Maigret no se movió; ni siquiera se sobresaltó. A su lado, Mistress Crosby y la joven sueca charlaban en inglés mientras tomaban un cóctel. Y el comisario estaba tan cerca de esta última, debido a la exigüidad del bar, que ella, cada vez que se movía, le rozaba con su carne tersa.
Maigret entendía más o menos que hablaban de un tal Joseph que había flirteado con la joven en el Ritz y le había ofrecido cocaína.
Las dos reían. William Crosby, al regresar del teléfono, repitió al comisario:
—Discúlpeme. Se trata de ese coche que quiero vender para comprarme otro. —Echó soda en los dos vasos—. ¡A su salud!
En el exterior, la ridícula silueta del condenado a muerte parecía flotar literalmente por los alrededores de la terraza.
En su huida de La Citanguette, Joseph Heurtin debió de perder la gorra; por eso llevaba la cabeza descubierta. En la cárcel le habían cortado el pelo casi al cero, lo cual subrayaba aún más la desmesura de sus orejas. Sus zapatos carecían ya de color y forma.
¿Y dónde había dormido, para llevar el traje tan arrugado, cubierto de polvo y barro?
Si hubiera tendido la mano a los transeúntes, éstos no se habrían extrañado, porque parecía el más lastimoso de los desechos. Pero no mendigaba, ni vendía cordones de zapatos o lápices.
Iba y venía, siguiendo los movimientos de la multitud; a veces se alejaba unos metros y regresaba como si remontara una fuerte corriente.
Tenía las mejillas cubiertas de barba oscura. Parecía más flaco.
Pero lo más inquietante eran los ojos, unos ojos que no se despegaban del bar y que escudriñaban a través de los cristales empañados.
Pisó por segunda vez el umbral y Maigret llegó a creer que se disponía a empujar la puerta.
El comisario fumaba nerviosamente, con las sienes húmedas y los nervios tan tensos que le parecía que su sensibilidad se había decuplicado.
Fue un minuto excepcional. Muy poco antes el comisario parecía derrotado: había perdido pie, el caso Heurtin se había alejado de él y nada le permitía creer que saldría bien librado.
Bebió lentamente su whisky mientras Crosby, por cortesía, se volvía a medias hacia él sin dejar de intervenir en la conversación de su mujer y Edna.
Cosa extraña: sin quererlo, prácticamente sin darse cuenta, Maigret no perdía ni un detalle del complejo espectáculo.
Montones de personas se movían a su alrededor. Los ruidos eran tan diversos que se convertían en un rumor tan confuso como el del mar. Había voces, gestos, actitudes…
Él lo veía todo: al hombre sentado ante su yogur, al vagabundo que reaparecía insistentemente ante la puerta, la sonrisa de Crosby, la mueca de su mujer al pintarse los labios, la agitación del barman, que preparaba un flip agitando la coctelera con energía.
Y los clientes que se marchaban precipitadamente. Las frases que se decían:
—¿Esta noche, aquí?
—Intenta traer a Lea.
El bar iba vaciándose. Era la una y media. En la sala contigua aumentaba el ruido de los cubiertos.
Crosby dejó un billete de cien francos sobre la barra.
—¿Se queda? —le preguntó al comisario.
Crosby no había visto al hombre. Pero se tropezaría con él al salir.
Maigret esperaba ese instante con casi dolorosa impaciencia. Mistress Crosby y Edna se despidieron con un movimiento de cabeza y una sonrisa.
Joseph Heurtin estaba a menos de dos metros de la puerta. Uno de sus zapatos carecía de cordón. De un momento a otro un agente le pediría la documentación o le rogaría que circulara.
La puerta giró sobre sus goznes. Crosby, con la cabeza descubierta, se dirigió a su coche. Las dos mujeres lo seguían, riéndose de la broma de una de ellas.
¡No ocurrió nada! Heurtin no miró a los estadounidenses con más insistencia que a los demás transeúntes. Ni William ni su mujer le prestaron atención.
Los tres personajes se instalaron en el coche, cuya portezuela sonó al cerrarse.
Seguían saliendo personas y alejaban al condenado a muerte, que se había acercado de nuevo.
Entonces, de repente, en el espejo, Maigret descubrió un rostro, dos ojos vivaces detrás de unas espesas cejas y una sonrisa apenas esbozada pero vibrantemente irónica.
Los párpados cayeron inmediatamente sobre las pupilas demasiado expresivas. Pero no con la suficiente rapidez como para que el comisario no tuviera la sensación de que la ironía le estaba destinada.
El hombre que lo había mirado, y que ahora ya no miraba a nada ni a nadie, era el pelirrojo consumidor de yogur.
Cuando un inglés que leía el Times abandonó el bar, ya no quedó nadie en los altos taburetes, y Bob anunció:
—Me voy a comer.
Sus dos ayudantes limpiaban la barra de caoba y ordenaban los vasos y los platos en los que servían las olivas y las patatas fritas.
Pero en las mesas quedaban dos clientes: el pelirrojo y la rusa vestida de negro, que no parecían darse cuenta de que estaban solos.
Joseph Heurtin seguía merodeando en el exterior; sus ojos se veían tan fatigados y su cara tan descolorida que uno de los camareros, después de observarlo a través del cristal, dijo a Maigret:
—Otro que va a sufrir un ataque de epilepsia. Tienen la manía de elegir las terrazas de los cafés. Voy a avisar a un empleado.
—No. —Al darse cuenta de que el hombre del yogur podía oírle, Maigret bajó la voz para añadir—: Llame en mi nombre a la Policía Judicial. Dígales que envíen dos hombres, si es posible a Lucas y a Janvier. ¿Lo ha entendido?
—¿Es por este vagabundo?
—Da igual.
Era una hora de calma, después de la hora ruidosa del aperitivo.
El pelirrojo, impertérrito, no se había movido ni estremecido. La mujer de negro pasó una página del diario.
El otro camarero miraba a Maigret con curiosidad. Y los minutos pasaron, fluyeron, por así decirlo, con cuentagotas, segundo a segundo.
El camarero hacía cuentas, y dejaba oír un rumor de billetes de banco y un tintineo de monedas. El que había telefoneado regresó.
—Me han contestado que de acuerdo.
—Gracias.
El comisario aplastaba el endeble taburete con su volumen, fumaba una pipa tras otra y vaciaba maquinalmente su vaso de whisky; había olvidado que aún no había almorzado.
—Un café con leche.
La voz procedía del rincón donde estaba instalado el hombre del yogur. El camarero se encogió de hombros mirando a Maigret y gritó hacia la ventanilla del fondo:
—¡Uno con leche! ¡Uno! —Y se dirigió en voz baja al comisario—: Éste ya está servido hasta las siete de la tarde. Es como la otra de allí.
Con la barbilla señalaba a la rusa.
Pasaron veinte minutos. Heurtin, cansado de deambular, se había parado en la acera; un hombre que subía a un coche lo confundió con un mendigo y le tendió una moneda que el otro no se atrevió a rechazar.
¿Le quedaba algo de sus veinte y tantos francos? ¿Había comido algo desde la víspera? ¿Había dormido?
El bar lo atraía. Y se acercó de nuevo, temeroso, vigilando a los camareros y a los empleados, que ya lo habían expulsado en una ocasión de la terraza.
Esta vez era la hora tranquila y pudo alcanzar los cristales, en los que pegó la cara y aplastó curiosamente la nariz, mientras sus ojitos buscaban en el interior.
El pelirrojo se llevó la taza de café con leche a los labios. No se giró hacia fuera.
Pero ¿por qué la misma sonrisa de un momento antes hacía chisporrotear sus ojos?
Un empleado que no tenía ni dieciséis años interpeló al harapiento, que se alejó una vez más arrastrando la pierna. El brigada Lucas se apeó de un taxi, entró con aire sorprendido y miró la sala casi vacía aún con mayor asombro.
—¿Es usted quien me ha…?
—¿Qué quieres tomar? —Y en voz más baja—: Mira hacia fuera.
Lucas tardó unos instantes en descubrir la silueta. Se le iluminó la mirada.
—¡No es posible! Ha conseguido…
—¡En absoluto! Barman, un aguardiente.
La rusa pidió con pronunciado acento:
—¡Camarero! Déme L’Illustration. Y también el anuario de profesiones.
—Tómate una copa, Lucas. Luego sal y no lo pierdas de vista, ¿eh?
—¿No cree que sería preferible…?
Y la mano del brigada, en su bolsillo, manoseaba las esposas.
—Todavía no. Vete.
Pese a su aparente calma, Maigret estaba tan nervioso que, mientras bebía, estuvo a punto de romper el vaso entre los dedos de su gruesa mano.
El pelirrojo no parecía dispuesto a irse. No leía, no escribía y no miraba nada en especial. ¡Y, fuera, Joseph Heurtin seguía esperando!
A las cuatro de la tarde la situación era exactamente la misma, con la única diferencia de que el evadido de la Santé había ido a sentarse en un banco, desde el que no abandonaba con la mirada la puerta del bar.
Maigret, aunque no tenía apetito, había comido un bocadillo. La rusa de negro salió después de retocarse durante largo rato el maquillaje.
En el bar ya sólo quedaba el hombre del yogur. Heurtin había visto partir a la joven sin inmutarse. Encendieron las luces del local, aunque las farolas de la calle no estuvieran todavía iluminadas.
Un empleado renovaba la provisión de botellas. Otro barría apresuradamente.
El sonido de una cucharilla sobre un platito, sobre todo por proceder de la esquina donde estaba instalado el pelirrojo, sorprendió tanto al barman como a Maigret.
Sin apresurarse, y sin tomarse la molestia de ocultar su desprecio por un cliente tan ruin, el camarero gritó:
—Un yogur y un café con leche. Tres más uno cincuenta, total cuatro cincuenta.
—Perdón. Déme unos canapés de caviar.
La voz era tranquila. En el espejo, el comisario veía la risa en los ojos entornados del cliente.
El barman levantó la ventanilla de la antecocina.
—¡Un canapé de caviar, uno!
—Tres —rectificó el extranjero.
—¡Tres de caviar! ¡Tres!
El barman miraba a su cliente con desconfianza. Preguntó, irónico:
—¿Con vodka?
—Con vodka, sí.
Maigret se esforzaba por entender. El hombre había cambiado; había perdido su extraordinaria inmovilidad.
—¡Y unos cigarrillos! —exclamó.
—¿Maryland?
—Abdullah.
Fumó uno mientras preparaban los canapés y se entretuvo dibujando sobre el paquete. Después comió con tanta rapidez que, cuando se levantó, el camarero casi no había vuelto a su sitio.
—Treinta francos de los canapés, seis del vodka, veintidós francos del Abdullah, más las consumiciones de antes…
—Mañana vendré a pagarle.
Maigret frunció el entrecejo. Heurtin seguía en su banco.
—¡Un momento! Tendrá que hablar con el gerente.
El pelirrojo se inclinó y esperó, después de sentarse de nuevo. Llegó el gerente, de esmoquin.
—¿Qué ocurre?
—Este caballero dice que vendrá a pagar mañana. Son tres canapés de caviar, un Abdullah y el resto.
El cliente no manifestaba el menor malestar. Se inclinó de nuevo, más irónico que nunca, para confirmar lo que decía el camarero.
—¿No lleva dinero encima?
—Ni un céntimo.
—¿Vive en el barrio? Si es así, le diré a un empleado que lo acompañe.
—No tengo dinero en casa.
—¿Y come caviar?
El gerente dio una palmada. Apareció un muchacho uniformado.
—Ve a buscar a un guardia.
Todo transcurría sin ruido, sin escándalo.
—¿Está seguro de que no lleva dinero?
—Ya se lo he dicho.
El empleado, que había esperado la respuesta, salió corriendo. Maigret no se inmutó. En cuanto al gerente, seguía allí, contemplando apaciblemente el ajetreo del Boulevard Montparnasse.
El barman, que ahora secaba sus botellas y cocteleras, dirigía de vez en cuando una mirada cómplice a Maigret.
No habían transcurrido tres minutos cuando el empleado regresó con dos agentes que dejaron sus bicicletas fuera.
Uno de ellos reconoció al comisario y quiso dirigirse hacia él, pero Maigret lo miró de manera significativa. Por lo demás, el gerente se limitó a explicar sin nerviosismos inútiles:
—Este caballero ha pedido canapés de caviar, cigarrillos de lujo y otras cosas, y ahora se niega a pagar.
—No tengo dinero —repitió el pelirrojo.
Tras una indicación de Maigret, el agente se limitó a murmurar:
—¡Bien! Nos lo explicará en la comisaría. Síganos.
—¿Una copita, señores? —ofreció el gerente.
—Gracias.
Tranvías, coches y multitud de personas circulaban por el Boulevard, que con el crepúsculo se cubrió de una espesa niebla. El detenido, antes de salir, encendió otro cigarrillo y dirigió una despedida amistosa al barman.
Al pasar por delante de Maigret, su mirada, durante escasos segundos, cayó sobre él.
—¡Vamos! ¡Un poquito más de brío! Y nada de escándalos, ¿eh?
Salieron los tres. El gerente se acercó a la barra.
—¿No es el checo al que tuvimos que echar el otro día?
—¡El mismo! —afirmó el barman—. Se pasa aquí de las ocho de la mañana a las ocho de la tarde. Y apenas consume dos cafés con leche en todo el día.
Maigret, que había avanzado hasta la puerta, pudo ver cómo Joseph Heurtin se levantaba del banco y permanecía de pie, inmóvil, vuelto hacia los dos agentes que se llevaban al aficionado al caviar.
Pero ya no había suficiente luz para distinguir sus facciones.
Los tres hombres no habían recorrido ni cien metros cuando el vagabundo se alejó de allí, seguido a distancia por el brigada Lucas.
—¡Policía Judicial! —dijo entonces el comisario regresando a la barra—. ¿Quién es ese hombre?
—Creo que se llama Radek, y se hace dirigir su correspondencia aquí. Ya ha visto las cartas que ponemos en la vitrina. Es checo.
—¿Qué hace?
—Nada. Se pasa el día en el bar. Sueña, escribe…
—¿Sabe dónde vive?
—No.
—¿Tiene amigos?
—Jamás le he visto dirigir la palabra a nadie.
Maigret pagó, salió, subió a un taxi e indicó:
—A la comisaría del barrio.
Cuando llegó, Radek estaba sentado en un banco y esperaba a que el comisario acabara lo que hacía y lo llamara.
Cuatro o cinco extranjeros que esperaban el certificado de residencia.
Maigret entró directamente en el despacho del comisario, a quien una joven se quejaba de un robo de joyas mezclando tres o cuatro idiomas de Europa Central.
—¿Trabaja usted por aquí? —preguntó asombrado el funcionario.
—Acabe antes con la señora.
—Verá, el problema es que no entiendo nada de lo que esta extranjera me cuenta. Lleva media hora explicándome lo mismo.
Maigret ni siquiera sonrió, mientras la extranjera, enfadada, repetía punto por punto su relato mostrando sus dedos sin anillos.
Al fin, cuando ella salió, Maigret le informó:
—Recibirá usted a un tal Radek. Yo estaré ahí fuera. Arrégleselas para hacerle pasar una noche en el cuartelillo. Suéltelo mañana.
—¿Qué ha hecho?
—Ha comido caviar gratis.
—¿En el Dome?
—En La Coupole.
Sonó un timbre.
—Que pase Radek.
Éste entró en el despacho sin mostrar el menor malestar y con las manos en los bolsillos; se instaló delante de los dos hombres y, mirándolos a los ojos, esperó con una sonrisa de satisfacción flotando en sus labios.
—Se le acusa de no pagar su consumición.
El hombre asintió y pretendió encender un cigarrillo, pero el comisario de policía, furioso, se lo arrancó de las manos.
—¿Qué tiene que decir?
—Nada en absoluto.
—¿Tiene domicilio, medios de vida?
El hombre se sacó del bolsillo un mugriento pasaporte y lo dejó sobre la mesa.
—¿Sabe que puede pasarse quince días en la cárcel?
—Me concederían la libertad condicional, —rectificó Radek sin alterarse—. Pues, como puede usted comprobar, no he sufrido ninguna condena.
—Leo que estudió usted medicina. ¿Es cierto?
—El profesor Grollet, del que usted debe de haber oído hablar, le dirá sin duda que yo era su mejor alumno. —Y, volviéndose hacia Maigret, con cierta ironía en la voz, añadió—: Supongo que el señor también pertenece a la policía.