V

El cliente número 13

Maigret, aquella mañana, tenía caudales inmensos de paciencia. ¡Y sin embargo…! No había podido impedir a Felicia ponerse su ropa de luto, con su ridículo sombrero plano y el velo de crepé del que usaba como una antigua pañoleta. ¿Por qué se había escondido el rostro? ¿Era tal vez para esconder los hematomas? Tenía un sentido tan particular de la puesta en escena que se le podía preguntar. Siempre estaba lívida, tan impregnada de crema y de harina como un clown. En el tren que les conducía a París, ella permanecía inmóvil, hierática, con la mirada dolorosamente perdida en la lejanía. Se percibía que quería que se pensase a su respecto:

«¡Dios mío, cómo sufre!… ¡Y cómo se domina!… Es una verdadera estatua del dolor, una verdadera Mater Dolorosa…».

Ahora bien, ni una sola vez, sonríe Maigret. Cuando, en la calle del barrio de Saint-Honoré, ha querido entrar en una tienda de frutas y legumbres, él murmura dulcemente:

—¡No creo que él pueda comer, sea lo que sea, mi pequeña!

¿Él no comprende, pues? Sí, comprende, y la deja hacer, porque ella se obstina, ha querido comprar los mejores racimos de uvas de España, naranjas, una botella de champaña. Se empeña en cargarse de flores, un enorme ramo de lilas blancas y lo lleva todo ella misma, sin perder un ápice de su expresión trágica y lejana.

Maigret la seguía, resignado, como un buen papá indulgente. Quedó aliviado al comprobar que no era hora de visitas en Beaujon, porque, tal como iba, Felicia hubiese causado sensación. Obtiene, sin embargo, del médico de guardia que ella pueda echar una ojeada a la habitación en donde Jacques Pétillon está aislado, al fondo de un largo pasillo, lleno de olores insulsos, con puertas abiertas detrás de las cuales se distinguen camas, rostros lúgubres, blanco, demasiado blanco que se convierte en el color de la enfermedad.

Se les hace esperar durante bastante tiempo y ella permanece de pie con sus paquetes; por fin se presentó una enfermera; tuvo un pequeño sobresalto.

—Deme todo eso… Esto servirá para algún niño… ¡Chitón!… Sobre todo, no hable… No haga ruido…

Apenas entreabierta una puerta, solamente permite a Felicia echar una ojeada en la estancia anegada de penumbra en donde Pétillon yace inmóvil como un muerto.

Una vez cerrada la puerta, Felicia cree deber decir:

—Le salvará, ¿no es cierto?… Se lo suplico, haga todo lo que haga falta para salvarle…

—Pero, señorita…

—No mire a nadie… Tenga…

Maigret no ríe, no sonríe viéndole sacar de su bolso un billete de mil francos, plegado muy menudo, y tenderlo a su interlocutora.

—Si hace falta dinero, no importa qué suma… En adelante, Maigret no se burlará de ella, y sin embargo, nunca había estado tan ridícula. Hace bien. Cuando se franqueaba de nuevo el pasillo en donde notaba suntuosamente el velo negro de Felicia, un niño se encuentra en su camino. Ella se inclina, quiere abrazar al pequeño enfermo suspirando:

—… ¡El pobre nenito!…

¿No se es más sensible a todos los dolores cuando se sufre? A algunos pasos estaba una joven enfermera de platinados cabellos, violentamente encerrada en una blusa que modelaba sus formas.

La enfermera mira, estalla de risa, llama a una de sus camaradas que se encuentra en una de las salas para mostrarle el cuadro.

—¡Usted es una necia, señorita! —le dice Maigret.

Y continúa acompañando a Felicia tan gravemente como si fuese uno de la familia. Ella había oído su reprimenda. Y le estaba agradecida. En la acera, en el soleamiento de la calle, se la siente menos tensa. Ella encuentra natural estar cerca de él, que aprovecha para murmurarle:

—Sabes toda la verdad, ¿no es cierto?

Ella no lo niega. Mira a otra parte, a guisa de confesión.

—Ven…

Faltaba un poco para el mediodía. Maigret se decidió a girar a la derecha hacia el hervidero luminoso y ardiente de la plaza de Ternes y ella le siguió, subida sobré sus tacones demasiado altos.

—Sin embargo, no le diré nada —suspiró tras algunos pasos.

—Lo sé…

Sabe muchas cosas, en el momento presente. No conoce todavía al asesino del viejo Lapie, ignora el nombre del que, la noche precedente, había disparado sobre el saxofonista, pero esto llegará a su tiempo.

Sabe con seguridad que Felicia… ¿Cómo expresar esto? En el tren, por ejemplo, algunos de los viajeros que la habían visto sumida en un dolor teatral, la habían encontrado ridícula; en el hospital, aquella enfermera demasiado coqueta no había podido impedir un estallido de risa; el gerente del baile le llamaba la Cotorra…, otros la llamaban la Princesa. Lapie le concedía el apodo de Cacatúa y el propio Maigret se había erizado varias veces ante tantos artificios pueriles.

Ahora todavía, las gentes se volvían hacia la extraña pareja que formaban y cuando Maigret empujó la puerta de un pequeño restaurante de parroquianos fijos todavía vacío a aquella hora, sorprendió la mirada de reojo que el camarero lanzaba a la dueña instalada en la caja.

Lo que Maigret había descubierto, era aquella simple palpitación humana que se esconce bajo las apariencias de los más extravagantes fantoches.

—Vamos a almorzar tranquilamente los dos, ¿no es cierto?

Ella creyó deber repetir:

—Sin embargo, no le diré nada…

—Ya lo he entendido, pequeña… No me dirás nada… ¿Qué quieres comer?

* * *

La sala del restaurante es vetusta, familiar, las paredes de un blanco cremoso, con grandes espejos un poco empañados, bolas niqueladas en donde el camarero cuelga los paños de cocina, casilleros pintados de color madera en donde los clientes habituales tienen sus servilletas. El plato del día está anunciado: legumbres tempranas. En el menú hay suplementos al lado de casi todos los platos.

Maigret ha elegido.

Felicia ha echado su velo hacia atrás y el peso le estira el pelo.

—¿Eras muy desgraciada en Fécamp?

Sabe lo que hace. Espera aquel temblor de labios, aquella expresión de desafío que ella logra dar automáticamente a su fisonomía.

—¿Por qué hubiera tenido que serlo? ¡Naturalmente! ¿Por qué? Él conoce Fécamp, las pobres casitas apoyadas las unas contra las otras al pie del acantilado de arriba, las callejas por donde corren aguas sucias, los chiquillos que se debaten entre un horrible olor a pescado.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Siete…

El padre, borracho. La madre, lavando todo el día. Él la ve, chiquilla demasiado alta, piernas delgadas, pies desnudos. Se la coloca como fregona en un pequeño restaurante del puerto, en casa de Arsène, y se acuesta en el desván. La ponen en la calle porque ha cosido algunos céntimos del cajón y hace jornadas en casa de Ernesto Lapie, ése que es carpintero de marina…

Ahora come con delicadeza, eso si no mantiene el meñique al aire y Maigret no se burla.

—No hubiera tenido más que casarme con el hijo de un armador…

—Naturalmente, pequeña… Y tú no quisiste, ¿no es eso?

—No me gustan los pelirrojos… Sin contar que su padre tenía intenciones sobre mí… Los hombres son unos cerdos…

Es curioso: cuando se la mira de una cierta manera, se olvida de que tiene veinticuatro años, no ve más que un rostro de chiquilla nerviosa y se pregunta cómo la ha podido tomar en serio un solo instante.

—Dime, Felicia… ¿Tu patrón… quiero decir Pata de Palo, estaba celoso?…

Está contento. Ha previsto este brusco movimiento del mentón, esta mirada a la vez sorprendida e inquieta, este destello de cólera en sus pupilas.

—Nunca hubo nada entre nosotros…

—Lo sé, pequeña… Eso no impide que estuviese celoso, ¿no es verdad?… Apostaría a que te prohibía ir a bailar los domingos a Poissy y que estabas obligada a salvarte…

No responde. Sin duda se pregunta cómo ha adivinado aquellos extraños celos del viejo que la esperaba, el domingo por la noche, e iba incluso a esperar hasta el camino en cuesta y le hacía escenas espantosas.

—Le dejabas creer que tenías amantes…

—¿Qué me impediría tenerlos?

—¡Evidentemente! ¡Le hablabas de ello! Y él te trataba de todo. Me pregunto si no llegó a pegarte.

—No le hubiese permitido que me tocase… ¡Miente! ¡Maigret se los imagina tan bien a los dos! Están tan aislados en aquella villa nueva, en medio del aparcelamiento de Jeanneville, como en una isla desierta. Nada les sujeta a nada. De la mañana a la noche chocan, se espían, discuten y tienen necesidad el uno del otro, forman ellos dos un universo.

Ahora bien, si Pata de Palo no se escapa de este universo, a una hora fija, más que para jugar su partida de cartas en «El rizo de oro», Felicia se dedica a evasiones más ardientes.

Sería necesario encerrarla y montar la guardia bajo sus ventanas para impedirla el domingo ir a hacer la princesa de incógnito en el baile de Poissy. Cuando tiene un momento es para correr a buscar a Léontine y lanzarse con ella a interminables confidencias. ¡Es tan simple! Estos empleadillos que entran en el restaurante y empiezan a almorzar leyendo su periódico miran con asombro al extravagante personaje que ha hecho intrusión en su marco familiar. No hay uno que, de tanto en tanto, no le eche una ojeada a Felicia. Ni uno que no tenga la intención de sonreír o que no le guiñe el ojo al camarero.

Sin embargo, no es más que una mujer… ¡Una niña-mujer!… He aquí lo que Maigret ha comprendido, he aquí porqué en adelante le habla con dulzura, con una indulgencia afectuosa.

Alrededor de ella, él reconstruye la existencia en el «Cabo de Hornos». Si el viejo Lapie estuviese vivo todavía, Maigret está seguro que le escandalizaría al declararle a bocajarro:

—Está celoso de su criada…

Celoso él, que no estaba enamorado, ¡que no había estado enamorado en su vida! Celoso, perfectamente, porque ella formaba parte de su universo, de un universo tan restringido que, si llegaba a faltar la menor parcela…

¿Vendía las legumbres que tenía en demasía? ¿Vendía los frutos de su vergel? ¿Los daba? ¡No! Eran su bien. Felicia también era su bien. No dejaba entrar a cualquiera en la casa. Era el único que bebía vino de la bodega.

—¿Cómo recogió a su sobrino en su casa?

—Le encontró en París… Había querido, tomarle en el «Cabo de Hornos» a la muerte de su hermana, pero fue Jacques el que no quiso… Es orgulloso…

—Y una vez que Lapie fue a París a cobrar su trimestre encontró a su sobrino en un estado lamentable, ¿no es cierto?

—¿Por qué lamentable?

—Pétillon ha descargado legumbres en el mercado…

—¡No hay deshonor en eso!

—¡Claro que no! Ningún deshonor. ¡Al contrario! Le recogió. Le dio su propia habitación, puesto que…

Ella está furiosa.

—No es lo que usted cree…

—Eso no impide que os vigilase a los dos… ¿Qué descubrió?

—Nada…

—¿Eras la amante de Pétillon?

Mete la nariz en el plato sin decir ni sí ni no.

—Hasta que la vida se hizo insoportable y Jacques Pétillon se marchó…

—No se entendía con su tío…

—Es lo que yo digo…

Maigret está contento. Se acordará de este simple almuerzo en una atmósfera tan tranquila, tan banal, del pequeño restaurante de clientes habituales. Un rayo oblicuo del sol juega sobre el mantel y sobre la garrafa de vino rojo. La intimidad, entre él y Felicia, ha llegado a ser más dulce, casi cordial. Sabe que si se lo dice ella protestaría y volvería a tomar sus actitudes despectivas, pero está tan contenta como él de estar allí, de escapar a la soledad que llena instintivamente de caóticos pensamientos.

—Ya verás como todo esto se arreglará…

Ella está casi dispuesta a creerle. Luego su desconfianza vuelve a ocupar su puesto. Teme Dios sabe qué trampa. Hay momentos —desgraciadamente esto no dura mucho— en los que se la siente convertirse en una personita como cualquier otra. Haría falta poco para que sus rasgos se distendiesen, para que su mirada se posase simplemente sobre Maigret sin expresar cosas que no piensa.

Las lágrimas le suben a los ojos, una laxitud le moja el rostro… Va a hablar y él no pide más que ayudarla, paternal…

¡Ay! En el mismo instante se adivina el posterior pensamiento que gravita tras su frente de cabra y que la domina de nuevo y es con su voz ácida con la que articula:

—Si cree que no veo a dónde quiere llegar…

Se siente sola, muy sola para llevar el peso del drama sobre sus espaldas. Ella es el centro del mundo. La prueba es que un comisario de la Policía Judicial, un hombre como Maigret, se abalanza sobre ella y sobre ella sola.

No duda de que su compañero, en aquel mismo instante, saca a relucir un número considerable de triquiñuelas. Inspectores trabajan en la calle Pigalle y en los alrededores. En el Quai des Orfèvres deben estar ocupados interrogando a un cierto número de individuos a los que han sacado a horas tempranas de la cama, en los extraños hoteles «meublés». En muchas ciudades, la policía de buenas costumbres se preocupa de una llamada Adela que pasó antaño algunos meses en una cervecería de Rouen.

Todo esto es el trabajo banal de la policía que fatalmente debe dar unos resultados.

Pero, en este pequeño restaurante en donde los clientes habituales se saludan con una discreta inclinación de cabeza —porque, si ellos comen cada día unos frente a otros, nunca han sido presentados— es otra cosa la que busca el comisario, es el sentido del drama y no la reconstrucción mecánica.

—¿Te gustan las fresas?

Hay encima del aparador, en cajitas algodonadas, las primeras fresas.

—Camarero… Denos…

Es golosa, eso le divierte. O más bien tiene gusto por las cosas raras. Poco importa que Jacques Pétillon no esté en condiciones de comer uvas, naranjas y de beber champaña. Es el gesto lo que cuenta, el espectáculo de aquellos gruesos granos violáceos, de aquella botella encapuchonada de oro… Ella se comería las fresas aunque no le gustasen…

—¿Qué tienes, mi pequeña?

—Nada…

Acaba de palidecer completamente y, esta vez, no se trata de una comedia. Ha sufrido un shock. El fruto que tiene en la boca no le pasa y se podría creer que se va a levantar y a precipitarse fuera. Tose, se esconde el rostro en el pañuelo, como alguien que ha tragado mal.

—¿Qué es lo que…?

Volviéndose, Maigret distingue a un señor bajito que, a pesar de la benignidad del tiempo, se despoja de un grueso abrigo y una bufanda, los cuelga en la percha y toma una servilleta enrollada de uno de los casilleros, el que lleva el número 13.

Es un hombre de mediana edad, grisáceo, uno de esos personajes sin brillo como se encuentran muchos en las ciudades, solitarios, minuciosos, gruñones, viudos o solterones endurecidos cuya vida no es más que un conjunto de pequeñas costumbres. El camarero le sirve sin preguntarle el menú, coloca ante él una botella empezada de agua mineral y el hombre, desplegando su periódico, mira a Felicia frunciendo el ceño, busca entre sus recuerdos, se pregunta…

—¿No comes?

—No tengo más hambre… Vámonos…

Ya ha dejado la servilleta sobre la mesa. Su mano tiembla.

—Cálmate, mi pequeña…

—¿Yo?… Estoy tranquila… ¿Qué tendría que…? Tal como está colocado, Maigret puede observar el número 13 en el espejo que está ante él y continúa viendo el esfuerzo de memoria en el rostro del desconocido… Éste ha encontrado… No… No es eso… ¡Vamos!… Busca todavía… Está sobre la pista… Ahora, eso es… Sus ojos se abren desmesuradamente… Está asombrado. Tiene el aire de decirse:

«¡Por ejemplo!… ¡Qué coincidencia!…».

Pero no se levanta para venir a saludarla. No le dirige el menor signo de inteligencia. ¿Cómo la conoce? ¿Cuáles han sido sus relaciones? Examina a Maigret de pies a cabeza, llama al camarero, susurra; el camarero debe responder que no sabe nada, que es la primera vez que la pareja…

Y Felicia, durante este tiempo, enferma de angustia, se levanta bruscamente y se dirige hacia los lavabos. ¿Tiene tan apretada la garganta hasta el punto de ir a vomitar aquellas fresas que comía con un placer tan delicado?

Durante su ausencia, Maigret y el desconocido se miran más claramente; ¿tal vez el número 13 tiene ganas de venir a hablar con el compañero de Felicia?

La puerta de vidrios mate que conduce a los lavabos es al mismo tiempo la que da acceso a las cocinas. El camarero va y viene. ¡Es pelirrojo! Como el hijo del armador que quería casarse con Felicia cuando estaba en Fécamp. ¿Es posible no sonreír? Ella se inspira con esto que se ha puesto ante los ojos. Ha visto un camarero pelirrojo. Él le pregunta si era muy desgraciada. Su pensamiento ha trabajado a una velocidad vertiginosa y el camarero se ha transformado en el hijo de un armador que…

Ella permanece largo tiempo, demasiado tiempo a merced de Maigret. También el camarero ha desaparecido hace un buen rato. El número 13 reflexiona, reflexiona, como un hombre que está a punto de tomar una decisión.

Por fin, vuelve a aparecer. Está casi sonriente. Al andar, se echa el velo sobre el rostro. No se vuelve a sentar.

—¿Viene?

—He pedido café… Te gusta el café, ¿no es cierto?

—Ahora no… Me pondría demasiado nerviosa… Él finge estar de acuerdo, llama al camarero al que mira de frente mientras prepara la cuenta y el camarero enrojece ligeramente. ¡Es evidente! Ella le ha encargado una comisión para el número 13. Tal vez ha garabateado algunas palabras en un papel con orden de no entregárselo al destinatario más que cuando ella se haya marchado.

Al salir, la mirada del comisario se fija maquinalmente en el grueso abrigo que cuelga de la percha, con los bolsillos abiertos.

—Volvemos a Jeanneville, ¿verdad?

Ella le ha cogido del brazo con un gesto que podría parecer espontáneo.

—¡Estoy tan cansada!… Todas estas emociones… Se impacienta porque él sigue de pie, inmóvil en el borde de la calzada, como un hombre que no sabe qué decisión tomar.

—¿En qué piensa?… ¿Por qué no viene?… Tenemos un tren dentro de media hora…

Tiene un miedo atroz. Su mano tiembla sobre el brazo de Maigret y a él le sobreviene un extraño deseo de tranquilizarla, se encoge de hombros.

—Por mí… ¡Taxi!… ¡Hep!… Estación Saint-Lazare… Líneas del Gran Extrarradio…

¡De aquellas angustias no logra descargarla! En el taxi descubierto en donde les acaricia el sol, ella experimenta la necesidad de hablar, de hablar.

—Me ha dicho que no me dejaría… Porque lo ha dicho, ¿no es cierto?… ¿Tiene miedo de que esto le comprometa?… ¿Está casado?… Soy tonta… Tiene una alianza…

Una pequeña emoción en la estación. Él sólo compra un billete de tren. ¿Va a meterla en un compartimento y se va a quedar en París? Ella olvida que tiene un pase y él se instala pesadamente sobre el asiento, la mira con un pequeño remordimiento.

Al viejo señor número 13 le encontrará cuando quiera, puesto que también él es un cliente habitual del pequeño restaurante.

El tren se pone en marcha y Felicia se cree liberada. En Poissy pasan juntos por delante del ventorrillo en donde el patrón, de pie delante de la construcción de tablas, reconoce a Maigret y le guiña un ojo.

El comisario no se resiste al deseo de hacer rabiar a Felicia.

—¡Mira! Tengo ganas de preguntarle si Pata de Palo no vino alguna vez a buscarte mientras bailabas…

Ella le arrastra.

—No vale la pena… Vino varias veces…

—Te darás cuenta de que estaba celoso… Trepan por el camino en cuesta. Ya están ante la tienda de Mélanie Chochoi y Maigret continúa el juego:

—¿Y si fuese a preguntarle cuántas veces te ha visto pasar por la noche con Jacques Pétillon?

—¡No nos ha visto nunca!

Esta vez, ella está segura de sí misma.

—¿Lo escondías tan bien?

Ahí está la casa que se distingue en el momento en que se aleja un gran coche de la Identidad Judicial y ante la cual Lucas, como un bravo pequeño propietario, permanece solo en el umbral.

—¿Qué es eso?

—Fotógrafos, especialistas…

—¡Ah! Sí… Las huellas digitales…

Está bien informada. ¡Ha leído tantas novelas, sin duda tantas novelas policíacas!

—¿Entonces, amigo Lucas?

—No gran cosa, jefe… El tipo llevaba guantes de caucho, como usted lo había previsto… Se contentó con dejar impresas las huellas de sus zapatos… Zapatos absolutamente nuevos que el hombre no ha debido llevar más de tres días…

Felicia ha subido a su habitación para quitarse sus ropas de luto y el velo.

—¿De nuevo, jefe?… Se diría…

¡Le conoce tan bien! Maigret tiene una manera de presentarse, de mostrarse, de respirar la vida por todos sus poros… Mira a su alrededor este marco que se ha convertido en tan familiar que, por una especie de mimetismo, toma el aspecto de sus habitantes…

—¿Una copita?

Va a buscar al aparador del comedor el garrafón que no está vacío, llena dos vasitos, se apoya en el umbral, de cara al jardín.

—A tu salud… Dime, pues, mi pequeña Felicia…

Ella ha bajado con un delantal y se asegura de que las gentes de la Identidad Judicial no han desordenado nada en su cocina.

—¿Sería tan gentil de preparar una taza de café para mi amigo Lucas?… Es preciso que vaya hasta «El rizo de oro», pero le dejo al brigadier que velará por usted… Esta noche…

Espera aquella mirada desconfiada, ansiosa.

—Le aseguro que voy a «El rizo de oro»…

Es cierto, pero no por mucho tiempo. A falta de taxi en Orgeval, pide al mecánico Louvet que le lleve a París en camioneta.

—En la Ternas… Tome por la calle del barrio de Saint-Honoré.

No hay nadie en el restaurante cuando irrumpe en él y el camarero debía dormir en alguna parte entre bastidores, porque se presenta bostezando y con los cabellos revueltos.

—¿Sabe dónde vive el señor al que usted le ha entregado una misiva de parte de la dama que me acompañaba?

Aquel imbécil se cree que está ante un celoso o un padre furioso. Niega, se turba. Maigret le muestra su carnet.

—No sé su nombre, se lo aseguro… Trabaja en el barrio, pero no debe vivir aquí, porque aquí sólo viene al mediodía…

Maigret no tiene ganas de esperar al día siguiente.

—¿No sabe lo que hace?

—Espere… Un día le oí discutir con el patrón… Voy a ver si no ha salido…

Decididamente la casa está dedicada a la siesta. El patrón se presenta sin el cuello postizo y se peina con la mano los cabellos en desorden.

—¿El 13?… En cueros y pieles… Me habló de ello un día, a propósito de no sé qué… Trabaja en una casa de la avenida de Wagram…

Con la ayuda de una «Guía» el comisario ha descubierto en seguida la casa Gellet y Mautoison, cueros y pieles, importación-exportación, 17 bis, avenida de Wagram. Se dirige allí. Repiqueteo de máquinas de escribir en los despachos que ensombrecen cristales verduzcos sobre los que se leen a la inversa, desde el interior, el nombre de los jefes.

—Ése debe ser el señor Charles… Espere…

Se le conduce a través de un dédalo de pasillos y de escaleras, que exhalan grasa de lana, hasta un desván en todo lo alto de la casa en cuya puerta un letrero dice: «Economato».

Es el señor 13. Está allí, más gris que nunca, metido en la larga bata gris que se pone para el desempeño de sus funciones. Se sobresalta al ver penetrar a Maigret en su asilo sacrosanto.

—¿Señor?…

—Policía Judicial… No tema nada… Una simple información que pedirle…

—No veo…

—Pero sí, señor Charles… Usted lo ve muy bien… ¿Quiere enseñarme la misiva que el camarero le entregó no ha mucho?

—Le juro…

—No jure, porque me obligaría a detenerle bajo la acusación de complicidad de asesinato…

El hombre se suena ruidosamente y no es solamente para ganar tiempo, porque tiene un catarro permanente, lo que explica el grueso abrigo y la bufanda.

—Me pone en una situación…

—Bien, pero menos embarazosa que en la que se meterá usted negándose a responderme con franqueza…

Maigret habla con voz gruesa, hace el duro, como dice la señora Maigret, a la que esto le divierte siempre, porque ella le conoce mejor que nadie.

—Verá usted, señor comisario, no creí que mi gesto…

—Enséñeme en primer lugar la misiva…

El otro no la saca del bolsillo, sino que se ve obligado a subir a una escalera para coger el papel de encima de los estantes, detrás de las reservas de papel que hay delante en donde lo había escondido. No saca solamente el documento, sino también un revólver que mantiene con precaución, como el hombre que tiene un miedo cerval a las armas.

«Por favor, no diga nada, nunca, bajo ningún pretexto. Arroje lo que sabe al Sena. Es una cuestión de vida o muerte.»

Maigret sonríe ante estas últimas palabras que son de Felicia exclusivamente. ¿No dijo ya lo mismo a Louvet, el mecánico de Orgeval?

—Cuando me di cuenta…

—… Cuando se dio cuenta de que tenía esta arma en el bolsillo de su abrigo, ¿no es cierto?…

—¿Usted sabe?

—Acababa de tomar el metro… Estaba apretujado contra una joven de luto y, en el momento en que ella se dirigía hacia la salida, sintió que le deslizaba un objeto pesado en su bolsillo…

—No me di cuenta hasta después.

—Se asustó…

—Nunca he manejado armas de fuego en mi vida… No sabía si estaba cargado… Todavía no lo sé…

Ante el gran espanto del ecónomo, Maigret retira el cargador al que le falta una bala.

—Pero puesto que se acordaba de la joven de luto…

—En primer lugar pensé en entregar este… este objeto a la policía…

El señor 13 se turba.

—Usted es un sensible, señor Charles. Las mujeres le impresionan, ¿no es verdad? Apostaría a que no ha tenido muchas aventuras en su vida…

Un timbrazo. El viejo mira con terror al dictáfono que hay en su escritorio.

—Es el jefe que me llama…

—¡Vaya!… Ya sé todo lo que quería saber…

—Pero ¿esta persona…? Dígame… ¿Verdaderamente ella…?

Una sombra pasa por los ojos de Maigret.

—Eso ya lo veremos, señor Charles… Vaya usted… Su jefe se impacienta…

Porque el timbre suena de nuevo, imperioso.

—¡A casa Gastinne-Renette, el armero! —lanza un poco más tarde el comisario al chófer del taxi.

Así, pues, durante tres días, sintiéndose vigilada, sabiendo que la casa y el jardín serían registrados de cabo a rabo, Felicia ha guardado el revólver escondido en su pecho. Él se la imagina en el asiento de la camioneta. El camino no está lo bastante desierto. Tal vez es seguido el auto. Louvet sorprendería su gesto. En París…

En la puerta Maillot, un inspector le sigue los pasos. Ella se toma un tiempo para reflexionar y entra en una pastelería en donde se harta de pasteles. Un vaso de Oporto… Tal vez no le gusta el Oporto, pero forma parte de las cosas suntuosas, como las uvas y el champaña que ha llevado al hospital. El metro… Hay muy poca gente a aquella hora… Espera… El inspector está allí, no le quita ojo de encima…

Por fin las seis… La gente que invade los trenes, los viajeros apretujados los unos contra los otros, aquel providencial abrigo de bolsillos abiertos.

Lástima que Felicia no pueda ver a Maigret, mientras el taxi le conduce a la casa del experto armero. ¿Tal vez, por el espacio de un segundo, olvidaría sus angustias y se abandonaría al orgullo leyendo la admiración en el rostro del comisario?