ADÈLE Y SUS AMIGOS

—¿Quién es?

—No sé. Es la primera vez que viene —respondió Adèle, al tiempo que exhalaba el humo de su cigarrillo.

Y descruzó perezosamente las piernas, se atusó el cabello a la altura de las sienes y clavó la mirada en uno de los espejos que adornaban el local para asegurarse de que no se le había corrido el maquillaje.

Estaba sentada en una banqueta de terciopelo granate, frente a una mesa sobre la que había tres copas con oporto. Tenía un joven a su izquierda y otro a su derecha.

—¿Me disculpáis, queridos?

Les dirigió una amable sonrisa de complicidad, se levantó y, contoneando las caderas, cruzó la sala hasta la mesa del recién llegado.

A una seña del dueño, los cuatro músicos de turno sumaron sus voces a las de los instrumentos. Sólo bailaba una pareja: una mujer del local y el bailarín profesional.

Como casi todas las noches, reinaba una sensación de vacío. La sala era demasiado grande. Los espejos colgados en las paredes prolongaban aún más las perspectivas, sólo interrumpidas por las banquetas rojas y el pálido mármol de las mesas.

Cuando Adèle les dejó, los dos jóvenes se aproximaron el uno al otro.

—Es encantadora —suspiró Jean Chabot, el más joven, que fingía mirar distraído la sala con los párpados entornados.

—¡Y qué temperamento! —añadió su amigo René Delfosse, que se apoyaba en un bastón con empuñadura de oro.

Chabot podía tener poco más de dieciséis años. Su compañero Delfosse, más delgado, de aspecto enfermizo y facciones irregulares, no tendría más de dieciocho. Sin embargo, si alguien les hubiera dicho que no estaban hastiados de todos los goces de la vida, habrían protestado indignados.

—¡Eh, Victor! —Chabot llamó con familiaridad al camarero que pasaba—. ¿Conoces al tipo que acaba de llegar?

—No. Pero ha pedido champagne. —Y Victor, al tiempo que hacía un guiño, añadió—: Adèle está ocupándose de él.

El camarero se alejó con su bandeja. Cesó la música un instante y después se reanudó con un ritmo de Boston. El dueño del local, junto a la mesa del cliente desconocido, se encargó personalmente de descorchar la botella de champagne, sujetándola por el cuello con una servilleta.

—¿Crees que cerrarán tarde? —preguntó Chabot con un soplo de voz.

—Entre las dos y las dos y media, supongo; como siempre.

—¿Tomamos algo más?

Estaban nerviosos, en particular el más joven, que miraba a todos los presentes con las pupilas demasiado fijas.

—¿Cuánto puede haber…?

Pero Delfosse se encogió de hombros y zanjó, impaciente:

—¡Anda, calla!

Veían a Adèle, casi frente a ellos, sentada a la mesa del cliente desconocido que había pedido champagne. Era un hombre de unos cuarenta años, de cabello negro y piel cetrina, que debía de ser italiano, turco o algo parecido. Vestía una camisa de seda rosa, y en la corbata llevaba prendido un grueso brillante.

Apenas prestaba atención a la bailarina, que le hablaba riendo e inclinándose sobre su hombro. Cuando Adèle le pidió un cigarrillo, él le ofreció una pitillera de oro y siguió mirando frente a sí.

Delfosse y Chabot ya no hablaban. Fingían observar al extranjero con desdén. Sin embargo, lo admiraban, e intensamente. No se perdían un solo detalle. Se fijaban en la forma del nudo de la corbata, en el corte del traje e incluso en los gestos del bebedor de champagne.

Chabot llevaba un traje de confección y zapatos a los que habían puesto medias suelas dos veces. Su amigo vestía un traje de tela de mejor calidad, pero no le sentaba bien: el chico tenía hombros estrechos, pecho hundido y silueta imprecisa, típica del adolescente que ha crecido demasiado.

—¡Otro!

La cortina de terciopelo, ante la puerta de entrada, se había apartado. Un hombre entregó su sombrero hongo al empleado y permaneció un momento inmóvil, paseando la mirada por la sala. Era alto, corpulento, grueso. Tenía cara plácida y ni siquiera escuchó al empleado, que quería indicarle una mesa. Se sentó en la primera que encontró.

—¿Tienen cerveza?

—Sólo cerveza inglesa, caballero. ¿Stout, pale-ale, scotch-ale?

El otro se encogió de hombros para indicar que le daba igual.

No había más animación que antes ni que las demás noches: una pareja en la pista; la orquesta, que al final sólo se oía como ruido de fondo; en el bar, un cliente elegantemente vestido que jugaba una partida de dados con el dueño y sacó un póquer de ases; Adèle y su acompañante, que seguía sin prestar demasiada atención a la joven.

La atmósfera de un club nocturno de ciudad pequeña. En determinado momento, tres hombres borrachos apartaron la cortina. El dueño se precipitó hacia ellos; los músicos hicieron cuanto pudieron. Pero los hombres se marcharon y al alejarse se oyeron sus carcajadas.

A medida que pasaba el tiempo, Chabot y Delfosse se ponían más serios. La fatiga parecía resaltarles las facciones, dando a su piel un feo tono plomizo y hundiendo el contorno de sus párpados.

—Dime, a ver —empezó a decir Chabot con voz tan baja que su compañero adivinó, más que oyó.

No hubo respuesta. Un tamborileo de los dedos sobre el mármol de la mesa.

Adèle, apoyada en el hombro del extranjero, lanzaba a veces un guiño a sus dos amigos sin perder el aspecto mimoso y jovial que había adoptado.

—Victor.

—¿Ya se marchan? ¿Tienen una cita? —les preguntó el camarero.

Adèle se ponía mimosa, y el hombre, excitado, se hacía el misterioso.

—Mañana pagaremos, Victor. Hoy no llevamos suelto.

—¡Muy bien, señores! ¡Buenas noches! ¿Salen por ahí?

Pese a que los dos jóvenes no estaban borrachos, salieron de la sala sin ver nada, como inmersos en una pesadilla.

El Gai-Moulin tiene dos puertas. La principal da a la Rue du Pot-d’Or. Por ella entran y salen los clientes. Pero después de las dos de la mañana, cuando, según el reglamento impuesto por la policía, el local debería estar cerrado, se utiliza una puertecita de servicio que da a una callejuela mal iluminada y desierta.

Chabot y Delfosse cruzaron la sala, pasaron por delante de la mesa del extranjero, respondieron a las buenas noches del dueño y empujaron la puerta de los lavabos. Ahí se detuvieron unos segundos sin mirarse.

—Tengo miedo —balbució Chabot.

Se miraba en un espejo ovalado. La música amortiguada de la orquesta los perseguía.

—¡Rápido! —dijo Delfosse, al tiempo que abría una puerta que daba a una oscura escalera en la que reinaba un frescor húmedo.

Se trataba del sótano. Los peldaños eran de ladrillo. De abajo llegaba un repugnante olor a cerveza y vino.

—Si ahora viniera alguien…

Chabot estuvo a punto de tropezar, porque la puerta volvió a cerrarse y de pronto quedaron envueltos en la oscuridad. Con una mano palpó la pared cubierta de salitre. Se estremeció al sentir que alguien lo rozaba, pero se trataba de su amigo.

—¡No te muevas! —le ordenó éste.

En realidad, no se oía la música. Se adivinaba. Se percibía sobre todo la vibración del bombo de la orquesta. Era un ritmo, disperso en el aire, que evocaba el local de banquetas granates, el entrechocar de copas, la mujer del vestido rosa que bailaba con su compañero, de esmoquin.

Hacía frío. Chabot sentía que la humedad le calaba y tuvo que contenerse para no estornudar. Se pasó la mano por la nuca helada. Oía la respiración de Delfosse, cuyo aliento olía a tabaco.

Había entrado alguien en los lavabos. Se oyó el grifo. Una moneda cayó en el platillo.

Oían incluso el tictac del reloj que Delfosse llevaba en el bolsillo.

—¿Crees que podremos abrir…?

El otro le pellizcó en el brazo para hacerlo callar. Tenía los dedos muy fríos.

Arriba, el dueño debía de empezar a consultar el reloj con impaciencia. Cuando había público y animación, no le importaba demasiado pasarse de la hora y arriesgarse a que la policía lo sancionara. No obstante, cuando la sala estaba vacía, se volvía de pronto respetuoso con los reglamentos.

—¡Señores, vamos a cerrar! ¡Son las dos!

Los jóvenes, abajo, no oían, pero podían adivinar, minuto a minuto, cuanto ocurría: Victor cobraba y después se dirigía al bar para hacer las cuentas con el dueño, mientras los músicos guardaban los instrumentos en sus fundas y cubrían el bombo con una tela de lustrina verde. El otro camarero, Joseph, apilaba las sillas sobre las mesas y recogía los ceniceros.

—¡Cerramos, señores! ¡Vamos, Adèle! ¡Hay que darse prisa!

El dueño era un robusto italiano que había trabajado en bares y en hoteles de Cannes, Niza, Biarritz y París.

Se oyeron pasos en el lavabo. Era el dueño, que iba a cerrar la puertecita que daba a la callejuela. Dio una vuelta a la llave, pero la dejó en la cerradura. ¿Iría al sótano por rutina, para cerrarlo o para echar un vistazo? Hubo un silencio. El hombre estaría arreglándose ante el espejo la raya del cabello. Tosió. La puerta de la sala chirrió.

En cinco minutos todo habría acabado. El italiano, el último de todos en salir, habría bajado los cierres de la fachada y, ya en la calle, habría cerrado la puerta principal.

Ahora bien, nunca se llevaba todo el dinero de la caja; sólo se metía en la cartera los billetes de mil francos. El resto lo dejaba en el cajón del bar, cuya cerradura era tan frágil que bastaba una buena navaja para hacerla saltar.

Todas las luces estaban apagadas.

—Ven —murmura Delfosse.

—Aún no. Espera.

Pese a que están solos en el local, siguen hablando en voz baja. No se ven el uno al otro. Los dos saben que están muy pálidos, y se notan la piel tirante y los labios resecos.

—¿Y si se hubiera quedado alguien? —pregunta Chabot.

—¿Acaso tuve yo miedo cuando lo de la caja de caudales de mi padre? —replica Delfosse en tono arisco, casi amenazador.

—Tal vez no haya nada en el cajón.

Una especie de vértigo los invade. Chabot se siente peor que si hubiera bebido demasiado. Ha entrado en el sótano, pero ahora no tiene valor para salir de él. Parece a punto de desplomarse sobre los peldaños y estallar en sollozos.

—¡Vamos!

—¡Espera! El dueño podría volver.

Pasan cinco minutos; y otros cinco, porque Chabot hace lo posible por retrasar el momento de salir. Se le ha desatado el cordón de un zapato. Se lo ata a ciegas, y tiene miedo de caerse y hacer mucho ruido.

—No te creía tan cobarde. ¡Vamos, pasa! —le dice Delfosse, que no quiere salir el primero.

Empuja a su compañero con manos temblorosas. Abren la puerta del sótano. Un grifo gotea en los lavabos. Huele a jabón y desinfectante.

Chabot sabe que la otra puerta, la que da a la sala, chirriará. Espera el chirrido; sin embargo, cuando lo oye, un escalofrío helado le recorre la espalda.

En la oscuridad, la sala es enorme como una catedral. Un vacío inmenso. Los radiadores desprenden todavía vaharadas de calor.

—Luz —susurra Chabot.

Delfosse prende un fósforo. Se detienen un segundo para recuperar el aliento, para calcular el camino que deben recorrer. De pronto, el fósforo cae al suelo y Delfosse, lanzando un grito agudo, se precipita hacia la puerta de los lavabos. Como todo está oscuro, no la encuentra. Retrocede y choca con Chabot.

—¡Rápido! ¡Vámonos de aquí!

Su voz suena ronca.

También Chabot ha visto algo, pero no lo ha distinguido bien; parece un cuerpo tendido en el suelo, cerca del bar. Cabellos muy negros.

No se atreven a moverse. La caja de fósforos está en el suelo, pero no pueden verla.

—¡Fósforos!

—No tengo más.

Uno de los jóvenes tropieza con una silla. El otro pregunta:

—¿Eres tú?

—¡Por aquí! He llegado a la puerta.

El grifo sigue goteando. Eso es un alivio, un primer paso hacia la liberación.

—¿Y si diéramos la luz?

—¿Te has vuelto loco?

Las manos buscan a tientas la cerradura.

—Vaya, cuesta mucho abrirla.

Oyen pasos en la calle. Chabot y Delfosse se inmovilizan. Esperan. Retazos de una conversación:

—En mi opinión, si Inglaterra no hubiera…

Las voces se alejan. Tal vez se trate de unos policías que hablan de política.

—¿Puedes abrirla?

Pero Delfosse está petrificado. Apoyado en la puerta, se oprime el pecho, jadeante, con las manos.

—Tenía… la boca abierta —farfulla.

La llave gira en la cerradura. Aire. La luz reverbera en los adoquines de la callejuela. Los dos arden en deseos de correr. Incluso olvidan cerrar la puerta.

Más allá, a la vuelta de la esquina, está la Rue du Pont-d’Avroy, una calle muy transitada. No se miran. Chabot tiene la sensación de que su cuerpo está vacío, de que esboza blandos movimientos en un mundo de algodón. Incluso los ruidos que él mismo hace le parecen llegar de muy lejos.

—¿Crees que está muerto? ¿Era el turco?

—Era él. Lo he reconocido. Tenía la boca abierta, y un ojo…

—¿Qué quieres decir?

—Un ojo abierto y otro cerrado —sigue Delfosse, y añade, rabioso—: ¡Tengo sed!

Han llegado a la Rue du Pont-d’Avroy. Todos los cafés están cerrados. Sólo hay abierta una freiduría en la que sirven cerveza, mejillones, arenques en vinagre y patatas fritas.

—¿Entramos ahí?

El cocinero, vestido de blanco de pies a cabeza, reaviva los fogones. Una mujer que come en un rincón les dirige una sonrisa provocativa.

—¡Cerveza! ¡Y una ración de patatas fritas! ¡Y otra de mejillones!

Luego piden más raciones. Tienen hambre. Un hambre atroz. ¡Y ya van por la cuarta cerveza!

Siguen sin mirarse. Comen con voracidad. En la calle, todo está oscuro y los escasos transeúntes caminan aprisa.

—Camarero, ¿cuánto es?

Nuevo terror. ¿Llevan, entre los dos, dinero suficiente para pagar la cena?

—Pues siete, y dos con cincuenta, y tres con sesenta, y… En total, dieciocho francos con setenta y cinco.

¡Les sobra justo un franco para la propina!

Las calles. Las tiendas cerradas. Las farolas de gas y, a lo lejos, los pasos de una ronda de agentes.

Los dos jóvenes cruzan el Mosa.

Delfosse camina en silencio, mirando fijamente frente a sí, con la mente tan alejada de la realidad que no se da cuenta de que su amigo le habla.

Y Chabot, para no quedarse solo, para prolongar la compañía tranquilizadora, sigue a Delfosse hasta la puerta de una casa acomodada, situada en la calle más hermosa del barrio.

—Acompáñame un trecho, anda —le implora entonces.

—No. No me encuentro bien.

Ésa es la expresión exacta. Ninguno de los dos se encuentra bien. Chabot apenas ha entrevisto el cuerpo un instante, pero su imaginación bulle.

—¿De verdad era el turco?

Como no saben nada de ese hombre, lo llaman «el turco». Delfosse no contesta. En silencio, introduce la llave en la cerradura. En la penumbra se distingue un ancho pasillo y un paragüero de cobre.

—Hasta mañana.

—¿En el Pélican?

Pero la puerta se mueve, va a cerrarse de nuevo. Chabot siente vértigo. ¡Estar en su casa, en su cama! ¿Habrá acabado entonces esta historia?

Y Chabot se precipita, solo, por el barrio desierto; camina aprisa, corriendo, titubeando en las esquinas y lanzándose otra vez como un loco. En la Place du Congrès esquiva los árboles. Cree ver a un transeúnte a lo lejos y aminora el paso, pero el desconocido sigue en otra dirección.

Rue de la Loi. Casas de una sola planta. Un portal.

Jean Chabot busca la llave, abre la puerta, pulsa el interruptor de la luz y se dirige a la cocina, de puerta acristalada, donde la estufa aún no está del todo apagada.

Tiene que retroceder porque se ha olvidado de cerrar la puerta de entrada. Hace calor. Sobre el hule blanco de la mesa hay un papel con una nota escrita a lápiz:

«En el aparador tienes una chuleta, y en la alacena un trozo de tarta. Buenas noches.

»Papá».

Jean, todavía aturdido, abre el aparador y, nada más ver la chuleta, le entran náuseas. Sobre el mueble hay un pequeño tiesto con una planta parecida a la álsine.

Eso significa que ha venido la tía María. Siempre que viene trae alguna planta. En su casa, en el Quai Saint-Léonard, tiene miles de plantas. Y además da consejos minuciosos sobre el modo de cuidarlas.

Jean apaga la luz. Sube la escalera, no sin antes quitarse los zapatos. Al llegar al primer piso, pasa por delante de las habitaciones de los huéspedes.

En el segundo piso, todas las habitaciones son buhardillas. El frío se filtra por el techo.

En cuanto empieza a avanzar por el pasillo, chirría un somier. Alguien, su padre o su madre, está despierto. Jean abre la puerta de su habitación.

Pero oye una voz lejana, apagada:

—¿Eres tú, Jean?

¡Qué fastidio! Tendrá que ir a dar las buenas noches a sus padres. Entra en el dormitorio de ellos. La atmósfera está húmeda. Hace ya horas que se han acostado.

—Es tarde, ¿no?

—No demasiado.

—Deberías… —¡No! Su padre no se atreve a reñirlo. O tal vez adivine que eso no serviría de nada—. Buenas noches, hijo.

Jean se inclina; besa una frente húmeda.

—¡Vaya, estás helado!

—Fuera hace fresco.

—¿Has encontrado la chuleta? La tarta la ha traído la tía María.

—He cenado con mis amigos.

Su madre se da media vuelta, semidormida, y el moño se le deshace sobre la almohada.

Jean no puede más. Al entrar en su habitación ni siquiera enciende la luz. Arroja la chaqueta del traje con descuido, se echa en la cama y hunde la cabeza en la almohada.

No llora. No podría. Intenta recobrar el aliento; le tiemblan todos los miembros, y grandes escalofríos le recorren el cuerpo, como si incubara una grave enfermedad.

Sólo quiere evitar que el somier chirríe. Quiere evitar el hipo que le sube —así lo siente— por la garganta, porque adivina que su padre, que tiene un sueño ligero, aguza el oído en la habitación contigua.

Una imagen crece en su cabeza, una palabra resuena, se hincha, adquiere proporciones tan monstruosas que parece que va a aplastarlo: ¡«el turco»!

Y esa sensación lo desazona, lo agobia, lo asfixia, lo oprime por todas partes, hasta que el sol entra por el tragaluz y su padre, de pie junto a su cama, murmura, temiendo mostrarse demasiado severo:

—No deberías hacer eso, hijo. Has vuelto a beber, ¿verdad? Ni siquiera te has desvestido.

De la planta baja le llega un olor a café y a huevos con beicon. Por la calle pasan camiones. Resuenan puertas. Un gallo canta.