Póquer de ases

Desde las tres de la madrugada hasta la salida del sol, la luz del despacho de Maigret, en el Quai des Orfévres, permaneció encendida, y los escasos policías que trabajaban en la casa oyeron un murmullo monótono.

A las ocho, el comisario encargó al ordenanza que le subiera dos desayunos. Y a continuación telefoneó al domicilio privado del juez Coméliau.

Eran las nueve cuando se abrió la puerta. Maigret hizo salir primero a Radek, que no llevaba esposas.

Los dos hombres parecían muy cansados. En cambio, ni el asesino ni el investigador mostraban la menor animosidad.

—¿Por aquí? —preguntó el checo al llegar al extremo de un pasillo.

—¡Sí! Cruzaremos el Palacio de Justicia. Será más corto.

Y, por el pasadizo reservado para la Prefectura de Policía, lo condujo a las celdas de la prisión preventiva. Las formalidades fueron rápidamente cumplimentadas. En el momento en que un guardia se llevaba a Radek a una celda, Maigret lo miró como para decirle algo, quizás «Hasta la vista», pero se encogió de hombros y se encaminó lentamente al despacho de Monsieur Coméliau.

Por muy a la defensiva que se hubiera puesto el juez, Maigret había adoptado, desde que llamó a su puerta, una actitud desenvuelta.

El comisario no fanfarroneaba, ni se mostraba triunfante o irónico. Mostraba simplemente las tensas facciones de un hombre que acaba de realizar una tarea larga y penosa.

—¿Me permite que fume? Gracias. Hace frío, aquí. —Y dirigió una mirada malhumorada a la calefacción central, que había hecho suprimir en su propio despacho para sustituirla por una vieja estufa de hierro colado—. ¡Ya está! Como le he dicho por teléfono, ha confesado. Y no creo que ahora tenga usted problemas con él, porque es un buen jugador y reconoce que ha perdido la partida.

El comisario había escrito en unos pedazos de papel algunas notas que debían servirle para redactar su informe, pero se le habían desordenado y se los guardó en el bolsillo dando un suspiro.

—La característica particular de este caso… —comenzó. La frase sonó demasiado pomposa en sus labios. Se levantó y empezó a caminar con las manos en la espalda—. ¡Un caso falseado desde su inicio! ¡Eso es todo! La frase no es mía, sino del propio asesino. Y, pese a todo, el asesino, al pronunciarla, no sospechaba el alcance de sus palabras. Cuando Joseph Heurtin fue detenido, me sorprendió que fuera imposible clasificar su crimen en ninguna categoría. No conocía a la víctima, no había robado nada, no es un sádico ni tampoco un desequilibrado. En vista de ello, quise recomenzar la investigación y me encontré con datos cada vez más falsos. Falseados e, insisto en ello, no por azar, sino conscientemente, incluso diría científicamente. ¡Falseados para desconcertar a la policía, para lanzar a la justicia a una aventura espantosa!

»Y ¿qué decir del auténtico asesino? ¡Más falso, por sí solo, que toda su puesta en escena! Usted conoce tan bien como yo la psicología de los diferentes tipos de criminales. Pues bien, ni usted ni yo conocemos la de un hombre como Radek. Llevo ocho días viviendo con él, observándolo, intentando penetrar en sus pensamientos. Ocho días que voy de estupor en estupor, ¡y aún sigue desconcertándome! Una mentalidad que escapa a todas nuestras clasificaciones. ¡Y, por este motivo, jamás se hubiera inquietado, a no ser que él mismo no hubiera sentido la oscura necesidad de hacerse atrapar! Porque él mismo me ofreció los indicios que yo necesitaba. Lo hizo sintiendo confusamente que con ello se perdía. Pero, de todos modos, lo hizo… ¿Me creería si le dijera que ahora se siente mucho más aliviado?

Maigret no alzaba la voz. Pero había en él una vehemencia contenida que confería singular fuerza a sus palabras. Se oía el ajetreo de los pasillos de los juzgados; a veces un alguacil gritaba un nombre o unos gendarmes hacían resonar sus botas.

—¡Un hombre que ha matado sin motivos concretos, simplemente por matar! Iba a decir por divertirse… No proteste, Coméliau; ahora se lo explicaré todo. Dudo que hable mucho, y no creo que conteste a sus preguntas, pues me ha confesado que sólo deseaba una cosa: tranquilidad. La información que ahora le daré sobre él bastará.

»Su madre trabajaba como sirvienta en una pequeña ciudad de Checoslovaquia. Él se crió en una casa muy parecida a un cuartel. Y, si pudo estudiar, fue gracias a becas y a donativos caritativos. Estoy seguro de que su infancia fue muy desgraciada, y ya de muy pequeño comenzó a odiar este mundo, que sólo veía desde una posición inferior…

Y se convenció de que era un genio. ¡Quería llegar a ser ilustre y rico gracias a su inteligencia! Ese sueño le trajo a París y le llevó a aceptar que su madre, a los sesenta y cinco años y roída por una enfermedad de la médula, siguiera trabajando de sirvienta para mandarle dinero. Lo animaba un inmenso orgullo devorador. Un orgullo acompañado de impaciencia, porque Radek, estudiante de medicina, se sabía enfermo del mismo mal que su madre y no ignoraba que le quedaban pocos años de vida.

»Al principio, el joven trabaja con desespero, y sus profesores se asombran de su valía. No ve a nadie, no habla con nadie. Es pobre, pero está acostumbrado a la pobreza. A menudo acude a clase sin calcetines. En varias ocasiones, descarga legumbres en Les Halles para ganar unos céntimos. Eso no impide que la catástrofe sobrevenga. Su madre muere, y él ya no recibe ni un céntimo. Bruscamente, sin transición, abandona todos sus sueños. Podría intentar trabajar, como hacen numerosos estudiantes, pero ni lo intenta. ¿Sospecha que ya nunca será el genio que confiaba en llegar a ser? ¿Duda de sí mismo? Ya no hace nada, nada en absoluto. Se arrastra por las cervecerías, escribe cartas a parientes lejanos para obtener ayudas, cobra de las instituciones benéficas, sablea cínicamente a sus compatriotas exagerando incluso la falta de gratitud. ¡El mundo no lo ha entendido! ¡El odia el mundo! Y pasa todas sus horas alimentando este odio. En Montparnasse, se sienta al lado de personas afortunadas, ricas, que gozan de buena salud. Toma cafés con leche mientras los cócteles desfilan por las mesas contiguas.

»¿Planea ya un crimen? ¡Tal vez! Hace veinte años se habría vuelto un anarquista militante y lo habríamos encontrado arrojando una bomba en alguna capital. Pero eso ya ha pasado de moda. Está solo, y quiere seguir estando solo. Se corroe. Con perversa voluptuosidad, se regodea en su soledad, en la sensación de su superioridad y de la injusticia del destino para con él. Posee una inteligencia notable, pero, mucho más acusado, un agudo sentido de las debilidades del hombre. Uno de sus profesores me habló de una manía que ya tenía cuando estudiaba en la facultad y que lo hacía terrible. Le bastaba con observar a un hombre durante pocos minutos para sentir literalmente sus defectos o futuros problemas médicos. Con una alegría malsana, podía espetarle a un joven desprevenido: “¡Antes de tres años, estarás en un sanatorio!”, o bien: “Tu padre ha muerto de un cáncer, ¿verdad? ¡Cuidado!”.

»Diagnósticos todos de una seguridad aplastante. Y eso, tanto para los defectos físicos como para los morales. En su rincón de La Coupole, ése constituía su único entretenimiento. Enfermo él mismo, acechaba en los demás los menores signos de enfermedad.

»Crosby estaba en su campo de observación, pues frecuentaba el mismo bar. Radek me trazó de él un cuadro de impresionante realismo. Donde yo, debo confesarlo, sólo veía a un consentido, a un juerguista de mediana envergadura, él, por su parte, descubrió una fisura. Me habló de un Crosby lleno de salud, amado por las mujeres, vividor, pero también de un Crosby dispuesto a cualquier vileza con tal de satisfacer sus deseos. Un Crosby que, durante un año, dejó que su esposa fuera la íntima amiga de su amante, Edna Reichberg, aun sabiendo que a la primera ocasión se divorciaría de la primera para casarse con la segunda. Un Crosby que, finalmente, una noche en que las dos mujeres acababan de abandonarlo para irse al teatro, dejó asomar la angustia en su rostro.

»Sentado a una mesa al fondo de La Coupole, el estadounidense suspiró ante dos amigos de los muchos que tenía: “Cuando pienso que ayer, sin ir más lejos, un imbécil asesinó a una vieja, dueña de una mercería, por veintidós francos… ¡Yo daría hasta cien mil para que me libraran de mi tía!”. ¿Salida de tono? ¿Fanfarronada? ¿Fantasía? Radek estaba cerca. Detestaba a Crosby más que a otros porque era el más brillante de los seres con que se codeaba. ¡El checo conocía a Crosby mejor que el propio Crosby, y el otro no se había fijado en él ni una sola vez! Radek se levantó y, en el lavabo, garrapateó en un trozo de papel: “De acuerdo con los cien mil francos. Mande la llave a las iniciales M.V., oficina de mensajería del Boulevard Raspail”. Luego volvió a su asiento. Un camarero entregó la nota a Crosby; éste rió con sarcasmo y después continuó su conversación, no sin echar una mirada a los clientes que lo rodeaban. Un cuarto de hora después, con unos dados en la mano, el sobrino de Mistress Henderson pedía que le saliera un póquer de ases. “¿Juegas solo?”, bromeó uno de sus amigos. “Se me ha ocurrido una idea. Quiero saber si me salen por lo menos dos ases en la primera tirada”. “¿Y si te salen?” “Entonces será que sí”. “¿Sí, a qué?” “Es una idea, no os preocupéis”. Y agitó largo rato los dados en el cubilete, lanzándolos con una mano temblorosa. “¡Cuatro ases!” Se secó la frente y salió dando una excusa que sonó a falsa. Al día siguiente, por la tarde, Radek recibía la llave.

Maigret había acabado por dejarse caer sobre una silla, a horcajadas, como solía hacer.

—Radek fue quien reveló esta historia del póquer de ases. Estoy seguro de que es cierta y de que Janvier, al que le he encomendado que lo comprobara, me la confirmará de un momento a otro. El resto, tanto lo que le diré a continuación como lo que ya le he contado, lo he reconstituido poco a poco, fragmento tras fragmento, a medida que seguía al checo y éste iba ofreciendo, sin saberlo, nuevas bases de razonamiento.

»Imagine a Radek en posesión de la llave: le interesan menos los cien mil francos que satisfacer su odio hacia el mundo. Crosby, envidiado o admirado por todos, está en sus manos. ¡Porque él lo domina! ¡Y es poderoso!

»Recuerde que Radek no espera nada de la vida. Ni siquiera está seguro de poder sobrevivir de alguna manera hasta que la enfermedad se lo lleve. Es posible que una noche, cuando no tenga los francos necesarios para su café con leche, se vea obligado a arrojarse al Sena. Pero no le importa. ¡Nada lo ata al mundo! Acabo de decir que, veinte años atrás, se habría hecho anarquista. En nuestra época, inmerso en la multitud neurótica y algo desequilibrada de Montparnasse, considera más divertido cometer un buen crimen. ¡Un buen crimen, él, que no es más que un indigente, un enfermo! Y los diarios se llenarán de uno solo de sus actos. La máquina judicial se pondrá en marcha a un gesto suyo. ¡Habrá una mujer muerta! Un Crosby temblará. Y él será el único en saberlo, sentado delante de su café con leche habitual, ¡el único en deleitarse con su poder! La condición esencial es que no lo atrapen. Y para ello, lo más seguro es poner a un falso culpable en manos de la justicia.

»Una noche descubre a Heurtin en la terraza de un café, y lo estudia, como estudia a todo el mundo. Le dirige la palabra. Heurtin, al igual que Radek, es un marginado. Habría podido disfrutar de una vida tranquila en la fonda de sus padres. En París es un simple recadero, con un sueldo de seiscientos francos al mes, que sufre y se refugia en los sueños, devora novelas baratas, frecuenta los cines e imagina aventuras maravillosas. No tiene fuerza alguna, nada que lo defienda del poder del checo. “¿Quieres ganar en una noche, sin ningún riesgo, algo con que vivir, a partir de ahora, como te parezca?”. ¡El otro se excita! Radek lo tiene en sus manos y disfruta con su poder; habla, arrastra a su compañero a aceptar la idea de un robo. ¡Un simple robo en una mansión abandonada! Establece un plan y prevé los menores actos y gestos de su cómplice. Él mismo le aconseja que se compre unos zapatos con suela de goma, para no hacer ruido. ¡En realidad, es para estar seguro de que Heurtin dejará huellas nítidas en la mansión!

»¡Ese período debió de ser para Radek el más embriagador! ¿Acaso no se sentía omnipotente, él, que no tenía con qué pagarse un aperitivo? Y se codeaba cada día con Crosby, que no lo conocía y que, en la espera, comenzaba a asustarse.

»Lo que me llevó a descubrir la verdad sobre los acontecimientos de la mansión de Saint-Cloud, fíjese, es una frase del informe del forense. Jamás se leen con suficiente atención los informes de los expertos. Hace cuatro días descubrí un detalle que me sorprendió. El médico forense escribió: “Varios minutos después de su muerte, el cuerpo de Mistress Henderson, que debía de hallarse al borde de la cama, rodó al suelo”. Admita que el asesino no tenía motivo alguno, varios minutos después del crimen, para tocar un cadáver que no llevaba joyas, sino tan sólo un camisón.

»Pero retomaré la secuencia de los hechos. Esta noche, Radek los ha confirmado. Radek convence a Heurtin para que entre en la mansión exactamente a las dos y media; subirá al primer piso y entrará en la habitación sin encender la luz. Radek le ha jurado que la casa está deshabitada, ¡y que los objetos de valor se encontraban en la cama! A las dos y veinte, Radek, a solas, mata a las dos mujeres, oculta el cuchillo en el armario y sale. Espía a continuación la llegada de Joseph Heurtin, que sigue las instrucciones dadas.

»Y Heurtin, de repente, palpa en la oscuridad, derriba un cuerpo, se asusta, enciende la luz, ve los cadáveres, comprueba que las dos mujeres están muertas y deja huellas de sus dedos ensangrentados por todas partes. Cuando al fin escapa, asustado, se tropieza en el exterior con un Radek que ha cambiado de actitud, que ríe y se muestra cruel.

»La escena entre los dos hombres debió de ser impresionante. Pero ¿qué podía hacer contra Radek un simple como Heurtin? ¡Ni siquiera conoce su nombre! ¡No sabe ni dónde vive! El checo le muestra sus guantes de caucho y las zapatillas gracias a las cuales no ha dejado la menor huella en la casa. “¡Te condenarán! ¡No te creerán! ¡Nadie te creerá! ¡Y serás ejecutado!” Un taxi los espera al otro lado del Sena, en Boulogne. Y Radek no para de hablar. “¡Si callas, te salvaré! ¿Lo entiendes? Te sacaré de la cárcel, quizá dentro de un mes, quizá dentro de tres, pero tú saldrás”. Dos días después, Heurtin, detenido, se limita a repetir que él no ha matado a nadie. Está alelado. A su madre, y sólo a ella, le habla de Radek. ¡Y su madre no le cree! ¿No es la mejor prueba de que el otro tenía razón, de que es mejor callarse y aguardar la ayuda prometida?

»Pasan los meses. Heurtin, en su calabozo, vive obsesionado con los dos cadáveres cuya sangre ha sentido correr sobre sus manos. Sólo flaquea la noche en que oye los pasos de los que acuden a buscar al preso de la celda contigua para ejecutarlo. Entonces pierde hasta las últimas veleidades de revuelta. Su padre no ha contestado a sus cartas y ha prohibido a su madre y a su hermana que lo visiten. Heurtin está solo frente a una pesadilla. De repente recibe una nota anunciando su evasión. Obedece las instrucciones, pero con desconfianza, de una manera mecánica, y, una vez en París, vaga sin rumbo y acaba por derrumbarse sobre una cama: esa noche no ha dormido en el sector de Máxima Seguridad, donde sólo duermen las personas que aguardan la guillotina.

»Al día siguiente se topa con el inspector Dufour. Heurtin intuye que es un policía, husmea el peligro e, instintivamente, golpea, escapa y comienza de nuevo a vagar. La libertad no le procura ninguna embriaguez. No sabe qué hacer. No tiene dinero. Nadie le espera. ¡Y todo a causa de Radek! Entonces decide buscarlo en los cafés que frecuenta. ¿Para matarlo? Aunque carece de armas, está lo bastante excitado como para estrangularlo. Puede que también para pedirle dinero o, simplemente, porque es el único ser al que todavía puede dirigirle la palabra. Lo descubre en La Coupole. No lo dejan entrar. Espera. Gira en redondo, como un tonto de pueblo, y a veces aplasta su pálida cara en el cristal. Cuando Radek sale, lo acompañan dos agentes, y Heurtin se va automáticamente a su madriguera, a casa de sus padres, en Nandy, donde tampoco tiene derecho a mostrarse. Cae sobre la paja, en un cobertizo. Y cuando su padre le dice que sólo le permite quedarse hasta la noche, decide ahorcarse.

Maigret se encogió de hombros y gruñó:

—¡Ése ya nunca se recuperará! Vivirá, pero siempre le quedará una especie de fisura. De las víctimas de Radek, es la más lamentable. Hay más víctimas. Y más habría habido si… Pero eso se lo contaré dentro de un rato.

»Cometido el crimen, y con Heurtin en la cárcel, el checo toma a su vida errante de café en café. No reclama sus cien mil francos a Crosby, en primer lugar porque no sería prudente, y después quizá porque su miseria ha acabado por serle necesaria, ya que estimula su odio hacia los hombres. En La Coupole, ve al estadounidense, cuya alegría suena a falsa. Crosby espera. Jamás ha visto al hombre de la nota. Además, está convencido de que Heurtin es culpable. ¡Y teme que lo denuncie! Pero, inexplicablemente, el acusado se deja condenar. Se habla de su próxima ejecución y el heredero de Mistress Henderson al fin podrá respirar.

»Entretanto, ¿qué ocurre en el alma de Radek? Ya ha cometido su bonito crimen. Ha resuelto con éxito sus más mínimos detalles. Nadie sospecha de él. Tal como ha querido, es el único en el mundo que sabe la verdad. Y cuando contempla a los Crosby sentados en el bar, piensa que bastaría una palabra suya para hacerlos temblar. Sin embargo, no está satisfecho. Su vida sigue siendo muy monótona. Nada ha cambiado, salvo que dos mujeres han muerto y que un pobre estúpido será decapitado. No me atrevería a jurarlo, ¡pero apostaría a que lo que más le pesa es que nadie pueda admirarlo! Nadie que, al verlo, diga: “Parece un hombre cualquiera y, no obstante, ha cometido uno de los más hermosos crímenes posibles. Ha derrotado a la policía, engañado a la justicia, cambiado el curso de varias existencias…”. Les ha ocurrido a otros asesinos. La mayoría han sentido la necesidad de confiarse, aunque sea a una prostituta. Pero Radek es más fuerte, y además, jamás le han interesado las mujeres.

»Una mañana, la prensa anuncia que Heurtin se ha evadido. ¿No es su oportunidad? Va a sembrar la confusión, a recuperar un papel activo. Escribe a Le Sifflet. Víctima del pánico al ver que su cómplice lo acecha, se arroja él mismo en las manos de la policía. ¡Pero él quiere que lo admiren! ¡Quiere que sepan que es un buen jugador! Y sentencia: “¡Jamás entenderá nada!”. A partir de ese momento, cae en el vértigo. Siente que acabará por ser atrapado. ¡Tanto mejor! Adelanta por su cuenta esa hora y comete imprudencias voluntarias, como si una fuerza interior lo empujara a desear el castigo. ¡No tiene nada que hacer en la vida! ¡Está condenado! Todo le repugna o le indigna, arrastra una existencia miserable…

»Cuando se percata de que voy a pegarme a él, de que llegaré hasta el final, entonces sufre como una neurosis: es un comediante y disfruta intrigándome. ¿Acaso no ha derrotado a Heurtin y a Crosby? ¿Por qué no va a derrotarme a mí? Para desconcertarme, inventa historias. Me cuenta, entre otras cosas, que todos los acontecimientos relacionados con el drama se han desarrollado cerca del Sena. ¿Me dejaré confundir, me lanzaré sobre una pista falsa? Y él empieza a acumular pistas falsas. Vive febrilmente, está perdido, pero sigue luchando, jugando con la vida. ¿Por qué no comenzar por arrastrar a Crosby en su caída? Radek, que se siente un demiurgo omnipotente, telefonea al estadounidense para reclamarle los cien mil francos. Luego me los enseña: siente una alegría malsana en hacer malabarismos con la libertad. También obliga a Crosby a dirigirse a la mansión de Saint-Cloud a una hora determinada. Ese detalle revela en él un elevado conocimiento de la psicología. Un poco antes, me ha visto; ha entendido que yo estaba dispuesto a retomar la investigación desde el principio, y deduce que yo iré a Saint-Cloud, ¡y allí encontraré a Crosby, que no sabrá cómo explicarme su presencia! ¿Llegó Radek a prever el suicidio de Crosby al creerse descubierto? Es posible, es probable. ¡Pero todo eso no le basta! Cada vez le embriaga más su poder.

»Yo lo noto frenético, y desde ese momento sigo todos sus pasos, silencioso y taciturno. Estoy siempre a su lado, de día y noche. ¿Aguantarán sus nervios? Hay pequeños incidentes que me demuestran que se halla en una pendiente peligrosa. Necesita satisfacer incesantemente su odio hacia el mundo. Humilla a los humildes, se burla de una mendiga, empuja a las prostitutas a pelearse… e intenta averiguar el efecto que todo eso me produce: ¡exhibicionismo! Se halla muy cerca del desmoronamiento. En ese estado, no mantendrá por mucho tiempo su sangre fría, cometerá fatalmente un error. ¡Y lo comete! A todos los grandes criminales les ocurre tarde o temprano. ¡Ha matado a dos mujeres! ¡Ha matado a Crosby! ¡Ha convertido a Heurtin en un desecho! Antes del final, quiere continuar la masacre.

»Pero yo tomé algunas precauciones. Janvier se apostó en el Hotel George V con la misión de apoderarse de todas las cartas destinadas a Mistress Crosby o a Edna, y de interceptar sus llamadas telefónicas. En dos ocasiones, Radek, al que yo no abandono, se me escabulle por unos minutos y adivino que ha mandado unas cartas. Horas después, Janvier me las entrega. ¡Aquí están! En una de ellas informa a Mistress Crosby de que su marido ha ordenado el asesinato de Mistress Henderson y como prueba, adjunta la cajita, que lleva todavía la dirección escrita por el estadounidense, con la llave de la verja dentro. Radek conoce las leyes. En su nota, precisa que un asesino no puede heredar de su víctima y que, por tanto, a Mistress Crosby le será arrebatada su fortuna. Le ordena que se dirija a medianoche a La Citanguette y que destripe el colchón de cierta habitación para encontrar el puñal utilizado en el asesinato y guardarlo en lugar seguro. Si el arma no está ahí, deberá acudir a Saint-Cloud y buscar en un armario. Fíjese en esa necesidad de humillar y, a la vez, de complicar las cosas. Mistress Crosby no encontrará nada en La Citanguette: el cuchillo jamás ha estado allí. Pero Radek disfruta enviando a la rica estadounidense a una taberna de vagabundos. ¡Y eso no es todo! Su manía por complicar las cosas llega más lejos. Revela a la joven que Edna Reichberg era la amante de su marido y que éste quería casarse con ella. “¡Ella sabe la verdad!”, le dice. “La odia a usted y, si puede, hablará para reducirla a la pobreza”.

Maigret se secó la frente y suspiró.

—Estúpido, ¿verdad? ¡Eso es lo que usted piensa! Parece una pesadilla. Pero tenga en cuenta que Radek, desde hace varios años, se ha pasado la vida imaginando refinadas venganzas. Además, el checo no iba muy desencaminado. En otra carta, le cuenta a Edna Reichberg que Crosby era el asesino, que la prueba del crimen se encuentra en el armario y que podrá evitar un escándalo si va a recoger el arma a una hora determinada. Añade que Mistress Crosby siempre ha estado al corriente del crimen de su marido. Recuerde que Radek se creía un demiurgo.

»Las dos cartas nunca llegaron a su destino por la sencilla razón de que Janvier las interceptó y me las trajo. Pero ¿cómo demostrar que procedían de la mano de Radek? ¡Al igual que la nota dirigida a Le Sifflet, están escritas con la mano izquierda! Entonces rogué a las dos mujeres que colaboraran, explicándoles que se trataba de descubrir al asesino de Mistress Henderson. Les hice realizar exactamente los actos que las cartas les ordenaban. El propio Radek me llevó a La Citanguette, y después a Saint-Cloud.

»¿Acaso no creía que era el final? ¡Un final magnífico para él, si las cartas no hubieran sido interceptadas! Mistress Crosby, alterada por las revelaciones del asesino, desquiciada por la odiosa intervención en la taberna, llegó a la mansión de Saint-Cloud y entró en el dormitorio en que había sido cometido el doble crimen. ¡Imagine su nerviosismo! ¡Y de pronto, según los planes de Radek, iba a encontrarse frente a Edna Reichberg, en posesión del puñal! Yo no hubiera jurado que eso habría terminado con un crimen, pero reconozco que Radek sabía muy bien lo que se hacía.

»Las cosas, dispuestas por mí, se desarrollaron de otra manera. Mistress Crosby salió sola. Y a Radek lo atormentaba la necesidad de saber qué había sido de Edna. Me siguió arriba. Abrió el armario. Encontró no un cadáver, sino a la sueca, y estaba viva. Me miró. Comprendió. E hizo lo que yo esperaba: disparó.

El juez Coméliau abrió desmesuradamente los ojos.

—¡No tema! —lo tranquilizó el comisario—. Esa misma tarde, en un encontronazo, yo había sustituido su revólver cargado por un arma vacía. ¡Eso es todo! Jugó… y perdió. —Maigret encendió su pipa, que se le había apagado, y se levantó con el ceño fruncido—. Debo añadir que sabe perder. Hemos pasado el resto de la noche juntos, en el Quai des Orfevres. Le dije honestamente todo lo que sabía, y durante la primera hora él se divirtió en engañarme. Después, él mismo colmó las lagunas, con sólo una pizca de fanfarronería. Ahora guarda una calma asombrosa. En cierto momento me preguntó si yo creía que lo ejecutarían. Al ver que yo dudaba en responder, añadió riendo: «¡Haga todo lo que pueda para que así sea, comisario! Me debe un pequeño favor. Además, tengo una idea. Una vez, en Alemania asistí a una ejecución. En el último instante, el condenado, que hasta entonces no había pestañeado, comenzó a llorar y a gemir: “¡Mamá!”. ¡Yo también siento curiosidad por ver si llamaré a mi madre! Dígame, ¿qué cree usted?».

Se produjo un silencio. Los rumores del Palacio de Justicia y, como ruido de fondo, el tumulto confuso de París, se oyeron con mayor claridad.

Finalmente, el juez Coméliau apartó el informe que, para mostrar aplomo, había abierto delante de él al comienzo de la conversación.

—Está bien, comisario —comenzó—. Yo… —Miraba hacia otra parte, con los pómulos colorados—. Quisiera pedirle que olvidara el…, la…

Pero el comisario, poniéndose el abrigo, le tendió la mano con la mayor naturalidad del mundo.

—Mañana le entregaré mi informe. Ahora tengo que ir a ver a Moers; le prometí enseñarle las dos cartas. Se propone realizar un estudio grafológico completo.

Al salir, tras un momento de vacilación, se giró, vio la expresión contrita del juez y desapareció finalmente con una sonrisa apenas esbozada: ésa fue su única venganza.