La pareja de la vela
El inspector no subió a la habitación hasta media hora después. Encima de la mesa encontró una nota que decía:
Suba esta noche hacia las once encima del tejado. Me encontrará allí. No haga ruido. Vaya armado. Diga que me he marchado a Brest desde donde le he telefoneado. No salga del hotel.
MAIGRET.
Un poco antes de las once, Leroy se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas de fieltro que se había comprado por la tarde con vistas a la expedición que no dejaba de impresionarle.
Después del segundo piso ya no había escalones, sino una escalera de mano fija, que iba a dar a una trampa que había en el techo. Más arriba había un desván helado a causa de la corriente de aire, donde el inspector se arriesgó a encender una cerilla.
Unos momentos después, saltó por el tragaluz, pero no se atrevió a bajar inmediatamente por la cornisa. Todo estaba frío. Al contacto de las placas de cinc, los dedos se quedaban helados. Y Leroy no había querido ponerse un abrigo.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad le pareció distinguir una masa oscura, gruesa, como un animal enorme al acecho. Su nariz reconoció las bocanadas de la pipa. Silbó ligeramente.
Un momento después se encontraba subido en la cornisa, al lado de Maigret. No se veían ni el mar ni el pueblo. Se encontraban en el lado del tejado opuesto al muelle, al borde de la zanja negra que no era otra cosa que la famosa calleja por donde el vagabundo de grandes pies se había escapado.
Todos los planos eran irregulares. Había tejados muy bajos y otros a la altura de los dos hombres. A un lado y a otro, algunas ventanas estaban iluminadas. Otras tenían cortinas tras las cuales parecían representarse un espectáculo de sombras chinescas. En una habitación, bastante lejos, una mujer lavaba a un niño pequeño en una palangana esmaltada.
La masa del comisario se movió, trepó más bien hasta que su boca se pegó al oído de su compañero.
—¡Atención! No haga movimientos bruscos. La cornisa no es sólida y tenemos debajo una tubería que haría un ruido tremendo. ¿Y los periodistas?
—Están abajo, excepto uno que ha ido a buscarle a Brest, convencido de que le sigue la pista a Goyard.
—¿Emma?
—No sé. No me he preocupado de ella. Fue ella quien me sirvió el café después de cenar.
Uno se sentía desorientado al encontrarse de aquel modo sin saberlo nadie, encima de una casa llena de vida, gentes que caminaban en el calor, en la luz, sin tener necesidad de hablar bajo.
—Bueno. Vuélvase despacio hacia la casa en venta. ¡Despacio!
Era la segunda casa a la derecha, una de las pocas que se igualaba en altura al hotel. Se encontraba en completa oscuridad y, sin embargo, el inspector tuvo la impresión de que un resplandor se reflejaba en una ventana sin cortina del segundo piso.
Poco a poco, se dio cuenta de que no se trataba de un reflejo procedente de fuera, sino de una débil luz interior. A medida que miraba el mismo punto, aparecían nuevas cosas.
Un suelo encerado. Una vela a medio quemar estaba muy derecha, rodeada de un halo.
—Ahí está —dijo de repente, levantando la voz a pesar suyo.
—¡Chisss! Sí.
Alguien estaba acostado en el suelo, con la mitad de su cuerpo en la parte iluminada por la luz de la vela, y la otra mitad sumida en la penumbra. Se veía un zapato enorme, un torso ancho con un jersey de marino.
Leroy sabía que había un guardia en el extremo de la calleja, otro en la plaza, y otro más que montaba la guardia en el muelle.
—¿Quiere detenerle?
—No sé. Hace tres horas que duerme.
—¿Está armado?
—Esta mañana no lo estaba.
Apenas se adivinaban las sílabas pronunciadas. Era un murmullo indistinto, mezclado al soplo de las respiraciones.
—¿A qué esperamos?
—Lo ignoro. Me gustaría saber por qué, cuando es perseguido y duerme, ha encendido la lámpara. ¡Cuidado!
En una pared acababa de aparecer un cuadro amarillo.
—Han encendido la luz en la habitación de Emma, debajo de nosotros. Es el reflejo.
—¿No ha cenado, comisario?
—He traído pan y salchichón. ¿No tiene frío?
Estaban los dos helados. En el cielo, veían pasar el rayo luminoso del faro a intervalos regulares.
—Ha apagado.
—Sí. ¡Chiss!
Hubo cinco minutos de silencio, de triste espera. Luego la mano de Leroy buscó la de Maigret, y la apretó de una manera significativa.
—Abajo.
—Lo he visto.
Una sombra, en la pared blanqueada con cal que separaba el jardín de la casa vacía y la calleja.
—Va a reunirse con él —cuchicheó Leroy, que no podía resignarse al silencio.
Arriba, el hombre seguía durmiendo, al lado de la lámpara. Se oyó un ruido en el jardín. Un gato huyó por el desagüe.
—¿No tiene un mechero con mecha de yesca?
Maigret no se atrevía a volver a encender su pipa. Dudó mucho tiempo. Acabó por hacerse una pantalla con la chaqueta de su compañero y encendió con fuerza una cerilla mientras que el inspector sintió de nuevo el olor caliente del tabaco.
—¡Mire!
No dijeron nada más. El hombre se levantó con un movimiento tan repentino que estuvo a punto de tirar la vela. Retrocedió hacia la oscuridad, mientras la puerta se abría. Emma apareció en la luz, dudosa, tan triste que daba la impresión de un culpable.
Llevaba algo bajo del brazo: una botella y un paquete que depositó en el suelo. Una parte del papel se rompió y dejó al descubierto un pollo asado.
La mujer hablaba. Sus labios se movían. Sólo decía unas palabras, humildemente, tristemente. Pero su compañero no estaba a la vista de los policías.
¿Acaso lloraba? Llevaba su vestido negro de chica de recepción y la cofia bretona. Sólo se había quitado el delantal blanco y eso le daba un aspecto más contrahecho que de costumbre.
¡Sí! Debía llorar mientras hablaba, pronunciando palabras espaciadas. Y la prueba es que de repente se apoyaba en la chambrana de la puerta, y escondía el rostro en su brazo doblado. Su espalda se movía con un ritmo irregular.
Al surgir el hombre, ennegreció casi todo el rectángulo de la ventana, y dejó de nuevo al descubierto la perspectiva avanzando hacia el fondo de la habitación. Su enorme mano se apoyó en el hombro de la joven, y le dio tal sacudida que Emma dio una vuelta completa, estuvo a punto de caerse, mostró una cara pálida y los párpados hinchados por el llanto.
Pero era tan impreciso, tan turbio como un film proyectado cuando las lámparas de la sala estaban encendidas. Y faltaba otra cosa: los ruidos, las voces…
Era como el cine: cine mudo.
Y sin embargo, quien hablaba era el hombre. Debía hablar alto. Era un oso. Con la cabeza hundida en los hombros, con el jersey ajustado al torso marcando los músculos pectorales, su cabello cortado al cepillo como el de un presidiario, con los puños en las caderas, gritaba reproches, o injurias, o quizá amenazas.
Debía estar a punto de pegarla. Hasta tal punto que Leroy trató de tocar a Maigret como para tranquilizarse.
Emma seguía llorando. Ahora su cofia estaba torcida. Su moño iba a deshacerse. Una ventana se cerró en alguna parte y les distrajo durante un segundo.
—Comisario… ¿Cree que?…
El olor a tabaco envolvía a los dos hombres y les daba una ilusión de calor.
¿Por qué Emma juntaba las manos? Hablaba de nuevo. Su rostro estaba deformado por una turbia expresión de terror, de ruego, de dolor, y el inspector Leroy oyó a Maigret que cargaba su revólver.
Entre los dos grupos sólo había de quince a veinte metros. Un chasquido seco, un cristal que saltaría en pedazos y el coloso no volvería a molestar.
Ahora daba vueltas de un lado para otro, con las manos a la espalda, parecía más bajo, más ancho. Su pie tropezó con el pollo. Estuvo a punto de resbalar y con rabia le dio una patada que le hizo rodar hasta la oscuridad.
Emma miró hacia ese lado.
¿Qué podían estarse diciendo? ¿Cuál podía ser el motivo de aquel patético diálogo?
¡Pues el hombre parecía repetir las mismas palabras! ¿Pero no las repetía con más blandura?
Emma cayó de rodillas, se lanzó más bien, a su paso y tendió los brazos hacia él. El hombre fingió no verla, la evitó, y ella ya no estaba de rodillas, sino casi tumbada, implorando con un brazo levantado.
Tan pronto se veía al hombre ya que lo absorbía la oscuridad. Cuando volvió, se irguió ante la chica que le suplicaba y la miró de arriba a abajo.
Empezó de nuevo a dar vueltas, se acercó, se volvió a alejar, y entonces a ella le faltó la fuerza para extender el brazo hacia él, y suplicarle. Se dejó caer completamente en el suelo. La botella de vino estaba a menos de veinte centímetros de su mano.
Fue inesperado. El vagabundo se inclinó, más bien bajo una de sus pesadas piernas, cogió el vestido por el hombro y con un solo movimiento, puso a Emma de pie. Todo esto tan bruscamente que la hizo vacilar cuando dejó de sujetarla.
Y sin embargo, ¿no traicionaba su rostro descompuesto alguna esperanza? El moño se había deshecho. El gorro blanco estaba por el suelo.
El hombre paseaba. Evitó por dos veces el contacto con su compañera.
La tercera vez, la cogió en sus brazos, la estrechó contra su cuerpo, le echó la cabeza hacia atrás y la besó apasionadamente.
Sólo se veía la espalda de él, una espalda inhumana, con una mano de mujer crispada en su hombro.
Con sus gruesos dedos, la bestia sentía el deseo sin apartar sus labios, de acariciar el cabello que colgaba, de acariciarlo como si hubiese querido aniquilar a su compañera, aplastarla mejor, incorporarse a ella.
—¡Caramba! —dijo la voz temblorosa del inspector.
Y Maigret estaba tan conmovido que, al darse cuenta, estuvo a punto de soltar la carcajada.
* * *
¿Llevaba allí Emma un cuarto de hora? Dejaron de abrazarse. La vela sólo podría durar unos cinco minutos. Y había en la atmósfera un descanso casi visible.
¿No reía la chica de la recepción? Debía haber encontrado en algún sitio un trozo de espejo. En plena luz se la veía arreglar su largo cabello, sujetarlo con una horquilla, buscar por el suelo otra horquilla que había perdido, y ponerla entre sus dientes mientas se colocaba el gorro.
Estaba casi guapa. ¡Estaba guapa! Todo era conmovedor, hasta su falda negra, sus párpados rojos. El hombre había recogido el pollo. Y sin perderlo de vista, lo mordía con apetito, hacía crujir los huesos, arrancaba tiras de carne.
Buscó una navaja en su bolsillo, no la encontró, rompió el cuello de la botella golpeándolo contra su tacón. Bebió. Quiso hacer beber a Emma, que quiso rechazarlo, riendo. ¿Le daba tal vez miedo el cristal roto? Pero la obligó a abrir la boca, y suavemente echó el líquido.
Ella se atragantó, tosió. Entonces él la cogió por los hombros, la volvió a abrazar, pero esta vez no la besó. La abrazaba alegremente, la besó en las mejillas, en los ojos, en la frente y hasta en su gorro de encaje.
Ella estaba preparada. El hombre pegó la cara a la ventana una vez más, llenando nuevamente el rectángulo luminoso. Cuando se volvió, fue para apagar la vela.
El inspector Leroy estaba crispado.
—Se van juntos.
—Sí.
—Les van a coger.
El grosellero del jardín tembló. Luego una sombra apareció colgada de lo alto del muro. Emma se encontró en el callejón y esperó a su amante.
—Vas a seguirles de lejos. ¡Sobre todo, que no te aperciban en ningún momento! Me darás noticias en cuanto puedas.
Del mismo modo que el vagabundo lo había hecho con su compañera, Maigret ayudó al inspector a alzarse por encima de las pizarras hasta el tragaluz. Luego se inclinó para mirar al callejón, donde sólo se veían las cabezas de las dos personas.
Dudaron. Cuchicheaban. Fue la chica la que arrastró al hombre hacia una especie de cochera por donde desaparecieron; la puerta estaba sólo cerrada con un pestillo.
Era la cochera de la cordelería. Comunicaba con el almacén, en donde a aquella hora no había nadie. Forzarían una cerradura y la pareja llegaría al muelle.
Pero Leroy estaría allí antes que ellos.
* * *
En cuanto bajó la escalera del desván, el comisario comprendió que ocurría algo anormal. Oyó un rumor en el hotel. Abajo, el teléfono funcionaba en medio de los gritos.
Incluida la voz de Leroy, que debía de estar al aparato, pues elevaba el tono considerablemente.
Maigret bajó corriendo la otra escalera, llegó a la planta baja, donde chocó violentamente con un periodista.
—¿Qué pasa?
—Hace un cuarto de hora. Un nuevo crimen. En el pueblo. Han llevado al herido a la farmacia.
Primero, el comisario se precipitó al muelle, vio a un guardia que corría empuñando su revólver. Rara vez el cielo había estado tan negro. Maigret alcanzó al hombre.
—¿Qué pasa?
—Una pareja que acaba de salir del almacén. Yo estaba montando guardia enfrente. El hombre casi cayó en mis brazos. Ya no vale la pena correr. ¡Deben estar lejos!
—¡Explique!
—Oí ruido en la tienda, donde no había luz. Esperé con el arma en la mano. La puerta se abrió. Salió un tipo. Pero no tuve tiempo de apuntarle. Me dio tal puñetazo que me hizo rodar por el suelo. Solté mi revólver. Lo único que me dio miedo, fue que lo cogiese. ¡Pero no! Fue a buscar a una mujer que esperaba en el umbral. Ella no podía correr. La cogió en brazos. El tiempo que tardé en levantarme, comisario. Semejante puñetazo. ¡Mire! Estoy sangrando. Han bordeado el muelle. Han debido dar la vuelta. Aquello es un dédalo de callejuelas, y luego el campo.
El guardia se tapaba la nariz con el pañuelo.
—¡Hubiese podido matarme! Su puño es un martillo.
Del lado del hotel, cuyas ventanas estaban iluminadas, seguían oyéndose gritos. Maigret dejó al guardia, dobló la esquina y vio la farmacia con las contraventanas cerradas, pero cuya puerta abierta dejaba salir una ola de luz.
Unas veinte personas se agolpaban delante de la puerta. El comisario los apartó con los codos.
En la oficina, un hombre echado en el suelo lanzaba gemidos rítmicos mirando fijamente el techo.
La mujer del farmacéutico en camisón, hacía más ruido ella sola que todo el mundo reunido.
Y el propio farmacéutico, que se había puesto una chaqueta encima del pijama, se alocaba, movía frascos, abría grandes paquetes de algodón hidrófilo.
—¿Quién es? —preguntó Maigret, dirigiéndose al farmacéutico.
No esperó la respuesta, pues había reconocido el uniforme de carabinero, con una pierna del pantalón manchada. Y ahora también reconocía el rostro.
Era el carabinero que el viernes anterior estaba de guardia en el puerto y había asistido de lejos al drama del que Mostaguen había sido víctima.
Llegó un doctor, miró al herido y luego Maigret dijo:
—¿Qué pasa ahora?
Algo de sangre manchaba el suelo. El farmacéutico había lavado la pierna del carabinero con agua oxigenada que formaba tiras de espuma rosa.
Fuera, un hombre contaba, tal vez por décima vez, con voz jadeante:
—Estaba acostado con mi mujer, cuando oí un ruido que parecía un disparo, luego un grito. Después, quizá durante cinco minutos, nada más. No me atreví a volverme a dormir. Mi mujer quería que fuese a ver. Entonces oímos gemidos que parecían proceder de la acera, al lado de nuestra puerta. La abrí. Estaba armado. Vi una forma oscura. Reconocí el uniforme. Me puse a gritar, para despertar a los vecinos, y el frutero que tiene un coche me ayudó a transportar al herido.
—¿A qué hora sonó el disparo?
—Hace una media hora justa.
Es decir, en el momento más conmovedor de la escena entre Emma y el hombre de las huellas.
—¿Dónde vive usted?
—Soy fabricante de velas. Ha pasado usted diez veces por delante de mi casa. A la derecha del puerto. Más allá del mercado de pescado. Mi casa hace esquina al muelle y a una callecita. Después, las construcciones son más espaciadas y sólo hay hoteles.
Cuatro hombres transportaban al herido a una habitación del fondo, donde le extendieron en un diván. El doctor daba órdenes. Fuera se oía la voz del alcalde que preguntaba:
—¿Está aquí el comisario?
Maigret fue a su encuentro, con las manos en los bolsillos.
—Confesará usted, comisario, que…
Pero la mirada de su interlocutor era tan fría que el alcalde perdió inmediatamente la firmeza.
—¿Ha sido nuestro hombre el que ha hecho el golpe, verdad?
—¡No!
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo sé porque en el momento en que se cometió el crimen, le estaba viendo casi tan bien como lo estoy viendo a usted ahora.
—¿Y no le ha detenido?
—¡No!
—Me han hablado también de un guardia atacado.
—Es exacto.
—¿Se da usted cuenta de las repercusiones que pueden traer semejantes dramas? ¡En fin! Desde que está usted aquí…
Maigret descolgó el aparato del teléfono.
—Póngame con la gendarmería, señorita. Sí. Gracias. ¡Oiga! ¿La gendarmería? ¿Es usted el brigada? ¡Oiga! Aquí, el comisario Maigret. ¿El doctor Michoux sigue allí, naturalmente? ¿Cómo dice? Sí, vaya de todas formas a asegurarse. ¿Cómo? ¿Hay un hombre de guardia en el patio? Muy bien. Espero.
—¿Cree que ha sido el doctor quien…?
—¡Nada! Yo nunca creo nada, señor alcalde. ¡Oiga! Sí. ¿No se ha movido? Gracias. ¿Dice que está durmiendo? Muy Bien. ¡Oiga! ¡No! Nada especial.
De la habitación del fondo llegaban gemidos y una voz no tardó en llamar:
—Comisario…
Era el médico, que se estaba limpiando las manos aún jabonosas con una toalla.
—Puede interrogarle. La bala sólo ha rozado la pantorrilla. Ha sido más el miedo que el daño. Hay que decir también que la hemorragia ha sido muy fuerte.
El carabinero tenía los ojos llenos de lágrimas. Se sonrojó cuando el doctor prosiguió:
—Todo su terror viene de que ha creído que habría que cortarle la pierna. ¡Y dentro de ocho días se iba a jubilar!
El alcalde estaba de pie en el umbral de la puerta.
—¡Cuénteme cómo ocurrió! —dijo suavemente Maigret, sentándose a la orilla del diván—. No tema nada. Ya ha oído lo que ha dicho el doctor.
—No sé.
—¿Y qué más?
—Hoy, acababa mi guardia a las diez. Vivo un poco más allá del sitio donde he sido herido.
—¿No volvió entonces directamente a su casa?
—¡No! Vi que aún había luz en el café del Almirante. Me entraron ganas de saber cómo estaban las cosas. ¡Le juro que me arde la pierna!
—¡Pero, no! ¡No! —afirmó el médico.
—Puesto que le digo que… ¡En fin! ¡Por el momento no es nada! Bebí una cerveza en el café. Sólo había periodistas y ni siquiera me atreví a preguntarles.
—¿Quién le sirvió?
—Una doncella, creo. No vi a Emma.
—¿Y luego?
—Quise volver a mi casa. Pasé por delante del cuerpo de guardia donde encendí mi cigarrillo con la pipa de mi colega. Seguí andando por el muelle. Torcí a la derecha. No había nadie. El mar estaba bastante bonito. De repente, cuando apenas había pasado la esquina de una calle, sentí un dolor en la pierna, incluso antes de oír el ruido de una detonación. Era como si hubiese recibido el golpe de un adoquín en plena pantorrilla. Caí. Quise levantarme. Alguien corría. Mi mano tocó un líquido caliente, pegajoso, y no sé cómo ocurrió pero me desmayé. Creí que me moría.
»Cuando volví a recobrar el conocimiento, el frutero de la esquina abría la puerta y no se atrevía a avanzar.
»Eso es todo lo que sé.
—¿No vio a la persona que disparó?
—No he visto nada. Eso no ocurre como se cree. Justo el tiempo para caer. Y sobre todo, cuando retiré mi mano llena de sangre.
—¿No tiene usted ningún enemigo?
—¡Qué va! Hace sólo dos años que estoy aquí. He nacido en el interior de la región. Y nunca he tenido la ocasión de ver contrabandistas.
—¿Vuelve siempre por ese camino a su casa?
—¡No! Es el más largo. Pero no tenía cerillas y fui al cuerpo de guardia precisamente para encender el cigarrillo. Entonces, en vez de tirar por el pueblo, bordeé el muelle.
—¿Es más corto el camino por el pueblo?
—Un poco.
—Así es que si alguien le vio salir del café y tirar hacia el muelle, ¿habría tenido tiempo de ir a esconderse?
—Seguramente. ¿Pero, por qué? Nunca llevo dinero encima. No han intentado robarme.
—¿Está usted seguro, comisario, que no ha dejado de ver al vagabundo durante toda la noche?
Se notaba un dejo de maliciosa ironía en la voz del alcalde.
Leroy entró, con un papel en la mano.
—Un telegrama, que acaba de recibirse por teléfono en el hotel. Es de París.
Y Maigret leyó:
«Dirección General de Seguridad a comisario Maigret, Concarneau.
»Jean Goyard, llamado Servières, del que habían mandado las señas personales, detenido este lunes a las ocho de la noche en el hotel Bellevue, calle Lepic, en París, en el momento en que se instalaba en la habitación 15. Ha confesado haber llegado de Brest en el tren de las seis. Protesta inocente y pide ser interrogado en presencia de un abogado. Esperamos instrucciones».