Eran las once cuando Maigret, después de una breve entrevista con el juez Coméliau, quien no acababa de tranquilizarse, llegó a Auteil.
El tiempo era gris, el empedrado de la calle estaba sucio, y el cielo, muy bajo, casi a la altura de los tejados.
A lo largo del muelle que el comisario recorría se alineaban edificios señoriales, mientras en la otra orilla empezaba a asomar un decorado de suburbio: fábricas, solares, muelles de descarga atestados de materiales amontonados…
Entre esos dos ambientes, el Sena, de un color gris plomizo, agitado por el vaivén de los remolcadores.
No le fue difícil descubrir La Citanguette, incluso de lejos, porque la casa, solitaria, se alzaba en medio de un terreno donde se acumulaba de todo: montones de ladrillos, viejos chasis de coches, cartones embreados e incluso raíles de ferrocarril.
La edificación, de dos plantas y pintada de un rojo espantoso, tenía una terraza con tres mesas y el típico toldo con las palabras: «Vinos-bocadillos».
Unos descargadores —que al parecer habían cargado cemento porque estaban cubiertos de un polvillo claro—, al salir, en el umbral, estrecharon la mano de un hombre con delantal azul, el dueño de la taberna, y después se dirigieron sin prisas hacia una gabarra amarrada en el muelle.
Maigret tenía aspecto cansado y la mirada apagada, pero no se debía a que acabara de pasar la noche en vela.
Era característico en él abandonarse de ese modo, relajarse cada vez que, después de perseguir enconadamente un objetivo, lo tenía por fin al alcance de la mano.
Sentía cierto hastío, contra el cual no reaccionaba.
Justo frente a La Citanguette descubrió un hotel, entró y se dirigió al mostrador de recepción.
—Querría una habitación que diera al muelle.
—¿Por meses?
Se encogió de hombros. No era el momento más oportuno para contrariarlo.
—¡Por el tiempo que me parezca! Policía Judicial.
—No tenemos nada libre.
—Muy bien. Entrégueme su registro.
—Bueno, espere. Llamaré al empleado del piso para ver si la dieciocho…
—¡Imbécil! —gruñó Maigret entre dientes.
Le dieron la habitación, evidentemente. Era un hotel de lujo. El mozo preguntó:
—¿Hay que recoger el equipaje?
—En absoluto. Sólo necesito unos prismáticos, tráigamelos.
—Pero… No sé si…
—¡Vamos! Ve a buscar unos prismáticos donde sea.
Se quitó el abrigo dando un suspiro, abrió la ventana y llenó una pipa. Antes de cinco minutos le trajeron unos gemelos de nácar.
—Son de la directora del hotel. Le pide por favor que…
—¡De acuerdo! ¡Lárgate!
Ya conocía la fachada de La Citanguette en sus más mínimos detalles.
Por una ventana abierta de la primera planta se veía una cama sin hacer, con un enorme edredón colorado puesto a un lado y unas pantuflas de felpa sobre una piel de cordero.
«¡La habitación del dueño!».
Al lado, una ventana cerrada. A continuación una tercera, abierta, en cuyo marco se peinaba una mujer en blusa.
«La dueña. O la sirvienta».
Abajo, el propietario limpiaba las mesas. En una de ellas, delante de una botella de vino tinto, estaba instalado el inspector Dufour.
Era evidente que los dos hombres hablaban.
Más lejos, al borde del muelle de piedra, un joven rubio, con impermeable y una gorra gris, parecía vigilar la descarga de la gabarra de cemento.
Se trataba del inspector Janvier, uno de los más jóvenes agentes de la Policía Judicial.
En su habitación, el comisario se dirigió a la cabecera de la cama, donde había un teléfono, y lo descolgó.
—¿Recepción?
—¿Desea algo?
—Póngame con la taberna que está en la otra orilla y que se llama La Citanguette.
—¡Muy bien! —dijo una voz afectada.
Tardaron. Por la ventana Maigret vio finalmente cómo el dueño soltaba su trapo y se dirigía a una puerta. Después sonó el timbre de la habitación.
—Tiene el número que ha pedido.
—¡Oiga! ¿La Citanguette? ¿Quiere avisar al cliente que está en su establecimiento?… ¡Sí! No hay error posible porque sólo hay uno.
Y vio cómo el dueño, asombrado, se dirigía a Dufour, que entró en la cabina.
—¿Eres tú?
—¿Es usted, jefe?
—Estoy enfrente, en el hotel que se ve desde la cabina. ¿Qué hace nuestro hombre?
—Duerme.
—¿Lo has visto?
—Hace un momento pegué la oreja a la puerta y lo oí roncar. Así que entreabrí la puerta y lo observé: está acurrucado en la cama, completamente vestido.
—¿Estás seguro de que el dueño no le ha avisado?
—¡Tiene demasiado miedo de la policía! Hace algún tiempo tuvo problemas. Lo amenazaron con quitarle el permiso, de modo que obedece.
—¿Cuántas salidas hay?
—Dos: la entrada principal y una puerta que da a un patio. Desde su puesto, Janvier vigila esa salida.
—¿No ha subido nadie al piso?
—No. Y nadie puede hacerlo sin pasar junto a mí, porque la escalera está en la misma taberna, detrás de la barra.
—Muy bien. Come ahí, ¡te llamaré dentro de un rato! Procura tener el aspecto del empleado de un armador.
Maigret colgó, arrastró un sillón hasta la ventana abierta, sintió frío y descolgó el abrigo para cubrirse con él.
—¿Ha terminado? —preguntó la telefonista del hotel.
—¡He terminado, sí! Que me suban cerveza. ¡Y picadura!
—No tenemos tabaco.
—Muy bien, que salgan a comprarlo.
A las tres de la tarde seguía en el mismo lugar, con los gemelos sobre las rodillas y un vaso vacío al alcance de la mano; a pesar de la ventana abierta, un fuerte olor a pipa reinaba en la habitación.
Había tirado al suelo los diarios de la mañana, cuyos titulares, de acuerdo con el comunicado de la policía, anunciaban:
UN CONDENADO A MUERTE SE EVADE DE LA SANTE.
Maigret, de vez en cuando, se encogía de hombros y cruzaba y descruzaba las piernas.
A las tres y media lo llamaron de La Citanguette.
—¿Hay novedades? —preguntó.
—No. El hombre sigue durmiendo.
—¿Qué pasa, entonces?
—Me llaman del Quai des Orfévres para preguntarme dónde está usted. Parece que el juez de instrucción necesita hablar inmediatamente con usted.
Esta vez Maigret no se encogió de hombros, sino que soltó una palabrota, colgó y llamó a la telefonista.
—Con el Palacio de Justicia, señorita. Es urgente.
¡Sabía perfectamente lo que Monsieur Coméliau iba a decirle!
—¡Sí! ¿Es usted, comisario? ¡Al fin! Nadie sabía decirme dónde estaba. Pero en el Quai des Orfévres me han informado que había colocado agentes en La Citanguette, y he hecho llamar allí.
—¿Qué ocurre?
—En primer lugar, ¿qué novedades hay?
—¡Absolutamente ninguna! El hombre duerme.
—¿Está usted seguro? ¿No se ha escapado?
—Exagerando sólo un poquito, le diré que ahora mismo lo estoy viendo dormir.
—¿Sabe que empiezo a lamentarme de…?
—… ¿haberme hecho caso? ¡Pero si hasta el ministro de Justicia está de acuerdo!
—Espere. La prensa de la mañana ha publicado su comunicado.
—Ya lo he visto.
—¿Ha leído también los diarios del mediodía? ¿No? Intente comprar Le Sifflet. Ya sé que es un periodicucho que se dedica a hacer chantajes, pero de todos modos… No suelte el teléfono. ¿Sigue usted ahí? Se lo leeré. Es una noticia de Le Sifflet, titulada Razón de Estado, ¿me oye, Maigret? Dice así:
»La prensa de esta mañana publica un comunicado oficioso anunciando que Joseph Heurtin, condenado a muerte por el tribunal del Sena y, en espera de la ejecución, encarcelado en la Santé, en el sector de Máxima Seguridad, se ha evadido en circunstancias inexplicables.
»Podemos añadir que tales circunstancias no son inexplicables para todo el mundo.
»En efecto, Joseph Heurtin no se ha evadido, sino que ha sido obligado a evadirse. Y ello la víspera de su ejecución.
»Todavía no podemos dar detalles sobre la estúpida comedia que se representó la pasada noche en la Santé, pero afirmamos que la propia policía, de acuerdo con las autoridades judiciales, está detrás del simulacro de evasión.
»¿Acaso Joseph Heurtin lo sabe?
»Si no es así, no encontramos palabras para calificar esta operación casi única en los anales criminales».
Maigret escuchó hasta el final sin inmutarse. La voz del juez, al otro extremo del hilo, se volvió menos firme.
—¿Qué le parece?
—Que eso demuestra que tengo razón. Le Sifflet no lo ha descubierto por sí solo. Y tampoco se lo ha contado ninguno de los seis funcionarios que conocían el secreto. Es…
—¿Es qué?
—Se lo diré esta noche. ¡Todo marcha bien, Monsieur Coméliau!
—¿Está seguro? ¿Y si los demás periódicos recogen esta información?
—Será un escándalo.
—Magnífico.
—¿Acaso la cabeza de un hombre no vale un escándalo?
Cinco minutos después llamaba a la Prefectura.
—¿El brigada Lucas? ¡Escucha, amigo mío! Tienes que presentarte en la redacción de Le Sifflet, Rue Montmartre. Presiona al director. ¡Si es necesario, llega a la intimidación! Hay que averiguar de dónde han sacado la información con respecto a la evasión de la Santé. Pondría la mano en el fuego a que esta mañana han recibido una carta o un mensaje por pneumatique. Consigue el escrito y tráemelo aquí, ¿de acuerdo?
La telefonista preguntó:
—¿Ha terminado?
—¡No, señorita! Póngame en seguida con La Citanguette.
El inspector Dufour le repetía al poco:
—¡Sigue durmiendo! Hace un momento, pasé un cuarto de hora con la oreja pegada a su puerta. Y lo oí gemir en una pesadilla: «¡Mamá!».
Mientras enfocaba sus gemelos sobre la ventana cerrada, en la primera planta de La Citanguette, Maigret podía imaginarse al durmiente con tanta claridad y realismo como si se hallara a su cabecera.
Y, sin embargo, lo conocía sólo desde el mes de julio, el día en que, apenas cuarenta y ocho horas después del crimen de Saint-Cloud, le había puesto la mano sobre el hombro murmurando: «¡Ni el menor escándalo! ¡Sígueme!».
Eso había ocurrido en un modesto hotel de la Rue Monsieur-le-Prince, en el que Joseph Heurtin ocupaba una habitación en el sexto piso.
«Un joven ordenado, tranquilo y trabajador», dijo la encargada del hotel. «Aunque a veces tiene un aire un tanto extraño».
«¿No recibía a nadie?».
«¡A nadie! Y jamás, salvo en los últimos tiempos, volvía después de medianoche».
«¿Y en los últimos tiempos?».
«Regresó al hotel más tarde de lo usual dos o tres veces. Una vez, el miércoles, le abrí la puerta poco antes de las cuatro de la madrugada».
El miércoles en cuestión fue el día en que se cometió el crimen de Saint-Cloud. Y los médicos forenses afirmaban que la muerte de las dos mujeres se había producido aproximadamente a las dos de la madrugada.
Además, ¿no poseían pruebas fehacientes de la culpabilidad de Heurtin? Esas pruebas, en su mayoría, habían sido descubiertas por el propio Maigret.
La mansión se alzaba junto a la carretera de Saint-Germain, a un kilómetro escaso del local Pavillon Bleu. A medianoche Heurtin había entrado en este establecimiento, a solas, y se había tomado cuatro ponches. Al pagar se le cayó del bolsillo un billete de ida, de tercera clase, París-Saint-Cloud.
Mistress Henderson, viuda de un diplomático estadounidense relacionado con las grandes familias del mundo de las finanzas, vivía sola en la mansión, cuya planta baja había dejado de utilizar desde la muerte de su marido.
Sólo tenía una doncella, más dama de compañía que sirvienta, llamada Elise Chatrier, una francesa que había pasado su infancia en Inglaterra, donde había recibido una excelente educación.
Dos veces por semana, un jardinero de Saint-Cloud acudía a la mansión para ocuparse del jardín que la rodeaba.
La mujer recibía escasas visitas. Muy de vez en cuando, las de William Crosby, sobrino de la anciana, acompañado de su mujer.
Aquella noche de julio —era el día 7— los coches circulaban como de costumbre por la carretera que lleva a Deauville.
A la una de la madrugada, el Pavillon Bleu y los demás locales, restaurantes y salas de baile, cerraron sus puertas.
Un automovilista declaró que, hacia las dos y media, había visto luz en el primer piso de la mansión y unas sombras que se movían de manera extraña.
A las seis de mañana llegó el jardinero, porque era su día de trabajo. Tenía la costumbre de empujar la verja sin hacer ruido y, a las ocho, Elise Chatrier lo llamaba para servirle el desayuno.
Pues bien, ese día, a las ocho nadie llamó al jardinero. A las nueve, las puertas de la mansión seguían cerradas. Preocupado, el hombre llamó y, al no obtener respuesta, corrió a avisar al agente apostado en la encrucijada más próxima.
Poco después se descubría la tragedia. En el dormitorio de Mistress Henderson apareció el cadáver de la anciana tendido en la alfombra, con el camisón ensangrentado y el pecho traspasado por una decena de cuchilladas.
Elise Chatrier, que dormía en la habitación contigua a petición de su señora —pues ésta temía necesitarla durante la noche—, había sufrido idéntica suerte.
Un doble y brutal asesinato, lo que la policía denomina un crimen vesánico en todo su horror.
Y huellas en todas partes: pisadas, huellas sangrantes de dedos en las cortinas…
Siguieron las diligencias habituales: comparecencia del juez, llegada de los expertos de Identidad Judicial, análisis múltiples, autopsias…
A Maigret le correspondió dirigir la investigación policial y no tardó dos días en dar con la pista de Heurtin.
¡Estaba tan claramente trazada! Los pasillos de la mansión carecían de alfombras y el parquet estaba encerado.
Bastaron algunas fotografías para descubrir unas pisadas de excepcional nitidez.
Se trataba de unos zapatos de suelas de goma, muy nuevos. A fin de evitar que la goma resbalara en tiempo de lluvia, estaba estriada de una manera especial, y en el centro aún podía leerse el nombre del fabricante y el número.
Horas después Maigret entraba en una zapatería del Boulevard Raspail y descubría que en el curso de las dos últimas semanas sólo habían vendido un par de zapatos de ese tipo y de ese número, el 44.
«Los compró un repartidor que llegó con su bicicleta de reparto. Se le ve a menudo por el barrio».
Al cabo de unas horas el comisario interrogaba a Monsieur Gérardier, dueño de una floristería de la Rue de Sèvres, y encontraba los célebres zapatos en los pies de su repartidor, Joseph Heurtin.
Sólo restaba comparar las huellas dactilares. El análisis se efectuó en los locales de Identidad Judicial, en el Palacio de Justicia.
Los expertos, con sus instrumentos en la mano, comenzaron a trabajar, y la conclusión fue inmediata: «¡Es él!».
«¿Por qué lo hiciste?».
«¡Yo no he matado a nadie!».
«¿Quién te dio la dirección de Mistress Henderson?».
«¡Yo no he matado a nadie!».
«¿Para qué fuiste a la mansión a las dos de la madrugada?».
«¡No lo sé!».
«¿Cómo regresaste de Saint-Cloud?».
«¡Yo no regresé de Saint-Cloud!».
Su enorme cabeza, terriblemente deformada, tenía un color macilento, y los párpados enrojecidos, como si no hubiera dormido en varios días.
En la habitación de su hotel, en la Rue Monsieur-le-Prince, se descubrió un pañuelo ensangrentado, y los químicos, tras afirmar que se trataba de sangre humana, averiguaron que se correspondía con la de Mistress Henderson.
«Yo no he asesinado a nadie».
«¿A qué abogado va a designar?».
«No quiero abogado».
Le señalaron a uno de oficio, Monsieur Joly, que tenía sólo treinta años y que se movió desesperadamente.
Los psiquiatras tuvieron a Heurtin en observación durante siete días y declararon:
«Realmente, no es un degenerado. Pese a su depresión actual, debida a una violenta conmoción nerviosa, este hombre es responsable de sus actos».
Estaban en período de vacaciones. Una investigación reclamó la presencia de Maigret en Deauville. Al juez de instrucción, Coméliau, el caso le pareció bastante claro, y el tribunal se pronunció en sentido afirmativo.
Pese a todo, Heurtin no había robado nada y no parecía tener motivos para desear la muerte de Mistress Henderson ni de su doncella.
Maigret había investigado a conciencia la vida de Heurtin. La conocía, en sus aspectos materiales y morales, a todas las edades.
Había nacido en Melun; su padre era camarero en el Hôtel de la Seine, y su madre, lavandera.
Tres años después sus padres arrendaron una taberna cerca de la Maison Centrale; las cosas les fueron mal y acabaron por abrir una fonda en Nandy, en Seine-et-Marne.
Joseph Heurtin tenía seis años cuando nació su hermana Odette.
Maigret, entre otros documentos, poseía una fotografía en la que se veía a Heurtin en traje de marinero, en cuclillas delante de una piel de oso donde estaba tendida su hermanita, pataleando con brazos y piernas, muy rolliza.
A los trece años Heurtin cuidaba los caballos y ayudaba a su padre a servir a los clientes.
A los diecisiete trabajaba de camarero en un elegante hotel de Fontainebleau.
A los veintiuno, terminado el servicio militar, llegó a París, se instaló en la Rue Monsieur-le-Prince y se convirtió en recadero de Monsieur Gérardier.
«Leía mucho», había dicho Monsieur Gérardier.
«¡Su única distracción consistía en ir al cine!», afirmaba su patrona.
¡Pero nada relacionaba a Heurtin con la mansión de Saint-Cloud!
«¿Estuviste antes en Saint-Cloud?».
«Jamás».
«¿Qué hacías los domingos?».
«¡Leía!».
Mistress Henderson no era clienta del florista. Nada. Su mansión no tenía por qué atraer, más que cualquier otra, a unos ladrones. Y, además, ¡no habían robado nada!
«¿Por qué no hablas?».
«No tengo nada que decir».
Durante un mes Maigret estuvo trabajando en Deauville, tras la pista de una banda de estafadores internacionales.
En septiembre, había ido a visitar a Heurtin a su celda.
Y se encontró ante un hombre destrozado.
«No sé nada. Yo no he matado a nadie».
«Sin embargo, estabas en Saint-Cloud».
«¡Quiero que me dejen en paz!».
«¡Asunto banal!», había dictaminado el Tribunal. «Lo reservaremos para el inicio de la temporada».
Y el 1 de octubre Heurtin inauguraba la sala de lo criminal.
El abogado, Joly, sólo había encontrado un sistema de defensa: exigir un informe médico sobre el estado mental de su cliente. Y el médico propuesto por él había declarado: «Responsabilidad atenuada».
A lo que el fiscal había replicado:
«¡Crimen de un profesional! Si Heurtin no ha robado nada, es porque alguna circunstancia se lo impidió. ¡Asestó un total de dieciocho cuchilladas!».
Distribuyó fotografías de las víctimas, que los magistrados rechazaron con repugnancia.
«¡Decididamente, culpable!».
¡Muerte! Al día siguiente Joseph Heurtin fue trasladado a la zona de Máxima Seguridad en compañía de otros cuatro condenados a muerte.
«¿No tienes nada que decirme?», había acabado por preguntarle Maigret, que no se sentía satisfecho.
«Nada».
«¿Sabes que van a ejecutarte?».
Y Heurtin lloraba, con la cara siempre muy pálida y los ojos enrojecidos.
«¿Quién es tu cómplice?».
«No tengo».
Maigret fue a verlo cada día, aunque oficialmente ya no tenía derecho a ocuparse del caso.
En cada ocasión, encontró a un Heurtin deshecho pero tranquilo, que no temblaba y en cuyas pupilas asomaba a veces cierta ironía.
Así siguió todo, hasta la madrugada en que el preso oyó unos pasos en la celda vecina, seguidos de unos gritos desgarradores. Venían a buscar al de la 9, un parricida, para conducirlo al cadalso.
A la mañana siguiente, Heurtin, convertido en el «preso número 11», sollozaba. Pero no habló. Se limitó a chasquear con los dientes, tendido por completo en su litera, con la cara vuelta hacia la pared.
Cuando a Maigret se le metía una idea en la cabeza, echaba raíces en ella.
«Este hombre está loco o es inocente», se decidió a asegurar al juez Coméliau.
«¡No puede hacerse nada, ya ha sido juzgado!».
Maigret, con su metro ochenta de estatura, vigoroso y fornido como un cargador de Les Halles, insistió.
«Recuerde que no se consiguió establecer de qué manera regresó de Saint-Cloud a París. Está demostrado que no tomó el tren, no tomó el tranvía, ¡y tampoco volvió a pie!».
Soportó las bromas.
«¿Quiere intentar un experimento?», aventuró.
«¡Hay que pedir permiso al Ministerio!».
Y Maigret, insistente y testarudo, siguió adelante. Él mismo redactó la nota en la que ofrecía al condenado el plan de su huida.
«¡Escúcheme! O tiene unos cómplices, y creerá que esta nota procede de ellos, o no los tiene y desconfiará, adivinando una trampa. Yo me responsabilizo. Le juro que no se nos escapará».
Había que ver la cara ancha, plácida y, sin embargo, enérgica del comisario.
Tardó tres días en convencer a los demás. Removió el fantasma del error judicial y del escándalo que, tarde o temprano, estallaría.
«¡Pero si lo ha detenido usted mismo!».
«Porque, como funcionario de policía, estoy obligado a sacar las conclusiones lógicas de las pruebas materiales».
«¿Y como hombre?».
«Espero las pruebas morales».
«¿Y eso significa que…?».
«… o está loco o es inocente».
«¿Por qué no habla?».
«El experimento que le propongo nos lo dirá».
Hubo llamadas telefónicas, conversaciones.
«Se está jugando su carrera, comisario. ¡Medítelo!».
«Ya está decidido».
Hicieron llegar la nota al preso, que no la mostró a nadie y que, durante los tres últimos días, comió con mayor apetito.
«¡Eso quiere decir que no le sorprende!», afirmó Maigret. «Que esperaba algo parecido. Por lo tanto, tiene cómplices que quizá le hayan prometido la libertad».
«A no ser que se haga el idiota y, apenas salga de la cárcel, se le escape de entre los dedos. Recuerde su carrera, comisario».
«También está en juego la cabeza de Heurtin».
Maigret se hallaba ahora arrellanado en una butaca de cuero, delante de la ventana, en la habitación de un hotel. De vez en cuando enfocaba sus gemelos sobre La Citanguette, donde entraban descargadores para tomar una copa.
El inspector Janvier, en el muelle, cansado de esperar, intentaba adoptar un aspecto relajado.
Dufour —Maigret había visto estos detalles— había comido una morcilla acompañada de puré de patatas y tomaba ahora un calvados.
La ventana de la habitación seguía cerrada.
—Póngame con La Citanguette, señorita.
—La línea está ocupada.
—¡Me da igual! ¡Interrúmpala! —Y al instante—: ¿Eres tú, Dufour?
El inspector fue lacónico:
—¡Sigue durmiendo!
Llamaban a la puerta. El brigada Lucas entró tosiendo, tan densa era la humareda que llenaba la habitación.