El diario roto

—¿Hay novedades?

Lucas comenzó por sentarse en el borde de la cama, después de estrechar la mano del comisario.

—Las hay. Pero nada extraordinario. El director de Le Sifflet acabó por entregarme la carta que recibió esta mañana, alrededor de las diez, en la que le hablaban de la historia de la Santé.

—¡Dámela!

El brigada le entregó un papel sucio, lleno de correcciones hechas con lápiz azul, porque en Le Sifflet se habían limitado a suprimir algunos fragmentos de la carta y a unir las frases entre sí para darla a la imprenta.

Se leían incluso las indicaciones tipográficas, así como las iniciales del linotipista que había compuesto el artículo.

—Han cortado la hoja por la parte superior, sin duda para hacer desaparecer un membrete impreso —comprobó Maigret.

—Evidentemente. Eso pensé de inmediato. Y me dije que era muy probable que hubieran escrito la carta en un café. Fui a ver a Moers, que dice reconocer el papel de cartas de la mayoría de los cafés de París.

—¿Lo averiguó?

—No necesitó ni diez minutos. El papel procede de La Coupole, en el Boulevard Montparnasse. De allí vengo. Desgraciadamente, por el local desfilan más de mil clientes al día y más de cincuenta personas piden papel para escribir.

—¿Qué dice Moers de la caligrafía?

—¡Nada todavía! Tengo que devolverle la carta y emprenderá un estudio en regla. Mientras tanto, si quiere que vuelva a La Coupole…

Maigret no perdía de vista La Citanguette. La fábrica más próxima acababa de abrir las puertas para que saliera una multitud de obreros, en su mayoría en bicicleta, que se alejaba en la penumbra del crepúsculo.

En la planta baja de la taberna había una sola bombilla eléctrica encendida, y el comisario podía seguir las idas y venidas de los clientes.

Había media docena de parroquianos delante del mostrador de estaño, y algunos de ellos miraban a Dufour con cierta desconfianza.

—¿Qué hace allí? —preguntó Lucas al descubrir de lejos a su colega—. Pero ¡si ese que contempla el agua, un poco más lejos, es Janvier!

Maigret ya no lo escuchaba. Desde donde estaba, veía la parte inferior de la escalera de caracol, que arrancaba detrás de la barra. Acababan de aparecer unas piernas. Se inmovilizaron por un segundo, y después una silueta se acercó a las demás: la faz macilenta de Joseph Heurtin se mostró a plena luz.

En ese instante el comisario vio que alguien dejaba sobre una mesa un diario de la tarde.

—Dime, Lucas, ¿algún diario recoge la información de Le Sifflet?

—No he leído nada. Pero seguramente también darán la noticia, aunque sólo sea para fastidiamos.

Descolgó el teléfono.

—La Citanguette, señorita. ¡Rápido!

Por primera vez desde la mañana, Maigret estaba nervioso. El dueño, al otro lado del Sena, hablaba con Heurtin y probablemente le preguntaba qué quería tomar.

¿Acaso la primera preocupación del evadido de la Santé no sería la de ojear el diario que tenía al alcance de su mano?

—¿Oiga? Oiga, sí.

Dufour, al otro lado del río, se levantó y entró en la cabina.

—¡Cuidado! Han dejado un diario sobre la mesa. Hay que evitar a toda costa que lo lea.

—¿Qué debo…?

—¡Rápido! Acaba de sentarse. Tiene el periódico al alcance de la vista.

Maigret estaba de pie, crispado. Que Heurtin leyera el artículo significaba el fracaso del experimento para el que tan dificultosamente había obtenido permiso.

Ahora veía al preso, que se había dejado caer sobre el banco pegado a la pared y que, con los codos sobre la mesa, se sostenía la cabeza entre las manos.

El dueño le puso delante una copa.

Dufour estaba a punto de volver a la sala y apoderarse del periódico.

Lucas, aunque no estuviera al corriente de los detalles del caso, había adivinado algo y también se asomó a la ventana. Por un instante, el paso de un remolcador que había encendido sus luces blancas, verdes y rojas, y que comenzó a silbar enloquecidamente, les tapó la visión.

—¡Ya está! —gruñó Maigret en el momento en que, al otro lado, el inspector Dufour regresaba a la sala colectiva.

Heurtin, con un gesto negligente, había desdoblado el periódico. ¿Y si la información que le interesaba estaba en la primera página? ¿La vería inmediatamente?

Y Dufour, ¿tendría suficiente valor para atajar el peligro?

Detalle característico: el inspector, antes de intervenir, sintió la necesidad de volverse hacia el Sena y lanzar una mirada a la ventana en la que estaba instalado su jefe.

No parecía en absoluto el hombre adecuado, tan diminuto y aseado, en esa taberna invadida por rudos descargadores y obreros.

Sin embargo, se acercó a Heurtin y alargó la mano hacia el diario. Debía de decirle: «Lo siento, señor, es mío».

Los que estaban ante la barra se volvieron. El condenado dirigió a su interlocutor una mirada sorprendida.

Dufour insistía, intentaba apoderarse del periódico, se inclinaba. Lucas, al lado de Maigret, exclamó:

—¡Hum! ¡Hum!

¡Eso bastaba! En efecto, la escena no tardó en cambiar. Heurtin se había levantado, lentamente, como alguien que todavía no sabe qué se dispone a hacer.

Con la mano izquierda seguía agarrando el diario que el policía, por su parte, no soltaba.

Bruscamente, con la mano derecha, Heurtin asió un sifón que estaba en la mesa contigua y lanzó el recipiente de grueso vidrio sobre el cráneo del inspector.

Janvier estaba a menos de cincuenta metros, al borde del agua. Sin embargo, no oyó nada.

Dufour se tambaleó. Tropezó con el mostrador, donde partió dos vasos.

Tres hombres corrieron hacia Heurtin y otros dos sujetaron al inspector por los brazos.

Debía de haberse corrido la voz, porque Janvier dejó finalmente de contemplar los reflejos sobre el agua, volvió la cabeza en dirección a La Citanguette, se puso en marcha y, al cabo de pocos pasos, empezó a correr.

—¡Rápido! —ordenó Maigret a Lucas—. Ve a la taberna. Tal vez si tomas un taxi…

Lucas obedeció sin entusiasmo. Sabía que llegaría demasiado tarde.

El propio Janvier, que, no obstante, ya estaba allí…

El condenado se debatía y gritaba algo. ¿Acusaba a Dufour de ser de la policía?

En cualquier caso, le devolvieron por un instante la libertad de movimientos y lo aprovechó para golpear la bombilla eléctrica con el sifón, que no había soltado.

El comisario, con las dos manos crispadas en torno a la barandilla, no se movió. En el muelle, debajo de él, arrancó un taxi. En La Citanguette encendieron una cerilla, pero se apagó inmediatamente. Pese a la distancia, Maigret tuvo casi la certeza de que habían disparado un tiro.

Siguieron minutos interminables. El taxi, que ya había cruzado el puente, avanzaba con dificultad por el camino, lleno de gravilla, paralelo a la otra orilla del Sena.

Iba tan lento que, a doscientos metros de La Citanguette, el brigada Lucas saltó al suelo y echó a correr. ¿Acaso acababa de oír el disparo?

Un silbido estridente. Lucas o Janvier tal vez llamaban.

Y al otro lado, tras unos cristales sucios en los que unas letras anunciaban —faltaban una C y una A— «esta permitido traer comida», se encendió una vela e iluminó unas formas inclinadas sobre un cuerpo.

Pero la escena era confusa. Desde tan lejos y tan mal iluminadas, las siluetas eran irreconocibles.

Sin moverse de la ventana, Maigret telefoneó y habló con voz sorda.

—¡Oiga! ¿Comisaría de Grenelle?… Que unos hombres vayan inmediatamente en coche a La Citanguette. Y que detengan, si intenta huir, a un hombre alto, de cabeza grande y tez pálida. Avisen también a un médico.

Lucas ya había llegado. Su taxi, estacionado delante de una de las ventanas delanteras, ocultaba al comisario parte del local.

Subido a una silla, el dueño de la taberna colocó una bombilla eléctrica nueva y la violenta luz iluminó de nuevo la sala.

Sonó el teléfono.

—¡Oiga! ¿Es usted, comisario?… Aquí el juez Coméliau. Estoy en casa, sí. Tengo gente a cenar, pero necesitaba tranquilizarme.

Maigret callaba.

—¡Oiga! No corte. ¿Sigue ahí?

—Sí, sí.

—¿Cómo va todo?… Le oigo muy mal. ¿Ha leído la prensa de la noche? Todos comentan las revelaciones de Le Sifflet. Creo que convendría…

Janvier salió corriendo de La Citanguette y se dirigió a la derecha, hacia el solar envuelto en la oscuridad.

—Aparte de eso, ¿todo sigue bien?

—¡Todo sigue bien! —gritó Maigret colgando el teléfono.

Sudaba a mares. La pipa se le había caído al suelo y el tabaco incandescente comenzaba a chamuscar la alfombra.

—¡Oiga! Con La Citanguette, señorita.

—Acabo de pasarle la llamada.

—Quiero hablar de nuevo con La Citanguette, ¿me ha entendido bien?

Y comprobó, por un movimiento que se produjo en la taberna, que el timbre sonaba. El dueño quiso dirigirse al teléfono, pero Lucas se le adelantó.

—¿Sí, sí, comisario?

—¡Soy yo! —exclamó Maigret con voz cansada—. Se ha esfumado, ¿no?

—¡Sí, claro!

—¿Y Dufour?

—Creo que no es grave. Una herida en el cuero cabelludo, pero ni siquiera ha perdido el conocimiento.

—Está llegando la policía de Grenelle.

—No servirá de nada. Usted ya conoce el lugar: con tantos astilleros, materiales amontonados, patios de fábricas y después las callejas de Issy-les-Moulineaux…

—¿Disparos?

—Sí, ha sonado un tiro, pero no consigo saber quién ha disparado. Todos están atontados, pasmados, como si no entendieran lo que ha ocurrido.

Un coche giraba por un extremo del muelle; lo abandonaron dos agentes y luego, a unos cien metros de distancia, otros dos.

Cuatro agentes más se apearon delante de la taberna y uno de ellos rodeó el edificio para vigilar la segunda salida, de acuerdo con las reglas habituales.

—¿Qué quiere usted que haga? —preguntó Lucas tras un silencio.

—Nada. Organiza la persecución, por si acaso. Voy para ahí.

—Habría que llamar a un médico…

—Ya lo he hecho.

La telefonista, que también tenía a su cargo la recepción del hotel, se sobresaltó al ver una gran sombra delante de ella.

Maigret estaba tranquilo, frío, y tenía el rostro tan hermético que no parecía hecho de carne.

—¿Qué le debo?

—¿Se va?

—¿Qué le debo?

—Tengo que preguntárselo al gerente. ¿Cuántas llamadas ha hecho? Espere.

Cuando ella se levantó, el comisario la agarró del brazo, la obligó a sentarse de nuevo y dejó un billete de cien francos sobre el mostrador.

—¿Es suficiente?

—Creo que sí. Pero…

Se fue lanzando un suspiro; caminó lentamente a lo largo de la acera y cruzó el puente sin apresurarse en ningún momento.

Cuando se palpó los bolsillos para buscar la pipa, no la encontró, y sin duda lo interpretó como un mal presagio, porque en sus labios apareció una sonrisa amarga.

Alrededor de La Citanguette se habían parado algunos marineros, pero sólo mostraban una curiosidad relativa. La semana anterior, dos árabes se habían matado entre ellos en el mismo lugar. Y un mes antes habían sacado del agua, con la ayuda de un bichero, un saco que contenía unas piernas y un tronco de mujer.

Se veían los lujosos edificios de Auteil bordeando el horizonte de la otra orilla del Sena. Los vagones de un metro hacían estremecer un puente cercano.

Lloviznaba. Los agentes de uniforme iban y venían, proyectando a su alrededor el pálido círculo de las linternas.

En el bar, sólo Lucas seguía en pie. Los clientes que habían presenciado o participado en la pelea estaban sentados a lo largo de la pared.

Y el brigada iba de uno a otro examinando los documentos, seguido de todo tipo de miradas desagradables.

Dufour ya había sido trasladado a un coche de policía, que arrancó con la mayor suavidad posible.

Maigret no dijo nada. Con las manos en los bolsillos del abrigo, miró a su alrededor lentamente, con una mirada infinitamente pesada.

El dueño se acercó a él para darle explicaciones.

—Le juro, comisario, que cuando…

Maigret le indicó que se callara; se acercó a un árabe, lo examinó de pies a cabeza y la piel del hombre se volvió terrosa.

—¿Trabajas?

—En la Citroën, sí. Yo…

—¿Cuándo caducó tu permiso de residencia?

Y Maigret hizo una seña a un agente que significaba: «¡Lléveselo!».

—¡Comisario! —gritó el árabe mientras lo empujaban hacia la puerta—. Se lo explicaré. ¡Yo no he hecho nada!

Maigret ya no lo escuchaba. Un polaco también tenía algunos documentos caducados.

—¡Lléveselo!

Eso era todo. En el suelo estaba el revólver de Dufour, con un cartucho vacío, y los restos del sifón y de la bombilla eléctrica. Sobre el diario, roto, había dos manchas de sangre.

—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Lucas, que había terminado el examen de los documentos.

—Déjalos ir.

Janvier regresó al cabo de un cuarto de hora. Encontró a Maigret desplomado en un rincón de la taberna, en compañía del brigada Lucas. Volvía salpicado de barro y con manchas oscuras en el impermeable.

No necesitó decir nada. Se sentó al lado de los otros dos.

Y Maigret, que parecía estar pensando en cualquier cosa menos en lo ocurrido, mirando vagamente el mostrador, detrás del cual se veía al dueño con expresión humilde y contrita, articuló:

—Ron. —Una vez más, buscó la pipa en sus bolsillos—. Dame un cigarrillo —le dijo a Janvier suspirando.

Éste se sintió obligado a decir algo. Pero se conmovió tanto al ver encogerse de hombros a su jefe que sólo pudo resoplar apartando la cabeza.

En su piso del Champ-de-Mars, el juez Coméliau presidía una cena de veinte comensales a la que seguiría una bacanal íntima.

En cuanto al inspector Dufour, estaba tendido sobre la mesa de acero de un médico de Grenelle que, mientras se ponía la bata blanca, vigilaba la esterilización de sus instrumentos.

—¿Usted cree que luego se notará? —preguntaba el policía que, por su postura, sólo divisaba el techo—. El cráneo no está roto, ¿verdad?

—¡Claro que no! ¡Claro que no! Unos cuantos puntos de sutura…

—… ¿y volverá a crecer el pelo? ¿Está usted seguro?

El doctor, con las pinzas relucientes en la mano, indicó a su ayudante que sujetara firmemente al paciente, y éste sofocó un grito de dolor.