El doctor en zapatillas
El inspector Leroy, que sólo tenía veinticinco años, se parecía más a lo que llaman un joven bien educado que a un inspector de policía.
Acababa de salir de la escuela. Era su primer asunto y desde hacía unos momentos observaba a Maigret con aire desolado. Trataba de atraer discretamente su atención. Acabó por murmurar enrojeciendo:
—Excúseme, comisario. Pero, las huellas…
Debía pensar que su jefe pertenecía a la vieja escuela e ignoraba el valor de las investigaciones científicas. Maigret, mientras daba una chupada a su pipa, dijo:
—Si quiere…
No volvieron a ver al inspector Leroy, que llevó con precaución la botella y los vasos a su habitación y se pasó la tarde preparando un paquete modelo, cuyo esquema tenía en el bolsillo, estudiado para hacer viajar los objetos sin borrar las huellas.
Maigret se sentó en un rincón del café. El dueño, con bata blanca y un gorro de cocinero, miró a su casa como si hubiese sido devastada por un ciclón.
El farmacéutico había hablado. Fuera, se oía a gente que cuchicheaba. Jean Servières fue el primero que se puso el sombrero.
—¡Esto no es lo único! Yo estoy casado y la señora Servières me espera. ¿Tú te quedas, Michoux?
El doctor contestó sólo encogiéndose de hombros. El farmacéutico intentaba representar un papel de primer plano. Maigret le oyó decir al dueño:
—… y que es necesario, naturalmente, analizar el contenido de todas las botellas. Puesto que hay aquí alguien de la policía, basta con que me dé la orden…
Había más de sesenta botellas de aperitivos variados y de licores en el armario.
—Es una buena idea. Sí, tal vez sea prudente.
—¿Qué es lo que piensa, comisario?
El farmacéutico era bajito, delgado y nervioso. Se agitaba el triple de lo necesario. Tuvieron que buscarle una cesta para las botellas. Luego telefoneó a un café de la vieja ciudad para que dijesen a su empleado que le necesitaba.
Sin sombrero, recorrió cinco o seis veces el camino del Hotel del Almirante a su oficina, atareado, encontrando tiempo para lanzar unas palabras a los curiosos que se habían agrupado en la acera.
—¿Qué va a ser de mí, si se me llevan toda la bebida? —gemía el dueño—. ¡Y nadie piensa en comer! ¿No va a cenar, comisario? ¿Y usted, doctor? ¿Vuelve a su casa?
—No. Mi madre está en París. La criada tiene permiso.
—Entonces, ¿va a dormir aquí?
* * *
Llovía. Las calles estaban llenas de un barro negro. El viento agitaba las persianas del primer piso. Maigret había cenado en el comedor, no lejos de la mesa donde se había instalado el doctor, con aspecto fúnebre.
A través de los vidrios verdes, podía uno imaginarse, fuera, las cabezas de los curiosos que, a veces, se pegaban a los cristales. La chica de la recepción permaneció ausente una media hora, el tiempo de poder cenar ella también. Luego volvió a su sitio de costumbre, a la derecha de la caja, con un codo apoyado en ésta y una servilleta en la mano.
—Deme una botella de cerveza —dijo Maigret.
Se dio cuenta de que el doctor le observaba mientras bebía y después de hacerlo, como esperando los síntomas del envenenamiento.
Jean Servières no volvió como había dicho. Le Pommeret tampoco. Así, el café quedó desierto, ya que la gente prefería no entrar y, sobre todo, no beber. Fuera, se decía que todas las botellas estaban envenenadas.
—¡Como para matar a toda la ciudad!
El alcalde telefoneó, desde su hotel de Sables-Blancs, para enterarse exactamente de lo que sucedía. Luego, volvió a reinar el triste silencio. En un rincón, el doctor Michoux hojeaba los periódicos sin leerlos. La chica de la recepción seguía inmóvil. Maigret fumaba plácidamente y, de vez en cuando, el dueño venía a echar un vistazo y asegurarse de esta manera que no había ocurrido un nuevo drama.
Se oía el reloj de la vieja ciudad dar las horas y las medias. Cesaron los pasos y los conciliábulos en la acera. Ya sólo se oía la queja monótona del viento y la lluvia que golpeaba los cristales.
—¿Duerme usted aquí? —preguntó Maigret al doctor.
Era tal el silencio, que el solo hecho de hablar en voz alta llenaba el ambiente de inquietud.
—Sí. Lo hago a veces. Vivo con mi madre, a tres kilómetros de la ciudad. En una casa enorme. Mi madre ha ido a pasar unos días a París y la criada me ha pedido permiso para asistir a la boda de su hermano.
Se levantó, dudó y dijo con bastante prisa:
—Buenas noches.
Desapareció por la escalera. Se le oyó quitarse los zapatos, en el primer piso, precisamente encima de la cabeza de Maigret. En el café sólo quedaron la chica de la caja y el comisario.
—¡Ven aquí! —le dijo recostándose en la silla.
Y al ver que permanecía de pie, en actitud afectada, añadió:
—¡Siéntate! ¿Qué edad tienes?
—Veinticuatro años.
Se notaba en ella una humildad exagerada. Sus ojos cansados, su manera de deslizarse sin hacer ruido, sin chocar con nada, estremeciéndose de inquietud a la mínima palabra, armonizaban muy bien con la idea que uno se hace de la fregona acostumbrada a soportarlo todo. Y sin embargo, tras su apariencia se notaba algo de orgullo que ella se esforzaba en ocultar.
Parecía anémica. Su pecho aplastado no estaba hecho para despertar la sensualidad. Sin embargo, atraía, por su inquietud, su cansancio, su aire enfermizo.
—¿Qué hacías antes de trabajar aquí?
—Soy huérfana. Mi padre y mi hermano murieron en el mar, en el Trois-Mages. Mi madre murió hace ya mucho tiempo. Primero, fui vendedora en la papelería de la plaza de Correos.
¿Qué buscaba su mirada inquieta?
—¿Tienes algún amante?
Volvió la cabeza sin decir nada y Maigret, con la mirada fija en su rostro, fumó más despacio y bebió un trago de cerveza.
—¡Debe haber algún cliente que te haga la corte! Los que estaban aquí hace un momento son clientes. Vienen todas las tardes. Les gustan las chicas guapas. ¡Vamos! ¿Cuál de ellos?
Más pálida, articuló con una mueca de cansancio:
—Sobre todo el doctor.
—¿Eres su amante?
Le miró con veleidad de confianza.
—Hay otras. A veces soy yo, cuando le da por ahí. Duerme aquí. Me dice que vaya a su habitación.
Rara vez habían hecho a Maigret una confesión tan sincera.
—¿Te da algo?
—Sí. No siempre. Dos o tres veces, cuando es mi día de salida, me ha llevado a su casa. Anteayer también. Aprovecha que su madre está de viaje. Pero hay otras chicas.
—¿Y el señor Le Pommeret?
—Lo mismo. Excepto que sólo he ido una vez a su casa, hace mucho tiempo. Había una empleada de la pescadería y… ¡no quise! Tienen alguna nueva todas las semanas.
—¿También el señor Servières?
—No es lo mismo. Está casado. Según parece va de juerga a Brest. Aquí, se contenta con bromear, y pellizcarme cuando paso.
Seguía lloviendo. A lo lejos se oía la sirena de un barco que debía buscar la entrada del puerto.
—¿Y ocurre así durante todo el año?
—No todo el año. En invierno, están solos. A veces, beben una botella con algún viajante de comercio. Pero en verano hay gente. El hotel está lleno. Por la noche, siempre se reúnen diez o quince a beber champaña o hacen una fiesta en algún hotel. Hay coches, chicas guapas. Nosotros, tenemos trabajo. En verano no soy yo quien sirve sino los camareros. Entonces, estoy abajo.
¿Qué es lo que buscaba de ella? Estaba mal sentada al borde de la silla y parecía dispuesta a levantarse de repente.
Se oyó un débil timbrazo. Miró a Maigret y luego al tablero eléctrico que estaba colocado detrás de la caja.
—¿Me permite?
Subió. El comisario oyó pasos y un murmullo confuso de voces, en el primero, en la habitación del doctor.
El farmacéutico entró, un poco borracho.
—¡Ya está, comisario! ¡Cuarenta y ocho botellas analizadas! ¡Y a conciencia, se lo juro! No hay la menor huella de veneno excepto en el pernod y el calvados. El dueño puede ya enviar a alguien a recoger su material. Dígame, entre nosotros, ¿cuál es su parecer? Anarquistas, ¿verdad?
Emma volvió, y en seguida salió a la calle para cerrar las contraventanas y esperó a poder cerrar la puerta.
—¿Y bien? —dijo Maigret cuando estuvieron de nuevos solos.
La chica de la recepción volvió la cabeza sin contestar, con un pudor inesperado, y el comisario tuvo la impresión de que si insistía un poco se iba a deshacer en lágrimas.
—¡Buenas noches, pequeña! —dijo.
* * *
Cuando el comisario bajó, creyó que había sido el primero en levantarse al ver lo oscuro que estaba el cielo. Desde su ventana, había visto el puerto desierto, en el que una grúa solitaria descargaba arena de un barco. Por las calles, algunos paraguas e impermeables huían rozando las casas.
En medio de la escalera, se cruzó con un viajante de comercio que acababa de llegar y cuya maleta llevaba un mozo.
Emma barría la sala de abajo. En una mesa de mármol había una taza con un poco de café en el fondo.
—¿Es de mi inspector? —preguntó Maigret.
—Hace mucho tiempo que me ha preguntado el camino de la estación para llevar un paquete grande.
—¿El doctor?
—Le he subido el desayuno. Está enfermo. No quiere salir.
Y la escoba seguía levantando polvo mezclado con aserrín.
—¿Qué toma?
—Café solo.
Tuvo que pasar muy cerca de él para ir a la cocina. En ese momento, la cogió por los hombros con sus manazas, la miró a los ojos, brusco y cordial al mismo tiempo.
—Dime, Emma.
Intentó sólo un movimiento tímido para soltarse, permaneció inmóvil, temblorosa, haciéndose lo más pequeña posible.
—Entre nosotros, ¿qué sabes de esto? ¡Cállate! ¡No vas a decirme la verdad! Eres una pobre chiquilla y no quiero buscarte líos. ¡Mírame! La botella, ¿eh? Habla, ahora… claro.
—Le juro…
—¡No es necesario jurar!
—¡No he sido yo!
—¡Diablos! ¡Ya sé que no has sido tú! ¿Pero quién ha sido?
De repente, los párpados se le hincharon y sus ojos se llenaron de lágrimas. El labio inferior se levantó espasmódico y la chica de la recepción estaba tan conmovida que Maigret dejó de sujetarla.
—¿El doctor… esta noche?
—¡No! No fue para lo que usted cree.
—¿Qué quería?
—Me preguntó lo mismo que usted. Me amenazó. Quería que le dijese quién había tocado las botellas. Casi me ha pegado. ¡Y no lo sé! Por mi madre, le juro que…
—Tráeme mi café.
Eran las ocho de la mañana. Maigret fue a comprar tabaco, dio una vuelta por la ciudad. Cuando volvió, hacia las diez, el doctor estaba en el café, en zapatillas, con un pañuelo enrollado a la garganta, igual que un cuello postizo. Parecía cansado y su cabello rojizo estaba despeinado.
—No parece encontrarse muy bien.
—Estoy enfermo. Debí esperármelo. Son los riñones. En cuanto me ocurre lo más mínimo, una contrariedad, una emoción, es así como se manifiesta. No he pegado ojo en toda la noche.
No quitaba la mirada de la puerta.
—¿No vuelve a su casa?
—No hay nadie. Aquí estoy mejor cuidado.
Había enviado a comprar todos los periódicos de la mañana. Allí estaban en desorden encima de la mesa.
—¿No ha visto usted a mis amigos? ¿Servières? ¿Le Pommeret? Es raro que no hayan venido a enterarse de algo nuevo.
—¡Bah! sin duda estarán durmiendo todavía —suspiró Maigret—. ¡Por cierto! No he visto a ese horrible perro amarillo. ¡Emma! ¿Ha vuelto usted a ver al perro? ¿No? Aquí viene Leroy, sin duda lo habrá visto en la calle. ¿Qué hay de nuevo, Leroy?
—He mandado las botellas y los vasos al laboratorio. He pasado por la gendarmería y por el Ayuntamiento. Según creo, estaba usted hablando del perro. Parece ser que un campesino lo ha visto esta mañana en el jardín del señor Michoux.
—¿En mi jardín?
El doctor se había levantado. Sus blancas manos temblaban.
—¿Qué es lo que hacía en mi jardín?
—Por lo que me han dicho, estaba echado en el umbral del hotel y, cuando el campesino se acercó, gruñó de tal manera que el hombre prefirió marcharse.
Maigret observó de reojo los rostros.
—Oiga, doctor, ¿y si fuésemos juntos hasta su casa?
Una sonrisa contraída:
—¿Con esta lluvia? ¿Con mi crisis? Esto me costaría por lo menos ocho días más de cama. ¡Qué importa ese perro! Un vulgar perro vagabundo, sin duda.
Maigret se puso el sombrero, el abrigo.
—¿Dónde va?
—No sé. A respirar el aire. ¿Me acompaña, Leroy?
Una vez fuera, todavía pudieron ver la larga cabeza del doctor que deformada por los cristales parecía aún más larga, cubriéndola de un color verdoso.
—¿Dónde vamos? —preguntó el inspector.
Maigret se encogió de hombros y vagabundeó durante un cuarto de hora alrededor del muelle, como alguien que se interesa por los barcos. Al llegar cerca de la escollera, torció a la derecha y tomó un sendero designado por un cartel como el camino de Sables-Blancs.
—Si hubiesen analizado las cenizas de cigarrillo encontradas en el corredor de la casa vacía… —empezó a decir Leroy después de toser.
—¿Qué piensa de Emma? —le interrumpió Maigret.
—Pienso… La dificultad, a mi parecer, sobre todo en un sitio como éste, donde todo el mundo se conoce, debe ser la de procurarse semejante cantidad de estricnina.
—No le pregunto eso. Por ejemplo, ¿sería usted su amante?
El pobre inspector no supo qué contestar. Y Maigret le obligó a pararse y a desabrochar su abrigo para poder encender su pipa resguardado del viento.
* * *
La playa de Sables-Blancs, bordeada por algunos hoteles y, entre otras, una suntuosa vivienda de las que merecen el nombre de castillo, y que pertenecía al alcalde de la ciudad, se extiende entre dos puntas rocosas, a tres kilómetros de Concarneau.
Maigret y su compañero chapotearon por la arena cubierta de algas y apenas miraron a las casas vacías con las contraventanas cerradas.
Más allá de la playa, el terreno se alza y unas rocas picudas, coronadas de abetos, se hunden en el mar.
Un gran cartel: «Urbanización de Sables-Blancs». Un plano, en varios colores, con las parcelas vendidas ya y las parcelas disponibles. Un kiosco de madera: «Oficina de venta de terrenos».
Por último: «En caso de ausencia, dirigirse al señor Ernest Michoux, administrador».
En verano, todo esto recién pintado debe resultar alegre. Con la lluvia y el barro, con el ruido de la resaca, era más bien siniestro.
En el centro había un gran hotel nuevo, de piedra gris, con terraza, piscina y jardín que aún no estaba florido.
Más lejos, los cimientos de otros hoteles: unos trozos de pared que salían del suelo y dibujaban ya las habitaciones.
El kiosco no tenía ventanas. Montones de arena esperaban ser instalados en el nuevo camino que estaba medio cerrado por una apisonadora. En la cumbre del acantilado, había un hotel, o más bien un futuro hotel, sin terminar, con las paredes de un blanco crudo, y las ventanas cerradas con planchas de cartón.
Maigret avanzó tranquilamente y empujó la barrera que daba acceso al hotel del doctor Michoux. Cuando estaba en el umbral y tendió la mano hacia el botón de la puerta, el inspector Leroy dijo:
—¡No tenemos orden del juez! ¿No cree usted que?…
Una vez más, su jefe se encogió de hombros. Por los paseos, se veían las huellas profundas que habían dejado las patas del perro canelo. Había otras huellas: las de unos pies enormes calzados con zapatos de clavos. ¡Por lo menos del cuarenta y seis!
El botón giró. La puerta se abrió como por encanto y pudieron ver en la alfombra las mismas huellas de barro: las del perro y las de los famosos zapatos.
El hotel, de una arquitectura complicada, estaba amueblado de una forma pretenciosa. Por todas partes rincones, con divanes, bibliotecas bajas, muebles camas bretones transformados en vitrinas, pequeñas mesas turcas o chinas. ¡Y demasiadas alfombras y colgaduras!
La voluntad manifiesta de realizar, con cosas viejas, un conjunto rústico-moderno.
Algunos paisajes bretones. Desnudos firmados, dedicados: «A mi buen amigo Michoux». O también: «Al amigo de los artistas».
El comisario miraba todo ese baratillo con aire de mal humor, mientras el inspector Leroy no podía dejar de impresionarse por esta falsa distinción.
Y Maigret abrió las puertas, echó un vistazo a las habitaciones, varias de las cuales no estaban amuebladas. El yeso de las paredes aún estaba húmedo.
Acabó por empujar una puerta con el pie y tuvo un murmullo de satisfacción al ver la cocina. Encima de la mesa de madera blanca había dos botellas de burdeos vacías.
Unas diez latas de conserva habían sido abiertas torpemente con un cuchillo cualquiera. La mesa estaba sucia, grasienta. Habían comido, en las mismas latas, arenques al vino blanco, guisado frío, setas y albaricoques.
El suelo estaba sucio. Había restos de carne, y una botella de champaña rota; el olor del alcohol se mezclaba con el de los alimentos.
Maigret miró a su compañero con una sonrisa extraña.
—¿Cree usted, Leroy, que ha sido el doctor quien ha hecho esta comida de cerdos?
Y como el otro no contestaba:
—¡Espero que tampoco haya sido su mamá! ¡Ni siquiera la criada! ¡Mire! A usted que le gustan las huellas. Más bien son cortezas de barro que dibujan una suela. Del número cuarenta y cinco a cuarenta y seis. ¡Y las huellas del perro!
Llenó una nueva pipa, y cogió cerillas de un estante.
—¡Investigue todo lo que haya que investigar aquí dentro! No es trabajo lo que falta. ¡Hasta ahora!
Se fue, con las manos en los bolsillos y el cuello del abrigo levantado, por la playa de Sables-Blancs.
Cuando entró en el Hotel del Almirante, la primera persona que vio fue al doctor Michoux, en su rincón, aún en zapatillas, sin afeitar, con su pañuelo alrededor del cuello.
Le Pommeret, tan correcto como el día anterior, estaba sentado a su lado y los dos hombres dejaron acercarse al comisario sin decir ni palabra.
Fue el doctor quien articuló con voz mal timbrada:
—¿Sabe lo que acaban de decirme?, que Servières ha desaparecido. Su mujer está enloquecida. Nos dejó ayer por la noche. Desde entonces, no le han vuelto a ver.
Maigret tuvo un sobresalto, no por lo que acababan de decirle, sino porque acababa de ver al perro canelo, echado a los pies de Emma.