Jean Chabot, con los codos apoyados en la mesa, apartó el plato y se quedó mirando el pequeño patio que se divisaba a través del tul de los visillos y cuyas paredes enjalbegadas relucían al sol.
Su padre, mientras comía e intentaba crear una atmósfera distendida, lo observaba a hurtadillas.
—¿Sabes si es verdad que van a poner en venta ese gran edificio de la Rue Féronstrée? Alguien me lo preguntó ayer, en la oficina. Tal vez deberías informarte, Jean.
Madame Chabot, que también espiaba a su hijo sin dejar de preparar las verduras para la sopa, intervino.
—¿Qué? ¿No comes?
—No tengo hambre, madre.
—Porque supongo que anoche volviste a emborracharte, ¿no? ¡Reconócelo!
—No.
—¿Crees que no se nota? ¡Tienes los ojos rojísimos y estás más pálido que la cera! Es inútil que nos esforcemos para que te críes fuerte. Vamos, cómete al menos los huevos.
Jean no habría podido comérselos ni por todo el oro del mundo. Sentía una opresión en el pecho. Y la atmósfera apacible de la casa, el olor a beicon y café, la pared blanca, la sopa que empezaba a hervir, todo le producía una especie de náusea.
Tenía prisa por estar fuera, por saber qué había ocurrido. Se estremecía al menor ruido de la calle.
—Tengo que irme.
—Aún no es la hora. Anoche estuviste con Delfosse, ¿verdad? Y ese muchacho, además, viene a buscarte aquí. ¡Un muchacho que no hace nada, porque sus padres son ricos! ¡Un vicioso! Claro, él no tiene que levantarse por la mañana para ir a la oficina.
Monsieur Chabot, en silencio, comía mirando al plato para no tener que tomar partido. Bajó un huésped del primer piso, un estudiante polaco, que salió directamente a la calle y se dirigió a la universidad. Se oía a otro vestirse en la habitación situada encima de la cocina.
—Ya verás, Jean. Esto acabará mal. Pregúntale a tu padre si él se iba de juerga a tu edad.
Jean tenía realmente los ojos llenos de venitas rojas y las facciones descompuestas. Se le veía un granito purpúreo en la frente.
—Me voy —repitió, al tiempo que miraba la hora.
En ese momento alguien dio unos golpecitos en el buzón de la puerta de entrada. De ese modo llamaban los íntimos; el timbre era para los extraños. Jean se apresuró a abrir y se encontró frente a Delfosse; éste le preguntó:
—¿Vienes?
—Sí. Voy a buscar el sombrero.
—¡Entre, Delfosse! —gritó Madame Chabot desde la cocina—. Precisamente le decía a Jean que ya es hora de que esto se acabe. ¡Mi hijo está arruinándose la salud! Que usted se vaya de juerga, es asunto de sus padres. Pero Jean…
Delfosse, alto y delgado, mucho más pálido aún que Chabot, bajó la cabeza esbozando una sonrisa forzada.
—Jean tiene que ganarse la vida —prosiguió Madame Chabot—. Nosotros no tenemos dinero. Usted es lo bastante inteligente para comprenderlo, y le pido que lo deje tranquilo.
—¿Vamos? —susurró Jean, que se sentía atormentado.
—Le juro, señora, que nosotros… —farfulló Delfosse.
—¿A qué hora regresasteis anoche?
—No sé. Tal vez a la una.
—¡Jean ha confesado que eran más de las dos de la mañana!
—Tengo que irme a la oficina, madre.
Se había puesto el sombrero y empujaba a Delfosse por el pasillo. Monsieur Chabot se levantó a su vez y se puso el abrigo.
Fuera, como en todas las calles de Lieja, en ese momento las amas de casa fregaban la acera con abundante agua; las carretas de verduras y carbón se detenían ante los portales, y los vendedores voceaban su mercancía mientras sus gritos resonaban a lo lejos, de un extremo a otro del barrio.
—Bueno, ¿qué?
Los dos jóvenes habían doblado la esquina. Ya podían dar rienda suelta a su inquietud.
—¡Nada! El periódico de esta mañana no dice nada. ¿Quién sabe?, tal vez todavía no hayan encontrado el…
Delfosse llevaba una gorra de estudiante con visera grande. A esa hora todos los estudiantes se encaminaban a la universidad y, al cruzar el puente que franqueaba el Mosa, formaban casi un cortejo.
—Ya lo has visto: mi madre está furiosa, sobre todo contigo.
Cruzaron el mercado; se deslizaron entre los cestos de verduras y fruta, pisoteando hojas de col y de lechuga. Jean miraba fijamente ante sí.
—¿Qué hay del dinero? Estamos a día 15.
Cambiaron de acera porque pasaban frente a un estanco en el que debían más de cincuenta francos.
—Ya lo sé. Esta mañana he mirado en el billetero de mi padre, pero sólo había billetes grandes. —Y Delfosse añadió en voz más baja—: No te preocupes. Después iré a la tienda de mi tío, en la Rue Léopold. Muchas veces se va y me deja un instante solo en la tienda.
Jean conocía esa tienda, la principal chocolatería de Lieja. Imaginó a su amigo deslizando la mano en la caja registradora.
—¿Cuándo nos veremos?
—Iré a buscarte al mediodía.
Se aproximaban al despacho del notario Lhoest, donde trabajaba Chabot. Se dieron la mano sin mirarse y Jean sintió cierto malestar, como si el apretón de manos de su amigo no fuera el mismo que de costumbre.
Claro, ¡ahora eran cómplices!
Jean tenía una mesa en la antesala. Como era el último empleado al que habían contratado, su tarea consistía básicamente en pegar sellos en sobres, clasificar la correspondencia y hacer recados en la ciudad.
Esa mañana trabajó sin decir nada, sin mirar a nadie, como si quisiera pasar inadvertido. Estaba atento sobre todo al oficial primero, un hombre de unos cincuenta años y aspecto severo, del que dependía.
A las once no había ocurrido nada, pero poco antes del mediodía el oficial primero se acercó a él.
—¿Tiene usted las cuentas de la caja pequeña, Chabot?
Desde que había llegado, Jean tenía preparada una respuesta, que recitó apartando la mirada.
—Discúlpeme, Monsieur Hosay, hoy me he puesto otro traje y me he dejado en casa la libreta y el dinero. Esta tarde se lo daré.
Se lo veía muy pálido, cosa que asombró al oficial primero.
—¿Está usted enfermo?
—No. No sé, tal vez un poco.
La «caja pequeña» era una cuenta de la notaría con el dinero necesario para los sellos, la expedición de los certificados y, en general, los pequeños gastos corrientes. Dos veces al mes, en concreto los días 15 y 30, entregaban a Jean determinada suma, y él iba anotando los gastos en una libreta.
Los empleados empezaron a marcharse. Una vez fuera, el joven buscó a Delfosse con la mirada y lo divisó no lejos del escaparate del estanco fumando un cigarrillo de filtro dorado.
—¿Qué?
—¡Aquí ya está todo pagado!
Caminaron. Necesitaban sentirse rodeados de muchedumbre.
—Vamos al Pélican. He ido a la tienda de mi tío y, como sólo he tenido unos segundos, he metido la mano y, sin quererlo, he pillado demasiado dinero.
—¿Cuánto?
—Casi dos mil.
La cifra asustó a Chabot.
—Aquí tienes trescientos francos para la caja pequeña. El resto nos lo repartiremos.
—¡No, no!
Los dos estaban muy inquietos, y la insistencia de Delfosse era casi amenazadora.
—¡Es natural! ¿Acaso no lo repartimos siempre a partes iguales?
—Yo no necesito ese dinero.
—Yo tampoco.
Cuando pasaron ante una casa, miraron maquinalmente hacia el balcón de piedra del primer piso: correspondía a la habitación alquilada en la que vivía Adèle, la bailarina del Gai-Moulin.
—¿Has pasado por el local?
—Sí, he ido por la Rue du Pot-d’Or. Las puertas estaban abiertas, como todas las mañanas. Victor y Joseph barrían.
Jean hizo chasquear los dedos.
—Sin embargo, bien lo viste anoche, ¿verdad?
—Estoy seguro de que era el turco —dijo Delfosse recalcando las palabras y estremeciéndose.
—¿Había policía en la calle?
—No. Todo estaba normal. Victor me vio y me dio los buenos días.
Entraron en el Pélican, se sentaron a una mesa cerca de las ventanas y pidieron cerveza inglesa. Al instante, Jean se fijó en un cliente situado casi frente a él.
—No te vuelvas y mira por el espejo. Ese tipo estaba anoche en el… Bueno, ya sabes lo que quiero decir.
—¡El gordo! Sí, lo reconozco.
Era el último cliente que había entrado en el Gai-Moulin, el hombre corpulento y de espaldas anchas que había pedido cerveza.
—No debe de ser de Lieja.
—Fuma tabaco francés. ¡Cuidado! Está observándonos.
—Camarero —llamó Delfosse—. ¿Cuánto es? Le debíamos cuarenta y dos francos, si no me equivoco. —Entregó un billete de cien y dejó ver más billetes—. Cóbrese.
No se encontraban a gusto en ninguna parte. No bien acababan de sentarse, se pusieron de nuevo en marcha; Chabot, inquieto, se giró.
—Ese hombre nos sigue. En todo caso, lo tenemos detrás de nosotros.
—¡Cállate! Acabarás por contagiarme el miedo. ¿Por qué habría de seguirnos?
—No sé. Tal vez hayan encontrado al…, al turco. O quizá no estaba muerto.
—¡Calla de una vez! —murmuró Delfosse con dureza.
Recorrieron trescientos metros en silencio.
—¿Crees que debemos ir al Gai-Moulin esta noche?
—¡Claro que sí! No parecería natural que…
—¿Sabrá algo Adèle?
Jean tenía los nervios destrozados. No sabía adónde mirar ni qué decir. Aunque no se atrevía a girarse, sentía detrás de él la presencia del hombre de espaldas anchas.
—Si cruza el Mosa pegado a nuestros talones, es que nos sigue.
—¿Vuelves a casa?
—No me queda más remedio, mi madre está furiosa. —Parecía a punto de echarse a llorar en medio de la calle—. Está entrando en el puente. ¡Nos sigue!
—¡Cállate! Bueno, hasta la noche. Yo ya he llegado.
—René.
—Dime.
—No quiero guardar todo este dinero. Escucha…
Pero Delfosse entró en su casa encogiéndose de hombros. Jean caminó más aprisa, mirando los escaparates para ver si aún lo seguían.
Al llegar a las tranquilas calles del barrio de Outremeuse, ya no le cupo la menor duda. Entonces las piernas le flaquearon. Por un instante, presa del pánico, pensó detenerse. Pero caminó más aprisa, como impedido hacia delante por el miedo.
Cuando llegó a su casa, su madre le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
—Nada.
—Estás muy pálido. Tienes la cara casi de color verde —le dijo, y añadió, furiosa—: ¿Te parece bonito, a tu edad, ponerte en semejante estado? ¿Por dónde anduviste ayer por la noche? ¿Y con qué compañía? No comprendo por qué tu padre no es más severo contigo. ¡Vamos, come!
—No tengo hambre.
—¿Aún no?
—Déjame, madre, por favor. No me encuentro bien, no sé qué me pasa.
La aguda mirada de Madame Chabot no se dejaba enternecer. Era una mujer bajita, delgada, nerviosa, que no paraba en todo el día.
—Si estás enfermo, llamaré al médico.
—¡No, por favor!
Se oyeron pasos en la escalera. A través de la puerta acristalada de la cocina se vio la cabeza de un estudiante. Llamó y apareció con expresión inquieta, recelosa.
—¿Conoce usted al hombre que está paseándose por la calle, Madame Chabot?
Tenía marcado acento eslavo. Sus ojos eran ardientes. Se irritaba a la menor ocasión.
Estaba matriculado en la universidad pese a ser mayor que casi todos los estudiantes; acudía poco a clase.
Se sabía que era georgiano, que había estado metido en política en su país. Afirmaba ser noble.
—¿Qué hombre, señor Bogdanowski?
—Venga a verlo.
La llevó hacia el comedor, cuya ventana daba a la calle.
Jean vaciló antes de seguirlos. Sin embargo, también él acabó yendo.
—Hace un cuarto de hora que está rondando la calle. Seguro que es de la policía. ¡Si lo sabré yo!
—¡Qué va! —respondió Madame Chabot, optimista—. Usted ve policías por todas partes. Se trata simplemente de alguien que tiene una cita.
No obstante, el georgiano le lanzó una mirada suspicaz, masculló algo en su lengua y volvió a subir a su habitación. Jean había reconocido al hombre de espaldas anchas.
—¡Tú, ven a comer! Y no salgas con historias, ¿eh? Si no, te meto en la cama y llamo al médico en seguida.
Monsieur Chabot no volvía de su despacho al mediodía. Madre e hijo comían en la cocina; Madame Chabot, incapaz de quedarse sentada, iba y venía de la mesa al fogón.
Mientras Jean, con la cabeza gacha, intentaba tragar algunos bocados, ella lo observaba, y de repente advirtió un detalle de su indumentaria.
—¿De dónde has sacado esa corbata?
—¿Yo?… Verás, René me la ha dado.
—René, siempre René. ¿Es que no tienes amor propio? Me avergüenzo de ti. Aunque esa gente tenga dinero, no por ello es recomendable. Los padres ni siquiera están casados.
—¡Mamá!
Acostumbraba a llamarla «madre», pero quería mostrarse suplicante. Ya no podía más. No pedía nada, excepto un poco de paz durante las pocas horas que estaba obligado a pasar en su casa. Se imaginaba vívidamente al desconocido rondando por la calle, enfrente, justo delante de la fachada de la escuela en la que él había estudiado sus primeros años.
—No, hijo mío. Vas por mal camino, te lo digo yo. Es hora de cambiar, si no quieres acabar mal, como tu tío Henry.
Esa evocación del tío, a quien a veces encontraban borracho como una cuba o sobre una escalera pintando la fachada de una casa, era como una pesadilla.
—Y eso que él había estudiado. Podía aspirar a cualquier colocación.
Jean se levantó con la boca llena, arrancó, literalmente, el sombrero de la percha y salió a toda prisa.
En Lieja, algunos periódicos lanzan una edición matutina, pero la edición importante aparece a las dos de la tarde. Chabot se dirigió hacia el centro de la ciudad envuelto en una especie de nube soleada que le enturbiaba la vista, y se despertó una vez cruzado el Mosa, al oír gritar:
—¡Compre la Gazette de Liège! ¡Acaba de salir la Gazette de Liège! ¡Un cadáver hallado en un cesto de mimbre! Detalles horribles. ¡Compre la Gazette de Liège!
Cerca de él, a menos de dos metros, el hombre de espaldas anchas había comprado un periódico y esperaba a que le devolviesen el cambio. Jean hurgó en un bolsillo y encontró los billetes que se había guardado en desorden; buscó en vano monedas de menos valor. Reanudó su camino y poco después empujaba la puerta de la notaría, donde todos los empleados habían llegado ya.
—¡Cinco minutos de retraso, Monsieur Chabot! —observó el oficial primero—. No es mucho, pero se repite con demasiada frecuencia.
—Discúlpeme, un tranvía que… Le traigo la caja pequeña.
Sabía que tenía el rostro alterado. La piel le ardía en los pómulos. Y sentía punzadas en las pupilas.
Monsieur Hosay hojeó la libreta y comprobó las sumas al pie de las páginas.
—Ciento dieciocho con cincuenta. ¿Eso es lo que queda?
Jean lamentó no haberse acordado de cambiar los billetes. Oyó que el oficial segundo y la mecanógrafa hablaban del cesto de mimbre.
—Graphopoulos. ¿Es turco ese nombre?
—Parece que se trata de un griego.
A Jean le zumbaban los oídos. Sacó dos billetes de cien francos del bolsillo. Monsieur Hosay le indicó con frialdad algo que había caído al suelo: un tercer billete.
—Me parece que maneja usted el dinero con mucha ligereza. ¿No tiene billetero?
—Perdón… Sí…
—Si el jefe le viera llevar los billetes así, en los bolsillos, de cualquier modo… ¡En fin! No tengo cambio. Guárdese usted esos ciento dieciocho francos con cincuenta. Cuando no le quede dinero, pídame más. Esta tarde tiene que ir a los periódicos para entregar los avisos oficiales. Es urgente. Han de aparecer mañana.
¡El turco! ¡El turco! ¡El turco!
Una vez en el exterior, Jean Chabot compró un periódico y se quedó unos momentos en el centro de un círculo de mirones, pues el vendedor de periódicos tardó en darle el cambio. Mientras caminaba, chocando con los transeúntes, leyó:
«EL MISTERIO DEL CESTO DE MIMBRE»
»Esta mañana, hacia las nueve, el guarda del Jardín Botánico, que acababa de abrir las puertas, descubrió sobre el césped un cesto de mimbre de grandes dimensiones. En vano intentó abrirlo: estaba cerrado con una varilla fijada con un fuerte candado. Así pues, llamó al agente Leroy, quien a su vez avisó al comisario de policía de la Cuarta División.
»Por fin, a las diez, un cerrajero abrió el cesto. ¡Imagine el lector el espectáculo que se ofreció a los investigadores!
»Había un cadáver encogido sobre sí mismo y, para comprimirlo aún más, no habían vacilado en romperle las vértebras del cuello. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, a todas luces extranjero, cuyo billetero buscaron en vano. En uno de los bolsillos del chaleco encontraron tarjetas de visita a nombre de Ephraim Graphopoulos.
»Debía de haber llegado a Lieja muy recientemente, pues no estaba inscrito en el registro de extranjeros y tampoco figuraba en las fichas de los hoteles de la ciudad.
»El médico forense no realizará la autopsia hasta esta tarde, pero se cree que la muerte se produjo durante la pasada noche y que fue provocada con un objeto contundente, como una porra de goma, una barra de hierro, una bolsa de arena o un bastón con alma de plomo.
»En nuestra próxima edición ofreceremos todos los detalles sobre este espectacular caso, que dará mucho que hablar.».
Con el diario en la mano, Jean llegó a la ventanilla del periódico La Meuse, entregó los avisos oficiales y esperó a que le dieran el recibo.
La ciudad hormigueaba bajo el sol. Eran los últimos días hermosos del otoño y en las avenidas empezaban a instalar las casetas para la gran fiesta de octubre.
En vano buscó tras de sí al hombre que lo había seguido por la mañana. Al pasar ante el Pélican entró para ver si encontraba a Delfosse, pues éste no tenía clase por la tarde, pero no estaba.
Dio un rodeo por la Rue du Pot-d’Or. Las puertas del Gai-Moulin estaban abiertas. En el local, en sombras, apenas se distinguía el granate de las banquetas. Victor lavaba los cristales con abundante agua y Chabot aceleró el paso para que no lo vieran.
Fue también a L’Express y al Journal de Liège.
El balcón de Adèle lo atraía. Dudó. La había visitado una vez, hacía un mes. Delfosse le había jurado que había sido amante de la bailarina, y poco después Chabot había llamado a su puerta, hacia el mediodía, con un pretexto estúpido. Ella lo había recibido con una bata que le daba un aspecto equívoco y había seguido arreglándose delante de él, al tiempo que charlaba como una buena amiga.
Él no había intentado nada. Aun así, esa intimidad le había gustado mucho.
Empujó la puerta de la planta baja, junto a la tienda de comestibles, subió la oscura escalera y llamó.
No respondieron. Pero al poco rato se oyeron pasos cansinos por el parquet. Se abrió la mirilla, por la que salió un fuerte olor a alcohol de quemar.
—¡Ah, eres tú! Creí que era tu amigo.
—¿Por qué?
Adèle fue hacia un hornillo de níquel sobre el que había unas tenacillas de rizar el pelo.
—No sé. Se me ocurrió que podía ser él. ¡Cierra aprisa, que hay corriente!
En ese instante Chabot se sintió embargado por el deseo de confiarse a ella, de contárselo todo, pedirle consejo o verse consolado por esa mujer de ojos cansados, carnes un poco fatigadas pero tan sabrosas bajo la bata, y calzada con zapatillas de raso rojo, que arrastraba por el cuarto desordenado.
Sobre la cama, todavía sin hacer, vio un ejemplar de la Gazette de Liège.