VIII

El café con leche de Felicia

Ella tiene los ojos muy abiertos. No sabe la hora que es. La víspera por la noche se olvidó de subirse el despertador como tiene por costumbre. La estancia está sumergida en la penumbra y no se ve del día que despunta más que rayas plateadas entre las hendiduras de los postigos.

Felicia escucha. No sabe nada. Todavía está adormilada, como cansada de haber dormido un sueño demasiado profundo y no llega en seguida a darse cuenta de lo real y de sus sueños; ha discutido, se acuerda de haber discutido con vehemencia, incluso se ha pegado con este hombre plácido al que detesta tanto y que ha jurado su perdición. ¡Oh, cómo le odia!…

¿Quién ha abierto la puerta? Porque han abierto su puerta durante la noche. Esperaba, ansiosamente. Todo estaba oscuro. Una luz amarillenta venía del descansillo, luego la puerta se cerró, el runruneo de un motor… Todo su sueño ha estado atravesado por runruneos de motores…

No se mueve, no se atreve a moverse, le parece que le amenaza un peligro, tiene un peso en el estómago… El bogavante… Se acuerda… Ha comido demasiado bogavante… Se ha tragado una droga… Él la ha forzado a tragarse una droga.

Estira la oreja. ¿Qué es eso? Hay alguien en la cocina. Reconoce el ruido familiar del molinillo de café. Sueña. No es posible que alguien se haya ocupado de moler el café…

Mira fijamente al techo, con todas sus facultades en tensión. Se vierte el agua hirviendo… El olor sube por el hueco de la escalera y llega hasta ella. Un choque de loza. Otro ruido que conoce bien, el del tarro del azúcar que se abre, la puerta de la alacena…

Sube. Y la víspera no ha cerrado la puerta, se acuerda de ello. ¿Por qué no ha dado una vuelta a la llave? ¡Por orgullo! ¡Sí! Para no mostrar a ese hombre que tenía miedo. Se había prometido ir en seguida a cerrar la puerta sin ruido, cuando él hubiese bajado, pero se había dormido en seguida.

Llaman. Se incorpora sobre un codo. Se fija en la puerta con angustia, los nervios en tensión. Llaman de nuevo.

—¿Qué pasa?

—El desayuno…

Con el ceño fruncido busca su bata, no la encuentra, se hunde con rapidez entre las sábanas en el momento en que se entreabre la puerta y ve en primer lugar una bandeja cubierta con una servilleta, una taza de motitas azules…

—¿Has dormido bien?

Maigret está allí, más plácido que nunca. No parece darse cuenta de que está en la habitación de una muchacha y que está acostada todavía.

—¿Qué es lo que quiere?

Pone la bandeja en el velador. Está fresco, dispuesto. ¿Dónde se ha arreglado? Abajo, sin duda. En la cocina o en el brocal de los pozos. Sus cabellos están todavía húmedos.

—Por la mañana tomas café con leche, ¿no es cierto? Desgraciadamente no he podido alejarme para ir a casa de Mélanie Chochoi a comprar pan tierno… Come, mi pequeña… ¿Quieres que me vuelva mientras te paso esta bata?

A su pesar, ella obedece y bebe un sorbo de café con leche ardiendo. Permanece inmóvil, su gesto en suspenso.

—¿Quién está abajo?

Alguien se ha movido, está segura.

—¿Quién está abajo?… Responda…

—El asesino…

—¿Qué dice?

Ha saltado fuera de las sábanas.

—¿Qué se propone ahora?… Ha jurado volverme loca… No hay nadie para defenderme, nadie para…

Se ha sentado en el borde del lecho, la mira agitarse, menea la cabeza, suspira:

—Pues te digo que es el asesino el que está abajo… Ya me parecía que volvería… En la situación en que está, se lo tenía que jugar el todo por el todo… Sin contar que ha debido creer que yo dirigía las operaciones desde París… No ha supuesto que me obstinaría en vigilar esta casa…

—¿Ha venido?

Se contiene. No lo sabe. Grita cogiéndose a las muñecas de Maigret…

—¿Pero quién?… ¿Quién es?… ¿Cómo es posible que…?

Tiene tantas ganas de saber que se precipita hacia la escalera, sola, para ir a ver, delicada y nerviosa en su bata de un azul agresivo, pero se detiene pronto, cogida por el miedo.

—¿Quién es?

—¿Me sigues detestando?

—Sí… No sé…

—¿Por qué me has mentido?

—¡Qué!

—Escúchame, Felicia…

—No quiero escucharle más… Quiero abrir la ventana, pedir socorro…

—¿Por qué no me has dicho nunca que, el lunes por la mañana, al volver, viste a Jacques Pétillon que abandonaba precisamente el jardín?… Porque le viste… Tenía que pasar por detrás del seto… Para él fue el viejo Lapie a coger el garrafón y los dos vasos a la alacena… Creyó que su sobrino venía a hacer las paces, a pedirle perdón, ¿qué se yo?

Helada, ella le escucha sin un gesto, sin una protesta.

—Y creíste que era Jacques el que había asesinado a su tío. Encontraste el revólver en la habitación y te lo guardaste en el pecho durante tres días antes de desembarazarte de él deslizándolo en el bolsillo de un viajero del metro… Te has tomado por una heroína… Querías salvar al hombre que amas costase lo que costase —y eso que el pobre no sabe nada… A pesar de que por tu culpa y por tus mentiras ha estado a punto de ser arrestado por un crimen que no ha cometido…

—¿Cómo lo sabe?

—Porque el asesino está abajo…

—¿Quién es?

—No le conoces…

—Intenta todavía tirarme de la lengua… Pero no responderé, ¿entiende?, no diré nada… En primer lugar, salga de aquí y déjeme vestirme… No… Quédese… ¿Por qué Jacques tenía que venir justamente el lunes por la mañana?

—Porque el Músico se lo había pedido.

—¿Qué Músico?

—Un compañero… En París, ya sabes, se traba conocimiento con individuos de todas clases, buenos y malos… Sobre todo cuando se es saxofonista en una boîte… Harías bien en beberte tu café con leche ahora que todavía está un poco caliente.

Mira por la ventana de la que ha abierto las persianas.

—¡Anda! Ahí está tu amiga Léontine que va a buscar el pan… Mira para aquí… ¡Qué de historias tendrás para contarle!…

—No le contaré nada de nada…

—¿Apuestas algo?

—No apostaré con usted…

—¿Me sigues detestando tanto?

—¿Jacques es inocente?

—Si es que sí, no me detestas más. Si es que no, al contrario… ¡Sagrada Felicia! Pues bien, Jacques es culpable de haber, una noche, hace más o menos un año, mientras vivía en esta casa, bajo el techo de su tío, es culpable digo, de haber dado hospitalidad durante una o varias noches a un individuo al que había conocido en Montmartre… Era Albert Babeau, llamado el Músico, llamado también Hombrecito

—¿Por qué Hombrecito?

—No comprendes… Buscado por la policía después del golpe del «Gamuza», el Músico se acordó de su amigo Pétillon, que vivía en casa de un tío viejo en el campo… Buen escondrijo para un granuja buscado por la policía…

—Me acuerdo… —dice ella de repente.

—¿De qué?

—De la única vez que Jacques… de la única vez que estuvo grosero conmigo… Había entrado en su habitación sin llamar… Tuve tiempo de oír un ruido como si escondiese algo…

—Era alguien que escondía o que se escondía, alguien que no tenía por qué estar allí… Y ese alguien, antes de tomar las de Villadiego, juzgó prudente esconder su tesoro en la misma habitación, levantando una tabla del armario… Fue cogido… Un año de prisión… ¿Por qué me miras así?

—Por nada… Continúe…

Ha enrojecido. Entorna los ojos que, sin saberlo, se fijan en el comisario con admiración.

—Naturalmente, cuando salió sin un céntimo, tuvo necesidad de su dinero. En primer lugar pensó hacerte la corte, lo que era un medio cómodo de entrar en la casa…

—¡Yo! Se figura que yo…

—Le abofeteaste… Entonces fue a buscar a Pétillon, le contó no sé qué, que había dejado aquí algo importante, que tenía necesidad de su ayuda para venir a recogerlo… Mientras que Jacques charlaba con el viejo Lapie en el jardín…

—Comprendo.

—No es demasiado pronto.

—¡Gracias!

—De nada… Pata de Palo debió oír ruido… Sin duda tenía el oído fino…

—¡Demasiado!

—Subió a su habitación y el Músico, sorprendido en el momento en que iba a subir a una silla, perdió el norte y le envió un balazo… Asustado por la detonación, Pétillon huyó mientras que el asesino hacía lo propio por su lado… Tú viste a Jacques, a tu Jacques, con no sé cuantas mayúsculas, pero no viste al Músico, que se deslizaba por otro camino…

»Eso es todo… Jacques no dijo nada, evidentemente… Cuando se sintió sospechoso, se asustó como un muchacho que es…

—¡Eso no es verdad!

—¿No quieres que sea un muchacho? ¡Tanto peor! Entonces es un imbécil. En lugar de venir a contármelo todo, se le metió en la cabeza encontrar al Músico para pedirle cuentas. Lo buscó en todos los lugares turbios que sabía frecuentaba, incluso fue a Rouen, en el colmo de la desesperación, a preguntar.

—¿Cómo conocía a esa mujer? —responde Felicia, mordida por los celos.

—Eso, mi pequeña, lo ignoro… En París, ya sabes… En resumen, se enerva… Está roto… Por la noche no puede más y está a punto de hablar cuando el otro, advertido, le dispara un balazo para enseñarle a callar…

—No hable así…

—La misma noche, el Músico viene hasta aquí con la esperanza de poner de una vez la mano sobre su dinero… No puedes saber qué difícil es escapar a la policía cuando no se tiene un céntimo… No encuentra nada encima del armario… Te deja, por el contrario, un pequeño recuerdo… Si el dinero no está aquí, tal vez Pétillon lo ha descubierto y he ahí por qué Adela es la encargada de ir a visitar su cuarto a la calle Lepic…

»Tampoco nada… Esta noche Montmartre está en estado de sitio… El hombre es cercado como un jabalí… Adela es detenida…

»El Músico, Dios sabe cómo, traspasa las barreras de la policía y, más obstinado que nunca, como pueden serlo estas gentes, se hace conducir por un taxi a Poissy. Está tan “limpio” que le paga al chófer dándole un golpe en la nuca con una porra…

Felicia tiembla. Mira el rostro de Maigret como si viese en él desarrollarse las peripecias excitantes de una película.

—¿Ha venido?

—Ha venido… Tranquilamente, sin ruido… Ha atravesado el jardín sin hacer crujir una sola rama, luego ha pasado por la ventana abierta de la cocina y…

Ella ya ve a Maigret como un héroe. Se maravilla.

—¿Han luchado?

—No… Ha sentido, en el momento en que menos se lo esperaba, el desagradable contacto de un cañón de revólver en los riñones…

—¿Qué ha hecho?

—No ha hecho nada… Ha dicho:

«—¡Mierda! Estoy listo…».

Está decepcionada. No, no es posible que las cosas hayan pasado tan simplemente. Le vuelve la desconfianza, sus rasgos se afilan de nuevo.

—¿Usted no está herido?

—Si te digo…

¡Tiene miedo de asustarla! Está segura de que ha luchado, que es un héroe, que…

De repente, ve la bandeja sobre el velador.

—¡Y ha molido café! Ha tenido el… la… la… idea de prepararme café con leche, de subirme el desayuno…

Va a llorar… Llora de ternura, de admiración…

—¿Usted ha hecho eso?… Pero ¿por qué?… Dígame, ¿por qué?

—¡Pardiez! Porque te detesto, te detesto hasta tal punto que cuando llegue Lucas con el taxi me iré llevándome mi salchichón… Olvidaba decirte que el Músico está atado como un salchichón… He tenido que usar la cuerda del pobre Lapie…

—¿Y yo?

Se necesitan todas las penas del mundo para no sonreír ante aquel «¿y yo?» en el cual ella sin saberlo ha puesto toda su alma.

¿Y yo? ¿Me quedaré sola? ¿No habrá nadie más para tomarme en serio? No habrá nadie más para preguntarme, para molestarme, nadie más para…

¿Y yo?…

—Arréglate con Jacques… Siempre venden uvas, naranjas y champaña en casa de aquel tratante del barrio de Saint-Honoré… He olvidado las horas de visita del hospital, pero te informarán…

Un taxi cuya silueta, tan familiar de París, sorprende un poco por aquel camino que serpentea a través de los campos.

—Harías mejor en vestirte…

Y mientras que, sin volverse, se dirige a la escalera, la oye que murmura:

—¿Por qué es tan malo conmigo?

Un instante después gira alrededor del Músico amordazado en el sillón del viejo Lapie. Pasos van y vienen por encima de su cabeza, ruidos de agua agitada, vestidos que se descuelgan del armario, un zapato que cae y que se recoge, la voz de alguien que, en su fiebre, no puede impedir hablar a solas.

Decididamente, ¡Felicia está ahí!