Maigret no rechistó ni una sola vez, y tampoco esbozó el menor gesto de protesta o impaciencia.
Con el semblante grave y las facciones tensas, escuchó hasta el final con deferencia y humildad. Sin embargo, su nuez parecía subir y bajar en los momentos en que Monsieur Coméliau se mostraba más duro y vehemente.
Flaco, nervioso y crispado, el juez de instrucción iba y venía por su despacho, y gritaba tanto que los detenidos que esperaban en el pasillo debían de oír fragmentos de frases.
A veces agarraba un objeto, lo manoseaba unos instantes y lo dejaba de nuevo con violencia sobre el escritorio.
El escribano, incómodo, miraba a otra parte. Y Maigret, de pie, mucho más alto que el juez, aguardaba.
Coméliau, después de un último reproche, espió el rostro de su interlocutor y desvió la cabeza porque, pese a todo, Maigret era un hombre de cuarenta y cinco años que, durante los veinte años de su carrera, se había ocupado de los más diversos y delicados casos policiales.
¡Era, sobre todo, un hombre!
—Pero, en fin, ¿no dice usted nada?
—Acabo de comunicar a mis superiores que recibirán mi dimisión dentro de diez días, si no he conseguido entregarles el culpable.
—En otras palabras, si no logra atrapar a Joseph Heurtin.
—Entregarles el culpable —repitió Maigret sin inmutarse.
El juez saltó como un endemoniado.
—Así pues, ¿sigue creyendo…?
Maigret no contestó. Y Monsieur Coméliau, chasqueando los dedos, exclamó precipitadamente:
—Dejémoslo, ¿le parece, Maigret? Acabaría sacándome de mis casillas. Cuando tenga noticias, llámeme.
El comisario se despidió y recorrió los pasillos que tan bien conocía. Pero, en lugar de bajar a la calle, se dirigió a los desvanes del Palacio de Justicia; una vez allí, empujó la puerta del laboratorio de la Policía Científica.
Uno de los expertos, al verle la cara, quedó impresionado y le preguntó, tendiéndole la mano:
—¿Algo no funciona?
—Todo marcha bien, gracias.
Sus ojos no miraban a ninguna parte. No se había quitado su grueso abrigo negro y llevaba las manos en los bolsillos. Parecía alguien que, después de un largo viaje, vuelve a ver con mirada nueva unos lugares que le fueron familiares.
Así, manoseó las fotos tomadas la víspera en un piso que había sido desvalijado y leyó unos informes que uno de sus colegas había encargado.
Desde un rincón, un joven barbilampiño, alto y delgado, con ojos de miope protegidos por gruesos cristales, lo miraba con un conmovido asombro.
En su mesa había lupas de todos los tamaños, raspadores, pinzas, frascos de tinta, reactivos, así como una pantalla de cristal iluminada por una potente lámpara eléctrica.
Era Moers, que se había especializado en el estudio de papeles, tintas y escrituras.
Sabía que Maigret quería hablar con él. Sin embargo, el comisario ni lo miraba; iba y venía como sin rumbo fijo.
Al fin sacó una pipa del bolsillo, la encendió y exclamó con voz falsa:
—¡Bueno! ¡Ahora manos a la obra!
Moers, que sabía de dónde venía el comisario, lo entendió, pero fingió no darse cuenta de nada.
Maigret se quitó el abrigo, bostezó y movió los músculos de la cara como para volver a ser él mismo. Agarró una silla por el respaldo, la acercó al joven, se sentó a horcajadas y exclamó en tono afectuoso:
—¿Qué tal, querido Moers?
Había terminado. Por fin se había quitado el peso que llevaba sobre los hombros.
—Cuenta.
—He pasado la noche estudiando la nota. Lástima que la hayan manoseado tantas personas, porque ahora es inútil buscar huellas digitales.
—Ya lo había descartado.
—Esta mañana, a primera hora, he ido a La Coupole para revisar todos los tinteros. ¿Conoce el local? Hay varias salas: la gran cervecería, en primer lugar, una parte de la cual se convierte en restaurante a la hora de las comidas. Después la sala del primer piso. Luego la terraza. Y, por último, un pequeño bar norteamericano, a la izquierda, donde se reúnen los clientes habituales.
—Lo conozco.
—Para escribir la nota han utilizado la tinta de ese bar. Las letras han sido trazadas con la mano izquierda, no por un zurdo, sino por alguien que sabe que casi todas las escrituras con la mano izquierda se parecen.
La carta dirigida a Le Sifflet seguía encima de la pantalla de cristal colocada delante de Moers.
—Una cosa es segura: el remitente es un intelectual, y juraría que habla y escribe correctamente varias lenguas. Ahora bien, desde el punto de vista grafológico… Pero nos salimos del terreno de las ciencias exactas.
—Adelante.
—Pues bien, o mucho me equivoco, o nos encontramos ante un individuo excepcional. En primer lugar, posee una inteligencia muy por encima de la media. Lo más desconcertante es la mezcla de voluntad y debilidad, de frialdad y emotividad. La caligrafía es de hombre y, sin embargo, aparecen en ella rasgos caracterológicos claramente femeninos.
Moers estaba en su terreno favorito. Se sonrojaba de placer. A su pesar, Maigret sonrió ligeramente, y el joven se puso nervioso.
—Ya sé que todo esto suena confuso y que un juez de instrucción no me escucharía hasta el final. Sin embargo… Mire, comisario, apostaría a que el hombre que ha escrito esta carta padece una grave enfermedad y lo sabe. Si hubiera utilizado la mano derecha, podría decirle más. ¡Ah!, olvidaba un detalle. El papel tiene manchas, aunque tal vez procedan de la imprenta. En cualquier caso, una de ellas es una mancha de café con leche. Y para cortar la parte superior de la hoja, finalmente, no utilizó un cuchillo, sino un objeto redondeado, como una cuchara.
—En otras palabras, la nota fue escrita ayer por la mañana, en el bar de La Coupole, por un cliente que tomaba un café con leche y que habla normalmente varios idiomas. —Maigret se levantó y tendió la mano murmurando—: Gracias, amigo mío. ¿Le importaría devolverme la carta?
Salió soltando un gruñido como despedida y, una vez cerrada la puerta, alguien dijo, no sin cierta admiración:
—¡Vaya! Después de lo que le ha pasado…
Pero Moers, cuya adoración por Maigret todos conocían, lo miró de tal suerte que el hombre calló y continuó el análisis que estaba realizando.
París tenía el aspecto triste de los días desapacibles de octubre: del cielo, que parecía un techo sucio, caía una luz mortecina. En las aceras quedaban charcos de la lluvia nocturna.
Incluso los transeúntes tenían el aire enfurruñado de quienes todavía no se han adaptado al invierno.
A lo largo de toda la noche, en la Prefectura habían mecanografiado unas órdenes, transportadas después por ordenanzas a las diferentes comisarías, y enviadas telegráficamente a todas las gendarmerías, a los puestos de aduanas y a las brigadas de las estaciones de tren.
De ese modo, todos los agentes que se codeaban con la multitud, desde los guardias municipales a los inspectores de la brigada de calles, la mundana, la de hoteles o de costumbres, habían memorizado la misma descripción y observaban atentamente a los ciudadanos con la esperanza de descubrir a un mismo hombre.
Ocurría así de una punta a otra de París. Y lo mismo sucedía en los suburbios. Los gendarmes, en las carreteras principales, pedían los documentos a todos los vagabundos.
En los trenes y fronteras la gente se asombraba de ser interrogada más minuciosamente que de costumbre.
Buscaban a Joseph Heurtin, condenado a muerte por el tribunal del Sena, evadido de la Santé, desaparecido a consecuencia de una pelea con el inspector Dufour en La Citanguette.
«En el momento de su huida, llevaba unos veintidós francos en el bolsillo», decían los informes redactados por Maigret.
Y éste, en solitario, abandonó el Palacio de Justicia sin ni siquiera pasar por su despacho; tomó un autobús para la Bastilla y llamó al tercer piso de un edificio de la Rue du Chemin Vert.
Reinaba allí un olor a yodoformo y a caldo de gallina.
Una mujer que todavía no había tenido tiempo de arreglarse le dijo:
—¡Ah! Se alegrará mucho de verle.
El inspector Dufour estaba acostado en su habitación, con aire entristecido y preocupado.
—¿Estás bien, amigo mío?
—No sabría qué decirle. Parece que el pelo no crecerá en la zona de la cicatriz y que tendré que llevar peluca.
Igual que había hecho en el laboratorio, Maigret paseó por la habitación como si no supiera dónde ponerse. Al fin murmuró:
—¿Estás enfadado conmigo?
La mujer de Dufour, que todavía era joven y bonita, estaba en el marco de la puerta.
—¿Él, enfadado con usted? Desde esta mañana no deja de preguntarse cómo saldrá usted del paso. Quería que yo fuera a telefonearle desde la oficina de correos.
—¡En marcha! Hasta pronto —exclamó el comisario—. Es preciso que todo salga bien.
No regresó a su casa, aunque vivía a quinientos metros de allí, en el Boulevard Richard-Lenoir. Caminó porque tenía necesidad de hacerlo, de sentirse en medio de la multitud indiferente que lo rozaba.
Y a medida que avanzaba por París iba perdiendo ese equívoco aspecto de colegial pillado en falta que tenía por la mañana. Las facciones se le endurecieron. Fumó una pipa tras otra, como en sus buenos momentos.
Monsieur Coméliau se hubiera sentido muy asombrado, y sin duda también indignado, al saber que la menor de las preocupaciones del comisario era encontrar a Joseph Heurtin.
Para Maigret, ése era un problema accesorio. El condenado a muerte se hallaba en algún lugar, mezclado con varios millones de individuos. Pero el comisario tenía la convicción de que, el día en que lo necesitara, lo atraparía fácilmente.
No. Pensaba en la carta escrita en La Coupole. Y también, quizá todavía con mayor intensidad, en un problema que se reprochaba haber descuidado a lo largo de la primera investigación.
¡En julio estaban todos tan seguros de la culpabilidad de Heurtin! El juez de instrucción se había adueñado inmediatamente del caso, eliminando así a la policía.
«El crimen fue cometido en Saint-Cloud alrededor de las dos y media de la madrugada. Heurtin regresó a su hotel, en la Rue Monsieur-le-Prince, antes de las cuatro. No tomó el tren, ni el tranvía, ni ningún otro medio de transporte colectivo. Tampoco tomó un taxi. La bicicleta con la que hacía el reparto no se movió de la floristería, en la Rue de Sèvres. ¡Y no podía haber regresado a pie! ¡O, en ese caso, se habría visto obligado a correr sin parar!».
En la encrucijada de Montparnasse, la vida bullía. Eran las doce y media de la mañana. Pese al otoño, las terrazas de los cuatro cafés alineados en el Boulevard Raspail rebosaban de clientes, el ochenta por ciento de los cuales eran extranjeros.
Maigret caminó hasta La Coupole y descubrió la entrada del bar norteamericano, por la que se metió.
Sólo había cinco mesas, todas ocupadas. Y la mayoría de los clientes estaban encaramados en los elevados taburetes de la barra, o de pie alrededor de ésta.
El comisario oyó a alguien que pedía:
—Un Manhattan.
Y se le escapó:
—Lo mismo.
Él pertenecía a la generación de las cervecerías y de las jarras. El barman le acercó un platito con aceitunas, pero él no lo tocó.
—¿Me permite? —dijo una sueca delgada y de cabellos más amarillos que rubios.
Aquello era un hervidero. Una ventanilla abierta en el fondo del local se abría y cerraba incesantemente, mientras de la antecocina salían aceitunas, patatas fritas, bocadillos y bebidas calientes.
Cuatro camareros gritaban a un tiempo, entre el trajín de platos y vasos, y los clientes se interpelaban en diferentes idiomas.
La impresión dominante era que consumidores, barmans, camareros y decorado formaban un conjunto muy homogéneo.
La gente se codeaba con familiaridad y, tratárase de una jovencita, de un industrial que bajaba de su limusina acompañado de joviales amigos o de un pintorzuelo estonio, todo el mundo llamaba al jefe de los barmans Bob.
Se dirigían la palabra sin presentaciones previas, como compañeros. Un alemán hablaba en inglés con un estadounidense, y un noruego mezclaba por lo menos tres idiomas para entenderse con un español.
Había dos mujeres que todos conocían y todos saludaban, y Maigret reconoció a una de ellas, ahora gruesa, envejecida, cubierta de pieles: tiempo atrás, cuando era una chiquilla, le habían encargado llevarla a la prisión de Saint-Lazare tras una redada en la Rue de la Roquette.
Tenía la voz rota, los ojos cansados y, al pasar, le estrechaban la mano. Sentada a una mesa, reinaba como si encamara por sí sola toda la turbia mezcla que bullía a su alrededor.
—¿Tiene papel y lápiz para escribir? —preguntó Maigret dirigiéndose a un camarero.
—No a la hora del aperitivo. Si quiere, tendrá que ir a la cervecería.
En medio de los grupos ruidosos había algunos solitarios. Y tal vez fuera eso lo más pintoresco del lugar. De un lado, personas que hablaban en voz alta, se movían, inquietas, pedían una copa tras otra y exhibían trajes tan lujosos como excéntricos.
De otro lado, aquí y allá, se veían seres que parecían haber llegado de los confines del mundo sólo para incrustarse en esta multitud brillante.
Una joven, por ejemplo, no alcanzaba los veintidós años y llevaba un traje de chaqueta negro, bien cortado y confortable, pero que habían planchado miles de veces.
Una extraña cara cansada y nerviosa. A su lado, tenía un cuaderno de dibujo. Y, rodeada de gente que tomaba aperitivos a diez francos la copa, ella bebía un vaso de leche y comía un croissant.
¡A la una! Se trataba evidentemente de su almuerzo. Lo aprovechaba para leer un diario ruso que el local ponía a disposición de los clientes.
No oía ni veía nada. Mordisqueaba lentamente su croissant y bebía a veces un sorbo de leche, indiferente a un grupo que, en su propia mesa, iba por el cuarto cóctel.
No menos sorprendía un hombre cuya cabellera bastaba para atraer las miradas: era de color caoba, crespa y larguísima.
Vestía un traje oscuro, con brillo, muy raído, y una camisa azul sin corbata, con el cuello abierto hasta el pecho.
Instalado en el fondo del bar, como un viejo cliente al que nadie se atrevería a molestar, comía, cucharada tras cucharada, un yogur.
¿Tenía siquiera cinco francos en el bolsillo? ¿De dónde procedía? ¿Adónde iba? ¿De dónde sacaba los pocos céntimos que costaba ese yogur, que debía de ser su única comida del día?
Al igual que la rusa, tenía la mirada ardiente y los párpados cansados, aunque su fisonomía traslucía algo infinitamente despectivo y altivo.
Nadie acudía a estrecharle la mano o dirigirle la palabra.
La puerta giratoria dio paso de repente a una pareja y, a través del espejo, Maigret reconoció a los Crosby, que acababan de apearse de un coche de marca estadounidense que valía como mínimo doscientos cincuenta mil francos.
El automóvil podía verse al borde de la acera, resplandeciente, con un brillo que subrayaba la carrocería, totalmente niquelada.
William Crosby tendió la mano por encima de la barra de caoba, entre dos clientes que se sentaban en ese momento, y, estrechando la mano del barman, dijo:
—¿Todo bien, Bob?
Mistress Crosby, por su parte, corrió hacia la sueca; se besaron y comenzaron a hablar locuazmente en inglés.
No necesitaron pedir nada. Bob acercó a Crosby un whisky con soda, y preparó un Rose para la joven, mientras preguntaba:
—¿Qué, ya han vuelto de Biarritz?
—Sólo nos quedamos tres días. Llueve aún más que aquí.
Crosby, al descubrir a Maigret, le dirigió un saludo con la cabeza.
Era un joven alto de unos treinta años, cabello oscuro y paso ágil.
De todos los congregados en ese instante en el bar, Crosby era, sin duda, aquel cuya elegancia estaba más exenta de mal gusto.
Estrechaba manos, blandamente. Preguntaba a sus conocidos: «¿Qué quieren tomar?».
Era rico. Tenía en la puerta un coche deportivo que utilizaba para viajar a Niza, Biarritz, Deauville o Berlín, siguiendo sus caprichos.
Vivía desde hacía varios años en un hotel de la Avenue George V, y de su tía había heredado, además de la mansión de Saint-Cloud, unos quince o veinte millones de francos.
Mistress Crosby, muy delgadita pero trepidante, hablaba sin cesar, mezclando el inglés y el francés con un acento inimitable, y su voz de pito bastaba para identificarla sin necesidad de verla.
Unos clientes los separaban de Maigret. Entró un diputado, que el comisario reconoció al instante, y estrechó afectuosamente la mano del joven estadounidense.
—¿Almorzamos juntos?
—Hoy no. Estamos invitados a comer fuera de casa.
—¿Mañana?
—De acuerdo. Nos encontraremos aquí.
—¡Llaman a Monsieur Valachine al teléfono! —gritó un empleado.
Alguien se levantó y se dirigió a las cabinas.
—¡Dos Roses, dos!
Ruido de platos. El bullicio iba en aumento.
—¿Puede cambiarme dólares?
—Mire la cotización en el periódico.
—¿No ha venido Suzy?
—Acaba de salir. Ha quedado para almorzar en Maxim’s.
Maigret, por su parte, pensaba en el muchacho de cabeza hidrocefálica y brazos largos que estaba sumido en el barullo de París, con poco más de veinte francos en el bolsillo, y al que toda la policía de Francia estaba persiguiendo en ese instante.
Recordaba la cara macilenta que había visto subir lentamente por el oscuro muro de la prisión Santé.
Después de las llamadas de Dufour…
«Duerme».
¡Había dormido un día entero!
¿Dónde estaba ahora? ¿Y por qué, sí, por qué había matado a Mistress Henderson, a la que no conocía de nada y a la que no había robado ni cinco céntimos?
—¿Toma a veces el aperitivo aquí?
Le hablaba William Crosby. Se había acercado a Maigret y le ofrecía su pitillera.
—Gracias. Sólo fumo en pipa.
—¿Quiere algo? ¿Un whisky, tal vez?
—Ya estoy bebiendo, gracias.
Crosby pareció contrariado.
—¿Entiende el inglés, el ruso y el alemán? —le preguntó el estadounidense.
—El francés y basta.
—Entonces, La Coupole debe de resultarle una torre de Babel. Jamás lo había visto aquí. A propósito, ¿es cierto lo que cuentan?
—¿A qué se refiere?
—Al asesino, ya sabe.
—¡Bah! No hay motivo para preocuparse.
Por un instante, Crosby dejó pesar su mirada sobre él.
—¡Vamos! Háganos el favor de tomar una copa con nosotros. Mi mujer estará encantada. Le presento a la señorita Edna Reichberg, la hija del fabricante de papel de Estocolmo y campeona de patinaje el pasado año en Chamonix. El comisario Maigret, Edna.
La rusa vestida de negro seguía sumida en la lectura de su periódico y el hombre pelirrojo soñaba, con los ojos entornados, ante el tarro del que había extraído hasta la última partícula de yogur.
Edna dijo con desgana:
—Encantada.
Estrechó con vigor la mano de Maigret y después prosiguió, en inglés, su conversación con Mistress Crosby, mientras William se excusaba:
—Permítame. Me llaman al teléfono. Dos whiskys, Bob. Me disculpa, ¿verdad?
En el exterior, el vehículo niquelado resplandecía en la luz gris cuando un vagabundo lo rodeó, se acercó a La Coupole arrastrando una pierna y se detuvo delante de la puerta giratoria del bar.
Unos ojos enrojecidos escrutaron el interior; un empleado se acercó para alejar al pordiosero.
La policía, en París y en todas partes, seguía buscando al evadido de la Santé.
¡Estaba allí, al alcance del comisario!