IV

El golpe del taxi

Maigret remonta la calle Pigalle sin apresurarse, las manos en los bolsillos del gabán, porque ya es pasada la medianoche y la tormenta ha refrescado la temperatura. Todavía hay charcos en las aceras. Bajo los anuncios luminosos, los porteros de las boîtes en seguida le han reconocido a su paso; los clientes, de pie alrededor del mostrador en herradura en el bar que está en la esquina de la calle de Nuestra Señora de Loreto, se han preguntado con la mirada. Un profano no se daría cuenta de nada. Sin embargo, de una punta a la otra de Montmartre que vive de los noctámbulos, hay un movimiento imperceptible, como el estremecimiento precursor de la borrasca en el agua del estanque.

Maigret lo sabe. Está contento. Aquí, por lo menos, no tiene que vérselas con una joven que llora o le desafía. Reconoce las siluetas al paso, adivina las órdenes que vuelan de boca en boca y, hasta en los lavabos de los dancings, las «Señora Pipí», alertadas, que esconden precipitadamente pequeños paquetes de cocaína.

«El Pelícano» está allí, a la izquierda, con su letrero azul de neón, su vigilante negro. Alguien surge de la sombra, acomoda su paso al del comisario y una voz suspira:

—¡Estoy muy contento de que haya venido! Es Janvier, que explica con una indiferencia que algunos tomarían por cinismo y que, sin embargo, no es tan profunda como la que hay en el aire:

—Hecho polvo, jefe… Yo sólo tenía un temor: que se sentase a la mesa solo… Está abatido…

Los dos hombres se detienen en el borde de la acera como si saboreasen el frescor tras la lluvia y Maigret carga una nueva pipa.

—Desde Rouen que no puede más… Mientras esperábamos el tren en la camina, creí por más de diez veces que iba a precipitarse sobre mí para la gran función… Es un «palomo»…

Maigret no pierde detalle de lo que ocurre a su alrededor. A causa de su presencia en el borde de la acera, ¿cuántas personas que no tienen la conciencia tranquila están tomando las de Villadiego o poniendo a buen seguro ciertas cosas comprometedoras?

—En el expreso, estaba hundido… En la estación de Saint-Lazare, no sabía qué hacer: tal vez, además, estaba un poco borracho, porque ha bebido mucho desde ayer… Por fin entró en su casa de la calle Lepic… Ha debido lavarse, se ha puesto el smoking… Ha comido sin apetito en una tabernucha de la plaza Blanca y ha venido a trabajar… ¿Va a ir?… ¿Me necesita todavía?

—Ve a acostarte, mi buen Janvier…

Por si tiene necesidad de alguien, Maigret ha dejado a dos hombres de guardia en el Quai des Orfèvres.

—¡Vamos! —suspira.

Entra en el «Pelícano», se encoge de hombros al ver al negro que se muestra solícito y cree su deber sonreír hasta las orejas, se niega a entregar su gabán a la encargada del guardarropa. La música de jazz le llega a través de cortinas de terciopelo que esconden la entrada de la sala. Un pequeño bar a la izquierda. Dos mujeres que bostezan, un hijo de papá ya borracho, el dueño que acude…

—¡Salud! —gruñe el comisario.

El dueño está inquieto, evidentemente.

—Dígame… ¿No ocurrirá nada malo?…

—¡No, hombre, no!…

Y Maigret le aparta, va a sentarse a un rincón, no lejos del estrado de los músicos.

—¿Whisky?

—Un medio…

—Sabe perfectamente que no tenemos cerveza…

—Entonces, coñac con agua…

A su alrededor un espectáculo lamentable. Se busca a los clientes mirándoles a los ojos. ¿Solamente hay un verdadero cliente en la sala estrecha en donde las veladas lámparas no expanden más que un resplandor rojizo que se torna violeta cuando la orquesta toca un tango? Busconas. Ahora que saben quién es el recién llegado, ya no siguen bailando juntas y una de ellas vuelve a su trabajo en las perchas.

En el estrado, Pétillon, con smoking, todavía parece más delgado, más joven de lo que es en realidad. Tiene un semblante de cartón piedra bajo sus largos cabellos rubios y los ojos enrojecidos por el cansancio y la inquietud. Toca bien, mas no puede apartar la mirada del comisario que espera.

Janvier tiene razón: está hecho polvo. Algunos signos no engañan, muestran claramente que un hombre está al límite, que la máquina está descalabrada, que ha sido cogido por una especie de vértigo y que sólo desea una cosa: acabar, desembarazarse de todo lo que le pesa en el corazón. Y hasta tal punto que un instante se podría creer que Jacques Pétillon va a dejar el saxofón y se va a precipitar hacia Maigret.

No es agradable un hombre en el paroxismo del miedo. Maigret ha visto a otros, él mismo ha dosificado sabiamente el interrogatorio —que duraba a veces veinte horas y más— para llevar a su interlocutor, a su paciente mejor, a esta debacle física y moral.

Esta vez no está allí para nada. No ha creído en la pista de Pétillon. No la ha percibido. No se ha preocupado de ello, hipnotizado por aquella extraña Felicia en la que no cesa de pensar.

Bebe. Pétillon debe extrañarse al verle tan indiferente. Sus manos de largos dedos delgados tiemblan, sus compañeros de la orquesta le observan a hurtadillas.

¿Qué ha buscado con tal interés en el curso de aquellas cuarenta y ocho horas de locura? ¿A qué esperanza se acogía? ¿Qué buscaba en esos cafés, en esos bares en los que entraba cada vez, la mirada ansiosamente fija en la puerta, no cosechando más que decepciones, volviendo a partir, buscando en otra parte, encaminándose por fin hacia Rouen, en donde se introduce en una cervecería de mujeres del barrio de los cuarteles?

Está vaciado. Incluso si Maigret no estuviese allá, iría él mismo, se le vería tropezar por la polvorienta escalera del Quai des Orfèvres, pedir hablar con alguien…

¡Ya está! El jazz se toma algunos instantes ce descanso. El acordeonista se dirige hacia el bar para beber un vaso. Los demás charlan a media voz. Pétillon deja el instrumento sobre un soporte, baja los dos escalones.

—Es necesario que le hable… —balbucea.

Y el comisario le responde con una voz extrañamente dulce:

—Lo sé, mi pequeño.

¿Aquí? Maigret recorre con los ojos el decorado que le envuelve. No vale la pena darle al muchacho un espectáculo, porque en seguida sin duda va a echarse a llorar.

—¿No tienes sed?

Pétillon hace signo de que no.

—Vámonos, en este caso…

Maigret paga su consumición, a pesar de que el dueño se ha precipitado a invitarle.

—Dime… Creo que será preciso que se pase sin su saxo esta noche… vamos a dar una vuelta, los dos… Coge tu sombrero, tu abrigo, Pétillon…

—No tengo abrigo…

Apenas en la acera, empieza después de haber respirado profundamente, como para lanzarse al agua:

—Escuche, señor comisario… Es mejor que se lo confiese todo… No puedo más…

Tiembla de pies a cabeza. Debe ver las luces de la calle danzar a su alrededor. El dueño del «Pelícano» y el portero negro les miran cuando se alejan.

—Tienes tiempo, mi pequeño…

Va a llevarle al Quai, es lo más simple. ¿Cuántas investigaciones se han terminado a aquella hora, en el despacho de Maigret, cuando los locales de la Policía Judicial están desiertos, cuando un hombre de guardia vigila en el corredor, cuando la lámpara de pantalla verde ilumina extrañamente al hombre cuyos nervios han cedido?

Aquél no es más que un muchacho. Maigret se siente molesto. Decididamente, en aquel asunto no tiene ante él más que medianos adversarios.

—Entra…

Le empuja a una cervecería de la plaza Pigalle, porque tiene ganas de beber un medio antes de llamar a un taxi.

—¿Qué tomas?

—Me da igual… Se lo juro, señor comisario, que no tengo…

—Sí… sí… En seguida me contarás todo eso… ¡Dos medios, camarero!…

Se encoge de hombros. Todavía dos clientes que, reconociéndole, prefieren abandonar su sopa de cebolla y pasar de largo. Otro ha entrado en la cabina telefónica en donde, a través del cristal en figura de rombo, se distinguen sus espaldas inclinadas hacia el taxífono.

—¿Es tu amante?

—¿Quién?

¡Anda! ¡Anda! El chiquillo está sinceramente extrañado, hay entonaciones que no engañan.

—Felicia…

Y Pétillon repite, como alguien al que jamás se le ha ocurrido aquella idea y que no comprende:

—¿Felicia, mi amante?

Flota. Está en el punto de empezar una confesión dramática y he aquí que el hombre que tiene su suerte en sus manos, aquel Maigret que ha lanzado tras él a su tropel de inspectores, le habla de la criada de su tío.

—Le juro, señor comisario…

—Bueno… Ven…

Se les escucha. Dos mujercillas tienden la oreja fingiendo retocarse el maquillaje y no vale la pena dar un espectáculo.

Están de nuevo fuera. A algunos metros de ellos, en la oscuridad de la plaza Pigalle, se distingue una hilera de taxis y Maigret va a hacer la señal, ya levanta el brazo. Muy cerca, en una esquina de la calzada, un agente mira vagamente ante él.

En este preciso momento, resuena una detonación. Parece que es el comisario el que hace el segundo disparo, casi al mismo tiempo que el primero, y un taxi sale pitando en dirección al boulevard Rochechouart.

Todo esto es tan rápido que está un segundo sin ver a su compañero llevarse la mano al pecho y que se queda de pie, vacilante, buscando con la otra mano cogerse a algo. Maquinalmente pregunta:

—¿Tocado?

El agente se ha precipitado hacia la fila de taxis. Sube a uno de ellos que demarra a su vez. Un chófer benévolo salta sobre el estribo.

Pétillon cae, la mano sobre la herida, intentando lanzar un grito, pero no se escucha más que un simulacro de ruido, ridículamente débil.

* * *

Al día siguiente por la mañana, los periódicos se contentarán con publicar un banal suelto:

«Esta noche, en la plaza Pigalle, un músico de jazz, llamado Jacques P…, ha sido alcanzado por una bala en pleno pecho, disparada por un desconocido que huyó en un taxi. Se organizó en seguida una caza del hombre, pero ha sido imposible echar el guante al asesino.

»Se supone que se traía de un arreglo de cuentas o de un drama de celos.

»El herido, cuyo estado es grave, ha sido llevado a Beaujon. La policía investiga».

Eso no es cierto. La policía no da necesariamente a la prensa comunicados exactos. Cierto, Jacques Pétillon está en Beaujon. Cierto, su estado es grave, tan grave que no hay seguridad de salvarle. Tiene el pulmón izquierdo perforado por una bala de grueso calibre.

En cuanto a la caza del hombre, eso es otra historia.

Maigret, en el despacho del director de la Policía Judicial, en la hora del informe, habla con amargura:

—Es culpa mía, jefe… Tenía ganas de beber un medio… También quería que el chiquillo se sobrepusiese un poco antes de seguirme hasta aquí… Tenía los nervios a flor de piel… Las había pasado moradas durante la jornada… Me equivoqué, evidentemente…

»El que se aprovechó de ello no es un neófito, se lo juro…

»Cuando oí la detonación, me ocupé del muchacho… Dejé que el agente condujese la persecución… ¿Ha leído el informe?… El taxi le llevó a toda velocidad hasta la otra punta de París, plaza de Italia, en donde se detuvo bruscamente y no había ningún pasajero dentro…

»Se ha enjaulado al chófer, a pesar de sus protestas… Eso no impide que me hayan tomado el pelo bonitamente…

Lanza una ojeada furiosa sobre el proceso verbal del interrogatorio del chófer:

«—Estaba en el estacionamiento de la plaza Pigalle cuando un desconocido me ofreció doscientos francos para gastar una broma a uno de sus amigos, según su expresión… Él tenía que hacer estallar un petardo —eso es lo que me dijo textualmente— y, a aquella señal, yo sólo tenía que demarrar a todo gas dirigiéndome a la plaza de Italia…».

¡Un poco demasiado candido para un chófer nocturno! Lo que no impide que sea difícil probar que ha mentido.

«—No vi bien a mi cliente, que estaba en la sombra del lado del terraplén y tenía la cabeza baja. Es un hombre ancho de espaldas, vestido de oscuro y tocado con un sombrero de fieltro gris.»

¡Unas señas que se pueden aplicar a cualquiera!

—Un golpe del que me acordaré, se lo aseguro —gruñe Maigret—. ¡El que ha encontrado esto!…

Se desliza entre dos taxis o en cualquier esquina oscura… Dispara… En el mismo momento, el coche sale pitando y, como es lo justo, todo el mundo se imagina que el asesino está dentro. Se precipitan en su persecución, mientras que nuestro hombre ha tenido tiempo de largarse o incluso de mezclarse entre la gente… Se ha preguntado a los otros chóferes que estaban en el estacionamiento… No han visto nada… Uno solo, un viejo al que conozco desde hace mucho tiempo, cree haber visto una silueta que rodeaba la fuente…

¡Decir que el saxofonista estaba dispuesto a hablar, que estaba dispuesto a contarlo todo, en el mismo «Pelícano» y que es Maigret el que le ha hecho callar! Ahora, Dios sabe cuándo se le podrá interrogar de nuevo, si se le puede interrogar alguna vez.

—¿Qué piensa hacer?

Existe el método clásico. El asunto ha tenido lugar en Montmartre, en un perímetro determinado. Unos cincuenta tipos a interrogar, gentes que la policía conoce y que se encontraban esa noche en el sector, todos aquellos que se han agitado como cangrejos en un cesto cuando se ha señalado la presencia del comisario Maigret en la calle Pigalle.

Algunos, allí dentro, no están inmaculados. Apoyando un poco sobre el pedal, amenazándoles con mirar más de cerca sus pequeños negocios, se llega a sacar información.

—Coloqué un hombre o dos allí abajo, jefe… En cuanto a mí…

Tiene un buen asunto: es lo que ha sacado en otra parte. ¡Desde el principio! Desde que puso los pies en aquel mundo de cartón piedra de Jeanneville.

¿No era como un presentimiento aquella repugnancia por alejarse del «Cabo de Hornos» y de la incoherente Felicia?

Los acontecimientos le engañan. Todo hace suponer ahora que es alrededor de la plaza Pigalle en donde hay que buscar el secreto de la muerte del viejo Lapie.

—Sin embargo, voy a volver allí abajo…

Pétillon sólo ha tenido tiempo de decirle una cosa: Felicia no era su amante. Ha puesto el semblante sorprendido, como si jamás se lo hubiese imaginado, cuando Maigret ha hablado de ella…

Son las ocho y media. Maigret telefonea a su mujer.

—¿Eres tú?… No, nada de especial… No sé cuándo volveré…

Ella está acostumbrada. Él mete los informes en sus bolsillos. Tiene, entre otros, un informe de Rouen, con la declaración de todas las mujeres ocupadas en el «Tivoli». Pétillon no ha «subido» con ninguna de ellas. Cuando entró se sentó en un rincón. Dos de estas damas se instalaron a su lado en una banqueta de terciopelo carmesí.

—¿No hay una que se llama Adela? —preguntó.

—Llegas tarde, mi pequeño… Ya hace mucho tiempo que Adela no está aquí… ¿Quieres decir una pequeña, morena, con pechos como peras, no es cierto?

No sabe nada. Sabe solamente que busca a una Adela que estaba un año antes en aquella cervecería. Hace meses que se ha marchado. No se sabe dónde está. Si fuese necesario buscar a todas las Adelas de todas las «casas» de Francia…

Un inspector va a registrar metódicamente la habitación del saxofonista, calle Lepic. Janvier, que no ha disfrutado de un muy largo descanso, pasará la jornada entre los parajes de la plaza Pigalle.

En cuanto a Maigret, una vez más ha tomado el tren en la estación de Saint-Lazare, baja en Poissy y se enfrenta con el camino en pendiente que lleva hasta Jeanneville.

Parece que después de la tormenta de la víspera los prados están todavía más verdes, el cielo de un azul más suave; distingue pronto las casas rosas, saluda a través de los cristales a Mélanie Chochoi que le mira al pasar con ojos vacíos.

Va a buscar a Felicia. ¿Por qué le gusta aquello? ¿Por qué acelera involuntariamente el paso? Sonríe pensando en el mal humor de Lucas tras su noche de «plantón» ante el «Cabo de Hornos». Le ve desde lejos, sentado en el borde del camino, con una pipa apagada en la boca. Debe tener sueño. Debe tener hambre.

—¿Entonces, mi pobre Lucas?

—Nada, jefe… Tengo ganas de tomarme una taza de café y de una cama… El café lo primero…

Tiene los ojos hinchados por el sueño, su abrigo está arrugado, sus zapatos y el bajo del pantalón están manchados de barro rojizo.

—Vete a «El rizo de oro»… Hay novedades…

—¿Qué?

—El músico que ha recibido un balazo…

Se podría creer en la indiferencia por parte del comisario, pero el brigadier Lucas no tiene la menor duda y se aleja pronto, agitando la cabeza.

¡Vamos! Maigret mira a su alrededor con la satisfacción de alguien que encuentra un decorado familiar, luego se adelanta hacia la puerta de la villa. De hecho, no… Prefiere rodear la construcción y entrar por el jardín… Empuja la portezuela… La puerta de la cocina está abierta…

Entonces, permanece un estúpido momento asombrado y se pregunta si no se va a echar a reír. Al ruido de sus pasos, Felicia ha ido hasta el umbral en donde se mantiene erguida, vuelta hacia él con una expresión severa en el rostro.

¿Pero qué tiene, buen Dios? ¿Qué es lo que le proporciona aquel aspecto desacostumbrado? No es por haber llorado por lo que sus ojos están hinchados, sus mejillas con colorete.

Cuando él avanza, ella articula con una voz más ácida que nunca:

—Y bien, ¿está contento?

—¿Qué ha pasado? ¿Te has caído por la escalera?

—¡Valía la pena poner un policía día y noche delante de la casa! ¿Dormía, supongo, su perro de caza?

—Vamos, Felicia, habla más claramente… No vas a hacerme creer…

—¡Que el asesino ha venido y me ha asaltado, sí! ¿No era eso lo que quería?

Maigret tenía la intención de hablarle de Pétillon y del drama de la noche, pero prefiere en primer lugar saber lo que ha pasado en el «Cabo de Hornos»…

—Ven a sentarte… Aquí, en el jardín, sí… ¡No pongas esa cara!… Ahora, tranquila, no me mires con ojos feroces y dime amablemente lo que ha ocurrido… Ayer por la noche, cuando te dejé, estabas sobreexcitada… ¿Qué es lo que hiciste?

—Nada…

—Bueno, supongo que comerías… Luego cerraste las puertas y subiste a tu habitación… Eso es, ¿no es cierto?… ¿Estás segura de haber cerrado las puertas?

—Siempre cierro las puertas antes de acostarme.

—Estabas, pues acostada… ¿Qué hora era?

—Esperé abajo a que acabase la tormenta… Era cierto que él tuvo la crueldad de dejarla a pesar de su miedo a la tormenta y a los relámpagos.

—¿Bebiste algo?

—Café…

—Sin duda para dormirte… ¿A continuación?…

—Leí…

—¿Mucho tiempo?

—No lo sé… Tal vez hasta medianoche… Apagué la luz… Estaba segura de que acontecería alguna desgracia… Ya le había prevenido…

—Ahora, cuéntame la desgracia…

—Usted se burla de mí… Poco importa… ¡Se cree tan astuto!… En un momento dado, oí como si rozase algo en la habitación del señor Lapie…

A decir verdad, Maigret no cree una palabra de lo que ella le cuenta y, escuchando, observándola, se pregunta a dónde quiere llegar con esta nueva mentira. Porque miente tanto como respira. El comisario de policía de Fécamp ha dado por teléfono algunas informaciones que él le había pedido.

Maigret sabe ahora que las insinuaciones de Felicia con respecto a sus relaciones con Jules Lapie son pura imaginación. Ella tiene padre y madre. Su madre es planchadora, su padre un viejo borracho que deambula por los muelles, echando una mano por aquí, una mano por allá, sobre todo cuando se trata de beber vasitos de «hilo de cuatro». Según se desprende del interrogatorio a los vecinos, a las vecinas más charlatanas, nunca el viejo Lapie tuvo relaciones con la planchadora. Cuando buscó una criada, su hermano, el carpintero, le indicó a Felicia que iba a veces a su casa para ayudar en las faenas domésticas.

—Por lo tanto, mi pequeña, oíste como un roce…

Naturalmente, en seguida abriste la ventana para alertar al policía que estaba fuera de guardia…

Lo dice con ironía y ella niega con la cabeza.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Porque, supongo, no tendrías ganas de que se detuviese al hombre que suponías en la habitación contigua?

—¡Tal vez!

—Continúa…

—Me levanté sin hacer ruido…

—Y sin encender la luz, sin duda. Porque si la hubieses encendido, el brigadier Lucas se hubiese dado cuenta. Los postigos no cierran herméticamente… Por lo tanto, estabas levantada. ¿No tenías miedo, tú que tiemblas por una simple tormenta?… ¿A continuación…? ¿Saliste de tu habitación?

—No inmediatamente… Pegué la oreja a la puerta y escuché… Había alguien al otro lado del descansillo… Oí moverse una silla… Luego sorprendí como un juramento ahogado… Comprendí que el hombre no encontraba lo que buscaba y que se disponía a marcharse…

—¿La puerta de tu habitación estaba cerrada con llave?

—Sí…

—¿Y la abriste para precipitarte, sin arma, ante el malhechor que era probablemente el asesino de Jules Lapie?

—Sí…

—¿Estabas, pues, segura de que no te haría ningún mal?… Evidentemente, no dudabas de que el joven Pétillon estaba a esta hora lejos de aquí, en París…

Ella no puede contenerse y grita:

—¿Qué sabe usted?

—Veamos… ¿Qué hora era?

—«Después», miré la hora… Eran las tres y media de la mañana… ¿Cómo sabe que Jacques…?

—¡Mira! ¿Le llamas por el nombre?…

—¡Déjeme de una vez!… Si no me cree, ¡váyase a…!

—Sea, no te interrumpo más… Saliste de tu habitación, bravamente, armada solamente con tu valor y…

—¡Y recibí un puñetazo en plena cara!

—¿El hombre huyó?

—Por la puerta del jardín… Por ahí había entrado…

—Maigret tiene buenas ganas de decirle, a pesar de las equimosis que la señalan:

—Bien, mi pequeña, no creo una palabra…

Si le afirmase, por el contrario, que se había herido ella misma, no lo dudaría. ¿Por qué?

Ahora bien, en este instante, su mirada se inmoviliza, fija sobre la tierra todavía mojada del huerto. Ella se da cuenta, mira al mismo sitio, se fija en las huellas y con una débil sonrisa en los labios articula:

—¿Son tal vez mis pies los que han hecho esto? Él se levanta.

—Ven…

Entra en la casa. Es fácil ver todavía rastros terrosos sobre los peldaños encerados de la escalera. Empuja la puerta de la habitación del viejo.

—¿Entraste aquí?

—Sí… Pero no toqué nada…

—¿Aquella silla?… ¿Estaba en el mismo sitio ayer por la noche?

—No… Estaba cerca de la ventana…

Ahora bien, se encuentra ahora frente al amplio guardarropa de nogal y, sobre el fondo de paja trenzada, se distinguen perfectamente rastros de barro.

Así, pues, Felicia no ha mentido. Un hombre se introdujo en el «Cabo de Hornos» en el transcurso de la noche y no podía ser Pétillon que a aquella hora, el pobre, se encontraba sobre la mesa de operaciones del hospital de Beaujon.

Si Maigret necesitaba una nueva prueba, la encuentra subiendo a su vez sobre la silla y mirando encima del guardarropa en donde unos dedos se han paseado sobre la espesa capa de polvo y en donde, con la ayuda de una herramienta, se ha levantado una plancha de madera.

Será necesario hacer venir a los expertos de la Identidad Judicial para fotografiar todo aquello y buscar las huellas, si las hay.

Más grave ahora, con la frente arrugada, Maigret murmura como para él mismo:

—¡Y no llamaste!… Sabías que había un inspector debajo de las ventanas y no dijiste nada… Incluso tuviste el cuidado de no encender la luz…

—La encendí en la cocina, en donde me mojé el rostro con agua fría.

—Porque, ¿no es cierto?, no se puede ver desde la calle la luz de la cocina… Dicho de otro modo, no querías dar la alarma… A pesar del golpe que has recibido, tenías que dejar al agresor el tiempo de alejarse… Esta mañana, te has levantado como si nada y tampoco has llamado al brigadier…

—Sabía que usted vendría…

Cosa curiosa —es infantil, si se quiere—, se queda halagado de que ella haya esperado su llegada en lugar de dirigirse a Lucas. Le está secretamente reconocido por su:

—«Sabía que usted vendría…».

Sale de la habitación y cierra la puerta con llave. En todo caso, el extraño ratero no ha buscado en ninguna parte más que encima del guardarropa: no ha abierto ningún cajón, registrado ningún rincón. Sabía, pues…

En la cocina, Felicia le envía una ojeada a su imagen que le devuelve el espejo.

—Me ha dicho hace un momento que estaba esta noche con Jacques…

La mira largamente. Está emocionada, eso no ofrece ninguna duda. Espera, angustiada. Y él, con un tono ligero:

—Me afirmaste ayer que no era tu amante, que no era más que un muchacho…

No responde.

—Esta noche le ha ocurrido un accidente… Un desconocido ha disparado sobre él, en plena calle…

Ella exclama:

—¿Ha muerto?… ¡Diga!… ¿Jacques ha muerto?

Una tentación. ¿Ella se avergüenza por mentir? ¿Es que la policía no tiene derecho a usar todos los medios para descubrir al culpable? Tiene unas ganas tremendas de decirle que sí. ¿Quién sabe cuál será su reacción? ¿Quién sabe si…?

No tiene el valor para ello. La ve demasiado trastornada ante él y gruñe volviendo la cabeza:

—No, tranquilízate… No ha muerto… Herido solamente…

Ella solloza. Con la frente entre las manos, los ojos huraños, grita locamente:

—¡Jacques!… ¡Jacques!… ¡Mi Jacques!… Repentinamente furiosa, volviéndose hacia aquel hombre plácido que evita mirarla:

—Y usted estaba allí, ¿no es cierto?… ¡Y lo ha dejado hacer!… ¡Le odio! ¡Le odio! ¿Entiende?… Por su culpa, sí, por su culpa…

Se deja caer sobre una silla y continúa llorando, doblada la cabeza sobre la mesa de la cocina, cerca del molinillo del café. De tanto en tanto, se oyen las mismas sílabas:

—Jacques… Mi Jacques…

¿Es porque tiene el corazón endurecido por lo que Maigret, que no sabe qué postura tomar, de pie en el marco de la puerta, da algunos pasos por el jardín, vacila, mira su sombra en el suelo y acaba por empujar la puerta de la bodega en donde se sirve un vaso de vino?

También la víspera Felicia lloró. Pero no eran las mismas lágrimas.