VII

La noche del bogavante

Las seis y media de la tarde. Es poco más o menos la hora en la que, frente al «Cabo de Hornos», Maigret monta en su bicicleta y se vuelve para lanzar a Felicia de pie en el umbral de la villa:

—Yo te adoro…

En Béziers, el timbre del teléfono repica en la comisaría de policía en donde la gran ventana está abierta. El despacho está vacío. Arsène Vadibert, secretario del comisario, que, en mangas de camisa, asiste a una partida de bolos a la sombra de los plátanos, se vuelve hacia la ventana enrejada en donde el timbrazo insiste malvadamente.

—¡Ya va!… ¡Ya va! —exclama lamentándose. Y. con su acento, dice esto:

—Ya va… Ya va… ¡Hola!… ¿Es París?… ¿Eh?… ¿Qué?… Aquí Béziers… Béziers, sí, así se pronuncia… ¿La P. J.?… Hemos recibido su nota… Digo su notita… ¿Es que no entienden el francés en París?… Su nota con respecto a una tal Adela… Entonces, tal vez tengamos su asunto…

Se inclina un poco para distinguir la camisa blanca de Grele que se prepara a hacer una bella «estanca».

—Eso ocurrió la semana pasada, jueves, en la casa… ¿Qué dice?… ¿Qué casa?… ¡La casa de…! Aquí se llama «Paradou»… Una tal Adela, una morenita… ¿Cómo?… ¿Senos como peras?… No lo sé, señor… No he visto esos senos… Y, por otra parte, se ha marchado… Si me escuchase, ya lo sabría… Tengo muchas cosas que hacer… Le digo que una llamada Adela se quiso ir y reclamó su cuenta… La subjefa llamó al patrón… Parece que no se podía ir, que tenía que acabar el mes; en resumen, se negó a darle el dinero que ella reclamaba, ella rompió botellas, destrozó cojines, tuvo un arrebato de todos los diablos; a fin de cuentas, como no tenía ni un chavo, le pidió prestado el dinero a una compañera y se largó a pesar de todo… Se fue a París… ¿Cómo? No lo sé… Pregunta por una Adela y le doy una… Buenas tardes, colega…

Las seis y treinta y cinco minutos. «El rizo de oro», en Orgeval. Una puerta abierta en medio de la fachada de un blanco grisáceo. Un banco a cada lado de la puerta. Un laurel en una media barrica al pie de cada banco. Bancos y barricas pintados de verde oscuro. La frontera entre la sombra y el sol está justo en medio de la acera. Se detiene una camioneta. El carnicero baja, con una blusa de cuadritos azules.

En la sala en donde reina una sombra fresca, el patrón juega a las cartas con Forrentin, Lepape y el chófer del taxi que ha traído a Maigret. Lucas observa fumando su pipa con una placidez copiada a la del comisario. La patrona lava los vasos. El carnicero exclama:

—¡Salud a todo el mundo!… Un cuartillo, señora Jeanne… Dígame si le gustaría tener un buen bogavante… Acaban de darme dos en la ciudad y sólo soy yo el que los come, porque la patrona dice que da urticaria…

Va a buscar el bogavante vivo a su camioneta, lo trae manteniéndolo por una pata. Una ventana se abre, enfrente, una mano se agita, una voz llama:

—Teléfono, señor Lucas…

—Dígame, antes de irse… ¿Le gusta el bogavante, señor Lucas?

¡Que si le gusta el bogavante!

—¡Germaine! Prepara en seguida una media salsa para cocer el bogavante…

—¡Hola!… Lucas, sí… El jefe no está lejos de aquí… ¿Cómo? ¿De Béziers?… ¿Adela?… ¿El jueves?…

Maigret baja de su máquina en el momento preciso en que el carnicero se aleja con su camioneta. Sigue la partida de cartas mientras Lucas sigue telefoneando. El bogavante gravita muy mal sobre las losas, al pie del mostrador.

—Dígame, patrona, ¿es suyo el bogavante? ¿Tiene muchos?

—Precisamente iba a cocerlo para su brigadier y el chófer.

—Comerán otra cosa… Me lo llevo, si no le importa…

Lucas atraviesa la calle.

—Han encontrado a Adela, jefe… En Béziers… Salió bruscamente el jueves para subir a París…

De tanto en tanto, los jugadores echan una ojeada por su lado, escuchan retazos de frases.

* * *

Las siete menos diez. El inspector Rondonnet y el comisario Piaulet están conversando en un despacho de la P. J. cuyas altas ventanas dan al Sena, en donde mi remolcador se desgañita.

—¡Hola!… ¿Es Orgeval?… Señorita, ¿tendría la bondad de llamar al comisario Maigret?…

La mano se agita de nuevo en la ventana. Lucas se precipita. Maigret está subiendo a la bicicleta con el bogavante en la mano.

—Es para usted, jefe…

—¡Hola!… ¿Piaulet?… ¿Algo nuevo?…

—Rondonnet cree haber encontrado algo… Según el botones del «Sancho», que está justo enfrente del «Pelícano», el patrón de esta boîte fue la última noche, mientras usted estaba allí, a telefonear al bar de la esquina… ¡Hola!… Sí… Un poco más tarde se detuvo un taxi… No bajó nadie… El patrón habló en voz baja con alguien que estaba en el interior… ¿Comprende?… Hay algo raro por ese lado… Por otra parte, el sábado por la noche, se armó una trifulca en el bar de la calle Fontaine… Difícil saberlo con exactitud… Era asunto de un tipo no regular…

—¡Ay! —gruñe Maigret.

—¿Qué?

—No es nada… Es el bogavante… Escucho…

—Eso es todo más o menos… Se continúa cocinándolos… Los hay que tienen el aire de saberla larga…

—A mi regreso… ¡Hola!… Ver en los archivos… Un asunto, no sé cuál, un desvalijamiento o algo por el estilo, tal vez una estafa, hace unos trece meses… Saber quién, en ese momento, en el sector de la plaza Pigalle, tenía por amante a una llamada Adela… Se puede telefonear toda la noche… Lucas se quedará junto al aparato… ¿Qué hay?

—Un instante… Es Rondonnet que tiene el otro audífono y me habla… Le paso el micro…

—¡Hola! ¿Es usted, jefe?… No sé si esto tiene relación… Me ha venido de repente, porque la época coincide… En abril del año pasado… Fui yo quien se ocupó de ello… Calle Blanca, ¿se acuerda?… Pierre, el gerente del «Gamuza»…

Puesto que el bogavante no quiere estarse quieto, Maigret lo deposita delicadamente en el suelo y gruñe:

—No te muevas…

—¿Eh?

—Es el bogavante… Pierre… Me acuerdo…

—Una pequeña boîte del estilo del «Pelícano», pero más tirado, calle Blanca… Un tipo alto, delgado, siempre pálido, con un mechón blanco, uno solo, en medio de sus cabellos negros…

—He estado…

—Eran las tres de la mañana… Iba a cerrar… Se detuvo un coche, bajaron cinco tipos, sin detener el motor, entraron empujando al maître que ya echaba los postigos…

—Me acuerdo vagamente…

—Al mismo Pierre le empujaron hasta una pequeña estancia detrás del bar… Algunos instantes más tardes, estallaba un tiroteo, los cristales volaban, se tiraban botellas a la cabeza, luego se apagó todo bruscamente. Yo estaba en el barrio… Fue un milagro que llegásemos a tiempo para coger a cuatro de los tipos, incluido Pata al aire, que se había refugiado en el techo… Pierre estaba muerto, con cuatro o cinco balazos en el cuerpo… Sólo uno de los asesinos pudo escabullirse y estuvimos varios días para echarle el guante. Era el músico Albert Babeau… Aquel que se llamaba también Hombrecito, porque era verdaderamente pequeño y que llevaba tacones para crecer… Un instante… El comisario Piaulet me dice algo… No… Quiere hablarle… Le paso el aparato…

—¡Hola! ¡Maigret!… Ya también me acuerdo… Tengo el dossier en mi despacho… ¿Quiere que…?

—No vale la pena… Al músico le cogieron en El Havre, de eso me acuerdo… ¿Cuántos días más tarde?

—Alrededor de una semana… Gracias a una carta anónima que…

—¿A cuánto fue condenado?

—Para eso habría que mirar los Sumarios… Sube al aire fue el más castigado porque le faltaban tres balas al cargador de su revólver… Veinte años, si recuerdo bien… Para los demás osciló entre uno y cinco años… Pierre pasaba por tener siempre gruesas sumas en su casa y no se encontró nada… ¿Cree que vale la pena?… Dígame, pues, si no dará un salto hasta aquí…

Maigret vacila, su pie choca con el bogavante:

—Ahora no puedo… Escuche… Esto es lo que hay que hacer… Lucas permanecerá toda la noche en contacto…

Cuando sale de la cabina le anuncia a la recepcionista:

—Le había anunciado que no dormiría mucho esta noche… Ahora creo que no dormirá nada…

Algunas palabras a Lucas que contempla al bogavante con ojo moroso.

—Bien, jefe… Comprendido, jefe… ¿Sigo reteniendo el taxi?

—Es más seguro…

Y Maigret rehace, en una suntuosa puesta de sol, este camino que ha recorrido tantas veces estos últimos días. Contempla con satisfacción las casas de juguete de Jeanneville que pronto cesarán de formar parte de su horizonte familiar y que no serán más que un recuerdo.

La tierra exhala un magnífico olor, la hierba está brillante, los grillos empiezan a cantar y no hay nada más candido y más reposado que las legumbres en los cuadros bien cuidados de los huertos en donde los tranquilos rentistas, con sombrero de paja, manejan su regadera.

—¡Soy yo! —anuncia entrando en el pasillo del «Cabo de Hornos», lleno de olor a morcilla asada.

Y, manteniendo el bogavante detrás de la espalda:

—Dime Felicia… Una pregunta importante… Ella ya se pone a la defensiva.

—¿Sabes hacer mayonesa, por lo menos? Sonrisa altiva.

—Pues bien, la vas a hacer en seguida y vas a poner a este señor a cocer…

Está contento. Se frota las manos. Viendo la puerta del comedor abierta, entra, frunce el ceño al ver la mesa puesta, el mantel de cuadros rojos, un vaso de cristal, la platería, una bonita cesta de pan, pero un solo cubierto.

No dice nada. Espera. Duda de que aquel bogavante que empieza a enrojecer en contacto con el agua hirviendo le valdrá hasta la noche de los tiempos las provocaciones de su mujer. La señora Maigret no es celosa, por lo menos eso dice.

—¿Celosa de qué, Dios mío? —exclama muy a gusto con una risita no natural.

Eso no impide que lo repita cuando, en familia o entre amigos, salga a colación la actividad profesional de Maigret:

—Siempre no es tan terrible como se imagina… Así, ocurre que hace una investigación comiéndose un bogavante en compañía de una cierta Felicia y que, a continuación, se pase la noche a su lado…

¡Pobre Felicia! ¡Sin embargo, Dios sabe si no piensa en esa fruslería! Va, viene, rumiando en su dura cabeza de normanda, bajo su frente prominente de cabra, pensamientos ansiosos o desesperados.

El crepúsculo la entristece, la inquieta. Sigue con los ojos, por la ventana abierta, a Maigret que va y viene. Tal vez, se pregunta, como el Señor, si aquel cáliz no se alejará jamás de ella.

¿No ha cortado flores? Él mismo las pone en un vaso.

—A propósito, Felicia, ¿dónde comía el pobre Lapie?

—En la cocina. ¿Por qué? No valía la pena ir hasta el comedor para él solo.

—¡Pardiez!

Y hele aquí que recoge el cubierto, el mantel, que pone la mesa cerca del butano mientras que, febril, ella siente que va a fallar con la mayonesa.

—Si todo va bien, si eres lista, tal vez tenga una buena noticia que anunciarte mañana por la mañana…

—¿Qué noticia?

—¡Ya te digo que solamente te lo diré mañana por la mañana!

Querría ser tan cruel con ella como fuese posible. Le gusta sentir que ella sufre, que está desamparada, que sus nervios van a estallar; no puede dejar de molestarla, como si experimentase la necesidad de vengarse de algo.

¿No será porque está un poco avergonzado de estar allí en lugar de dirigir las operaciones en gran escala que empiezan a desarrollarse en los alrededores de la plaza Pigalle?

—El sitio de un general no está en medio de una refriega…

¡Sea! ¿Pero es indispensable que se mantenga tan lejos, que haya tenido que organizar un sistema de correos, movilizar a la empleada de correos y pasear al bravo Lucas de Orgeval a Jeanneville, de Jeanneville a Orgeval, como un simple cartero rural?

—El hombre que busca el dinero escondido puede pensar en el traslado de los muebles, y tal vez tenga la idea de volver y quién sabe si se contentará con aturdir a Felicia de un puñetazo…

Todo esto tiene fundamento, naturalmente, pero a pesar de todo no son más que malos argumentos. La verdad es que Maigret experimenta una cierta satisfacción en permanecer allí, en aquella atmósfera tranquila, casi irreal de una aldea de risa, quitando las triquiñuelas de un mundo completamente distinto, real y brutal.

—¿Por qué se ha traído su cubierto?

—Porque quiero comer contigo… Ya lo he declarado al invitarme… Es la primera y probablemente la última cena que haremos juntos… Al menos…

Sonríe. Ella insiste:

—¿Al menos…?

—Nada… Mañana por la mañana, pequeña, hablaremos de todo esto y, si tenemos tiempo, pasaremos las cuentas a todas tus mentiras… Coge estas pinzas… Pero si…

Y de repente, mientras comen bajo la lámpara, piensa a pesar suyo:

«¡Sin embargo, han matado a Pata de Palo!».

¡Pobre Pata de Palo! ¡Curioso destino el suyo! Tiene tal horror a la aventura que se niega a la aventura más banal, el matrimonio, lo que no le impide ir a perder la pierna al Cabo de Hornos, al otro lado del mundo, en un tres palos.

Su deseo de paz le conduce hasta esta Jeanneville en donde parece que las pasiones humanas no tienen acceso, en donde las casas son juguetes, en donde los árboles recuerdan a los árboles de madera pintada que se plantan en las poesías para niños.

Sin embargo, es allí a donde le va a buscar de nuevo la aventura; le llega, amenazante, de un lugar donde jamás ha puesto los pies, de donde apenas debe sospechar los horrores, de aquella plaza Pigalle en donde el mundo vive aparte, de aquella especie de jungla parisina en donde los tigres tienen los cabellos engomados y un Smith et Wesson en el bolsillo.

Una mañana como las demás mañanas, una mañana bien lavada de acuarela, cuidaba su jardín, con el sombrero de paja en la cabeza y recogía inocentes tomates que tal vez veía ya en el pensamiento, pesados y rojos, jugosos, la fina piel estallando bajo el sol, y algunos minutos más tarde estaba tumbado, muerto, en una habitación oliendo a cera y a campo.

Como lo hacía antaño, Felicia come en un rincón de la mesa, interrumpiéndose sin cesar para vigilar la cacerola que está en el gas o para echar agua hirviendo a la cafetera. La ventana está abierta al azul de la noche que parece de terciopelo que se estrella; los grillos invisibles se responden, las ranas ocupan su sitio en el concierto, un tren pasa por el valle, se juega a las cartas en «El rizo de oro» y el fiel Lucas come chuletas en lugar de bogavante.

—¿Qué haces?

—Fregar los platos…

—No esta noche, pequeña… Estás extenuada… Hazme el favor de irte a acostar… ¡Claro que sí! Cerrarás la puerta con llave…

—No tengo sueño…

—¿De verdad? Bien, te daré algo para dormir… Dame medio vaso de agua… Dos comprimidos… Aquí están… Bebe ahora… No tengas miedo… No tengo la más mínima intención de envenenarte…

Bebe, para mostrarle que no tiene miedo. Experimenta la necesidad, ante los aires paternales de Maigret, de repetir una vez más:

—Sin embargo, le detesto… Lamentará un día todo el mal que ha hecho… Por otra parte, mañana me iré…

—¿A dónde?

—A cualquier sitio… No quiero verle más… No quiero quedarme en esta casa en donde podrá hacer en adelante lo que le dé la gana…

—Entendido. Mañana…

—¿A dónde va?

—Subo contigo… Quiero asegurarme de que estás bien en tu habitación… Bueno… Los postigos están cerrados… Buenas noches, Felicia…

Cuando baja a la cocina, el caparazón del bogavante sigue sobre un plato de loza y lo verá toda la noche.

El despertador, sobre el aparador negro de la chimenea, señala las nueve y media cuando se descalza, sube sin ruido, escucha y se asegura que Felicia duerme tranquilamente.

Las diez menos cuarto. Maigret está sentado en el sillón de mimbre de Pata de Palo. Fuma su pipa con los ojos semicerrados. Un motor de coche en el campo, una portera que cierra, Lucas que, en la oscuridad del corredor, choca con el perchero de bambú y lanza un juramento.

—Acaban de telefonear, jefe…

—Chut… Más bajo… Ella duerme…

Lucas mira al bogavante con una pizca de rencor.

—El Músico tenía una mujer conocida por Adela. Se ha encontrado su ficha. Su verdadero nombre es Jeanne Grosbois. Nacida en los alrededores de Moulins…

—Sigue…

—En el momento del golpe del «Gamuza», trabajaba en la cervecería «Tivoli» en Rouen… Se marchó al día siguiente de la muerte de Pierre…

—Debió acompañar al Músico a El Havre… ¿A continuación?

—Permaneció varios meses en Toulon, en «Floralies», luego en Béziers… No ocultaba que su hombre estaba en la cárcel…

—¿Se la ha visto en París?

—El domingo… Una de sus antiguas camaradas la vio cerca de la plaza Clichy… Anunció su próxima partida para el Brasil…

—¿Eso es todo?

—No… El Músico fue puesto en libertad el viernes pasado…

Todo esto, como dice Maigret, es trabajo de la casa. A la misma hora, los coches de la policía están emboscados en las calles desiertas de los alrededores de la plaza Pigalle. En el Quai, el interrogatorio de estos señores, que se impacientan y que empiezan a sentir que se encuentran mal, prosigue.

—Telefonea que te envíen en seguida una foto del Músico… Deben tenerla en los sumarios… O mejor no… Telefonea y envía el taxi…

—¿Algo más, jefe?

—Sí… Cuando el chófer vuelva con la fotografía, te llegarás hasta Poissy… Hay un ventorrillo cerca del puente… Estará cerrada… Despertarás al patrón… Es un antiguo «duro»… Le pondrás la foto en las narices y le preguntarás si es el tipo que, el domingo por la tarde, se peleó en su casa con Felicia…

El auto se aleja. De nuevo se produce el silencio, la noche sin historias, Maigret calienta en su mano el vasito de alcohol que se ha servido y que degusta mirando de tanto en tanto al techo.

En su sueño, Felicia ha dado la vuelta y el somier ha chirriado. ¿Cuáles pueden ser sus sueños? ¿Tiene tanta imaginación por la noche como durante el día?

Las once. Un empleado con bata gris en los archivos del Palacio de Justicia saca de un dossier dos fotografías de trazos demasiado precisos, una de frente y la otra de perfil. Las entrega al chófer que debe llevarlas a Lucas.

La gente, en los alrededores de la plaza Pigalle, sale de los cines de Montmartre; las aspas luminosas del Molino Rojo giran por encima del barullo en donde los autobuses se abren paso con dificultad; los porteros de azul, de rojo, de verde, los cosacos y los negros toman posiciones ante las puertas de las boîtes mientras que el comisario Piaulet, en medio del terraplén, vigila las invisibles operaciones.

Janvier se ha colocado en el bar, en la sala tan poco iluminada del «Pelícano», en donde los músicos retiran las fundas de sus instrumentos y no se le escapa que un camarero viene de fuera con un semblante descompuesto y arrastra al patrón a los lavabos.

Al margen de las gentes que han pasado una buena velada y que beben medios de cerveza en las terrazas de las cervecerías antes de irse a acostar, el otro Montmartre, aquel que solamente empieza a vivir, es recorrido por ruidos diversos, por cuchicheos; hay nerviosismo en el aire, el patrón vuelve de los lavabos, sonríe a Janvier, habla en voz baja a una de las mujeres sentadas en un rincón.

—Me parece que no me quedaré hasta tarde esta noche… ¡Estoy cansada! —anuncia.

Hay muchos como ella que, desde que la presencia de los coches de la policía ha sido anunciada, no tienen ganas de eternizarse en un sector peligroso… Pero, en el bulevar Rochechouart, calle de Douai, calle de Nuestra Señora de Loreto, en todas las salidas del barrio, estos señores y estas damas ven de repente salir de las sombras a personajes escondidos…

—Documentación…

Entonces el resto depende de su humor.

—Siga…

O, más a menudo:

—Suba…

En los cestos para escurrir la ensalada en donde las linternas brillan débilmente a lo largo de las aceras.

¿Es que el Músico y Adela están todavía en la ratonera? ¿Pasarán a través de las mallas? En todo caso, saben. Incluso si están metidos en un granero, siempre hay un alma caritativa para advertirles.

Las doce menos cuarto. Lucas, que ha matado el tiempo jugando al dominó con el propietario de «El rizo de oro» —sólo han dejado una lámpara encendida en la desierta sala— se levanta al oír detenerse al taxi.

—Tengo para una media hora —anuncia—. El tiempo de bajar a Poissy y a continuación ir a decir dos palabras al comisario…

El ventorrillo está oscuro, los golpes de Lucas resuenan en la calma de la noche; una mujer primero, con rizadores, asoma la cabeza por la ventana.

—Fernando… Es para ti…

Luz, pasos, gruñidos, la puerta se entreabre.

—¿Eh?… ¿Qué dice?… Ya me parecía que esto me traería complicaciones… ¡Pago mi patente!… Tengo gastos… No tengo por qué mojarme…

Cerca del mostrador, en la sala grisácea, los tirantes sobre las piernas, los cabellos revueltos, contempla las dos fotografías.

—Comprendido… ¡Y bien! ¿Qué quiere saber?

—¿Es éste el tipo al que Felicia puso en su sitio?

—¿Después?

—Nada… Es suficiente… ¿Le conocía con anterioridad?

—Nunca le había visto hasta este día… ¿Qué ha hecho?

Las doce. Lucas baja del coche y Maigret salta del sillón como un hombre dormido que se despierta.

Apenas parece interesarse por lo que le cuenta el brigadier.

—Ya me parecía…

Con estos granujas, a pesar de todo lo «duros» que sean o crean ser, es un juego de niños. Se les conoce. Se podría decir con antelación lo que van a hacer. No ocurre así con este fenómeno de Felicia que le ha proporcionado tantos quebraderos de cabeza.

—¿Qué hago, jefe?

—Vuelve a Orgeval… Juega al dominó mientras esperas que llamen por teléfono…

—¿Quién le ha dicho que jugaba al dominó?

—Puesto que estáis los dos, el tabernero y tú, y como tú no sabes jugar a las cartas…

—¿Cree que pasará algo por aquí?

Se encoge de hombros. No lo sabe. Tiene poca importancia.

—Buenas noches…

La una de la mañana. Felicia se ha puesto a hablar en sueños. Maigret, detrás de la puerta, ha intentado entender lo que decía, pero no lo ha conseguido. Maquinalmente, ha girado el picaporte y la puerta se ha entreabierto.

Sonríe. ¡Es tan gentil! Por lo menos tiene confianza, ya que no ha cerrado la puerta con llave. Escucha un momento su respiración, las sílabas confusas que murmura como un niño, ve la mancha lechosa de la cama, el negro de los cabellos sobre la almohada y cierra suavemente la puerta, baja de puntillas.

Un silbato estridente en la plaza Pigalle. Es la señal. Todas las salidas se cierran. Los agentes de uniforme marchan al frente, cogen al vuelo hombres y mujeres que brotan de todas partes y que intentan franquear la barrera. Un agente es mordido cruelmente en el dedo por una gruesa pelirroja con traje de noche. Los cestos para escurrir la ensalada se llenan.

El patrón del «Pelícano», sentado en su sillón, saca nerviosamente un cigarrillo e intenta protestar:

—Les aseguro, señores, que no hay nada en mi casa… Algunos americanos de juerga…

Alguien tira de la chaqueta al joven inspector Dunan, el que recibió al mediodía a Maigret en el Hotel Buena Estancia. ¡Anda! Es el camarero del Hotel. ¿Sin duda ha venido a curiosear?

—De prisa… Es ella…

Señala la puerta de cristales de un bar en donde no está más que el patrón detrás del mostrador. Al fondo se cierra una puerta, pero el inspector ha tenido tiempo de entrever una silueta de mujer.

—Es la que vino con el tipo…

Adela… El inspector llama a dos agentes… Se precipitan hacia la puerta, atraviesan los lavabos desiertos, se meten por una estrecha escalera que huele a humedad, a vinazo y a orina.

—Abra…

Una bodega ante ellos. La puerta está cerrada con llave. Uno de los agentes la hunde con la espalda.

—¡Arriba las manos ahí dentro!

La luz de una linterna ilumina barriles, cajas de botellas, cajas de aperitivos. No se oye nada. O más bien, permaneciendo inmóvil tal como lo ordena el inspector, se adivina como una respiración corta, se juraría que se oyen las palpitaciones de un corazón asustado.

—Levántese, Adela…

Se mueve, rabiosa, de detrás de una pila de cajas, se agita sin esperanza como si quisiese escapar a los tres policías que se las ven y se las desean para ponerle las esposas.

—¿Tu nombre?

—No sé…

—¿Qué hacías en la calle?

—No sé… Ella se mofa.

—Es más fácil saltar sobre una mujer sin defensa que sobre el Músico, ¿eh?

Se le arranca el bolso. En el bar se abre y no se encuentra en él más que un mapa profesional poco reluciente, un poco de calderilla y cartas escritas a lápiz, sin duda cartas que el Músico hacía llegar desde la cárcel a su amante porque están dirigidas a Béziers.

Un primer cesto para escurrir la ensalada, lleno, es dirigido hacia el depósito en donde esta noche habrá concurrencia. Muchos gentlemen con smoking, muchos trajes de noche, también se han embarcado a camareros y porteros.

—Aquí está su gallina, señor comisario…

El comisario Piaulet pregunta sin demasiadas esperanzas:

—¿Estás segura de que no tienes ganas de ponerte a la mesa? ¿Dónde está él?

—No le encontrará…

—Embarcadla… Nada de coche… Enviadla a Rondonnet…

En los «meublés» se llama a todas las puertas, se verifican las documentaciones, señores en camisa se quedan avergonzados al ser encontrados allí y de no estar solos.

—Sólo le pido tener en cuenta que mi mujer… ¡Claro que sí! ¡Claro que sí!

—¡Hola! ¿Es usted Lucas?… Quiere decirle a Maigret que Adela está aquí… Sí… Se calla, evidentemente… No, ninguna noticia del Músico… Se le interroga, sí… Continúa la vigilancia del barrio…

Ahora que ya se ha sacado lo más gordo la calma reina, poco más o menos, en los alrededores de la plaza Pigalle, una calma chicha después de la tormenta, las calles están más silenciosas que de costumbre y los noctámbulos que vienen del centro de la ciudad se extrañan al encontrar los cabarets tan tristes, de ser llamados sin convicción por los «ganchos».

Las cuatro. Es la tercera vez que Lucas penetra en el «Cabo de Hornos». Maigret se ha quitado el cuello falso, la corbata.

—¿No tendrás tabaco por casualidad? Ya hace media hora que me he fumado mi última pipa…

—Adela está en la talega…

—¿Y él?

Tiene miedo de equivocarse y, sin embargo… El Músico está sin un clavo, es una certeza casi absoluta… La víspera de su salida de la cárcel, Adela ha tenido que abandonar Béziers sin dinero… Él viene a Poissy… Es domingo… ¿Tal vez ha llegado hasta Jeanneville?… Sigue a Felicia hasta el ventorrillo… ¿No sería más simple si pudiese seducir a la criadilla vestida de cacatúa?… Así tendría la entrada de la casa…

¡Ella le abofetea!

Y al día siguiente, el lunes, matan en su habitación al viejo Lapie. El Músico tiene que huir sin llevarse el dinero.

—¿A qué hora han echado el guante a Adela?

—Hará una media hora… Nos han telefoneado en seguida…

—Ve… Llévate el taxi…

—Cree que…

—Date prisa… Ve, te digo…

Maigret cierra la puerta con cuidado, vuelve a ocupar su sitio en la cocina, cerca de la ventana, después de haber apagado la luz y tras haber visto una vez más el rojo caparazón del bogavante.