Capítulo 11

El miedo

Su voz baja y rápida contrastó con el discurso apasionado del marino que le miraba de reojo.

—Primero una palabra sobre Emma, señores. Se entera de que han detenido a su novio. No recibe noticias de él. Un día, por una causa fútil, pierde su puesto y se hace recepcionista en el Hotel del Almirante. Es una pobre chica, que no tiene dónde agarrarse. Los hombres le hacen la corte como los ricos hacen la corte a una criada. Han pasado así dos años, tres años. Ignora que Michoux es culpable. Se reúne con él, una noche, en su habitación. Y el tiempo sigue pasando, la vida sigue su ritmo. Michoux tiene otras amantes. De vez en cuando, se le ocurre dormir en el hotel. O bien, cuando su madre está fuera, hace llevar a Emma a su casa. Amores sin amor.

Y la vida de Emma no tiene alicientes, no es una heroína. Guarda en una caja de conchas una carta, una foto, pero no es más que un antiguo sueño que palidece cada día más.

»No sabe que León acaba de volver.

»No reconoce al perro amarillo que ronda a su alrededor y que tenía cuatro meses cuando zarpó el barco.

»Una noche, Michoux le dicta una carta, sin decirle a quien va destinada. Se trata de dar una cita a alguien en una casa deshabitada, a las once de la noche.

»Ella escribe, ¿comprende? León Le Glérec no se ha equivocado. ¡Michoux tiene miedo! Se da cuenta que su vida está en peligro. Quiere suprimir al enemigo que le acecha.

»¡Pero es un cobarde! ¡Ha sentido la necesidad de decírmelo él mismo! Se escondería tras una puerta, en un pasillo, después de haber hecho llegar la carta a su víctima atada con un cordel al cuello del perro.

»¿Se fiaría León? ¿No querría ver a pesar de todo a su antigua novia? En el momento en que llamase a la puerta, bastaría con disparar a través del buzón y luego huir por la callejuela. ¡Y el crimen sería un misterio, pues nadie reconocería a la víctima!

»Pero León desconfía. Tal vez anda rondando por la plaza. ¿Tal vez iba a decidirse a acudir a la cita? El azar quiere que el señor Mostaguen salga en ese momento del café, algo bebido, que se pare en el portal para encender su cigarrillo. Su equilibrio es inestable. Golpea la puerta. Es la señal. Una bala le alcanza en pleno vientre.

»Ya está el primer asunto. Michoux falla el golpe. Vuelve a su casa. Goyard y Le Pommeret, que están al corriente y que tienen el mismo interés en la desaparición del que les amenaza a los tres, están aterrorizados.

»Emma ha comprendido el juego que le habían hecho representar. Tal vez ha visto a León. Tal vez ha estado pensando y por fin ha reconocido al perro amarillo.

»Al día siguiente, llego yo. Veo a los tres hombres. Noto su terror. ¡Esperan un drama! E intento saber de dónde creen que venía el disparo. Me aseguro de no equivocarme.

»Y fui yo el que torpemente envenenó una botella de aperitivo. Estoy dispuesto a intervenir en el caso en que alguno hubiese bebido. ¡Pero no! ¡Michoux está alerta! Michoux desconfía de todo, de la gente que pasa, de lo que bebe. ¡Ni siquiera se atreve a salir del hotel!

Emma se había quedado fija, con una inmovilidad que no se hubiese podido encontrar una imagen más perfecta del estupor. Y Michoux había levantado la cabeza para mirar a Maigret a los ojos. Ahora, escribía de una manera febril.

—¡Ya está aclarado el segundo drama, señor alcalde!

»Y nuestro trío sigue viviendo y sigue teniendo miedo. Goyard es el más impresionable de los tres, sin duda, es también el menos bribón. Esta historia del envenenamiento le saca fuera de sí. Piensa que un día u otro le tocará a él. Sabe que yo estoy en la pista. Y decide huir. Huir sin dejar huellas. Huir sin que puedan acusarle de haber huido. Finge una agresión, hace creer que ha muerto y que han echado su cuerpo al agua.

»Antes, la curiosidad le empuja a olfatear por el hotel de Michoux, tal vez buscando a León y para proponerle la paz. Encuentra las huellas del paso de la bestia. Comprende que yo no tardaré en encontrar estas huellas.

»¡Pues es periodista! Sabe además lo impresionable que es la multitud. Sabe que mientras León viva no estará seguro en ninguna parte. Y se le ocurre una idea verdaderamente genial: el artículo, escrito con la mano izquierda y enviado a El Faro de Brest.

»Se habla del perro amarillo, del vagabundo. Cada frase está calculada para sembrar el terror en Concarneau. Y de ese modo, queda la posibilidad de que, si alguien encuentra al hombre de los grandes pies, le dispare un balazo en el pecho.

»¡Y estuvo a punto de ocurrir! Empezaron por disparar al perro. ¡Del mismo modo habrían disparado al hombre! Una multitud alocada es capaz de todo.

»En efecto, el domingo, el terror reina en el pueblo. Michoux no abandona el hotel. Está enfermo de miedo. Pero está decidido a defenderse hasta el final, por todos los medios.

»Le dejo solo con Le Pommeret. Ignoro lo que pasaría entonces entre ellos dos. Goyard ha huido. Le Pommeret, que pertenece a una honorable familia de la comarca, debe de tener la tentación de llamar a la policía, de revelarlo todo antes de seguir viviendo semejante pesadilla. ¿Qué arriesga? ¡Una multa! ¡Una temporada de cárcel! ¡Apenas! El delito principal se cometió en América.

»Y Michoux, que le siente desfallecer, que tiene en su conciencia el crimen de Mostaguen, que quiere salir le cueste lo que le cueste por sus propios medios, no duda en envenenarle.

»Emma está allí. ¿No sospecharían de ella?

»Quisiera hablarle durante más tiempo del miedo, porque ha sido la base de todo el drama. Michoux tiene miedo. Michoux quiere vencer a su miedo más que a su enemigo.

»Conoce a León Le Glérec. Sabe que éste no se dejará detener sin oponer resistencia. Y cuenta con una bala que disparen los policías o algún habitante asustando para acabar con él.

»No se mueve de aquí. Yo recojo al perro herido, moribundo. Quiero saber si el vagabundo vendrá a buscarlo, y viene.

»Desde entonces no se ha vuelto a ver al animal, lo cual me prueba que ha muerto.

—Sí.

—¿Lo ha enterrado?

—En el Cabélou. Hay una crucecita, hecha con dos ramas de abeto.

—La policía encuentra a León Le Glérec. Éste se escapa, porqué la única idea que tiene es la de forzar a Michoux a que le ataque. Lo ha dicho: quiere verle en la cárcel. Mi deber es impedir que un nuevo drama ocurra y por eso detengo a Michoux, afirmándole que es para protegerle. No es una mentira. Pero, al mismo tiempo, impido a Michoux que cometa otros crímenes. En el estado en que está es capaz de todo. Se siente acosado por todas partes.

»Lo que no quita que aún se sienta capaz de representar una comedia, de hablarme de su débil constitución, de hablarme de una antigua predicción inventada por completo.

»Lo que necesita es que alguien se decida a matar a su enemigo.

»Sabe que pueden sospechar de él en todo lo sucedido hasta ese momento. Solo, en esta celda, se rompe la cabeza.

»¿No hay un medio de desviar esas sospechas? ¿Que se cometa un nuevo crimen, mientras que él está encerrado, que tiene la mejor de todas las coartadas?

»Su madre viene a verle. Lo sabe todo. No tienen que sospechar de ella y debe tener cuidado de que nadie la siga. ¡Tiene que salvarle!

»Cenará en casa del alcalde. Hará que la acompañen a su hotel donde dejará la luz encendida toda la noche. Vuelve andando al pueblo. ¿Duerme todo el mundo? Excepto en el café del Almirante. Basta con esperar a que salga alguien y esperarle en una esquina.

»Y para impedirle que corra, apunta a la pierna.

»Este crimen, totalmente inútil, es la peor de las acusaciones contra Michoux, si no tuviésemos ya otras. Por la mañana, cuando llego aquí, está febril. No sabe que Goyard ha sido detenido en París. Sobre todo ignora que en el momento en que se hizo el disparo que alcanzó al carabinero, yo tenía ante mi vista al vagabundo.

»Pues León, perseguido por la policía, se quedó en la manzana de casas. Tiene prisa por acabar. No quiere alejarse de Michoux.

»Duerme en una habitación de la casa vacía. Desde su ventana, Emma le ve. Y va a reunirse con él. Le asegura que no es culpable. Se echa a sus pies.

»Es la primera vez que la ve frente a frente, la primera vez que oye de nuevo su voz. Ha sido de otro, de otros.

»¿Pero no ha vivido él demasiado? Se le parte el corazón. La coge brutalmente como para pegarla, pero la besa.

»Ya no está solo. Ya no es un hombre con una sola idea, un solo fin. Llorando, ella le ha hablado de la posible felicidad, de una vida nueva.

»Y se marchan los dos, sin una perra, en la noche. ¡Van a cualquier parte! Dejan a Michoux abandonado con su terror.

»Tratarán de ser felices en otra parte.

Maigret llenó su pipa, lentamente, mirando una a una a todas las personas allí presentes.

—Le pido excusas, señor alcalde, por no haberle tenido al corriente de la investigación. Pero, cuando llegué aquí, tuve la certeza de que el drama no había hecho más que empezar. Para conocer los hilos que lo unían, tenía de dejarle desarrollar evitando lo más posible los daños. Le Pommeret ha muerto, asesinado por su cómplice. Pero, tal y como le vi, estoy convencido de que se hubiese matado él mismo el día de su detención. Un carabinero ha recibido una bala en la pierna. Dentro de ocho días ya no tendrá nada. Por el contrario, puedo firmar ahora mismo una orden de arresto contra el doctor Ernest Michoux por tentativa de asesinato y heridas causadas al señor Mostaguen, y por envenenamiento premeditado de su amigo Le Pommeret. Otra orden de arresto contra la señora Michoux por agresión nocturna. En cuanto a Jean Goyard, llamado Servières, creo que no puede ser perseguido más que por ultraje a la magistratura, por la comedia que ha representado.

Fue el único incidente cómico. ¡Un suspiro! Un suspiro feliz lanzado por el periodista regordete. Y tuvo el descaro de decir:

—Supongo que en ese caso puedo quedar en libertad bajo fianza. Estoy dispuesto a entregar cincuenta mil francos.

—De eso se ocupará el Ministerio fiscal, señor Goyard.

La señora Michoux estaba hundida en su silla, pero su hijo tenía más fuerza que ella.

—¿No tiene nada que añadir? —le preguntó Maigret.

—Contestaré en presencia de mi abogado. Mientras tanto, me reservo mi opinión sobre la legalidad de esta confrontación.

Y estiraba su cuello de pollo delgado donde sobresalía una nuez amarillenta. Su nariz parecía más torcida que de costumbre. No había soltado el carnet en el que había cogido notas.

—¿Y estos dos? —murmuró el alcalde al levantarse.

—No tengo nada de que acusarlos. León Le Glérec ha confesado que su único fin era hacer que Michoux le disparase. Para eso, sólo ha hecho que le vea. No hay ninguna ley que…

—A menos que se le acuse de vagabundear —intervino el teniente.

Pero el comisario se encogió de hombros de un modo que el otro se sonrojó por su sugerencia.

* * *

Aunque ya hacía tiempo que había pasado la hora de la comida, había una gran multitud fuera y el alcalde consintió en prestar su coche, cuyas cortinas cerraban casi herméticamente.

Emma fue la primera en subir, luego León Le Glérec, y por último Maigret que se sentó al lado de la joven en el asiento de atrás, mientras que el marino se sentó torpemente en un traspuntín.

Atravesaron a toda velocidad entre la muchedumbre. Unos minutos después, se dirigían hacia Quimper, y León, confuso, con la mirada turbia preguntó:

—¿Por qué dijo eso?

—¿Qué?

—Que fue usted quien envenenó la botella.

Emma estaba muy pálida. No se atrevía casi a sentarse y tal vez fuese la primera vez que subía en automóvil.

—¡Una idea! —gruñó Maigret apretando con sus dientes la boquilla de su pipa.

Y la joven, entonces, exclamó:

—¡Le juro, señor comisario, que no sabía ya ni lo que hacía! Michoux me había hecho escribir la carta. Acabé por reconocer al perro. El domingo por la mañana vi a León que andaba por los alrededores. Entonces comprendí. Intenté hablar a León y se fue sin mirarme siquiera. Quise vengarle. Quise… ¡No sé! Estaba como loca. Sabía que querían matarle. Yo seguía amándole. Me pasé todo el día ideando algo. Fue al mediodía, durante la comida, cuando corrí al hotel de Michoux para coger el veneno. No sabía cuál elegir. Me había enseñado frascos diciéndome que había allí para matar a todo Concarneau.

»Pero le juro que no les hubiera dejado beber. O al menos, no lo creo.

Estaba llorando. León, torpemente, le daba palmadas en la rodilla para calmarla.

—No sabría nunca cómo darle las gracias, comisario —exclamó entre sus gemidos—. Lo que usted ha hecho es… es… no encuentro palabras, ¡es tan maravilloso!

Maigret miró a uno y a otro, él con su labio partido, su pelo al cepillo y su cara de bruto que intenta humanizarse, ella con su cara empalidecida en aquel acuario del café del Almirante.

—¿Qué van a hacer?

—Aún no sabemos. Salir del país. Tal vez, llegar a El Havre. He encontrado la manera de ganarme la vida en los muelles de Nueva York.

—¿Le devolvieron sus doce francos?

León se sonrojó y no contestó.

—¿Qué cuesta el tren de aquí a El Havre?

—¡No! No haga eso, comisario. Porque entonces, no sabríamos cómo… ¿comprende?

Maigret golpeó con el dedo el cristal del coche al pasar por delante de una estación. Sacó dos billetes de cien francos de su bolsillo.

—Cójanlos. Los incluiré en la nota de gastos.

Una vez solo, en el coche, alzó por tres veces los hombros, como un hombre con unas terribles ganas de reírse de sí mismo.

* * *

El proceso duró un año. Durante un año, el doctor Michoux se presentó hasta cinco veces por semana en casa del juez de instrucción, con una cartera de cuero repleta de documentos.

Y a cada interrogatorio se complicaba más el juicio.

Cada pieza de la ficha daba lugar a controversias, investigaciones y contrainvestigaciones. Michoux seguía más delgado, más amarillento, con peor aspecto, pero no se desarmaba.

—Permitan a un hombre a quien no quedan más que tres meses de vida…

Era su frase favorita. Se defendió con empeño, con maniobras oscuras, con respuestas insospechadas. Y había descubierto un abogado más agrio que el que le relevaba.

Pero una fotografía de hace apenas un mes, aparecida en todos los periódicos, le mostró delgado y amarillento como siempre, con la nariz torcida, el saco a la espalda, embarcando en L’Ile de Ré a bordo de La Martinière, que conducía ciento ochenta presos a Cayenne.

En París, Mme. Michoux, que tuvo una pena de tres meses de prisión, rebusca en los medios políticos. Pretende obtener la revisión del proceso.

Ya tiene dos periódicos a su favor.

León Le Glérec pesca el arenque en el mar del Norte a bordo de La Francette, y su mujer espera un bebé.

FIN