III

Las confidencias de la agenda

—¡Hola! ¿Es usted, jefe?… Aquí, Janvier…

Jornada salobre. Y no es solamente a causa del tiempo tormentoso que el rostro de Maigret se cubre a veces de un imperceptible sudor, que sus dedos tiemblan de impaciencia… Aquello le recuerda un poco sus angustias de mozalbete cuando se encontraba en un lugar en el que no hubiera debido estar, sabiendo perfectamente que su lugar estaba en otra parte.

—¿Dónde estás, viejo?

—Calle de los Abrigos Blancos… Telefoneo desde una pequeña relojería… El muchacho está enfrente, en una vulgar taberna… Tiene el aire de esperar a alguien o algo… Acaba de beber alcohol…

Un silencio. Maigret sabe perfectamente lo que el inspector va a decirle.

—Me pregunto, jefe, si no sería mejor que viniese…

Aquello dura desde la mañana y desde la mañana Maigret resiste.

—¡Continúa! Telefonea cuando haya algo nuevo… Se pregunta si estará en lo cierto, si es así como verdaderamente tiene que llevar su investigación y, sin embargo, no tiene el valor de irse, algo le retiene, pero no sabría decir el que.

¡Pesada investigación en verdad! ¡Felizmente, los periódicos no se ocupan de la muerte de Pata de Palo! Por lo menos veinte veces ha llegado a murmurar para sí mismo:

—Y sin embargo, ¡han matado al viejo!…

Como si el crimen pasase a un segundo plano, como si, a pesar suyo, se pusiese sin cesar a pensar en otra cosa. Ahora bien, esta otra cosa es Felicia.

El patrón de «El rizo de oro» le ha prestado una vieja bicicleta sobre la que Maigret parece un oso sabio. Aquello le permite ir y venir a su gusto, de Orgeval al parcelamiento, del parcelamiento a Orgeval.

Continúa haciendo el mismo tiempo radiante. Imposible imaginarse aquella decoración de otra manera que bajo un sol de primavera, con flores a lo largo de las pequeñas tapias y en el límite de los huertos, pequeños rentistas jardineros que vuelven la cabeza perezosamente al paso del comisario o del brigadier Lucas, al que Maigret ha mantenido a su lado.

También Lucas, aunque no dice nada, encuentra que es una investigación pesada. Se enfada al tener que estar de plantón delante del «Cabo de Hornos». ¿De qué está encargado en suma? ¿De vigilar a Felicia? Todas las ventanas de la casa están abiertas. Se ve a la criada ir y venir. Ha hecho la compra como de costumbre. Ella sabe que el brigadier está tras sus talones. ¿Temen que desaparezca de nuevo?

Lucas se lo pregunta, pero no se atreve a hacer una observación a Maigret, mete el freno y fuma pipa tras pipa; le acontece, por ociosidad, el llegar a dar patadas a un guijarro.

Desde la mañana, sin embargo, el interés de la investigación parecía llevarle a otra parte. El primer telefonazo ha sido procedente de la calle Lepic. Maigret lo esperaba, sentado en la terraza del albergue, cerca de un laurel plantado en un tonel pintado de verde.

Ya tiene sus costumbres. Toma sus costumbres a todas partes a donde va. Es lo convenido con la recepcionista de la administración de correos que le llama por la ventana cuando llega la comunicación con París.

—¿Es usted, jefe?… Aquí, Janvier… Le telefoneo desde el café que está en la esquina de la calle Lepic…

Maigret se imagina la calle en cuesta, las carretas de los vendedores de hortalizas ambulantes, las criadas en chancletas, el hormigueo colorista de la plaza Blanca, la entrada, entre dos tiendas, del Hotel Buena estancia, en donde estuvo antaño investigando.

—Jacques Pétillon ha entrado a las seis de la mañana, hecho polvo. Se ha echado sobre la cama completamente vestido. Yo fui al «Pelícano», la boite en la que trabaja. No ha aparecido por allí esta noche. ¿Qué hago?

—Espera… Si sale, síguele…

¿Es que el sobrino no es tan inocente como parece? ¿No haría mejor Maigret en ocuparse de él en lugar de dedicarse a Felicia? Eso es lo que piensa Janvier, se adivina. Eso es lo que insinuará en su segundo telefonazo.

—¡Hola!… Aquí, Janvier… El joven acaba de entrar en el bar de la calle Fontaine. Tiene una cara de cartón piedra… Parece nervioso, inquieto… Ha mirado a su alrededor como si temiese ser seguido, pero creo que no se ha fijado en mí…

Así, Pétillon no ha dormido más que algunas horas y helo de nuevo en camino. El bar de la calle Fontaine es frecuentado sobre todo por malos muchachos.

—¿Qué hace?

—No habla con nadie… Vigila la puerta… Se diría que espera a alguien…

—Continúa…

Entretanto, Maigret ha recibido algunas informaciones sobre el sobrino del viejo Lapie. ¿Por qué no llega a interesarse en este muchacho que quiere convertirse en un gran virtuoso y que, para vivir, toca el saxofón en una boite de Montmartre?

Pétillon ha conocido momentos duros. Ha tenido que cargar, por la noche, legumbres en los mercados. No siempre ha aplacado su hambre. Varias veces ha tenido que empeñar su violín en el Crédito Municipal.

—¿No encuentra curioso, jefe, que se pase toda la noche fuera, sin poner los pies en el «Pelícano» y que ahora…? Debería verle… Me gustaría que lo viese… Se percibe que está atormentado, que tiene miedo… Tal vez si usted estuviese aquí…

Y siempre la misma respuesta.

—¡Continúa!

Esperando, Maigret, encaramado sobre su bicicleta, va de un lado para otro entre la terraza de «El rizo de oro», en donde espera los telefonazos, y la casa rosa en donde encuentra a Felicia.

Entra en la casa, va y viene como si de la suya se tratase; ella aparenta no ocuparse de él, hace las faenas de la casa, prepara su comida, ha ido por la mañana a casa de Mélanie Chochoi a comprar vituallas, a veces mira al comisario a los ojos, pero es imposible leer cualquier sentimiento en sus pupilas.

Es a ella a quien Maigret desearía inspirar miedo. Está demasiado segura de sí misma, desde el principio. No es posible que aquella actitud no esconda nada y él espera el momento en que a su vez se debilitará.

—Y sin embargo, han matado al viejo…

Es en ella, siempre en ella en la que piensa, es a ella a la que quiere arrancar su secreto. Ha rondado por el jardín. Cinco o seis veces ha entrado en la bodega en donde se ha servido un vaso de aquel vino rosado que, también en él, se convierte en una costumbre. Ha hecho un descubrimiento. Metiendo una horquilla en el montón de tierra que se encuentra al pie del seto, ha sacado a la luz un vaso de licor, igual que el que encontró el primer día sobre la mesa del cenador. Se lo ha enseñado a Felicia.

—¡No tiene más que buscar las huellas digitales! —le ha dicho desdeñosa sin turbarse lo más mínimo.

Cuando ha subido a las habitaciones, ella no le ha seguido. Ha registrado la de Lapie de arriba a abajo. Ha pasado al otro lado del descansillo y, con el de Felicia, se ha puesto a abrir los cajones. Ella debía escucharle ir y venir por encima de su cabeza. ¿Tenía miedo?

Siempre aquel tiempo ideal, aquella dulzura del aire, aquellas bocanadas perfumadas y aquellos cantos de pájaros entrando por las ventanas.

Entonces, ha puesto la mano sobre la agenda que se encentraba en el fondo del guardarropa de Felicia, entre las medias y las ligas en desorden. No sin razón llamaba Pata de Palo a su criada la Cacatúa. Incluso para su ropa interior, le gustan los colores, los rojos agresivos, los verdes ácidos, los encajes largos como la mano incluso si son falsos, las puntillas.

Historia de lo que le hacía rabiar, Maigret ha bajado a la cocina para hojear las páginas de la agenda que lleva a la milésima el año precedente. Felicia estaba ocupada en desenterrar patatas que dejaba caer en un cubo de esmalte azul.

«13 de enero.—¿Por qué no ha venido?

»15 de enero.—El suplicar.

»19 de enero.—El suplicio de la incertidumbre. ¿Es su mujer?

»20 de enero.—Cascarrabias.

»23 de enero.—¡Por fin!

»24 de enero.—La borrachera vuelve a empezar.

»25 de enero.—Borrachera.

»26 de enero.—Siempre él. Sus labios. Felicidad.

»27 de enero.—El mundo está mal hecho.

»29 de enero.—¡Ah! Partir… partir…».

De tanto en tanto, Maigret levanta los ojos, mientras que Felicia finge ignorarle.

Se esfuerza en reír y su risa suena como la de un viajero que intenta acariciar a la criada del albergue y que se excusa con picantes chanzas.

—¿Cómo se llama?

—Eso no le importa.

—¿Casado?

Ojeada irritada de gata que defiende a sus pequeños.

—¿Es el gran amor?

Ella no responde y él se obstina, quiere obstinarse, se repite que está equivocado, piensa en la calle Lepic, en la calle Fontaine, en aquel joven asustado que va y viene desde la víspera pegándose a las paredes como un moscardón trastornado.

—Dime, mi pequeña, ¿aquí te encontrabas con este hombre?

—¿Por qué no?

—¿Lo sabía tu señor?

¡No! No puede seguir preguntando así a aquella chica que se burla de él. Es cierto que no es mucho más astuto ir a buscar a Mélanie Chochoi como hace. Coloca su bicicleta contra el escaparate, espera a que se vaya una mujer que compra guisantes en conserva.

—A propósito, señora Chochoi, ¿la criada del señor Lapie tenía muchos enamorados?

—Sin duda tenía…

—¿Qué quiere decir?

—En todo caso, ella hablaba de ello… Siempre del mismo… Pero ésos, son asuntos suyos… A menudo estaba muy triste, la pobre chica…

—¿Un hombre casado?

—Podría ser… Sin duda sería por eso que hablaba de obstáculos… No se extendía más… Si ha contado algo más de ello a alguien será a Léontine, la criada del señor Forrentin…

Han matado a un hombre y he aquí a Maigret, un hombre serio, un hombre con la fuerza de la edad, que se ocupa de los amores de una muchacha novelesca. Novelesca hasta tal punto que las páginas de su diario presentan:

«17 de junio: melancolía.

»8 de junio: tristeza.

»21 de junio: el mundo es un falso paraíso en donde no hay suficiente felicidad para todo el mundo.

»22 de junio: le quiero.

»23 de junio: le quiero.»

Maigret ha ido a llamar a casa de Forrentin. Léontine, la criada del registrador, es una muchacha de unos veinte años, de rostro rechoncho. Se asusta en seguida. Tiene miedo de jugarle una mala pasada a su amiga.

—Naturalmente que me lo contaba todo… En fin, todo lo que quería contarme… A menudo venía a verme, a ráfagas…

Ve perfectamente a ambas, la una belleza admirable. Felicia, con su abrigo echado negligentemente sobre la espalda.

—¿Estás sola?… Si supieses, hija mía… Habla, habla, como hablan las jóvenes entre ellas.

—Le he visto… Soy tan feliz…

La pobre Léontine no sabe qué responder a las preguntas de Maigret.

—Nunca diría algo malo de ella… ¡Felicia ha sufrido tanto!…

—¿A causa de un hombre?

—Varias veces ha querido morir…

—¿Él no la amaba?

—No sé… No me torture…

—¿Sabe su nombre?

—Nunca me lo dijo.

—¿Le vio?

—No…

—¿Dónde se encontraba con él?

—No lo sé…

—¿Ella era su amante? Léontine enrojece, balbucea:

—Una vez me confesó que si tenía un hijo… ¿Qué tiene que ver esto con el asesinato del viejo?

Maigret continúa y cada vez más le persigue aquella vaga angustia que anuncia el anzuelo.

¡Tanto peor! Hele aquí de nuevo en la terraza de «El rizo de oro». La encargada de la centralita le hace una señal.

—Ya le han telefoneado dos veces desde París… Le van a llamar de un momento a otro…

Todavía Janvier. No, ésa no es su voz, es una voz no familiar al comisario.

—¡Hola! ¿Señor Maigret?

No se trata, pues, de alguien del Quai des Orfèvres.

—Aquí, un camarero de la cantina de la estación de Saint-Lazare… Un señor me ha encargado telefonearle para decirle… He olvidado su nombre… Un nombre de mes… Febrero…

—Janvier[1]

—Eso es… Ha cogido el tren para Rouen. No podía esperar… Cree que usted tal vez estará en Rouen para cuando llegue el tren… Dijo que tomando un coche…

—¿Algo más?

—No, señor… Ya he cumplido el encargo… Eso es todo…

¿Qué significa aquello? Si Janvier ha tomado súbitamente el tren para Rouen, es que Pétillon ha salido para esta ciudad. Un momento de excitación. Sale de la cabina en donde se ahoga y se seca ante las curiosas miradas de la recepcionista. Un coche, puede encontrar uno…

—¡Además, basta! —gruñe—. Que Janvier se las arregle…

La visita a las tres habitaciones no le ha proporcionado nada, sino la agenda de Felicia.

Lucas sigue enfadado por tener que estar de plantón ante el «Cabo de Hornos» y las gentes de los pabellones vecinos le miran a veces a través de las cortinas.

En lugar de precipitarse tras las huellas del extraño sobrino, Maigret toma un bocadillo en la terraza del albergue, degusta su café, impregnado de posos, y vuelve a subir suspirando a su bicicleta. Al pasar, entrega a Lucas un paquete de bocadillos y baja la cuesta hasta Poissy.

Antes ha descubierto el ventorrillo a donde va Felicia los domingos. Es una construcción de madera, a orillas del Sena. A aquella hora no hay nadie y es el propio patrón, un malabar con delantal, el que le pide lo que desea. Cinco minutos más tarde, acodados ante los vasitos, los dos hombres se han reconocido. Siempre se encuentra. El hombre, que el domingo saca dinero con los bailes, ha sido luchador en las ferias y ha tenido algunos disgustos con la policía. Es él quien ha reconocido, en primer lugar al comisario.

—¿No vendrá por mí, por casualidad? ¡Ya he purgado lo que tenía que purgar, eh!

—¡Naturalmente!… ¡Naturalmente!… —sonríe Maigret.

—En cuanto a la clientela… No, señor comisario, no creo que encuentre nada para usted en mi casa. Recaderos, criadas, jóvenes buenos de por aquí…

—¿Conoce a Felicia?

—¿Quién es ésa?

—Una joven delgada como un espárrago, con una nariz puntiaguda, una frente de cabra, siempre vestida como una bandera o el arco iris…

—¡La Cotorra!

¡Anda! El viejo Lapie la llamaba Felicia la Cacatúa.

—¿Qué ha hecho?

—Nada… Solamente quería saber con quién se encontraba en su casa…

—Con nadie… Mi mujer —no busque, no la conoce, es serio—, mi mujer, digo, la llamaba «La Princesa» a causa de los grandes aires que se daba… ¿Qué es lo que hacía esta pollita aquí?… Nunca he podido saberlo… Llegaba verdaderamente con aires de princesa… Bailaba tiesa como un palo… Cuando se le preguntaba, dejaba entender que no era lo que se pensaba, que venir, aquí de incógnito… ¡De fábula! ¡Mire! Se sentaba siempre en esta mesa, sola. Paladeaba su vaso levantando el meñique… La señorita no bailaba con cualquiera… Domingo… ¡Anda! Esto me recuerda…

Maigret se imagina a la gente sobre el suelo de madera que tiembla, el bullicio del acordeón, el dueño, las manos en las caderas, esperando para poder pasar por entre las parejas y recoger el dinero.

—Bailaba con un tipo al que he visto en alguna parte… En dónde, por ejemplo, no llego a acordarme… Uno pequeño, robusto, la nariz un poco torcida… Poco importa… Todo lo que sé es que la apretaba… En un momento dado, en pleno baile, ella le estampó los cinco dedos en la cara… Creí que allí iba a ver un escándalo… Me aproximé… Nada de eso… El tipo se deslizó sin pedir el cambio, y la Princesa se fue a sentar dignamente a su sitio y a empolvarse…

* * *

Janvier debe haber llegado a Rouen desde hace bastante tiempo. Maigret deja su bicicleta en la terraza de «El rizo de oro», encuentra a la recepcionista a la sombra fresca de la administración de correos.

—¿No ha habido llamada para mí?

—Sólo un mensaje… Llamar a la brigada central de Rouen… ¿Le pongo?

No es Janvier el que está al otro extremo del hilo, sino un inspector.

—¿Comisario Maigret?… He aquí lo que nos han encargado transmitirle… El joven ha llegado a Rouen después de haber rondado por una decena de bares de Montmartre… Parece que no ha hablado con nadie… Cada vez tenía el aire de esperar a alguien… En Rouen se ha dirigido inmediatamente hacia el barrio de los cuarteles… Ha entrado en una cervecería de mujeres que conocerá sin duda, «Tivoli»… Ha permanecido ahí alrededor de media hora, luego ha vagado por las calles y por fin se ha dirigido a la estación… Parecía cada vez más fatigado, descorazonado… Por el momento, espera el tren de París y el inspector Janvier continúa tras él…

Maigret da las órdenes habituales: preguntar a la dueña de la cervecería; saber a qué mujer ha venido a ver Pétillon, lo que quería, etc. Todavía está en la cabina cuando escucha un runruneo sordo, como al pasar un autobús, pero cuando sale se da cuenta de que se trata de una tormenta que se anuncia en la lejanía.

—¿Espera más comunicaciones? —pregunta la recepcionista, que nunca ha tenido tantas distracciones en su vida.

—Es posible. Le voy a enviar a mi brigadier…

—¡Qué apasionante es ser policía! ¡Nosotros aquí, en nuestro pobre rincón, nunca vemos nada!

Sonríe maquinalmente en lugar de encogerse de hombros como tiene ganas de hacer, y recorre una vez más la distancia que le separa del parcelamiento.

«¡Será preciso que ella hable!», se repite a todo lo largo del camino.

La tormenta aparece. El horizonte se torna de un color malva amenazador y los rayos oblicuos del sol parecen más agudos, las moscas pican.

—Vuelve a «El rizo de oro», Lucas… Coge las comunicaciones telefónicas, si hay…

Cuando empuja la puerta del «Cabo de Hornos» tiene el semblante decidido de un hombre que se ha dejado tomar el pelo demasiado tiempo. ¡Ahora se ha acabado! Se va a plantar delante de aquella Felicia de sus pecados y la va a sacudir todo lo fuerte que sea necesario para hacerle perder su continencia.

—¡Acaba, mi pequeña!… ¡No se juega más!…

Ella está allí, él lo sabe. Ha visto moverse la cortina en el piso bajo en el momento en que enviaba a Lucas a Orgeval. Entra. Silencio. En la cocina el café hierve a fuego lento. En el jardín nadie.

Frunce el ceño.

—¡Felicia! —llama a media voz—. ¡Felicia!… El tono sube. Grita furioso:

—¡Felicia!

Un instante piensa si no se ha burlado una vez más y si no acaba de deslizársele entre los dedos. Pero no, oye un ligero ruido en el primer piso, algo así como el sollozo de un chiquillo. Sube las escaleras de cuatro en cuatro y se detiene en el umbral de la habitación de Felicia, donde ve que ésta está tumbada todo lo larga que es sobre el diván.

Llora con el rostro en la almohada y, en el mismo momento en que empiezan a caer gruesas gotas, una corriente de aire cierra brutalmente una puerta en alguna parte de la casa.

—¿Y bien? —gruñe.

Ella no se mueve. Su espalda se mueve por los espasmos. Él le toca la espalda.

—¿Y bien, mi pequeña?

—Déjeme… ¡Por favor, déjeme!…

Una idea le pasa por la cabeza, pero no quiere detenerse en ella: todo aquello no es más que una comedia. Felicia ha escogido su momento. También ha elegido la pose y ¿quién sabe si es por casualidad que su vestido se ha levantado bastante por encima de sus nervudas rodillas?

—Levántate, mi pequeña…

¡Anda! Obedece. Felicia obedece sin resistencia, lo que por lo menos es inesperado. Ahí está sentada sobre su lecho, con los ojos anegados de lágrimas, el rostro con el colorete corrido y le mira con un aire tan miserable, tan cansado, que a él le parece que es un bruto.

—¿Qué ocurre? ¡Vamos! Cuenta…

Ella sacude la cabeza. No puede hablar. Le hace comprender que bien quisiera decirlo todo, que es imposible y esconde de nuevo la cabeza entre las manos.

De pie en aquella estancia, él se siente demasiado grande y se acerca una silla, se sienta a caballo, vacila en coger una de las manos que esconde el rostro lloroso. Porque todavía no está tranquilo. Descubriría, bajo los dedos crispados, un rostro irónico, lo que por otra parte no le extrañaría mucho.

Ella llora verdaderamente. Llora como un niño, sin nada de coquetería. También con una voz de niño balbucea por fin:

—Usted es malo…

—¿Yo soy malo? Pero no, mi pequeña. Cálmate… ¿No comprendes, pues, que es en interés tuyo?…

Dice que no con la cabeza.

—Pero, caramba, date cuenta de que ha habido un crimen, que tú eres la única persona que conoce bastante bien esta casa para… No digo que hayas matado a tu señor…

—No era mi señor…

—Lo sé. Me lo has dicho… Admitamos que era tu padre… Porque, eso es lo que has querido insinuar, ¿no es cierto?… Admitamos que el viejo Lapie, antaño, hizo tonterías y que, a continuación, te tomó en su casa… Tú heredas… Eres tú la que sacas provecho con su muerte.

Ha ido demasiado de prisa. Ella se levanta, se mantiene erguida y tiesa ante él igual que la estatua de la indignación.

—¡Sí, mi pequeña!… Quédate sentada… Lógicamente, hubiera debido detenerte…

—Estoy dispuesta…

¡Qué difícil es, Dios mío! ¡Y hasta qué punto Maigret preferiría tener ante él al más retorcido de los granujas, al más terrible de los perseguidos por la justicia! ¡Aquella imposibilidad de saber en qué momento representa una comedia y en cuál es sincera! ¿Ha sido sincera alguna vez? Percibe que ella le observa, que no cesa de observarle con una terrible lucidez.

—No se trata de esto. Se trata de ayudarnos. El hombre que ha aprovechado el momento en que estabas en la tienda para matar a tu señor… en fin para matar a Jules Lapie, estaba bastante al corriente de las costumbres de la casa para…

Se sienta con lasitud en el borde de la cama y murmura:

—Le escucho…

—Por otra parte, ¿por qué Lapie habría llevado a su habitación a un desconocido?… Le mataron en su habitación… No tenía ninguna razón para subir allí a aquella hora… Estaba ocupado en su jardín… Ofreció de beber al visitante, él que era tan mirado…

Hay momentos en los que Maigret tiene casi que gritar para sobrepasar el ruido de la tormenta y, como de repente un trueno más violento retumba, Felicia tiende la mano hacia él, instintivamente, cogiéndole la muñeca.

—Tengo miedo…

Tiembla. Tiembla verdaderamente.

—No hay por qué tener miedo… Estoy aquí… Es del género idiota decir que está allí, lo sabe.

Ella se aprovecha en seguida de su turbación, pone un rostro más doloroso, gime:

—¡Usted me hace tanto mal!… ¡Y todavía me va a hacer tanto daño!… Soy desgraciada… ¡Dios mío! ¡Qué desgraciada soy!… Y usted… usted…

Ella le mira, con ojos desorbitados que suplican.

—Se encarniza sobre mí porque soy débil, porque no tengo a nadie que me defienda… Ha tenido a un hombre durante toda la noche y todo el día delante de la casa y la próxima noche estará ahí todavía…

—¿Cómo se llama el individuo al que abofeteaste el domingo en el baile?

Por un instante pierde el aplomo, luego dice con sonrisa amarga:

—¿Ve?

—¿Qué es lo que veo?

—Es a mí a quien persigue… Se encarniza sobre mí como si… como si me detestase. ¿Qué le he hecho?… Sí, se lo suplico, dígame usted qué le he hecho.

Aquél sería el momento de levantarse, de acabar, de hablar seriamente. Maigret tiene la intención. Por nada en el mundo quisiera que alguien le estuviese observando desde el descansillo. ¡Demasiado tarde! No ha tomado posición lo bastante rápido y Felicia se hace más vehemente, aprovecha un rugido de la tormenta para pegarse a él, le habla de más cerca, siente su cálido aliento sobre la mejilla, ve su rostro casi contra el suyo.

—¿Es porque soy una mujer? ¿Usted es como Forrentin?

—¿Qué pasa con Forrentin?…

—Me desea… Me persigue… Me ha dicho que me tendría un día u otro, que acabaría por…

Tal vez es verdad. Maigret se acuerda del rostro del registrador, de su sonrisa un poco inquietante, de sus gruesas manos sensuales.

—¡Si es eso lo que quiere, dígalo!… Más lo quiero yo…

—No, mi pequeña, no…

Esta vez, él se levanta, la rechaza.

—Baja, ¿quieres?… No tenemos nada que hacer en esta habitación…

—Usted es el que ha venido aquí…

—No es una razón para permanecer en ella y sobre todo para meterte semejantes ideas en la cabeza… Baja, te lo ruego…

—Déme tiempo para arreglarme…

Se polvorea de perfil, ante el espejo. Reniega.

—¡Verá cómo provocará una desgracia!

—¿Qué desgracia?

—No lo sé… En todo caso, si se me encuentra muerta…

—Eres una estúpida… Ven…

La hace pasar delante de él. La tormenta ha oscurecido de tal modo el cielo que se ha visto obligado a encender la lámpara de la cocina. El café hierve sobre el hornillo.

—Creo que prefiero irme —pronuncia Felicia apagando el butano.

—¿A dónde?

—No importa… No lo sé… Sí, me iré y no me encontrará nunca… Me equivoqué al volver…

—No te marcharás.

Ella refunfuña entre dientes, pero demasiado bajo para que esté seguro de haber entendido:

—¡Ya verá!

Él le lanza como por casualidad:

—Si es para encontrar al joven Pétillon, puedo decirte inmediatamente que se encuentra en una cervecería de mujeres, en Rouen.

—Eso no es… Se contiene:

—¿Y a mí qué?

—¿Es él?

—¿Qué? ¿Qué quiere decir?

—¿Es tu amante? Ella ríe, despectiva.

—¡Un mozalbete que no tiene veinte años!

—En todo caso, mi pobre Felicia, si es a él al que intentas salvar…

—No intento salvar a nadie… Por otra parte, no conseguirá usted que le responda… No tiene derecho a estar todo el día cerca de mí y marearme… Me quejaré.

—¡Quéjate!

—Se cree muy listo, ¿no es cierto?… ¡Y es tan fuerte!… Coge a una pobre muchacha porque sabe que es incapaz de defenderse…

Se pone el sombrero en la cabeza y, a pesar de la lluvia, alcanza la salida decidido a volver a «El rizo de oro». Ni se despide. Ya tiene bastante. Se ha equivocado. Hay que empezar de nuevo, iniciar la investigación por otra parte.

¡Tanto peor si se empapa! Da un paso hacia delante y Felicia se precipita.

—No se vaya…

—¿Por qué?

—Ya lo sabe… No se vaya… Tengo miedo de la tormenta…

Y es cierto. Esta vez no miente. Está temblorosa, le suplica que se quede, le está reconocida por volver a entrar en la cocina, por sentarse, con aire gruñón, pero por sentarse, y ella no tarda en proponerle como agradecimiento:

—¿Quiere una taza de café?… ¿Quiere que le sirva un vasito?…

Se esfuerza en sonreír y repite al servirle:

—¿Por qué es tan malo conmigo, si no le he hecho nada?