Capítulo 3

«EL miedo reina en Concarneau»

Le Pommeret sintió la necesidad de confirmar, por el placer de escucharse a sí mismo:

—La mujer vino a mi casa hace un momento, suplicándome que hiciese algo. Servières, cuyo verdadero nombre es Goyard, es un viejo compañero.

La mirada de Maigret pasó del perro canelo a la puerta que se abrió, al vendedor de periódicos que entró como una ráfaga y, por último, a los titulares que podían leerse desde lejos:

«EL MIEDO REINA EN CONCARNEAU»

Luego, unos subtítulos decían:

«Un drama cada día»

«Desaparición de nuestro colaborador Jean Servières»

«Manchas de sangre en su coche»

«¿A quién le toca el turno?»

Maigret agarró de la manga al muchacho de los periódicos.

—¿Has vendido muchos?

—Diez veces más que los otros días, y somos tres vendiendo desde la estación.

En cuanto Maigret le soltó, el muchacho volvió a correr por el muelle, gritando:

«¡El Faro de Brest! ¡Número sensacional!».

El comisario no había tenido tiempo de empezar el artículo, cuando Emma le anunció:

—Le llaman al teléfono.

Una voz furiosa, la del alcalde:

—¡Oiga! ¿Ha sido usted, comisario, quien ha inspirado este estúpido artículo? ¡Y ni siquiera se me ha puesto al corriente! ¡Creo que debo ser el primero a quien se informe de lo que pase en la ciudad de la que soy alcalde! ¿No es así? ¿Qué historia es esa del coche? ¿Y ese hombre de grandes pies? Desde hace media hora, he recibido más de veinte llamadas telefónicas de gente alocada que me pregunta si esas noticias son ciertas. Le repito que quiero que, en adelante…

Maigret colgó, sin decir ni palabra, entró en el café, se sentó y empezó a leer. Michoux y Le Pommeret recorrían con la mirada un mismo periódico colocado sobre el mármol de la mesa.

«Nuestro excelente colaborador Jean Servières ha contado aquí mismo los acontecimientos de los que Concarneau ha sido recientemente el escenario. Era viernes. Un honorable negociante de la ciudad, el señor Mostaguen, salió del Hotel del Almirante, se paró en un portal para encender un cigarro y recibió en el vientre una bala disparada a través del buzón de la casa, una casa deshabitada.

»Sábado. El comisario Maigret, salido recientemente de París y colocado a la cabeza de la Brigada Móvil de Rennes, llegó a esta ciudad, lo que no impidió que se produjese un nuevo drama.

»En efecto, por la noche, una llamada telefónica nos anunció que en el momento en que tres notables de la ciudad, los señores Le Pommeret, Jean Servières y el doctor Michoux a quienes se habían unido los investigadores, tomaban el aperitivo, se dieron cuenta de que el pernod que les habían servido contenía una fuerte dosis de sulfato de estricnina.

»Y este domingo por la mañana se ha encontrado el coche de Jean Servières cerca del río Saint-Jacques sin su propietario que, desde el sábado por la noche, no había sido visto.

»El asiento de delante está manchado de sangre. Una ventanilla rota, lo que hace suponer que ha habido una pelea.

»Tres días: ¡tres dramas! Se concibe que el terror empiece a reinar en Concarneau, cuyos habitantes se preguntan con angustia cuál será la próxima víctima.

»Reina particularmente la confusión entre los habitantes por la misteriosa presencia de un perro canelo al que nadie conoce, que parece no tener dueño y que surge a cada nueva desgracia.

»¿No ha llevado este perro ya a la policía hacia una pista seria? ¿Y no buscan a un individuo que no ha sido identificado, pero que ha dejado en diversos lugares unas huellas curiosas, las de unos pies mucho más grandes que lo normal?

»¿Loco? ¿Vagabundo? ¿Es el autor de todas estas fechorías? ¿A quién va a atacar esta noche?

»Sin duda encontrará a quien hablar, pues los habitantes asustados tendrán la precaución de armarse y disparar a la menor sospecha.

»Mientras tanto, este domingo, la ciudad está como muerta y la atmósfera recuerda a la de las ciudades del Norte cuando, durante la guerra, anunciaban un bombardeo aéreo».

Maigret miró a través de los cristales. Ya no llovía pero las calles estaban llenas de barro negro y el viento continuaba soplando con fuerza. El cielo estaba de un gris lívido.

La gente volvía de misa. Casi todos llevaban El Faro de Brest en la mano. Y todos los rostros se volvían hacia el Hotel del Almirante mientras apresuraban el paso.

Ciertamente, una atmósfera de muerte flotaba sobre la ciudad. ¿Pero no ocurría lo mismo todos los domingos por la mañana? El timbre del teléfono sonó de nuevo.

Oyeron a Emma que contestaba:

—No sé señor. No estoy al corriente. ¿Quiere que llame al comisario? ¡Oiga! ¡Oiga! Han colgado.

—¿Qué pasa? —gruñó Maigret.

—Un periódico de París, creo. Preguntan si hay nuevas víctimas. Han reservado una habitación.

—Llame a El Faro de Brest.

Mientras espera, pasea de un lado para otro, sin echar una mirada al doctor recostado en su silla, ni a Le Pommeret que contemplaba sus dedos ensortijados.

—Oiga… ¿El Faro de Brest? Aquí el comisario Maigret. ¡Quisiera hablar con el director, por favor! ¡Oiga! ¿Es usted? ¡Bien! ¿Quiere decirme a qué hora ha salido de prensa esta mañana su periódico? ¿Eh? ¿A las nueve y media? ¿Podría decirme quién ha redactado el artículo referente a los dramas de Concarneau? ¡Ah! ¡No! ¡Sin historias, eh! ¿Cómo dice? ¿Ha recibido este artículo en un sobre? ¿Sin firma? ¿Y publica usted de esta manera cualquier informe anónimo que le llegue? ¡Mis saludos!

Quiso salir por la puerta que daba directamente al muelle, pero la encontró cerrada.

—¿Qué significa esto? —preguntó a Emma mirándola a los ojos.

—El doctor…

Miró fijamente a Michoux, se encogió de hombros y salió por la otra puerta, la del hotel. La mayoría de los almacenes tenían el cierre echado. La gente endomingada andaba de prisa.

Más allá del agua, donde estaban anclados algunos barcos, Maigret encontró la entrada del río Saint-Jacques, al extremo de la ciudad, en donde las casas bastante más espaciadas dejan sitio a los astilleros. En el muelle se veían barcos en construcción. En el cieno se pudrían barcas viejas.

En el lugar en que un puente de piedra cruza el río que viene a parar al puerto, había un grupo de curiosos rodeando un coche.

Había que dar una vuelta para llegar hasta allí, pues las obras en los muelles impedían el paso. Maigret se dio cuenta, por las miradas que le lanzaban, de que ya todo el mundo le conocía. Y, a la entrada de las tiendas cerradas, vio a gentes inquietas que hablaban en voz baja.

Al fin llegó hasta el coche abandonado al borde de la carretera, abrió la portezuela con un gesto brusco, hizo caer trozos de cristal y no tuvo necesidad de buscar para ver unas manchas oscuras en la tapicería del asiento.

A su alrededor, se amontonaban sobre todo chiquillos y jovenzuelos endomingados.

—¿La casa del señor Servières?

Le acompañaron diez. Se encontraba a trescientos metros, un poco apartada y era una casa burguesa rodeada de un jardín. La escolta se paró al llegar a la verja. Maigret llamó y fue introducido por una sirvienta con cara conmovida.

—¿Está aquí la señora Servières?

En este momento, ésta abría la puerta del comedor.

—¡Diga, comisario! ¿Cree usted que lo habrán matado? Estoy loca… yo…

Era una buena mujer, de unos cuarenta años, con aspecto de ama de casa, cosa que confirmaba la limpieza del interior.

—¿Desde cuándo no ha vuelto a ver a su marido?

—Vino a cenar ayer por la noche. Me di cuenta de que estaba preocupado, pero no quiso decirme nada. Había dejado el coche aparcado delante de la puerta, lo que quería decir que iba a salir por la noche. Yo sabía que era para jugar su partida de cartas en el café del Almirante. Le pregunté si volvería tarde. A las diez, me acosté. Estuve despierta varias horas. Oí dar las once y las once y media. Pero a veces llegaba muy tarde. Debí quedarme dormida. Me desperté de madrugada. Me extrañó ver que no estuviera a mi lado. Entonces pensé que alguien le había llevado a Brest. Aquí, no es muy divertido. Por eso, a veces… No podía volverme a dormir. Desde las cinco de la mañana, estuve levantada mirando por la ventana. No le gusta encontrarme esperándole y aún menos que pregunte por él. A las nueve, corrí a casa del señor Le Pommeret. Al volver, por otro camino, fue cuando vi gente alrededor del coche. ¡Dígame! ¿Por qué iban a matarle? Es el hombre mejor del mundo. Estoy segura de que no tiene ningún enemigo.

Delante de la verja había un grupo estacionado.

—Parece ser que hay manchas de sangre. He visto a algunas personas leer el periódico, pero nadie ha querido enseñármelo.

—¿Llevaba su marido mucho dinero encima?

—No creo ¡Lo normal! Tres o cuatrocientos francos.

Maigret prometió tenerla al corriente, incluso se tomó el trabajo de tranquilizarla con algunas frases vagas. De la cocina llegaba olor a cordero. La sirvienta, con un delantal blanco volvió a acompañarle hasta la puerta.

No hizo sino echar a andar cuando un transeúnte se acercó a él.

—Excúseme, comisario. Me presentaré. Señor Dujardin, maestro. Hace una hora que la gente, sobre todo los padres de mis alumnos, vienen a preguntarme si hay algo de verdad en lo que cuenta el periódico. Algunos quieren saber si en caso de ver al hombre de los grandes pies tienen derecho a disparar.

Maigret no era ningún ángel de paciencia. Gruñó, metiéndose las manos en los bolsillos:

—¡Déjenme en paz!

Y se dirigió hacia el centro de la ciudad.

¡Era absurdo! Nunca había visto una cosa semejante. Aquello le recordaba a las tormentas de las películas. Muestran una calle alegre, un cielo sereno. Luego, pasa una nube, oculta el sol. Un fuerte viento barre la calle. Iluminación glauca. Contraventanas que golpean. Remolinos de polvo. Gruesas gotas de agua.

¡Y se ve la calle bajo una fuerte lluvia, bajo un cielo dramático!

Concarneau cambió de repente. El artículo de El Faro de Brest no había sido más que un punto de partida. Hacía mucho que los comentarios aumentaban enormemente la versión escrita.

¡Y encima era domingo! ¡Los habitantes no tenían nada que hacer! Elegían como punto de reunión el coche de Jean Servières, al lado del cual hubo que dejar a dos gendarmes. Los mirones permanecían allí horas, escuchando las explicaciones dadas por los mejor informados.

Cuando Maigret volvió al Hotel del Almirante, el dueño, con gorro blanco, presa de un nerviosismo desacostumbrado, le agarró de la manga.

—Tengo que hablarle, comisario. Esto se hace inaguantable.

—Antes de nada, va a servirme la comida.

—Pero…

Maigret fue a sentarse a un rincón, rabioso.

Pidió:

—¡Una cerveza! ¿No ha visto a mi inspector?

—Ha salido. Creo que le llamó el alcalde. Acaban de telefonear otra vez de París. Un periódico ha reservado dos habitaciones, para un reportero y un fotógrafo.

—¿El doctor?

—Está arriba. Ha dicho que no recibe a nadie.

—¿Y el señor Le Pommeret?

—Acaba de salir.

El perro canelo ya no está allí. Algunos, con una flor en el ojal, el cabello tieso de fijador, estaban sentados en las mesas, sin beber lo que habían pedido. Habían venido para ver. Y parecían orgullosos de haber tenido ese valor.

—Ven aquí, Emma.

Había una especie de simpatía innata entre la chica de la recepción y el comisario. Se acercó a él con abandono, y se dejó arrastrar a un rincón.

—¿Estás segura de que el doctor no ha salido para nada esta noche?

—Le juro que no he dormido en su habitación.

—¿Ha podido salir?

—No creo. Tiene miedo. Esta mañana, fue él quien me hizo cerrar la puerta que da al muelle.

—¿Cómo es que te conoce ese perro canelo?

—No sé. No lo he visto nunca. Viene. Vuelve a marcharse. Incluso me pregunto quién le dará de comer.

—¿Hace mucho que se ha marchado?

—No me he fijado.

El inspector Leroy entró, nervioso.

—Comisario, el alcalde está furioso. ¡Y no es un cualquiera! Me ha dicho que es primo del Ministro de Justicia. Pretende que estamos trabajando para nada. Que para lo único que servimos es para llenar de pánico al pueblo. Quiere que detengamos a alguien, a cualquiera, con tal de tranquilizar a la gente. Le he prometido que hablaría de esto con usted. Me volvió a repetir que nunca han estado tan comprometidas tanto su carrera como la mía.

Maigret limpió tranquilamente su pipa.

—¿Qué va usted a hacer?

—Nada.

—Sin embargo…

—¡Es usted joven, Leroy! ¿Ha encontrando huellas interesantes en el hotel del doctor?

—He enviado todo al laboratorio. Los vasos, las latas de conserva, el cuchillo. Hasta he hecho un molde de yeso con las huellas del hombre y las del perro. Ha sido difícil, pues el yeso de aquí es de baja calidad. ¿Tiene alguna idea?

Por toda respuesta, Maigret sacó un cuadernito de su bolsillo y el inspector leyó, cada vez más desorientado:

«Ernest Michoux (llamado el Doctor). Hijo de un pequeño industrial de Seine-et-Oise que fue diputado durante una legislatura y que, luego, se arruinó. Su padre murió. Su madre es una intrigante. Intentó, con su hijo, explotar unos terrenos en Jean-les-Pins. Fracaso completo. Hace lo mismo en Concarneau. Montó una sociedad anónima, gracias al apellido de su difunto marido. No aportó ningún capital. Actualmente, trata de obtener que los gastos de viabilidad de los terrenos sean pagados por el municipio y el departamento.

»Ernest Michoux está casado y divorciado. Su antigua mujer se casó de nuevo con un notario de Lille.

»Tipo de degenerado. Carácter difícil».

El inspector miró a su jefe, con aire de decir:

—¿Y qué más?

Maigret le enseñó las líneas siguientes:

«Yves Le Pommeret. Familia Le Pommeret. Su hermano Arthur dirige la mayor fábrica de latas de conserva de Concarneau. Pequeña nobleza. Yves Le Pommeret es el niño mimado de la familia. Jamás ha trabajado. Hace mucho tiempo, en París, agotó la mayor parte de la herencia. Vino a instalarse a Concarneau cuando ya sólo tenía veinte mil francos de renta. No obstante aparenta ser una personalidad, aunque sea él mismo quien se limpie los zapatos. Numerosas aventuras con jóvenes obreras. Hubo que echar tierra sobre algunos escándalos. Caza en todos los castillos de los alrededores. Por relaciones ha llegado a hacerse nombrar vicecónsul de Dinamarca. Solicita la Legión de Honor. Recurre a veces a su hermano para pagar sus deudas».

«Jean Servières (seudónimo de Jean Goyard). Nacido en Morbihan. Es durante mucho tiempo periodista en París, secretario general de pequeños teatros, etcétera… Tuvo una modesta herencia y se instaló en Concarneau. Se casó con una antigua obrera, que desde hacía quince años era su amante. Vida burguesa. Algunos escándalos en Brest y en Nantes. Vive más de pequeñas rentas que del periodismo, del que está muy orgulloso».

—¡No comprendo! —balbució el inspector.

—¡Diablos!, deme sus notas.

—Pero… ¿Quién le ha dicho que…?

—Deme.

El carnet del comisario era un cuadernito barato, el papel cuadriculado, con tapas de hule. El del inspector Leroy era una agenda con páginas móviles, montada en acero.

Con aire paternal, Maigret leyó:

«1. ASUNTO MOSTAGUEN: la bala que alcanzó al negociante en vinos iba, sin duda, destinada a otra persona. Como no podía preverse que alguien iba a pararse en el portal, debían haber dado una cita en este lugar a la verdadera víctima, que no acudió, o que llegó demasiado tarde.

»A no ser que la única finalidad sea aterrorizar al pueblo. El asesino conoce de maravilla Concarneau. (Omitido analizar cenizas de cigarrillo encontradas en el corredor.)

»2. ASUNTO DE PERNOD ENVENENADO: en invierno, el café del Almirante está casi todo el día vacío. Cualquier persona conocedora de este detalle ha podido entrar y echar el veneno en las botellas. En dos botellas. Por lo tanto, iba destinado especialmente a los consumidores de pernod y de calvados. (Sin embargo, hay que tener en cuenta que el doctor ha notado a tiempo y sin el menor trabajo los grumos de polvo blanco en el líquido.)

»3. ASUNTO DEL PERRO CANELO: conoce el café del Almirante. Tiene un amo. ¿Pero quién es? Parece tener por lo menos cinco años.

»4. ASUNTO SERVIÈRES: descubrir examinando la letra quién ha enviado el artículo a El Faro de Brest».

Maigret sonrió, devolvió la agenda a su compañero y dijo:

—Muy bien.

Después añadió, con una mirada de mal humor a los curiosos que se veían continuamente a través de los cristales verdes:

—¡Vamos a comer!

Un poco más tarde, Emma les diría, cuando estaban solos en el comedor con el viajante de comercio que había llegado por la mañana, que el doctor Michoux, cuyo estado había empeorado, había pedido que le sirviesen en su habitación una comida ligera.

* * *

Por la tarde, el café del Almirante, con sus cristales glaucos, era como una vidriera del Botánico ante la que desfilan los curiosos endomingados. Se les veía luego dirigirse hacia el final del puerto, donde el coche de Servières era la segunda atracción, guardada por dos policías.

El alcalde telefoneó tres veces, desde su suntuoso hotel de Sables-Blancs.

—¿Han detenido a alguien?

Maigret apenas se tomaba el trabajo de contestar. La juventud de dieciocho a veinticinco años invadió el café. Había grupos escandalosos que tomaban posesión de una mesa y pedían consumiciones que luego no bebían.

No llevaban cinco minutos en el café y las réplicas se espaciaban, las risas se ahogaban, la confusión dejaba sitio al bluff. Y se iban unos tras otros.

La diferencia fue más sensible cuando tuvieron que encender las luces. Eran las cuatro. Como de costumbre, la multitud seguía paseando.

Aquella noche, fue la soledad y un silencio de muerte. Se diría que todos los que paseaban se habían puesto de acuerdo. En menos de un cuarto de hora, las calles quedaron desiertas y el silencio sólo era roto por los pasos precipitados de algún transeúnte ansioso por refugiarse en su casa.

Emma tenía los codos apoyados en la caja. El dueño iba de la cocina al café, donde Maigret se empeñaba en no escuchar sus quejas.

Ernest Michoux bajó, hacia las cuatro y media, en zapatillas. Le había crecido la barba. Su pañuelo de seda, color crema, estaba manchado de sudor.

—¿Está usted aquí, comisario?

Aquello pareció tranquilizarle.

—¿Y su inspector?

—Le he mandado a dar una vuelta por la ciudad.

—¿Y el perro?

—No lo hemos visto desde esta mañana.

El suelo estaba gris, el mármol de las mesas de un blanco crudo veteado de azul. A través de los cristales, se adivinaba el reloj luminoso de la vieja ciudad que marcaba las cinco menos diez.

—¿Siguen sin saber quién ha escrito este artículo?

El periódico estaba sobre la mesa. Y uno acababa por no ver más que seis palabras:

«¿A quién le toca el turno?»

El timbre del teléfono sonó. Emma contestó:

—No. Nada. No sé nada.

—¿Quién es? —preguntó Maigret.

—Otra vez un periódico de París. Parece ser que los redactores llegan en coche.

No había terminado su frase cuando el timbre sonó de nuevo.

—Es para usted comisario.

El doctor, muy pálido, seguía a Maigret con la mirada.

—¡Oiga! ¿Quién está al aparato?

—Leroy. Estoy en la parte vieja de la ciudad, cerca del paso de agua. Ha habido un disparo. Un zapatero ha visto desde su ventana al perro canelo.

—¿Muerto?

—¡Herido! Le ha dado en un costado. El animal apenas puede arrastrarse. La gente no se atreve a acercarse. Le estoy telefoneando desde un café. El animal está en medio de la calle. Puedo verlo a través del cristal. Está aullando. ¿Qué hago?

Y la voz que el inspector hubiese querido que fuese tranquila, era preocupada, como si aquel perro herido hubiese tenido algo de sobrenatural.

—Hay gente en todas las ventanas. Diga, comisario, ¿hay que rematarle?

El doctor, con la tez grisácea, estaba de pie, detrás de Maigret y preguntó tímidamente:

—¿Qué pasa? ¿Qué dice?

Y el comisario veía a Emma apoyada en el mostrador con la mirada perdida.