Maigret se queda
¿Cuántos millares de veces ha subido con su pesado paso aquella ancha escalera polvorienta del Quai des Orfèvres en donde el suelo cruje siempre un poco bajo las suelas y en donde, en invierno, reinan tan mortales corrientes de aire? Maigret tiene costumbres inmutables; aquélla, por ejemplo, al alcanzar los últimos peldaños, de lanzar una mirada por el hueco de la escalera; aquélla, en el umbral del amplio pasillo de la P. J., de echar una ojeada distraída a lo que él llama la «linterna». Se trata, a la izquierda de la escalera, de la sala de espera recubierta de cristales, con una mesa con un tapiz verde, con los sillones verdes, con cuadros negros que contienen en pequeños círculos las fotografías de los policías caídos en el cumplimiento de su deber.
Mucha gente en la linterna, a pesar de que ya son las cinco de la tarde. Maigret está tan ocupado que por un instante se olvida de la presencia de aquellas gentes, imbuido en su asunto.
Reconoce varias caras, alguno se precipita hacia él:
—Diga, señor comisario… ¿Hay para largo?… ¿No hay medio de conseguir un trato de favor?
La flor y nata de la plaza Pigalle está allí, convocada por los inspectores siguiendo sus órdenes.
—Me conoce, ¿no es cierto? Sabe que soy regular, que no iba a meterme en una historia como ésta. Ya he perdido la tarde…
La ancha espalda de Maigret se aleja. El comisario empuja, como por casualidad, dos o tres de las puertas que se alinean hasta perderse de vista. Reina en el Quai una fiebre que él conoce: se interroga en todos los rincones, incluso en su despacho, en donde Rondonnet, uno nuevo, está sentado en el propio sillón de Maigret, fumando una pipa que recuerda a la suya. Ha llevado el mimetismo hasta hacer subir dos medios de la «Cervecería Delfín». En la silla, uno de los camareros del «Pelícano». Rondonnet le guiña un ojo al jefe, abandona un instante a su paciente, se une al comisario en el pasillo en donde se han desarrollado tantas escenas de este género.
—Hay gato encerrado, jefe… Todavía no sé qué exactamente… Ya sabe cómo va esto… Expresamente les he dejado escabechados en la linterna… Se ve que se han comprometido… Saben algo… ¿Ha visto al jefe?… Parece que le buscaba por teléfono desde hace una hora… A propósito… Hay un mensaje para usted…
Lo va a buscar al escritorio. Es de la señora Maigret.
«Elisa ha llegado de Epinal con su marido y los niños. Cenamos todos en casa. Intenta venir. Han traído setas.»
Maigret no irá. Está preocupado. Tiene ganas de controlar una idea que le ha venido de pronto mientras esperaba en casa de Gastinne-Renette el resultado del experto. Paseaba ante una de las casetas de tiro, en el sótano en donde una pareja joven —recién casados— que partían para África en viaje de novios, probaban armas notables.
Estaba una vez más con el pensamiento en la casa de Pata de Palo, también con el pensamiento subía la encerada escalera y, de repente, siempre con el pensamiento, se detenía en el descansillo, dudaba entre las dos puertas, se acordaba de las tres habitaciones.
—¡Pardiez!
Y, desde entonces, sólo tenía un deseo: ir allí en donde tenía la casi certeza de hacer un descubrimiento. Por el resultado del experto lo conocía con anterioridad, estaba seguro de que era con el revólver recuperado en la avenida Wagram con el que habían matado al viejo Lapie. Un Smith et Wesson. No era un juguete. No se trataba de una de esas armas que compran los aficionados, sino que era serio, una herramienta de profesional.
Un cuarto de hora más tarde, el viejo señor Gastinne-Renette le confirmaba su hipótesis.
—Eso es, comisario. Esta noche le enviaré un informe detallado, con fotografías ampliadas…
Maigret, sin embargo, ha querido pasarse por el Quai para asegurarse que no había ocurrido nada nuevo. Ahora, llama al despacho del jefe, empuja la puerta acolchada.
—¡Es usted, Maigret! Temía no poder encontrarle por teléfono. ¿Es usted el que ha enviado a Dunan a la calle Lepic?
Maigret ya no pensaba en ello. Sí, ha sido él. Por pura casualidad. Ha encargado a Dunan examinar minuciosamente la habitación que Jacques Pétillon ocupaba en el Hotel Buena Estancia.
—Ha telefoneado hace un rato… Parece que ha ocurrido algo delante de él… Quería verle lo antes posible… ¿Va a ir?
Hace signo de que sí. Está pesado, desagradable. Tiene miedo de que vengan a interrumpirle el hilo de sus pensamientos y sus pensamientos están en Jeanneville, no en la calle Lepic.
Cuando sale de la P. J., todavía queda alguno que corre tras él, uno de los señores de la jaula de cristal.
—¿No habría medio de acabar esto en seguida? Estoy abatido…
Se encoge de hombros. Un taxi le deja un poco más tarde en la plaza Blanca y, en el momento en que pone el pie en la acera, tiene una especie de desfallecimiento. La plaza está inundada de sol. Un gran café muestra su terraza que hierve de gente y se diría qué no tienen otra cosa que hacer que permanecer sentados ante los veladores, beber cerveza fresca o aperitivos, acariciando con la mirada a las mujeres bonitas que pasan.
Por un instante Maigret les envidia, piensa en su mujer que en este momento recibe a su hermana y a su cuñado en su apartamento del bulevar Richard-Lenoir, piensa en las setas que están a punto de cocerse expandiendo el buen olor a ajo y a bosque mojado. Adora las setas…
También a él le gustaría sentarse en aquella terraza. Ha dormido muy poco durante las últimas noches, come a deshoras, bebe cualquier cosa, al vuelo, le parece que está obligado, por aquel sagrado oficio que ha escogido, a vivir la vida de todo el mundo en lugar de vivir tranquilamente la suya. Felizmente, dentro de algunos años, cogerá el retiro y, con un amplio sombrero de paja en la cabeza, cuidará su jardín, un jardín bien rastrillado como el del viejo Lapie, con una bodega a donde, de tanto en tanto, irá a refrescarse.
—Un medio, de prisa…
Apenas tiene tiempo de sentarse. Distingue al inspector Dunan que le espera.
—Le esperaba, jefe… Va a ver…
Felicia, allá abajo, debe estar ocupada en preparar la cena en el butano, la puerta de la cocina abierta al huerto dorado por el sol poniente.
Penetra en el corredor del Hotel Buena Estancia, que está entre una charcutería y una zapatería. En el despacho, tras una ventanilla vidriada, un hombre monstruosamente gordo está sentado en un sillón Voltaire, cerca del tablero de las llaves y sus dos piernas hidrópicas están sobre una banqueta esmaltada.
—Le aseguro que no es culpa mía. Por otra parte, no tiene más que interrogar a Ernesto. Es él quien les «subió»…
Ernesto, el camarero, que tiene aún más sueño que Maigret, porque «hace» noche y día, durmiendo raramente dos horas de corrido, explica con una voz lenta:
—Era al principio de la tarde… A esta hora sólo anda el «eventual»… ¿Comprende?… Las habitaciones del primero sólo sirven para esto… Habitualmente se conoce a todas las mujeres… Gritan al pasar:
»—Subo al 8…
»Y, al bajar, viene a cobrar su porcentaje, porque se les da cinco francos por habitación…
»Precisamente, me di cuenta de que no conocía a aquella… Una morena no muy ajada… Esperó en el pasillo a que le entregasen la llave…».
—¿El hombre que la acompañaba? —pregunta Maigret.
—No podría decirlo… Usted sabe, apenas les miramos porque no permanecen allí… La mayor parte del tiempo están un poco avergonzados… Los hay que giran la cabeza expresamente o que hacen como si se suenan, en el invierno se levantan el cuello de sus abrigos… ¡Un tipo como los otros!… No me llamó la atención… Les llevé al 5, que estaba libre…
Pasa una pareja. Una voz anuncia:
—¿Al 9, Ernesto?
El viejo hidrópico consulta el tablero y contesta con un gruñido afirmativo.
—Es Jajá… Una cliente-habitual… ¿Qué decía?… ¡Ah! Sí… El hombre bajó el primero alrededor de un cuarto de hora más tarde… Casi siempre ocurre así… No vi pasar a la mujer y diez minutos más tarde poco más o menos, entré en la habitación que estaba vacía y puse todo en orden…
«—Se habrá ido sin darme cuenta yo…, me dije.
»Vino gente y ya no pensé más en ello y al cabo de una media hora más tarde me quedé completamente asombrado al ver a aquella mujer pasar por detrás de mí…
»—¡Anda! ¿A dónde habrá ido ésta?, me dije.
»Luego esto se me fue de la cabeza hasta que su inspector, que me había pedido la llave de la habitación del músico, vino a preguntarme…
—¿Dice que nunca le había visto?
—No… Eso no se lo puedo decir… Lo cierto es que no era una cliente habitual… Sin embargo, tengo la impresión de haber tropezado con ella en alguna parte… Su rostro no me es del todo desconocido…
—¿Cuánto tiempo hace que está en el Hotel Buena Estancia?
—Cinco años…
—¿No podría ser una antigua cliente?
—Es posible… ¡Pasan tantas, ya sabe! Se las ve durante quince días, un mes, luego cambian de barrio, van a provincias, a menos que usted no las embarque…
Maigret sube pesadamente en compañía del inspector. La cerradura de la puerta no ha sido forzada, allá arriba, en el quinto, en donde vivía Pétillon. Es una cerradura banal para la cual sirve el más simple picaporte.
Mirando a su alrededor, Maigret emite un silbido porque, como buen trabajo, es un buen trabajo. Si los muebles no son numerosos, se puede decir que han sido examinados de cabo a rabo. El conjunto gris de Pétillon está sobre la alfombra y los bolsillos han sido vueltos, los cajones están abiertos, la ropa esparcida; finalmente, con unas tijeras, la visitante ha cortado cuidadosamente el colchón, la almohada y el edredón, mechones de lana y plumas forman en el suelo una especie de nieve.
—¿Qué dice, jefe?
—¿Huellas?
—Ya ha venido la Identidad Judicial. Me he permitido telefonearles y me han enviado a Moers, que no ha encontrado nada. ¿Qué es lo que podían buscar así?
No es eso lo que le interesa a Maigret. Lo que buscan, como dice Dunan empleando el plural, tiene mucha menos importancia que la manera encarnizada con que buscan, ¡y sin cometer una falta! El revólver que ha matado a Jules Lapie es un Smith et Wesson, un arma que se encontraría en el bolsillo de todos los verdaderos «duros».
¿Qué ocurre tras la muerte del rentista? Pétillon enloquece. Pétillon recorre las boites de Montmartre y los bares más o menos turbios buscando a alguien al que no encuentra. A pesar de que siente a la policía tras sus talones, se obstina, sigue buscando, va hasta Rouen en donde pide informes sobre una tal Adela que ha abandonado la cervecería «Tivoli» ya hace algunos meses.
Desde entonces, se le ve descorazonado. Está al límite de sus fuerzas. Renuncia. Maigret no tiene más que cogerle. Va a hablar… En este momento es limpiamente abatido, en plena calle, y el que ha dado el golpe seguramente no es uno que acaba de hacer la Primera Comunión.
¿No es el mismo que, sin perder un instante, se precipita a Jeanneville?
En la plaza Pigalle, Pétillon estaba al lado del comisario que no detuvo al asesino.
La casa de Lapie está vigilada. El hombre debe saberlo y esto no le detiene, penetra en la habitación, coloca una silla ante el guardarropa y levanta una de sus tablas.
¿Ha descubierto lo que buscaba? Sorprendido por Felicia, la asalta y desaparece, no dejando más que unas poco comprometedoras huellas de zapatos nuevos.
Aquello ocurre hacia las tres o las cuatro de la mañana. Y he aquí que por la tarde ya está en la habitación de Pétillon, que registra.
Una mujer, esta vez. Una mujer morena y bastante bonita, como la Adela de la cervecería. No comete ni una falta. Hubiera podido penetrar en aquel hotel acostumbrado al «eventual», según la expresión del camarero, con su amante o con su cómplice. ¿Pero quién sabe si el Hotel Buena Estancia no está vigilado? Ella se arriesga. Verdaderamente con un compañero de encuentro pide la habitación. Solamente cuando éste se ha marchado, se desliza por la escalera, sube al quinto —a aquella hora no hay nadie en los superiores— y registra la habitación minuciosamente.
¿Qué se desprende de esas idas y venidas cada vez más rápidas? Que «ellos» están apremiados. Que «ellos» tienen que encontrar algo lo antes posible. Por lo tanto, que «ellos» todavía no lo han encontrado.
He aquí por qué también Maigret se ve inmerso en una prisa febril. Es cierto que ocurre así cada vez que se aleja del «Cabo de Hornos», como si esperase que en su ausencia sobreviniese una catástrofe.
Arranca una página de su carnet de notas.
«Gran redada esta noche en los departamentos IX y XVIII.»
—Le entregarás esto al comisario Piaulet… Él comprenderá…
En la calle, contempla una vez más aquella terraza en donde las gentes no hacen más que dejar vivir y sorber la primavera. ¡Vamos!
Un medio de prisa. Con su corto bigote mojado de espuma, se instala en el asiento de un taxi.
—Primero a Poissy… Luego ya le indicaré… Lucha penosamente contra el embotamiento. Con los ojos semicerrados se promete, en cuanto haya concluido este asunto, dormir veinticuatro horas de corrido. Se imagina su habitación, ventana ancha abierta, el sol jugando sobre la colcha, los ruidos familiares ce la casa, la señora Maigret andando de puntillas y haciendo «chut» a los libreros demasiados ruidosos.
Pero esto, como en la canción, es lo que no llega nunca. Se sueña siempre, se promete, se jura; luego, llegado el momento, repica aquel sagrado timbrazo del teléfono, al que la señora Maigret quisiera ahogar como a una fiera malvada.
—¡Hola!… Sí…
¡Y ya está Maigret en danza!
—¿Y ahora, jefe?
—Suba la pendiente a la izquierda… Ya le diré que pare…
A través de su somnolencia, la impaciencia le vuelve a invadir. Desde la casa de Gastinne-Renette no piensa más que en esto. ¿Cómo no se le ha ocurrido esa idea antes? Sin embargo, se quemaba, como dicen les niños que juegan a la mano caliente. En seguida le ha chocado la historia de las tres habitaciones. Luego se ha desviado. Se ha metido con las ideas de los celos…
—A la derecha… Sí… El tercer pabellón… Digo, pues, tengo ganas de retenerle toda la noche… ¿Ha cenado?… ¿No?… Espere… ¡Lucas!… Ven aquí, viejo,… ¿Nada nuevo?… ¿Está ahí Felicia?… ¿Dices?… ¿Te ha llamado para ofrecerte una taza de café y un vasito?… ¡No! Te equivocas… No es que haya tenido miedo… Es porque esta mañana le he cantado las cuarenta a una boba enfermera que se burlaba de ella… Su agradecimiento a mi acto ha recaído sobre ti, eso es todo… Aprovéchate de la bañera… Vete a «El rizo de oro»… Cena y que cene el chófer… Sigue en contacto con la recepcionista de la administración de correos… Que espere esta noche ser despertada por el teléfono… ¿Está aquí la bicicleta?
—La he visto en el jardín, junto al muro de la bodega.
En el umbral, Felicia les observa. Cuando el coche demarra y Maigret avanza, ella pregunta con su encontrada desconfianza:
—«Sin embargo», ¿ha ido a París?
Sabe lo que ella piensa. Ella se pregunta si ha vuelto al pequeño restaurante en el que han almorzado, si ha encontrado al viejo señor del abrigo y de la bufanda, si éste ha hablado a despecho de su patética misiva.
—Ven conmigo, Felicia… Éste no es momento para juegos…
—¿A dónde va?
—Arriba… Ven…
Empuja la puerta de la habitación del viejo Lapie.
—Reflexiona bien antes de responderme… Cuando Jacques ocupó esta habitación durante algunos meses, ¿cuáles eran los muebles y objetos que había?
Ella no esperaba esta pregunta y reflexiona, mirando alrededor de la habitación.
—En primer lugar, estaba la cama de cobre que ahora está en el cuarto de los trastos… Lo que yo llamo cuarto de los trastos es la habitación después de la mía, la que ocupé durante algunos meses… Después se amontonó ahí todo lo que sobraba en la casa y, en otoñó, metí también las manzanas en conserva…
—La cama… Y de… ¿A continuación?… ¿El tocador?
—No… Era el mismo…
—¿Las sillas?
—Espere… Eran las sillas de cuero que se bajaron al comedor…
—¿El armario?
Lo ha dejado para el final y está tan ansioso que sus dientes muerden la pipa y la ebonita cruje.
—Era el mismo…
De repente se queda decepcionado. Le parece que se ha precipitado, desde la casa de Gastinne-Renette para estrellarse contra un muro o peor todavía, contra el vacío.
—Cuando digo que era el mismo, era el mismo sin serlo… Hay dos armarios muy parecidos en la casa, Se compraron en una venta, hace tres o cuatro años, no sé… No estaba contenta, porque hubiese preferido armarios con espejo… No hay en la villa un solo espejo en el que me pueda mirar entera…
¡Uf! ¡Si supiese el peso que le acababa de quitar de encima! No se ocupa más de ella. Se precipita a la habitación de Felicia, que atraviesa en tromba, penetra en la estancia transformada en cuarto de los trastos, abre la ventana, aparta brutalmente las persianas que estaban echadas.
¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Hay de todo en la pequeña estancia, un linóleo enrollado, alfombras viejas, sillas puestas unas encima de otras como en las cervecerías tras el cierre. Hay estantes de madera blanca que deben servir para guardar las manzanas durante el invierno, una caja que contiene una vieja bomba Japy, dos mesas y, por fin, detrás de este baratillo, un armario parecido al de la habitación del viejo.
Maigret está tan excitado que derrumba las partes de la cama de cobre adosadas a la pared. Empuja una de las mesas, se sube encima, pasa la mano por encima de la gruesa capa de polvo más allá del friso del armario.
—¿Tienes alguna herramienta?
—¿Qué herramienta?
—Un destornillador, un cincel, unos alicates, cualquier cosa…
El polvo le impregna los cabellos. Felicia ha bajado. Oye que anda por el jardín, entra en la bodega, por fin vuelve con un buril y un martillo.
—¿Qué quiere hacer?
Levantar las tablas del fondo, ¡pardiez! Por otra parte, no es difícil. Una de ellas apenas está fija. Debajo hay un papel. Maigret lo coge y pronto retira un paquetito envuelto en papel de periódico.
Entonces, mira a Felicia y la ve completamente pálida, tiesa, con el rostro levantado hacia él.
—¿Qué hay en este paquete?
—¡Yo no sé nada!
Ella ha vuelto a encontrar su voz punzante, su expresión desdeñosa. Él baja de la mesa.
—Vamos a saberlo en seguida, ¿no es cierto? ¿La cree? ¿No la cree? Se diría que juega al gato y al ratón. Se toma su tiempo, observa en primer lugar, antes de abrir el paquete:
—Es un periódico de hace más de un año… ¡Eh! ¡Eh! ¿Sabías, mi pequeña Felicia, que existía una fortuna semejante en la casa?
Porque se trata de un fajo de billetes de mil francos los que acaban de salir a la luz.
—¡Cuidado! ¡Sin tocar!
Se sube de nuevo a la mesa, retira todas las planchas del techo del armario, se asegura que no hay nada más escondido.
—Estaremos mejor abajo… Ven…
Alegre, se acomoda ante la mesa de la cocina. Maigret siempre ha tenido debilidad por las cocinas en donde reinan los buenos olores y en donde existe el espectáculo de las cosas apetitosas, hermosas legumbres, carnes sangrantes, pollitos desplumados. El garrafón del que Felicia ha ofrecido un vasito a Lucas todavía está allí, y se sirve antes de ponerse a contar con el aire de un cajero concienzudo.
—Doscientos diez… once… doce… Aquí hay dos pegados… Trece, catorce… Doscientos veintitrés, cuatro… siete, ocho…
La mira. Tiene los ojos fijos sobre los billetes y toda la sangre se ha retirado de su rostro en donde se distinguen más claramente las señales de los golpes recibidos la otra noche.
—Doscientos veintinueve mil francos, mi pequeña Felicia… ¿Qué dices a esto?… Había doscientos veintinueve billetes de mil francos escondidos en la habitación de tu amiguito Pétillon…
»Porque es en su habitación donde estaban escondidos, ¿comprendes?… El señor que en el momento presente tiene tan urgente necesidad de esta suma, sabía dónde encontrar el botín… Sólo hay una cosa que no ha podido sospechar: que existían dos armarios parecidos… ¿Cómo suponer también que, cuando Lapie volvió a tomar posesión de su habitación, su manía le hizo llevarse hasta su propio armario para dejar el otro en el cuarto de los trastos?…
—¿Eso le adelanta? —pregunta ella desde la comisura de los labios.
—Eso me explica en todo caso por qué recibiste esta noche un golpe que hubiera podido fastidiarte y por qué algunas horas más tarde, la habitación de tu amigo Jacques, en la calle Lepic, ha sido registrada…
Se levanta. Tiene necesidad de hacer un poco de ejercicio. Su alegría no es completa. Un éxito llama a otro. Ahora que ha encontrado lo que buscaba, que los hechos le han dado la razón —vuelve a ver claramente la caseta de tiro en casa de Gastinne-Renette en donde la idea le ha venido de repente—, ahora que ha marcado un punto, aparecen otras preguntas. Va y viene por el jardín, endereza el tallo de un rosal, recoge maquinalmente la plantadora que Lapie, llamado Pata de Palo, ha dejado algunos instantes antes de ir a morir brutalmente en su habitación.
Por la ventana abierta de la cocina, distingue a Felicia transformada en estatua. Una sombra de sonrisa flota en los labios del comisario. ¿Por qué no? Parece decir con un encogimiento de hombros:
«¡Probemos siempre!».
Y le habla por la ventana jugando con la plantadora hincada en el suelo.
—Ves, mi pequeña Felicia, cada vez estoy más persuadido, por muy asombroso que te pueda parecer, que Jacques Pétillon no mató a su tío e incluso que no interviene en nada en este sangriento asunto…
Ella le mira sin inmutarse. No ha habido, en su rostro de rasgos estirados, el menor estremecimiento de alegría.
—¿Qué dices a eso? Deberías estar contenta…
Ella se esfuerza en sonreír, pero es una muy pobre sonrisa la que muestran sus delgados labios.
—Estoy contenta. Se lo agradezco…
Él debe hacer un esfuerzo para no manifestar abiertamente su buen humor.
—Veo que estás contenta, muy contenta… Y estoy convencido de que, ahora, me ayudarás a hacer brillar la inocencia del muchacho al que amas… Porque le amas, ¿no es cierto?
Vuelve la cabeza, sin duda para que no pueda ver su boca que expresa las ganas de llorar.
—Claro que sí, le amas… No hay deshonra en eso… Estoy seguro de que se curará, que caeréis el uno en brazos del otro, que, para agradecerte todo lo que has hecho por él…
—No he hecho nada por él…
—¡Admitámoslo!… Poco importa… Estoy seguro de que os casaréis y tendréis muchos niños…
Estalla, como él se lo esperaba. ¿No es lo que quería?
—¡Usted es un bruto!… ¡Un bruto!… Es el hombre más cruel, el más… el más…
—¿Porque te digo que Jacques es inocente? Esta frasecita de nada le choca en medio de su cólera, comprende que se ha equivocado, pero es demasiado tarde y no sabe qué decir, es desgraciada, horriblemente desamparada.
—Usted sabe que no le creo… Intenta hacerme hablar… Desde el momento que puso los pies aquí…
—¿Cuándo viste a Pétillon por última vez?
Sin embargo, tiene la presencia de ánimo para replicar:
—Esta mañana…
—Pero antes…
No responde y Maigret se vuelve con ostentación hacia el jardín, hacia el tonel, hacia aquella mesa pintada de verde sobre la cual, cierta mañana, había un garrafón de alcohol y dos vasos. Ella ha seguido su mirada. Sabe lo que piensa.
—No le diré nada…
—Lo sé. Por lo menos has repetido lo mismo veinte veces, acabará por parecerse a las letanías… Felizmente hemos encontrado los billetes…
—¿Por qué?
—¿Ves cómo esto empieza a interesarte?… Cuando Pétillon dejó el «Cabo de Hornos» estaba enfadado con su tío, ¿no es cierto?
—No se entendían, pero…
—No volvió desde entonces…
Intenta adivinar adónde quiere llevarla de nuevo. Se percibe el esfuerzo de su mente.
—¡Y no le has vuelto a ver! —por fin deja caer Maigret—. O más exactamente, no le has hablado. Si no, le hubieses dicho sin duda que se habían cambiado los muebles…
Ella olfatea el peligro, está allí, escondido bajo aquellas preguntas insidiosas. ¡Dios mío! ¡Qué difícil es defenderse contra este hombre plácido que fuma su pipa envolviéndola con una mirada paternal! ¡Le odia! Sí, le odia, nunca un ser le había hecho sufrir tanto como este comisario que no le deja un momento de respiro y que dice las cosas más inesperadas con voz igual sacando pequeñas volutas de su pipa.
—No eras su amante, Felicia…
¿Hay que decir sí? ¿Hay que decir no? ¿A dónde va a llevarla esto?
—Si hubieses sido su amante, le hubieses visto, porque la pelea con el tío no tenía nada que ver con vuestro amor… Habrías tenido la ocasión de hablarle de la mudanza del viejo… Pétillon hubiera sabido así que el dinero oculto no estaba en la habitación, sino en el cuarto de los trastos… Sígueme… Sabiendo esto, no hubiera penetrado en esta habitación en donde, Dios sabe por qué, se vio obligado a matar a su tío…
—Eso no es cierto…
—Por lo tanto, no eras su amante…
—No…
—¿Ignoraba que le querías?
—Sí.
Maigret deja extenderse una sonrisa satisfecha por su rostro.
—Pues bien, mi pequeña, creo, por primera vez desde el principio de esta investigación, que no mientes… Esta historia de amor la comprendí desde el principio… Eres una muchachita a la que la vida no ha concedido gran cosa de bueno… Entonces, a falta de realidades sustanciales, has fabricado una realidad con tus sueños… No eras la pequeña Felicia, la criada del viejo Lapie, sino todos los prestigiosos personajes de las novelas que lees… Pata de Palo, en tus sueños, no era un simple patrón gruñón, sino que, como en las mejores, novelitas, adivinabas en él al hijo de un descuidado… No te pongas roja… Te proporcionaba bellas historias, para contárselas a tu amiga Léontine y para escribirlas en la agenda…
»Desde que un hombre entra en la casa, con el pensamiento ya te has convertido en su amante, has vivido el gran amor y yo juraría que el pobre muchacho nunca supo nada… Igual como juraría que el registrador Forrentin no te ha prestado jamás la más mínima atención, pero su barba de macho cabrío te ha ayudado a convertirle en un sátiro…
Hubo, por el espacio de un segundo, una sonrisa fugaz en los labios de Felicia. Pero rápidamente la esconde, vuelve a su aspecto hosco.
—¿A dónde quiere llegar?
Él confiesa:
—No lo sé todavía, pero lo sabré pronto, gracias a este dinero oculto que acabamos de descubrir… Ahora te voy a pedir algo… Las gentes que andan tras este dinero y que lo necesitan urgentemente para arriesgarse como se arriesgaron ayer, no se detendrán en el camino… La idea que yo he tenido, esta simple idea de los muebles cambiados, les puede venir a ellos también… Me gustaría, por lo tanto, que no estuvieses sola aquí esta noche… Tienes razón en detestarme, pero te pido permiso para pasar la noche aquí, en la casa… Te puedes encerrar en tu habitación… ¿Qué tienes para cenar?
—Morcilla negra y quería preparar puré de patatas…
—Perfecto… Invítame… Voy a dar algunas instrucciones en Orgeval y vuelvo. ¿Convenido?
—Si quiere…
—¡Sonríe!
—No…
Mete los billetes en su bolsillo, va a buscar la bicicleta cerca de la bodega y aprovecha para echarse al coleto un vaso de vino y, en el momento en que sube en la máquina, ella le lanza:
—¡Sin embargo, le detesto!
Se vuelve sonriendo:
—Y yo, Felicia, ¡te adoro!