote con leche condensada derramada.
—¿No ha venido tu amigo contigo? —insistió Adèle.
De repente Chabot se entristeció y replicó en tono gruñón:
—¿Por qué tenía que venir conmigo?
Ella, sin prestarle atención, abrió un armario y sacó una blusa de seda colorada.
—¿Es verdad que su padre es un importante industrial?
Jean no se había sentado; ni siquiera había soltado el sombrero de las manos. La miraba ir y venir, presa de un sentimiento confuso en el que se mezclaban la melancolía, el deseo, un respeto instintivo hacia ella y la desesperación.
Adèle no era hermosa, menos aún en zapatillas y bata arrugada. Pero tal vez por eso, y por el abandono que se desprendía de esa intimidad, Adèle tuviera para Jean más encanto. ¿Tendría veinticinco años, treinta años? En todo caso, había vivido mucho. Con frecuencia hablaba de París, Berlín, Ostende. Citaba nombres de locales célebres.
Pero sin pasión, sin orgullo, sin afectación. Al contrario: el rasgo dominante de su carácter era un hastío que se traslucía en sus ojos verdes, en la desenvoltura con que sus labios retenían el cigarrillo, en sus gestos y sonrisas.
Un hastío sonriente.
—¿Qué fabrica?
—Bicicletas.
—¡Qué gracioso! Cierta vez, en Saint-Etienne, conocí a otro fabricante de bicicletas. ¿Qué edad tiene?
—¿El padre?
—No, René.
Al oír en sus labios ese nombre, Chabot se irritó aún más.
—Dieciocho años.
—Es muy vicioso, ¿verdad?
La familiaridad era completa. Trataba a Jean Chabot de igual a igual. En cambio, cuando hablaba de René Delfosse había un matiz de consideración en su voz.
¿Habría adivinado que Chabot no era rico, que pertenecía a una familia más o menos como la de ella?
—Siéntate. ¿Te molesta que me vista? Pásame los cigarrillos.
Chabot los buscó a su alrededor.
—Sobre la mesilla de noche, eso es.
Y Jean, muy pálido, apenas se atrevió a tocar la pitillera que había visto la víspera entre las manos del extranjero. Observó cómo la mujer, enseñando el cuerpo desnudo bajo la bata entreabierta, se ponía las medias.
Resultaba aún más turbador que en los primeros momentos. Se sonrojó, tal vez por lo de la pitillera, tal vez por la desnudez, probablemente por las dos cosas.
Adèle no era sólo una mujer. Era una mujer implicada en un drama, una mujer que seguramente ocultaba un secreto.
—Bueno, ¿me das los cigarrillos o no?
Jean le alargó la pitillera.
—¿Tienes fuego?
Le acercó un fósforo con mano temblorosa. Ella se echó a reír.
—¡Vaya! ¡Parece que no has visto a muchas mujeres en tu vida!
—He tenido amantes.
La risa se intensificó. Ella lo miraba de frente, con los párpados entornados.
—Me haces gracia, sí. Eres un tipo curioso. Pásame el cinturón.
—¿Anoche volvió usted tarde a casa?
Ella lo observó un poco seria.
—No estarás enamorado, ¿verdad? Y, además, eres celoso. Ahora comprendo por qué te has puesto de malhumor cuando he hablado de René. Vamos, vuélvete hacia la pared.
—¿No ha leído usted los periódicos?
—Sólo he ojeado el folletín.
—Han matado al tipo de anoche.
—¿En serio?
No estaba demasiado turbada. Sólo sentía curiosidad.
—¿Quién lo mató?
—No se sabe. Han encontrado su cadáver dentro de un cesto de mimbre.
Ella arrojó la bata sobre la cama. Jean se giró hacia la pared en el momento en que ella se quitaba el camisón y buscaba un vestido en el armario.
—¡Otra historia que me puede traer problemas!
—¿Salió usted del Gai-Moulin con él?
—No. Me marché sola.
—¡Ah!
—¿No me crees? ¿Te imaginas que traigo aquí a todos los clientes del club? Soy bailarina, muchacho, y por tanto tengo que incitar a los clientes a que consuman. Pero una vez cerradas las puertas, ¡se acabó!
—Sin embargo, con René…
Chabot comprendió que era una idiotez.
—¿Qué? ¡A ver!
—Nada. René me dijo que una vez…
—¡Menudo imbécil! Yo te digo que lo único que hizo fue besarme. Dame otro cigarrillo. —Y, al tiempo que se ponía un sombrero, añadió—: Venga, que tengo que ir a comprar. ¡Vamos, cierra la puerta!
Bajaron uno tras otro la oscura escalera.
—¿Hacia dónde vas?
—Vuelvo a la oficina.
—¿Irás esta noche al Gai-Moulin?
La muchedumbre invadía la acera. Se separaron, e instantes después Jean Chabot se sentaba a su escritorio, delante de una pila de sobres a los que debía poner el sello.
Sin que supiera el motivo exacto, más que tristeza ahora lo invadía el miedo. Miraba con asco la oficina tapizada de avisos notariales.
—¿Tiene los recibos? —le preguntó el oficial primero.
Él se los entregó.
—¿Y el recibo de la Gazette de Liège? ¿Ha olvidado la Gazette de Liège? —¡Un drama! ¡Una catástrofe! Por el tono del oficial primero, parecía que hubiera ocurrido una tragedia—. Escuche, Chabot, ¡esto no puede continuar así! El trabajo es el trabajo. El deber es el deber. Me veré obligado a comentárselo al jefe. Además, me han dicho que por las noches frecuenta usted lugares poco recomendables en los que yo, personalmente, nunca he puesto los pies. Voy a serle franco: va usted por mal camino. ¡Míreme cuando le hablo! Y no ponga esa expresión irónica, ¿me oye? Esto no va a quedar así.
Se marchó dando un portazo. El joven se quedó solo pegando sellos.
En ese momento, Delfosse debía de estar sentado en la terraza del Pélican o instalado en algún cine. El reloj marcaba las cinco. Jean Chabot miró cómo la aguja avanzaba sesenta veces en un minuto, se levantó, tomó el sombrero y cerró su cajón con llave.
El hombre de espaldas anchas no estaba fuera. Hacía fresco. El crepúsculo formaba en las calles grandes capas de niebla azulada, perforada por las luces de los escaparates y los cristales de los tranvías.
—¡Compre la Gazette de Liège!
Delfosse no estaba en el Pélican. Chabot lo buscó en los cafés del centro en que acostumbraban a encontrarse. Sentía las piernas pesadas y la cabeza tan vacía que decidió ir a acostarse.
Nada más entrar en su casa, intuyó que había sucedido algo anormal. La puerta de la cocina estaba abierta. Pauline, una estudiante polaca que ocupaba una habitación del primer piso, estaba inclinada sobre alguien a quien el joven no vio de inmediato.
Avanzó en silencio. De repente estalló un sollozo. Pauline giró hacia él su rostro, poco agraciado, y adoptó una expresión severa.
—¡Mire a su madre, Jean!
Madame Chabot, en delantal y con los codos sobre la mesa, lloraba a lágrima viva.
—¿Qué ocurre?
La polaca prosiguió:
—Lo sabe usted muy bien.
Madame Chabot se enjugó los ojos enrojecidos, miró a su hijo y estalló de nuevo en sollozos más intensos.
—¡Me va a matar! ¡Es horrible!
—¿Qué he hecho, madre?
Jean hablaba con voz impersonal, demasiado clara. El miedo lo paralizaba de pies a cabeza.
—Déjenos, Pauline. Es usted muy amable. ¡No sé por qué tiene que pasarnos esto a nosotros, que siempre hemos preferido ser pobres, pero honrados!
—No entiendo nada —replicó Jean.
La estudiante se marchó. Se la oyó subir la escalera que conducía al primer piso, pero dejó abierta la puerta de su habitación.
—¿Qué has hecho? Dime la verdad. Tu padre está a punto de llegar. ¡Cuando pienso que todo el barrio va a enterarse!
—¡Te juro que no entiendo nada!
—¡Mientes, Jean! De sobra sabes que mientes. Desde que andas con ese Delfosse y todas esas mujerzuelas… Hace media hora, Madame Velden, la verdulera, ha venido muy sofocada. Estaba aquí la señorita Pauline. Y, delante de ella, Madame Velden me ha dicho que un hombre había ido a verla para pedirle información sobre ti y sobre nosotros. Seguro que ese hombre era de la policía, ¡y tenía que dirigirse precisamente a Madame Velden, que tiene la lengua más viperina del barrio! A estas horas, todo el mundo debe de haberse enterado. —Se había levantado. De manera maquinal, vertía agua hirviendo en el filtro de la cafetera. Después sacó un mantel de un armario—. ¡Ya ves de qué han servido los sacrificios que hemos hecho para criarte! ¡La policía preguntando sobre nosotros! ¡Encima, tal vez vengan a casa! No sé cómo se lo tomará tu padre, pero te aseguro que el mío te habría echado de casa. ¡Si ni siquiera tienes diecisiete años! Ah, tu padre tiene la culpa de esto. El te deja salir hasta las tres de la mañana y, cuando me enfado, te defiende.
Sin saber por qué, Jean estaba seguro de que el supuesto policía era el hombre de espaldas anchas. Mantuvo la vista clavada en el suelo, tenazmente.
—Bien, ¿no dices nada? ¿No quieres confesar lo que has hecho?
—No he hecho nada, madre.
—Si no has hecho nada, ¿por qué la policía anda preguntando sobre ti?
—Quizá no sea de la policía.
—¿Quién es, entonces?
De repente, para acabar con la penosa escena, se atrevió a mentir.
—Tal vez alguien que quiere contratarme y que está buscando referencias. Donde trabajo me pagan poco. He hecho algunas gestiones para encontrar un nuevo empleo.
Ella lo miró con ojos penetrantes.
—¡Mientes!
—¡Te juro que es verdad!
—¿Seguro que Delfosse y tú no habéis hecho alguna tontería?
—Te lo juro, madre.
—En ese caso, lo mejor que puedes hacer es ir a ver a Madame Velden. ¡No conviene que cuente a todo el mundo que la policía te está buscando!
Una llave giró en la cerradura de la puerta de entrada. Monsieur Chabot se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero; entró en la cocina y se sentó en su butaca de mimbre.
—¿Ya de vuelta, Jean?
Se asombró al ver los ojos enrojecidos de su mujer, la cara enfurruñada del joven.
—¿Qué ocurre?
—Nada, estaba regañando a Jean. No quiero que vuelva a regresar a horas indebidas. Como si no estuviera bastante bien aquí, en familia…
Y empezó a poner los cubiertos en la mesa y a servir la sopa. Mientras comía, Monsieur Chabot solía leer el periódico y comentaba las noticias.
—Otro caso que dará que hablar: la policía ha encontrado un cadáver en un cesto de mimbre. Un extranjero, claro, y seguramente espía. —Cambiando de tema, añadió—: ¿Ha pagado el señor Bogdanowski?
—Aún no. Me ha dicho que esperaba el dinero para el miércoles.
—¡Lleva esperándolo tres semanas! Muy bien, peor para él. El miércoles dile que esto no puede seguir así.
Reinaba una atmósfera cargada, llena de olores familiares; las cacerolas de cobre lanzaban reflejos, y destacaban las llamativas ilustraciones de un calendario de propaganda colgado en la pared desde hacía tres años.
Jean, que comía como un autómata, poco a poco fue sintiéndose embotado. En ese ambiente cotidiano, le entraban dudas sobre la realidad de los acontecimientos del exterior. Por eso le costó trabajo imaginar que dos horas antes había visto cómo una bailarina, en su habitación, se ponía las medias delante de él, con la bata abierta, y dejaba ver un cuerpo pálido, metido en carnes, un poco cansado ya.
—¿Has preguntado sobre esa casa?
—¿Qué casa?
—La de la Rue Féronstrée.
—Yo… Hum…, se me ha olvidado —respondió Jean.
—¡Como siempre! Espero que esta noche vuelvas pronto y descanses un poco. Tienes muy mala cara.
—Sí. Hoy no saldré.
—¡Será la primera vez esta semana! —intervino Madame Chabot, que no estaba aún del todo tranquilizada y acechaba las expresiones del rostro de su hijo.
En éstas, se oyó un repiqueteo en el buzón. Jean, que sabía con certeza que era para él, se precipitó al pasillo para ir a abrir. Monsieur y Madame Chabot miraban por la puerta acristalada.
—Otra vez ese Delfosse —dijo Madame Chabot—. No deja tranquilo a Jean. Si esto sigue así, iré a ver a sus padres.
Se veía a los dos jóvenes hablar en voz baja ante el umbral. Chabot se giró varias veces para asegurarse de que no los escuchaban. Parecía resistirse a una invitación apremiante.
Y de repente, sin volver a la cocina, gritó:
—¡Vuelvo en seguida!
Madame Chabot se levantó para impedirle que se marchara. Pero Jean, con gestos febriles debido a las prisas, ya había agarrado su sombrero del perchero; salió a la calle y cerró la puerta con estruendo.
—¿Cómo dejas que se comporte así? —le espetó Madame Chabot a su marido—. ¿Ése es el respeto que le inspiras? Si tuvieras un poco más de autoridad…
Siguió hablando de ese modo, bajo la lámpara, al tiempo que comía, mientras a Monsieur Chabot se le iban los ojos tras el periódico, que no se atrevió a seguir leyendo antes de que acabara la diatriba.
—¿Estás seguro?
—Sí. Lo he reconocido perfectamente. Hace tiempo fue inspector en nuestro barrio.
Delfosse tenía el rostro más afilado que nunca y, al pasar bajo una farola de gas, su compañero comprobó que estaba palidísimo. Fumaba a pequeñas bocanadas nerviosas.
—No puedo más, llevo cuatro horas así. ¡Ahí está! Vuélvete rápido. Lo oigo a menos de cien metros de nosotros.
Sólo se distinguía la silueta de un hombre que caminaba a lo largo de las casas de la Rue de la Loi.
—Empezó a seguirme después del almuerzo, o tal vez antes. Pero no me di cuenta hasta que me instalé en la terraza del Pélican. Se sentó a una mesa vecina y lo reconocí. Hace dos años que trabaja para la policía secreta. Mi padre lo necesitó a raíz de un robo de metales en los talleres.
Se llama Gérard o Girard. Al cabo de poco me levanté; no sé, el tipo me ponía nervioso. Enfilé la Rue de la Cathédrale, y él se echó a andar detrás de mí. Entré en otro café y él se quedó esperándome a cien metros. Fui al cine Mondain, y allí estaba él, tres filas más atrás. No sé qué más he hecho: he caminado, he tomado tranvías… ¡Todo por culpa de los billetes que llevo en el bolsillo! Quiero deshacerme de ellos, porque si me registrara no podría explicarle de dónde proceden. ¿Te importaría decir que son tuyos? Por ejemplo, dile que tu jefe te los ha entregado para un recado.
—¡No!
Delfosse tenía la frente cubierta de sudor, la mirada a la vez aviesa e inquieta.
—De todas maneras, tenemos que hacer algo. Acabará pidiéndonos la documentación, ya verás. He ido a tu casa, porque así, los dos juntos, lo…
—¿Has cenado?
—No tengo hambre. ¿Y si al pasar por el puente tirara los billetes al Mosa?
—¡Se daría cuenta!
—Como último recurso, podría ir al lavabo en un café, o mejor… Ya está. Nos sentaremos en alguna parte y tú irás al lavabo, mientras él sigue vigilándome.
—¿Y si me sigue a mí?
—No lo hará. Además, nadie puede impedirte que eches el cerrojo de la puerta del lavabo.
Caminaban por el barrio de Outremeuse, de calles espaciosas, pero desiertas y mal iluminadas.
Detrás de ellos, oían los pasos regulares del policía, que no parecía querer ocultarse.
—¿No sería mejor que entráramos en el Gai-Moulin? Parecerá más natural. Vamos allí casi todas las noches. Además, si hubiéramos matado al turco, no pondríamos los pies en él.
—¡Es demasiado pronto!
—Esperaremos.
No hablaron más. Cruzaron el Mosa, erraron por las calles del centro, girándose de vez en cuando para ver si Girard seguía pisándoles los talones.
En la Rue du Pot-d’Or, vieron el rótulo luminoso del club nocturno, que acababa de abrir.
—¿Entramos?
Recordaban la huida de la noche anterior, y tenían que hacer un gran esfuerzo para avanzar. Victor estaba en la puerta, con la servilleta en el brazo, lo que significaba que apenas si había clientes.
—¡Vamos!
—¡Buenas noches, señores! ¿No han visto a Adèle, por casualidad?
—No. ¿No ha llegado?
—Aún no. Es curioso, porque siempre es muy puntual. Entren. ¿Oporto?
—¡Oporto, sí!
El local estaba vacío. Los músicos no se molestaban en tocar. Charlaban, mientras observaban la puerta de entrada. El dueño, con chaqueta blanca, colocaba banderitas estadounidenses e inglesas detrás de la barra del bar.
—¡Buenas noches, señores! —les gritó de lejos—. ¿Qué tal?
—¡Muy bien!
El policía entró a su vez. Era un hombre aún joven, que se parecía un poco al oficial segundo de la oficina de Chabot. Se negó a entregar el sombrero al empleado y se sentó junto a la puerta.
A una seña del dueño, los músicos empezaron a tocar jazz, mientras el bailarín profesional, sentado al fondo de la sala, donde estaba escribiendo una carta, se acercó a la única bailarina que había llegado.
—Anda, vamos.
Delfosse, por debajo de la mesa, puso algo en la mano de su compañero, pero éste no se decidía a tomarlo. El policía los miraba.
—Es el momento.
Chabot agarró al fin los pringosos billetes. Con ellos en la mano, para evitar gestos inútiles, se levantó.
—¡Ahora vuelvo! —dijo en voz alta.
A Delfosse le costó ocultar su alivio y lanzó una involuntaria mirada triunfal a su seguidor.
El dueño detuvo a Jean.
—Espere, le daré la llave. La encargada todavía no ha llegado. No sé qué pasa hoy, ¡todas se retrasan!
La puerta del sótano estaba entreabierta y por ella salían vaharadas de aire húmedo que hicieron estremecer al joven.
Delfosse se bebió su oporto de un trago. Tuvo la impresión de que le sentaba bien y a continuación se bebió el de su amigo. El inspector no se movía. Así pues, ¡la maniobra había tenido éxito! En unos instantes, los comprometedores billetes desaparecerían por el desagüe.
En ese momento entró Adèle, vestida con un abrigo de raso negro ribeteado de piel blanca. Saludó a los músicos y estrechó la mano de Victor.
—¡Hola! —saludó a Delfosse—, ¿no está tu amigo? Esta tarde lo he visto, ha venido a mi casa. ¡Qué tipo más curioso! ¿Me disculpas? Voy a dejar el abrigo.
Lo puso detrás de la barra, donde cambió algunas palabras con el dueño; volvió a la mesa del joven y se sentó junto a él.
—Dos copas. ¿Estás con alguien?
—Con Jean.
—¿Dónde se ha metido?
—Ahí —contestó señalándole la puerta de los lavabos con la mirada.
—¡Ah! Ya. ¿En qué trabaja su padre?
—Es contable en una compañía de seguros, creo.
Adèle no hizo comentarios. Eso le bastaba. Era justo lo que había sospechado.
—¿Por qué últimamente no vienes con tu coche?
—Es de mi padre, y yo no tengo permiso de conducir. Sólo lo uso cuando él se va de viaje. La próxima semana se irá a los Vosgos. Si usted…, si tú quieres, podemos dar un paseo juntos… ¿Hasta Spa, por ejemplo?
—¿Quién es ese tipo? ¿Policía?
—No sé —balbució él, al tiempo que se sonrojaba.
—No me hace gracia su cara. Oye, ¿estás seguro de que tu amigo no se ha desmayado? Victor, un sherry. ¿Te apetece bailar? Yo no tengo muchas ganas, pero al dueño le gusta que haya animación.
Hacía veinte minutos que Chabot había desaparecido. En la pista, Delfosse estaba haciéndolo tan mal que, en pleno baile, Adèle, imperiosa, se puso a guiarlo.
—¿Me disculpas? Voy a ver qué hace mi amigo.
Empujó la puerta de los lavabos. Jean no estaba. La encargada colocaba los objetos de aseo sobre una toalla.
—¿Ha visto usted a mi amigo?
—No. Acabo de llegar.
—¿Ha entrado usted por la puerta de servicio?
—¡Como siempre!
René la abrió. La callejuela estaba desierta, lluviosa y fría, salpicada por la luz intermitente de una sola farola de gas.