Capítulo 10

La «bella Emma»

—¿Me ha rogado que venga, comisario?

Maigret no había tenido tiempo para contestar cuando vio entrar en el patio a dos inspectores que acompañaban a Jean Goyard, mientras en la calle podía adivinarse a los dos lados de la poterna, una multitud agitada.

El periodista parecía más bajito, más regordete entre los guardias. Se había echado el sombrero hacia los ojos y, por temor a ser fotografiado, sin duda, sujetaba un pañuelo tapando la parte baja de su cara.

—¡Por aquí! —dijo Maigret a los inspectores—. Quizá pueda irnos a buscar unas sillas porque oigo una voz femenina.

Una voz aguda que decía:

—¿Dónde está? ¡Quiero verle inmediatamente! Y le haré degradar, inspector. ¿Me oye? Le haré degradar.

Era la señora Michoux, con un vestido color malva, con todas sus joyas, polvos y barra de labios, que jadeaba de indignación.

—¡Ah! está usted aquí, querido amigo —murmuró delante del alcalde—. ¿Puede uno imaginarse semejante historia? Mi criado está de permiso. Le digo a través de la puerta que no puedo recibirle e insiste, exige, espera mientras me arreglo diciendo que tiene orden de traerme aquí. ¡Es inaudito! Cuando pienso que mi marido era diputado, que fue casi presidente de Consejo y que este… este bribón, sí, ¡bribón!

Estaba demasiado indignada para darse cuenta de la situación. Pero de repente vio a Goyard que volvió la cabeza, a su hijo sentado al borde de la litera, con la cabeza entre las manos. Un coche entró en el patio lleno de sol. Se veían uniformes de gendarmes. Y ahora salía un clamor de la multitud.

Tuvieron que cerrar la puerta cochera para impedir que el público se abalanzase al patio, ya que la primera persona que arrastraron literalmente fuera del coche era al vagabundo. No sólo tenía las esposas puestas, sino que también le habían apresado los tobillos con la ayuda de una cuerda sólida, de tal manera que hubo que transportarlo como si fuera un paquete.

Detrás de él bajó Emma, libre de movimientos, atontada como si se tratase de un sueño.

—¡Suéltenle las piernas!

Los gendarmes estaban orgullosos, aún emocionados por su captura. Ésta no debía haber sido fácil, a juzgar por los uniformes en desorden y sobre todo por la cara del prisionero, que estaba completamente manchada de sangre que aún salía de su labio partido.

La señora Michoux lanzó un grito de horror y retrocedió hasta la pared, como si viese algo repugnante, mientras el hombre se dejaba desatar sin decir palabra, levantó la cabeza y miró sosegada y lentamente a su alrededor.

—¡Tranquilo! ¿Eh, León? —gruñó Maigret.

El otro se estremeció, trataba de saber quién había hablado.

—Que le den una silla y un pañuelo.

Se dio cuenta de que Goyard se había deslizado hacia el fondo de la celda, detrás de la señora Michoux, y que el doctor estaba temblando, sin mirar a nadie. El teniente, confuso por esta reunión insólita, se preguntaba qué papel debía hacer.

—¡Que cierren la puerta! Que todos se sienten, por favor. ¿Su brigada es capaz de servirnos de secretario, teniente? ¡Muy bien! que se instale en esa mesita. Le ruego a usted también que se siente, señor alcalde.

Fuera, la multitud ya no gritaba, y sin embargo, se adivinaba en la calle una vida compacta, una espera apasionada.

Maigret llenó su pipa, mientras paseaba de un lado para otro, y se volvió hacia el inspector Leroy.

—Antes de nada, debería usted telefonear al sindicato de la gente del mar, a Quimper, para preguntarles lo que pasó, hace cuatro o cinco años, tal vez seis, con un barco llamado La Bella Emma.

Cuando el inspector se dirigió hacia la puerta, el alcalde tosió e hizo un gesto para poder hablar.

—Puedo decírselo, comisario, es una historia que todo el mundo conoce.

—Hable.

El vagabundo se movió en su rincón, como un perro tiñoso. Emma no apartaba la vista de él, permanecía sentada en el borde de la silla. El azar la había colocado al lado de la señora Michoux cuyo perfume empezaba a invadir la atmósfera, un olor dulce de violeta.

—No he visto el barco —dijo el alcalde con soltura, incluso dándose algo de importancia—. Pertenecía a un tal Le Glen, o Le Glérec, que pasaba por ser un excelente marino, pero por tener una mente calenturienta, como todos los marinos de la comarca. La Bella Emma transportaba sobre todo frutas y legumbres a Inglaterra. Un buen día, hablaron de una campaña más larga. No tuvieron noticias durante dos meses. Por fin supieron que al llegar a un puertecito cerca de Nueva York, se llevó a la prisión a toda la tripulación y les cogieron la carga de cocaína. Naturalmente, el barco también. Era la época en que la mayoría de los barcos de comercio, sobre todo los que transportaban sal al Nuevo Mundo, hacían contrabando de alcohol.

—Muchas gracias. No se mueva, León. Contésteme desde su sitio. Y sobre todo, contésteme exactamente a mis preguntas: ¡Nada más! ¿Comprende? Primero, ¿dónde le han detenido ahora?

El vagabundo se limpió la sangre que manchaba su barbilla y pronunció con una voz ronca:

—En Rosporden, en un almacén del ferrocarril donde esperábamos que llegase la noche para meternos en un tren cualquiera.

—¿Cuánto dinero llevaba encima?

Fue el teniente el que contestó:

—Once francos y calderilla.

Maigret miró a Emma, que tenía los ojos llenos de lágrimas, y luego a León, inclinado sobre sí mismo. Notó que el doctor, aunque inmóvil, era presa de una agitación e hizo una seña a uno de los policías de que se fuese a colocar a su lado para evitar cualquier eventualidad.

El brigada escribía. La pluma rascaba el papel con ruido metálico.

—Cuénteme exactamente en qué condiciones se hizo esa carga de cocaína, Le Glérec.

El hombre levantó la vista. Su mirada, fija en el doctor, se endureció. Y con los puños cerrados, gruñó:

—El banco me había prestado dinero para construir el barco.

—Ya lo sé. ¿Y qué más?

—Tuvimos un año malo. El franco subía. Inglaterra compraba menos fruta. Me pregunté cómo iba a pagar los intereses. Esperaba, para casarme con Emma, a haberme embolsado una buena suma. Entonces, un periodista, que yo conocía porque estaba a menudo rondando por el puerto, vino a verme.

Con gran estupefacción general, Ernest Michoux descubrió su rostro, que estaba pálido, pero mucho más tranquilo de lo que se imaginaba. Y sacó un cuadernito y un lápiz de su bolsillo y escribió unas palabras.

—¿Fue Jean Servières el que le propuso una carga de cocaína?

—¡No inmediatamente! Me habló de un asunto. Me citó en un café de Brest donde se encontraba con otros dos.

—¿El doctor Michoux y el señor Le Pommeret?

—¡Eso es!

Michoux tomaba notas de nuevo y su cara tenía una expresión de desprecio. Incluso en cierto momento llegó a esbozar una sonrisa irónica.

—¿Quién de los tres le puso la mercancía en la mano?

El doctor esperó, con el lápiz en alto.

—Ninguno de los tres. O más bien, me hablaron sólo de la gruesa suma que podía ganar en uno o dos meses. Una hora después llegó un americano. Nunca supe su nombre. Sólo le he visto dos veces. Seguramente se trataba de un hombre que conocía el mar, ya que me preguntó las características de mi barco, el número de hombres que necesitaría a bordo y el tiempo necesario para poner un motor auxiliar. Creí que se trataba de contrabando de alcohol. Todo el mundo lo hacía, incluso oficiales de paquebote. A la semana siguiente vinieron unos obreros a instalar un motor semidiesel en La Bella Emma.

Hablaba muy despacio, con la mirada inmóvil, y era impresionante verle mover sus enormes dedos, más elocuentes en sus gestos lentos, como espasmos, que su cara.

—Me dieron un mapa inglés con todos los vientos del Atlántico y la ruta de los veleros, porque nunca había hecho esa travesía. Sólo llevé a dos hombres conmigo, como medida de prudencia, y no hablé a nadie del asunto, excepto a Emma, que se encontraba en el muelle la noche que partíamos. Los dos hombres también estaban allí, al lado de un coche que había apagado sus faros. La carga había tenido lugar por la tarde. Y en ese momento, tuve miedo. ¡No tanto por el contrabando! No he ido nunca a la escuela. Mientras pueda servirme el compás y la sonda, basta. No temo a nadie. Pero allí, en el mar… Un viejo capitán había intentado enseñarme a manejar el sextante. Compré una tabla de logaritmos y todo lo necesario. Pero estaba seguro de que me iba a hacer un lío en los cálculos. Sólo que si lo lograba podía pagar el barco y aún me quedaba algo, unos veinte mil francos en el bolsillo. Hacía mucho viento aquella noche. Perdimos de vista al coche y a los tres hombres. Luego, Emma, cuya silueta se recortaba en negro en la punta del muelle… Dos meses en el mar.

»Yo tenía instrucciones para el desembarco. Por fin llegamos, Dios sabe cómo, al puertecito designado. Cuando aún no habíamos lanzado las amarras a tierra llegaron tres motoras de la policía, con ametralladoras y hombres armados con fusiles, nos rodearon, saltaron al puente, nos apuntaron gritando algo en inglés y nos golpearon con las culatas hasta hacernos levantar las manos.

»Apenas nos dimos cuenta de tan deprisa como lo hicieron. No sé quien condujo mi barco al muelle, ni cómo nos metieron en un camión. Una hora después nos encontramos cada uno encerrado en una jaula de hierro, en la prisión de Sing-Sing.

»Estábamos enfermos. Nadie hablaba el francés. Los prisioneros nos lanzaban bromas e injurias.

»Allí esas cosas marchan rápido. Al día siguiente, pasamos a una especie de tribunal y el abogado que, según parece, nos defendía, ni siquiera nos había dirigido la palabra.

»Fue después cuando me anunció que estaba condenado a dos años de trabajos forzados y cien mil dólares de multa, que mi barco estaba confiscado, y todo. No comprendía. ¡Cien mil dólares! Juré que no tenía dinero. En ese caso, tenía no sé cuántos años de prisión de más.

»Me quedé en Sing-Sing. Debieron conducir a mis marineros a otra prisión, pues no volví a verles nunca. Me raparon. Me llevaron a la carretera a picar piedra. Un capellán quiso enseñarme la Biblia.

»No puede darse cuenta. Había prisioneros ricos que iban a pasearse a la ciudad casi todas las tardes. ¡Y los otros les servían de criados!

»Poco importa. Fue después de haber transcurrido un año cuando un día me encontré al americano de Brest, que venía a visitar a un preso. Le reconocí. Le llamé. Tardó algo en recordar y luego se echó a reír e hizo que me llevasen a la sala de visitas.

»Estuvo muy cordial. Me trató como a un viejo compañero, me dijo que había sido siempre agente de la prohibición. Sobre todo trabajaba en el extranjero, en Inglaterra, en Francia, en Alemania, desde donde enviaba a la policía informes sobre los convoyes que salían.

»Pero, al mismo tiempo, a veces traficaba por su cuenta. Como había ocurrido con el asunto de la cocaína, que tenía que haber dado millones, pues había diez toneladas a bordo, a no sé cuántos francos el gramo. Entonces se había entrevistado con unos franceses que tenían que aprovisionar el barco y una parte de los fondos. Eran mis tres hombres. Y, naturalmente, los beneficios se repartían entre los cuatro.

»¡Pero espere! Porque aún me queda lo mejor. El mismo día en que se procedía a la carga, en Quimper, el americano recibió un aviso de su país. Tenía un nuevo jefe de la prohibición. Se reforzó la vigilancia. Los compradores de los Estados Unidos, y por lo mismo la mercancía, se arriesgaban a no encontrar quién los cogiera.

»Por el contrario, un nuevo aviso prometía a todo aquel que cogiera la mercancía prohibida una prima que se elevaba al tercio del valor de esta mercancía.

»¡Eso me lo contaron en la prisión! Y me enteré que mientras que yo zarpaba, preguntándome si llegaríamos vivos al otro lado del Atlántico, mis tres hombres discutían en el mismo muelle con el americano.

»¿Arriesgar el todo por el todo? Sé que fue el doctor quien insistió en favor de la denuncia. Al menos, de esa manera, recuperarían con toda seguridad un tercio del capital, sin riesgos de complicaciones.

»Sin contar que el americano se ponía de acuerdo con un colega para poner a un lado una parte de la cocaína cogida. Combinaciones increíbles, lo sé.

»La Bella Emma se deslizaba por el agua negra del puerto. Miré por última vez a mi novia, seguro de que volvería para casarme con ella unos meses después.

»Y ellos, que nos veían partir, sabían que nos cogerían en cuanto llegásemos. Incluso contaban con que nos defenderíamos, que sin duda nos matarían en la lucha, como ocurría frecuentemente en aquella época en aguas americanas.

»Sabían que me confiscarían el barco, que todavía no estaba completamente pagado, ¡y que era lo único que tenía!

»Sabían que yo soñaba con casarme. ¡Y nos vieron partir!

»Eso es lo que me dijeron en Sing-Sing donde yo me había convertido en una bestia entre otras bestias. Me dieron pruebas.

»Mi interlocutor se reía, y exclamaba dándose palmadas en los muslos:

»—¡Vaya canallas esos tres!

Hubo un brusco silencio, un silencio absoluto. Y en aquel silencio, podía oírse con estupor el lápiz de Michoux que se deslizaba por una página blanca que acababa de pasar.

Maigret miró —comprendiendo— las iniciales S. S. tatuadas en la mano del coloso: «Sing-Sing».

—Creo que tenía aún para unos diez años, en aquel país nunca se sabe. La menor falta contra la regla y la pena se alarga, al mismo tiempo que llueven los golpes. He recibido cientos de ellos. ¡Y golpes de compañeros!

»Y fue mi americano el que hizo gestiones en mi favor. Creo que estaba asqueado por la cobardía de los que él llamaba mis amigos. Mi único compañero era un perro. Un animal que había criado a bordo, que me había salvado de ahogarme y que allí, a pesar de toda su disciplina, le habían dejado vivir en la prisión. Pues no tienen las mismas ideas que nosotros en esa clase de cosas. ¡Un infierno! Lo que no quita que nos tocasen música todos los domingos, aunque luego nos azotasen hasta hacernos sangre. Al final, ni siquiera sabía ya si era un hombre. He llorado cien veces, mil veces.

»Y cuando, una mañana me abrieron la puerta, dándome un culatazo en los riñones para enviarme a la vida civilizada, me desmayé, tontamente, en la acera. Ya no sabía vivir. Ya no tenía nada.

»¡Sí!, una cosa.

Su labio partido sangraba. Se olvidaba de limpiarse la sangre. La señora Michoux se ocultaba el rostro con su pañuelo de encaje cuyo olor daba náuseas. Y Maigret fumaba tranquilamente, sin apartar la vista del doctor, que seguía escribiendo.

—Y sentí el deseo de hacer sufrir la misma suerte a los que habían sido causa de todo esto. ¡No matarles! ¡No! Morir no es nada. En Sing-Sing, lo intenté varias veces sin lograrlo. Me negué a comer y me alimentaron artificialmente. ¡Hacerles conocer la prisión! Hubiese querido que fuese en América. Pero era imposible.

»Anduve por Brooklyn, donde trabajé en todos los oficios esperando poder pagar mi pasaje a bordo de un barco. Hasta pagué por mi perro.

»No había vuelto a tener noticias de Emma. No puse los pies en Quimper donde habrían podido reconocerme, a pesar de mi aspecto.

»Aquí, supe que estaba como chica de recepción, y en ocasiones era la amante de Michoux. Tal vez de otros también. Una recepcionista ¿verdad?

»No era fácil enviar a esos tres canallas a la cárcel. ¡Y estaba empeñado en ello! ¡Era el único deseo que tenía! Viví con mi perro a bordo de una barca inutilizada, luego en el antiguo puesto de vigilancia, en la punta del Cabélou.

»Empecé por hacer que me viese Michoux. ¡Que me viese solo! Mostrarle mi cara, mi cuerpo de bruto. ¿Comprende? Quería darle miedo. Quería darle un terror que le hiciese capaz de dispararme. Tal vez me hubiese matado. ¿Pero y después? La prisión le tocaba a él. Las patadas, los golpes. Los compañeros repugnantes, más fuertes, que le obligan a uno a servirles. Anduve alrededor del hotel. Me interponía en su camino. ¡Durante tres días! ¡Cuatro días! Me había reconocido. Salía menos. Y sin embargo, aquí, durante todo ese tiempo, la vida no había cambiado. ¡Bebían los tres sus aperitivos! ¡La gente les saludaba! Robaba en los puestos para poder comer. Quería actuar rápidamente.

Se oyó una voz clara:

—¡Perdón, comisario! ¿Tiene un valor legal este interrogatorio sin la presencia de un juez de instrucción?

¡Era Michoux! Michoux, blanco como la cera, con los labios pálidos. ¡Pero un Michoux que hablaba con una claridad casi amenazadora!

Una mirada de Maigret ordenó a un agente que se colocase entre el doctor y el vagabundo. ¡Y fue en el momento preciso! Porque León Le Glérec se levantaba despacio, atraído por aquella voz, con los puños cerrados, pesados como mazas.

—¡Sentado! ¡Siéntese, León!

Y mientras que la bestia obedecía, con una respiración ronca, el comisario dijo, sacudiendo la ceniza de su pipa:

—¡Ahora voy a hablar yo!