P. de P. de compañía
Maigret atravesó el puente levadizo, franqueó la línea de las murallas y se metió por una calle irregular y mal iluminada. Lo que los de Concarneau llaman la ciudad cerrada, es decir, el barrio viejo, rodeado aún de murallas, es una de las partes del centro más frecuentadas.
Y sin embargo, a medida que el comisario avanzaba, entraba en una zona de silencio cada vez más equívoca. El silencio de una multitud hipnotizada por un espectáculo que se estremece, que tiene miedo o se siente impaciente.
Algunas voces aisladas de adolescentes decididos a alborotar.
Un nuevo recodo y la escena apareció ante los ojos del comisario: la callejuela estrecha, con gente en todas las ventanas; habitaciones iluminadas con lámparas de petróleo; un grupo cerrando el paso y, más allá de ese grupo, un gran vacío donde subía un estertor.
Maigret apartó a los espectadores, jóvenes en su mayoría, sorprendidos por su llegada. Dos de ellos, aún estaban ocupados en lanzar piedras en la dirección del perro. Sus compañeros quisieron detenerle. Se oyó, o más bien se adivinó:
—¡Cuidado!
Y uno de los que lanzaban piedras enrojeció hasta las orejas mientras Maigret, empujándole hacia la izquierda, avanzaba hacia el animal herido. El silencio era ya de otra clase. Era evidente que, unos momentos antes, una borrachera malsana animaba a los espectadores, aparte de una vieja que gritaba desde su ventana:
—¡Es vergonzoso! ¡Debería someterles a un proceso, comisario! Todos se encarnizan con ese pobre animal. ¡Y yo sé bien por qué! Porque tienen miedo.
El zapatero, que había disparado, entró, confuso, en su tienda. Maigret se agachó para acariciar al animal que le lanzó una mirada de asombro, más que de agradecimiento. El inspector Leroy salió del café desde donde había telefoneado. Algunas personas se alejaban a pesar suyo.
—Que traigan una carretilla.
Las ventanas se cerraron una tras otra, pero se adivinaban sombras curiosas detrás de las cortinas. El perro estaba sucio, su pelo puntiagudo manchado de sangre. Tenía el vientre lleno de barro, el hocico seco y ardiente. Ahora que se ocupaban de él, recobraba la confianza, ya no intentaba arrastrarse por el suelo por donde le rodeaban veinte piedras de gran tamaño.
—¿Dónde hay que llevarle, comisario?
—Al hotel. Despacio. Ponga paja en el fondo de la carretilla.
Este cortejo hubiera podido resultar ridículo. Pero fue impresionante por la magia de la angustia que, desde por la mañana, no había dejado de aumentar. La carretilla, empujada por un viejo, saltó por el pavimento, a lo largo de la calle con abundantes recodos, franqueó el puente levadizo y nadie se atrevió a seguirla. El perro respiraba con fuerza; luego, estiró sus cuatro patas al mismo tiempo en un espasmo.
Maigret se dio cuenta de que delante del Hotel del Almirante estaba parado un coche que no había visto antes. Cuando empujó la puerta del café, comprobó que la atmósfera había cambiado.
Un hombre le empujó y cuando levantaban al perro, le apuntó con un aparato fotográfico e hizo surgir un resplandor de magnesio. Otro, con pantalones de golf, con un jersey rojo y un cuadernillo en la mano, hizo un gesto de saludo.
—¿Comisario Maigret? Vasco, del Journal. Acabo de llegar y ya he tenido la suerte de encontrar al señor…
Señaló a Michoux que estaba sentado en un rincón, pegado a la banqueta con asiento de hule.
—El coche del Petit Parisien nos sigue. Ha tenido una avería a diez kilómetros de aquí.
Emma preguntó al comisario.
—¿Dónde quiere que lo pongamos?
—¿No hay sitio en la casa para él?
—Sí, junto al patio. Un cuartucho donde amontonamos las botellas vacías.
—¡Leroy! Telefonee a un veterinario.
Una hora antes, era el vacío, un silencio lleno de reticencias. Ahora, el fotógrafo apartaba las mesas y las sillas exclamando:
—Un momento. No se muevan, por favor. Vuelvan la cabeza del perro hacia este lado.
El magnesio resplandecía.
—¿Y Le Pommeret? —preguntó Maigret dirigiéndose al doctor.
—Salió un poco después que usted. El alcalde volvió a llamar. Creo que va a venir.
* * *
A las nueve de la noche, aquello era una especie de cuartel general. Habían llegado dos nuevos reporteros. Uno escribía en un papel en una mesa del fondo. De vez en cuando, un fotógrafo bajaba de su habitación.
—¿No tendrán alcohol de 96 grados? Me es absolutamente necesario para secar las películas. ¡El perro es formidable! ¿Dice usted que hay una farmacia al lado? ¿Cerrada? No importa.
En el pasillo, donde se encontraba el teléfono, un periodista dictaba su artículo con voz indiferente:
—Maigret, sí. M de Maurice. A de Arthur. Sí. I de Isidoro. Coja todos los nombres a la vez. Michoux. M, I, choux, Choux. No, pou no. Espere. Le doy los titulares. ¿Se pondrá en la «uno»? ¡Sí! Diga al jefe que tiene que ponerse en primera página.
Desorientado, el inspector Leroy buscaba sin cesar a Maigret con la mirada como para agarrarse a él. En un rincón, el único viajante de comercio preparaba su recorrido del día siguiente. De vez en cuando, llamaba a Emma.
—Chauffier, ¿es una ferretería importante? Gracias.
El veterinario había extraído la bala y rodeado la parte trasera del perro con una venda rígida.
—¡Esos animales tienen una vida tan dura!
Habían extendido una manta vieja encima de la paja, en el cuartito con baldosas de granito azul que daba al mismo tiempo al patio y a la escalera de la bodega. El perro estaba echado allí, solo, a diez centímetros de un trozo de carne al que no tocaba.
El alcalde había venido, en coche. Un viejo con una barbita blanca, muy cuidado, con gestos secos. Había levantado las cejas al entrar en aquella atmósfera de cuerpos de guardia, o más exactamente de P. de P. de compañía.
—¿Quiénes son estos señores?
—Periodistas de París.
El alcalde estaba en el límite de su paciencia.
—¡Magnífico! ¡Así mañana se hablará en toda Francia de esta estúpida historia! ¿Siguen sin encontrar nada?
—¡La investigación continúa! —gruñó Maigret con el mismo tono que si hubiese dicho:
«¡A usted no le importa!».
Había irritabilidad en el ambiente. Todos tenían los nervios a flor de piel.
—¿Y usted, Michoux, no vuelve a su casa?
La mirada del alcalde era despreciativa, acusaba al doctor de cobardía.
—A este paso, dentro de veinticuatro horas, será el pánico general. Lo que hace falta, ya le he dicho, es una detención, cualquiera.
E insistió en estas últimas palabras lanzando una mirada a Emma.
—Sé que no tengo que darle órdenes. En cuanto a la policía local, le han dejado un papel realmente irrisorio. Pero les digo una cosa: otro drama, uno solo, y será la catástrofe. La gente espera algo. Tiendas que otros domingos permanecían abiertas hasta las nueve, han echado hoy el cierre. Ese estúpido artículo de El Faro de Brest ha asustado al pueblo.
El alcalde no se había quitado el sombrero hongo y al marcharse lo hundió aún más en su cabeza después de haber dicho:
—Le estaría agradecido si me tuviera al corriente, comisario. Y le recuerdo que todo lo que se haga a partir de este momento, se hace bajo su responsabilidad.
—¡Una cerveza, Emma! —pidió Maigret.
No podían impedir a los periodistas que se alojasen en el Hotel Almirante, ni que se instalasen en el café, telefoneasen y llenaran la casa de su ruidosa agitación. Pedían tinta, papel. Interrogaban a Emma que mostraba una cara asustada.
Fuera, la noche negra, con un rayo de luna que acentuaba el romanticismo de un cielo cargado de pesadas nubes. Y ese barro que se pegaba a todos los zapatos, pues en Concarneau aún no conocen las calles pavimentadas.
—¿Le dijo Le Pommeret si iba a volver? —dijo Maigret a Michoux.
—Sí. Ha ido a cenar a su casa.
—¿La dirección? —preguntó un periodista que ya no tenía nada que hacer.
El doctor se la dio, mientras el comisario se encogía de hombros y arrastraba a Leroy hacia un rincón.
—¿Tiene el original del artículo aparecido esta mañana?
—Acabo de recibirlo. Está en mi habitación. El texto está escrito con la mano izquierda, por lo tanto era de alguien que temía que se reconociera su letra.
—¿Sin sello?
—¡No! Han echado la carta en el buzón del periódico. En el sobre está escrito: «muy urgente».
—Así es que a las ocho de la mañana como mucho, alguien conocía ya la desaparición de Jean Servières, sabía que el coche estaba o que se iba a abandonar junto al río Saint-Jacques, y que había manchas de sangre en el asiento. Y esta persona, además, no ignoraba que iban a encontrar en alguna parte las huellas de unos pies grandes.
—¡Es increíble! —suspiró el inspector—. En cuanto a esas huellas, las he mandado al Quai des Orfèvres. Han consultado ya los ficheros. Tengo la respuesta: no pertenecen a la ficha de ningún delincuente.
No había lugar a dudas: Leroy se dejaba influir por el pánico reinante. Pero el más intoxicado, si se puede decir, por este virus, era Ernest Michoux, cuyo tipo resultaba tanto más cómico cuanto que contrastaba con la indumentaria deportiva, los gestos desenvueltos y la seguridad de los periodistas.
No sabía dónde ponerse. Maigret le preguntó:
—¿No se acuesta?
—Todavía no. No me duermo nunca antes de las nueve de la mañana.
Se esforzaba por esbozar una sonrisa falsa que mostraba dos muelas de oro.
—Francamente, ¿qué piensa usted?
El reloj luminoso de la vieja ciudad dejó oír diez campanadas. Llamaron al comisario por teléfono. Era el alcalde.
—¿Todavía nada?
¿Esperaba también él un drama?
Pero, de hecho, ¿no lo esperaba también Maigret? Fue a hacer una visita al perro que se había dormido y que, sin miedo, abrió un ojo y miró cómo avanzaba hacia él. El comisario le acarició la cabeza, le puso un poco de paja bajo las patas.
Vio al dueño detrás.
—¿Cree usted que esos señores de la prensa se van a quedar aquí mucho tiempo? Porque en ese caso tendré que pensar en las provisiones. El mercado es mañana a las seis.
Cuando no se estaba acostumbrado a Maigret, en semejante caso, se sentía uno desorientado al ver sus enormes ojos fijos en la frente como sin ver, y luego oírle gruñir algo ininteligible mientras se alejaba con aspecto de indiferencia.
El redactor del Petit Parisien volvió y sacudió el agua de su impermeable.
—¡Vaya! ¿Llueve? ¿Qué hay de nuevo, Groslin?
Brillaba una llamita en los ojos del joven que dijo unas palabras en voz baja al fotógrafo que le acompañaba. Luego, descolgó el receptor del teléfono.
—Petit Parisien, señorita. Servicio de Prensa. ¡Prioridad! ¿Qué? ¿Tiene comunicación directa con París? Entonces, póngame inmediatamente ¡Oiga, oiga! ¿El Petit Parisien? ¿Señorita Germaine? Póngame con la secretaria de servicio. ¡Aquí, Groslin!
Su voz era impaciente, y su mirada parecía desafiar a los compañeros que le escuchaban. Maigret, que pasó por detrás de él, se detuvo para escuchar.
—¡Oiga! ¿Es usted, señorita Jeanne? Rápido, ¡eh! Aún da tiempo para algunas ediciones de provincia. Los otros no lo tendrán hasta la edición de París. Diga al redactor-jefe que escriba el artículo. Yo no tengo tiempo.
«Asunto de Concarneau. Nuestras previsiones eran exactas. Nuevo crimen. ¡Oiga! ¡Sí, crimen! Un hombre asesinado, si prefiere».
Todo el mundo se había callado. El doctor, fascinado, se acercó al periodista que proseguía, febril, triunfante contento:
—¡Después del señor Mostaguen, después del periodista Jean Servières, el señor Le Pommeret! Sí. ¡Le he deletreado el nombre hace un momento! Acaban de encontrarle muerto en su habitación. ¡En su casa! Ninguna herida. Tiene los músculos rígidos y todo hace pensar en un envenenamiento. Espere. Termine por: «el terror reina». ¡Sí! Vaya en seguida a ver al redactor-jefe. Dentro de un momento le dictaré un artículo para la edición de París, pero el informe tiene que pasar a las ediciones de provincia.
Volvió a colgar, respiró hondo, y lanzó a su alrededor una mirada de júbilo.
El teléfono sonó.
—¡Oiga! ¿El comisario? Hace un cuarto de hora que intentamos hablar con usted. Aquí la casa del señor Le Pommeret. ¡Rápido! ¡Está muerto!
Y la voz repitió:
—Muerto.
Maigret miró a su alrededor. En casi todas las mesas había vasos vacíos. Emma, exangüe, seguía al comisario con la mirada.
—¡Que no toquen ningún vaso ni ninguna botella! —ordenó—. ¿Comprende, Leroy? No se mueva de aquí.
El doctor, con la frente empapada de sudor, se había quitado el pañuelo y se veía su pescuezo delgado, con el cuello de la camisa abrochado.
* * *
Cuando Maigret llegó al piso de Le Pommeret, un médico que vivía en la casa vecina había hecho ya las primeras comprobaciones.
Había allí una mujer de unos cincuenta años, la dueña de la casa, la misma que había telefoneado.
Era una bonita casa de piedras grises frente al mar. En donde cada veinte segundos, el pincel luminoso del faro iluminaba las ventanas.
Un balcón. Un asta de bandera y un escudo con las armas de Dinamarca.
El cuerpo estaba extendido sobre la alfombra rojiza de un estudio lleno de pequeños adornos sin valor. Fuera, cinco personas vieron pasar al comisario sin pronunciar una sola palabra.
En las paredes, fotografías de actrices, dibujos recortados de revistas y enmarcados, algunas dedicatorias de mujeres.
Le Pommeret estaba sin camisa y sus zapatos aún estaban llenos de barro.
—¡Estricnina! —dijo el médico—. Al menos lo juraría. Mire sus ojos. Y sobre todo dese cuenta de la rigidez del cuerpo. La agonía ha durado media hora. Tal vez más.
—¿Dónde estaba usted? —preguntó Maigret a la mujer.
—Abajo. Subarrendaba todo el primer piso al señor Le Pommeret, que comía en mi casa. Llegó a cenar hacia las ocho. No tomó casi nada. Recuerdo que dijo que la electricidad era muy floja, cuando la luz era normal.
»Me dijo también que iba a volver a salir, pero que antes tomaría una aspirina, porque sentía la cabeza pesada.
El comisario miró al doctor de una manera interrogante.
—¡Eso es! Los primeros síntomas.
—Que se declaran… ¿cuánto tiempo después de la absorción del veneno?
—Depende de la dosis y de la constitución de la persona. A veces media hora. Otras veces, dos horas.
—¿Y la muerte?
—No sobreviene hasta el final de una parálisis general. Pero antes hay parálisis locales. Estaba echado en ese diván.
Aquel mismo diván que hacía que llamasen a la casa de Le Pommeret: ¡La casa del pecado! Las fotos de revistas eran más abundantes alrededor del mueble. Una lamparilla lanzaba una luz rosácea.
—Se agitó igual que en una crisis de delirium tremens. Murió en el suelo.
Maigret se dirigió hacia la puerta por la que quería entrar un fotógrafo y se la cerró en las narices.
Calculaba a media voz:
«Le Pommeret salió del café del Almirante un poco después de las siete. Había bebido. Aquí, un cuarto de hora después, bebió y comió. Según lo que usted me dice de los efectos de la estricnina, pudo ingerir el veneno tanto allí como aquí».
Descendió en seguida a la planta baja, donde la casera lloraba, rodeada por tres vecinas.
—¿Dónde están los platos y los vasos de la cena?
Durante unos momentos no comprendió. Y cuando quiso contestar, Maigret ya había visto en la cocina una palangana de agua aún caliente, a la derecha platos limpios y a la izquierda otros sucios y vasos.
—Estaba fregando, cuando…
Entró un guardia urbano.
—Vigile la casa. Eche a todo el mundo fuera, excepto a la dueña. ¡Y ningún periodista, ningún fotógrafo! Que no toquen ningún vaso ni ningún plato.
Había que recorrer quinientos metros en medio de la borrasca para llegar al hotel. El pueblo estaba en la penumbra. Apenas quedaban dos o tres ventanas iluminadas, a gran distancia una de otra.
Por el contrario, en la plaza, en la esquina del muelle, las tres ventanas verdosas del Hotel del Almirante estaban encendidas, pero a causa de los cristales, daba la impresión de un monstruoso acuario.
Al acercarse, se oían ruidos y voces, el timbre del teléfono, el motor de un coche que ponían en marcha.
—¿Dónde va? —preguntó Maigret.
Se dirigió a un periodista.
—¡La línea está cortada! Voy a otro sitio a telefonear para mi edición de París.
El inspector Leroy, de pie en el café, tenía aspecto del profesor que vigila el estudio de la tarde. Alguien escribía sin parar. El viajante de comercio estaba embobado, pues se sentía apasionado en aquella atmósfera nueva para él.
Todos los vasos seguían en las mesas. Había algunas copas que habían contenido aperitivos, vasos de cerveza manchados aún de espuma, vasitos de licor.
—¿A qué hora han quedado vacías las mesas?
Emma trató de recordar.
—No podría decirlo. Hay algunos vasos que he ido quitando a medida que estaban vacíos. Otros llevan ahí toda la tarde.
—¿El vaso del señor Le Pommeret?
—¿Qué bebió, señor Michoux?
Fue Maigret quien contestó:
—Un coñac.
Miró los platitos uno tras otro.
—Seis francos. Pero he servido un whisky a uno de estos señores y es el mismo precio ¿Quizá sea este vaso? Tal vez no.
El fotógrafo, que no perdía ocasión, tomaba fotos de todos los vasos instalados en las mesas de mármol.
—¡Vaya a buscar al farmacéutico! —ordenó el comisario a Leroy.
Y fue verdaderamente la noche de los vasos y los platos. Los trajeron de casa del vicecónsul de Dinamarca. Los reporteros entraban en el laboratorio del farmacéutico como en su propia casa y uno de ellos, antiguo estudiante de medicina, participaba incluso en los análisis.
El alcalde se había contentado con decir por teléfono con voz tajante:
—… toda su responsabilidad…
No se encontraba nada. Por el contrario, el dueño, de repente, preguntó:
—¿Qué han hecho con el perro?
El cuartucho donde le habían echado encima de la paja estaba vacío. El perro, incapaz de andar ni siquiera de arrastrarse, a causa de la venda que aprisionaba sus patas traseras, había desaparecido.
Los vasos no descubrían nada nuevo.
—Tal vez han lavado el del señor Le Pommeret. Ya no me acuerdo. ¡Con este jaleo! —decía Emma.
En la casa, también la mitad de los cacharros habían sido fregados seguramente con agua caliente.
Ernest Michoux, con la tez terrosa, estaba principalmente preocupado por la desaparición del perro.
—Han venido a buscarle por el patio. Hay una entrada que da al muelle. Una especie de callejón sin salida. Habrá que clausurar la puerta, comisario. Si no… Piense que han podido entrar aquí sin que nadie lo advirtiera. ¡Y volverse a marchar con el animal en brazos!
Se diría que no se atrevía a salir del fondo de la sala, que permanecía lo más alejado posible de las puertas.