La fonda de Nandy

Madame Maigret suspiró —pero no dijo nada— cuando, a las siete de la mañana, su marido la abandonó después de haberse tomado su café sin ni siquiera enterarse de que estaba ardiendo.

Había regresado a la una de la madrugada, taciturno.

Y se iba con aire obstinado.

El comisario recorrió los pasillos de la Prefectura y notó claramente que los colegas con que se tropezaba, los inspectores e incluso los ordenanzas, lo miraban con curiosidad y a la vez con admiración, quizá también con una pizca de conmiseración.

Pero les estrechó las manos de la misma manera que había besado a su mujer en la frente; en cuanto entró en su despacho, se dispuso a atizar la estufa y a extender sobre dos sillas su abrigo, empapado por la lluvia.

—Con la comisaría del barrio de Montparnasse —pidió después por teléfono, sin prisa, mientras fumaba una pipa a pequeñas bocanadas. Maquinalmente, ordenaba los papeles amontonados sobre su mesa—. ¿Sí? ¿Quién está al aparato? ¿El brigada de guardia?… Aquí, el comisario Maigret, de la Policía Judicial. ¿Ya han soltado a Radek?… ¿Qué dice? ¿Hace una hora?… ¿Ha comprobado si el inspector Janvier estaba preparado para seguirle?… ¡Sí! ¿No ha dormido? ¿Y se ha fumado todos los cigarrillos?… Gracias… ¡No! No vale la pena. Si necesito más información, ya pasaré por ahí.

Sacó del bolsillo el pasaporte del checo, que había conservado: un pequeño carnet grisáceo, con el escudo de Checoslovaquia, y casi todas las páginas cubiertas de sellos y visados.

Según esos visados, Jean Radek, de veinticinco años de edad, natural de Brno, de padre desconocido, había vivido en Berlín, Maguncia, Bonn, Turín y Hamburgo.

Sus papeles lo presentaban como estudiante de medicina. En cuanto a su madre, Elisabeth Radek, fallecida hacía dos años, había trabajado como sirvienta.

«¿Cómo te ganas la vida?», le había preguntado Maigret la víspera, en el despacho del comisario de policía de Montparnasse.

Y el detenido replicó con su sonrisa irritante:

«¿También yo tengo que tutearle?».

«¡Conteste!».

«Mientras mi madre vivía, me mandaba dinero para continuar mis estudios».

«¿De su salario de sirvienta?».

«¡Sí! Soy hijo único. Habría vendido sus dos manos por mí. ¿Le sorprende?».

«Murió hace dos años. ¿Y después?».

«Unos parientes lejanos me envían de vez en cuando pequeñas cantidades. Y en París, algunos compatriotas me ayudan ocasionalmente. También hago alguna que otra traducción».

«¿Y colabora en Le Sifflet?».

«¡No le entiendo!».

Lo decía con tal ironía que podía traducirse por: «¡Siga! Todavía no me tiene».

Maigret decidió dejar su despacho. En los alrededores de La Coupole ya no quedaba ni rastro de Joseph Heurtin ni del brigada Lucas. Se habían sumergido de nuevo en París, uno tras otro.

—Al Hotel George V —indicó el comisario a un taxista.

Entró allí en el momento exacto en que William Crosby, vestido de esmoquin, cambiaba en la recepción del hotel un billete de cien dólares.

—¿Me busca a mí? —preguntó al ver al comisario.

—No. A no ser que conozca usted a un tal Radek.

Circulaba bastante gente por el vestíbulo estilo Luis XVI. El empleado contaba billetes de cien francos e iba agrupándolos en fajos de diez.

—¿Radek?

La mirada de Maigret se fijó en los ojos del estadounidense, pero éste no se alteró.

—No. Pero puede preguntárselo a Mistress Crosby. Bajará en seguida, porque cenamos fuera con unos amigos. Vamos a una gala de beneficencia, en el Ritz.

En efecto, Mistress Crosby salía en ese momento del ascensor, abrigada con una capa de armiño; contempló al policía con cierto asombro.

—¿Qué ocurre?

—No se preocupe. Estoy buscando a un tal Radek.

—¿Radek? ¿Se hospeda aquí?

Crosby se guardó los billetes en el bolsillo y tendió la mano a Maigret.

—Discúlpeme. Llegamos tarde.

El vehículo que los esperaba fuera se deslizó por el asfalto.

Sonó el teléfono.

—Perdone. El juez Coméliau pregunta por el comisario Maigret.

—Dígale que todavía no he llegado, ¿entendido?

A esas horas el magistrado debía de llamar desde su casa. Estaría sin duda tomando su desayuno, en bata, y hojeando agitado la prensa, con un temblor nervioso en los labios, como solía ocurrirle.

—Oiga, Jean. ¿No me ha llamado nadie más?… Bien, y ¿qué ha dicho el juez?

—Que le llame en cuanto llegue. Lo encontrará en su casa hasta las nueve, después en el Palacio de Justicia. Sí… Espere. Preguntan por usted precisamente ahora… ¡Sí! ¡Sí! ¿El comisario Maigret? Se lo paso, Monsieur Janvier.

Al instante, Maigret recibió la llamada.

—¿Es usted, comisario?

—Ha desaparecido, ¿no?

—¡Pues sí, en efecto! ¡Y no entiendo nada! Lo seguía a menos de veinte metros de distancia.

—Vamos. ¡Rápido!

—Todavía no entiendo cómo ha podido ocurrir. Sobre todo porque estoy seguro de que no se había dado cuenta de mi presencia.

—Sigue.

—Primero se paseó por el barrio. Después entró en la Gare Montparnasse. Como era la hora de la llegada de los trenes de cercanías, me pegué a él, por miedo a perderlo entre la multitud.

—¿Y lo perdió de todos modos?

—No entre la multitud. Se subió a un tren que llegaba, sin haber comprado billete. Yo, sin perder de vista el vagón, pregunté a un empleado adónde iba ese tren; cuando subí, ya no estaba en el compartimento. Debió de bajar por la vía del otro lado.

—¡Pues claro!

—¿Qué debo hacer?

—Ve al bar de La Coupole y espérame allí. No te asombres de nada. Y, sobre todo, no te pongas nervioso.

—Se lo prometo, comisario.

Al otro cabo del hilo, el inspector Janvier, que sólo tenía veinticinco años, dejaba oír una voz de chiquillo a punto de echarse a llorar.

—Vamos, muévete. ¡Hasta ahora!

Maigret colgó y descolgó de nuevo.

—El Hotel George V… ¡Oiga! Sí. ¿Ha vuelto Míster William Crosby?… No. No lo moleste… ¿A qué hora, por favor? ¿A las tres? ¿Con Mistress Crosby?… Muchas gracias. ¡Sí!… ¿Qué dice? ¿Ha dado orden de que no lo despierten antes de las once?… Gracias… ¡No! Ningún recado. Ya pasaré yo mismo.

El comisario se tomó el tiempo de llenar la pipa, e incluso de asegurarse de que había suficiente carbón en el fuego.

En ese momento, alguien que no conociera íntimamente a Maigret habría tenido la impresión de que el comisario era un hombre seguro de sí mismo, que avanza sin titubear hacia su objetivo.

Hinchaba el torso y arrojaba el humo de la pipa al techo. Cuando el ordenanza le trajo los periódicos, bromeó alegremente.

Pero de repente, no bien se encontró solo, descolgó el teléfono.

—Dime, ¿Lucas no me ha llamado?

—Todavía no, comisario.

Los dientes de Maigret apretaron la boquilla de la pipa. Eran las nueve de la mañana. A las cinco de la tarde del día anterior, Joseph Heurtin había desaparecido del Boulevard Raspail, seguido por el brigada Lucas.

Era muy extraño que éste no hubiera podido telefonear, o entregar una nota a un guardia cualquiera.

Maigret delató sus pensamientos al pedir una llamada con el domicilio del inspector Dufour, que contestó en persona.

—¿Estás mejor?

—Ya camino por el piso. Supongo que mañana iré al despacho. Pero ¡ya verá la cicatriz que me quedará! El médico me quitó el vendaje anoche, y pude echarle una mirada. Me pregunto cómo no me fracturé el cráneo. ¿Ha encontrado al hombre, por lo menos?

—No te preocupes. Tengo que colgar porque oigo que llaman de la centralita y espero una llamada.

En el despacho, con la estufa al rojo vivo, hacía un calor sofocante. Maigret no se había equivocado. En el momento en que colgaba, sonó el timbre del teléfono.

Era la voz de Lucas.

—¡Sí! ¿Es usted, jefe?… No corte, señorita. ¡Policía! ¡Sí!

¡Sí!

—Te escucho. ¿Dónde estás?

—En Morsang.

—¿Dónde?

—Un pueblecito a treinta y cinco kilómetros de París, junto al Sena.

—¿Y… el otro?

—En lugar seguro: ¡en su casa!

—¿Acaso Morsang está cerca de Nandy?

—A cuatro kilómetros. He venido a telefonear aquí para no levantar sospechas. ¡Vaya noche, jefe!

—Cuenta.

—Al principio creí que íbamos a vagar interminablemente por París. No parecía saber adónde ir. A las ocho nos detuvimos los dos delante de los comedores de beneficencia de la Rue Réaumur y esperó en la cola de la sopa durante casi dos horas.

—Así que se había quedado sin dinero.

—Después comenzó a caminar. Es increíble lo mucho que le atrae el Sena: lo seguía a veces en un sentido, y a veces en el otro… ¡Oiga! ¡No corte! ¿Sigue ahí?

—Continúa.

—Acabó por dirigirse a Charenton, siguiendo la orilla. Pensé que acabaría acostándose debajo de un puente. Ya no se tenía en pie, de veras. ¡Pues bien, no! Después de Charenton fue a Alfortville, donde enfiló claramente el camino de Villeneuve-Saint-Georges. Ya era de noche, la carretera estaba llena de charcos, pasaban automóviles cada treinta segundos. Si tuviera que repetirlo…

—¡Lo repetirías! Sigue.

—Eso es todo. Treinta y cinco kilómetros, uno tras otro.

¿Se da cuenta? Empezó a llover a cántaros, pero él no se daba cuenta de nada. En Corbeil estuve a punto de parar un taxi para seguirlo con mayor facilidad. A las seis de la madrugada seguíamos caminando, el uno tras el otro, por los bosques que van de Morsang a Nandy.

—¿Entró en su casa por la puerta?

—¿Conoce usted la fonda? Ningún lujo, un antro para carreteros que es a la vez fonda, taberna, venta de periódicos y de tabaco. Creo que incluso es mercería. Se metió por una callejuela de la anchura de un metro y saltó un muro. Vi que entraba en un pequeño cobertizo que deben de utilizar como cuadra.

—¿Eso es todo?

—Más o menos. Media hora después, el viejo Heurtin salió a retirar las tablas y abrir la tienda. Tenía aspecto tranquilo. Entré en el local a tomar una copa y no se alteró en lo más mínimo. Por el camino tuve la suerte de encontrar a un gendarme en bicicleta. Le pedí que reventara un neumático de la bici y que fuera a instalarse en la fonda con ese pretexto hasta que yo volviera.

—¡Muy bien!

—¿Usted cree? Ya se ve que no está enfangado hasta la cintura. Mis calcetines están deshechos y llevo la camisa empapada. ¿Qué debo hacer ahora?

—No llevas una maleta, naturalmente.

—¡Sólo me habría faltado cargar con una maleta!

—Vuelve allí. Cuenta cualquier cosa, que esperas a un amigo que te ha citado allí, o algo así.

—¿Va usted a venir?

—No lo sé. Pero si Heurtin se nos escapa una vez más, hay muchas posibilidades de que yo salte.

Maigret colgó y miró a su alrededor con aire ocioso. Llamó al ordenanza por la puerta entreabierta.

—¡Escúchame, Jean! En cuanto me vaya, llama al juez Coméliau para decirle…, ¡bueno!, para decirle que todo sigue bien y que lo mantendré al corriente, ¿de acuerdo? ¡Díselo amablemente! Con muchas fórmulas de cortesía, ya sabes.

A las once, un taxi lo dejó frente a La Coupole. La primera persona que vio al empujar la puerta fue al inspector Janvier que, como todos los principiantes, creía adoptar un aire desenvuelto ocultándose casi por completo tras un diario abierto cuyas páginas no pasaba.

En el rincón opuesto, Jean Radek removía descuidadamente su café con leche con una cucharilla.

Se lo veía recién afeitado, vestía una camisa limpia y es posible que incluso se hubiera pasado un peine por su pelo crespo.

La impresión dominante era que lo animaba un intenso júbilo interior.

El barman había reconocido a Maigret y se disponía a dirigirle un guiño de complicidad. Janvier, por su parte, oculto detrás del periódico, se entregaba a toda una mímica.

Radek echó por tierra todas las precauciones al interpelar directamente a Maigret.

—¿Quiere tomar algo?

Se había levantado a medias. Apenas sonreía, pero no había ni un rasgo de su rostro que no delatara una inteligencia excepcional.

Maigret avanzó, ancho y pesado; agarró una silla por el respaldo, con una mano capaz de hacerla astillas, y se sentó pesadamente.

—¿Ya de vuelta? —exclamó mirando a otro lado.

—Esos señores han sido muy amables. Parece que no me citarán ante el juez antes de quince días, porque la justicia está muy ocupada. Pero ya no es la hora del café con leche. ¿Qué le parece un vasito de vodka con unos canapés de caviar? ¡Barman!

Éste estaba ruborizado hasta las orejas. Dudaba visiblemente en servir a su extraño cliente.

—Confío en que no me hará pagar por adelantado ahora que estoy acompañado —continuó Radek. Y explicó a Maigret—: Esta gente no entiende nada. Figúrese que cuando llegué, hace un instante, no querían servirme. Avisó al gerente sin decir nada, y el gerente me rogó que me fuera. Tuve que poner el dinero sobre la mesa. ¿No le parece gracioso? —Hablaba con seriedad, con un aire casi ensimismado—. Fíjese, si yo fuera un títere cualquiera, un gigoló como los que ayer pudo ver aquí, me darían todo el crédito que pidiera. Pero yo valgo más que cualquiera de ellos. ¡Por tanto, está claro que…! Es preciso, comisario, que un día hablemos los dos de todo eso. Probablemente no me entienda por completo. Sin embargo, a usted ya lo he clasificado entre las personas inteligentes.

El barman dejó sobre la mesa los canapés de caviar y dijo, no sin echar una mirada a Maigret:

—Sesenta francos.

Radek sonrió. En su rincón, el inspector Janvier seguía emboscado detrás de su diario.

—Un paquete de Abdullah —pidió el checo pelirrojo.

Y mientras se lo traían, de un bolsillo exterior de su chaqueta sacó, de manera que todos pudieran verlo, un billete arrugado de mil francos y lo arrojó sobre la mesa.

—¿De qué hablábamos, comisario? Oh, ¿me disculpa? Ahora recuerdo que tengo que llamar a mi sastre.

La cabina estaba al fondo de la cervecería, que tenía varias salidas.

Maigret no se movió. Sólo Janvier, automáticamente, siguió al hombre, guardando cierta distancia.

Y regresaron los dos, uno tras otro, tal como se habían ido. Los ojos del inspector confirmaron que el checo había telefoneado a su sastre.