El metro de las seis
Con las manos en los bolsillos del pantalón, Maigret se ha detenido delante del perchero de bambú que se alza en el corredor, con un espejo cubierto de rombos en el centro; se contempla en este espejo, ve un semblante que debería hacerle reír, porque recuerda al de un niño que tiene ganas de algo, pero tiene vergüenza. Sin embargo, Maigret no se ríe y por fin alarga el brazo para coger y poner sobre su cabeza el sombrero de paja de ala ancha colgado a una de las perchas.
¡Anda! El viejo Pata de Palo tenía la cabeza todavía más grande que la del comisario y, sin embargo, éste a menudo tiene que recorrer varias sombrererías para encontrar uno apropiado. Aquello le deja pensativo. Con el sombrero de paja en la cabeza, entra en el comedor para mirar de nuevo la fotografía de Jules Lapie encontrada en un cajón.
Un día en que un criminologista extranjero le preguntaba sobre los métodos de Maigret, el director de la P. J. le respondió con una sonrisa enigmática:
—¿Maigret? ¿Qué quiere que le diga? Se mete en una investigación como en las zapatillas…
Hoy, falta poco para que se las calce, sino las zapatillas de la víctima, por lo menos sus zuecos. Porque están ahí, a la derecha del marco de la puerta. ¡En un sitio en que se les huele muy bien!
Todo está en su sitio. Sin la ausencia de Felicia, Maigret podría creer que la vida continúa como antaño en la casa, que está el propio Lapie, que va a dirigirse a pasitos lentos hacia el huerto inacabado para terminar con aquella hilera de tomates que hay que trasplantar.
El sol se pone suntuosamente por detrás de los pabellones claros que se distinguen desde el jardín. Ernesto Lapie, el hermano del muerto, ha anunciado que pasará la noche en Poissy y ha enviado a su familia a Fécamp. Los demás, los vecinos y algunos campesinos de Orgeval que han seguido al cortejo, han debido volver a sus casas o están bebiendo un vaso en el mesón «El rizo de oro».
El brigadier Lucas también se encuentra allí, porque Maigret le ha encargado que lleve su maleta y que se mantenga en contacto telefónico con París.
Pata de Palo tenía una cabeza grande, un rostro cuadrado, espesas cejas grises, pelos grises por todo el rostro que sólo se afeitaba una vez a la semana… Era avaro… Bastaba con echar una ojeada a sus cuentas… Se veía bien a las claras que para él un céntimo era un céntimo… Su hermano no lo ha confesado:
—Naturalmente que era bastante mirado…
Y cuando un normando dice de otro normando que era «mirado»… Hace un tiempo agradable. El cielo se torna sensiblemente violeta. Frescas bocanadas de aire vienen del campo y Maigret se sorprende, la pipa entre los dientes, estando un poco encorvado, como se mantenía Lapie. Incluso al dirigirse hacia la bodega, arrastra la pierna izquierda. Gira la espita de la barrica de vino rosado, enjuaga el vaso, se sirve… A aquella hora, Felicia debería estar en la cocina y, sin duda, los aromas del guiso deberían llegar hasta el jardín… No es hora de regar… Se ve a gentes que riegan en los jardines de alrededor… La penumbra invade el «Cabo de Hornos» en donde, en los tiempos del viejo, no se debían encender las lámparas hasta el último momento…
¿Por qué le han matado? Maigret no puede sustraerse a la idea de que un día él también estará retirado, tendrá una casita en el campo, un jardín, un amplio sombrero de paja…
No han debido matar a Pata de Palo para robarle porque, según su hermano, no poseía casi nada excepto su famosa renta. Se ha encontrado una libreta de la Caja de Ahorros, dos mil francos en billetes en un sobre y algunas obligaciones de la Ciudad de París. También se ha encontrado su reloj de oro.
¡Vamos! Hay que buscar en otra parte. Hay que ponerse todavía más en la piel del hombrecillo. Es gruñón, malhumorado, taciturno, minucioso. Es un solitario. El menor desarreglo en sus costumbres debe ponerle furioso. Jamás ha tenido la idea de casarse, de tener hijos. No se le conocía la más mínima aventura.
¿Qué es lo que ha querido insinuar Felicia? ¡Pero no! ¡Felicia miente! ¡Miente lo mismo que respira! O más bien se ha creado verdades a su gusto. Sería demasiado simple, demasiado banal, ser la criada del viejo. Prefiere dejar entender que, si él la ha llamado a su lado…
Maigret se vuelve hacia la ventana de la cocina. ¿Cuáles serían las relaciones entre estos dos seres que viven en tal aislamiento? Tiene la impresión, está seguro, que deberían estar siempre como el perro y el gato.
De repente… Maigret se estremece… Acaba de salir de la bodega, en donde ha bebido un segundo vaso de vino… Está allí, de pie en el crepúsculo, el sombrero de paja en la cabeza, y se pregunta por un momento si no está soñando. Una bombilla se ha encendido detrás de las cortinas de blonda de la cocina, se distinguen cacerolas que brillan en las paredes, se escucha el «plouf» del hornillo de butano. El reloj del comisario marca las ocho menos diez.
Entonces empuja la puerta y ve a Felicia, que ya ha dejado su sombrero y su velo en el perchero y que pone el agua a cocer.
—¡Anda! ¿Ya está de vuelta?
Ella no se sobresalta, le mira de pies a cabeza, su mirada permanece fija en el sombrero de paja en el cual Maigret no piensa. Se sienta. Ha debido coger el sitio del viejo cerca de la ventana, y ahora, mientras estira las piernas, Felicia va y viene como si él no estuviese allí, pone la mesa para su cena, coge la mantequilla, el pan y el salchichón del aparador.
—Dime, mi pequeña…
—Yo no soy su pequeña…
—Dime, Felicia…
—¡Podría llamarme señorita!
¡Dios mío, qué desagradable es esta joven! Maigret experimenta este enervamiento que se produce cuando se intenta coger un animalito que se desliza sin cesar de las manos, un lagarto por ejemplo o una culebra. Le molesta tomarla en serio y sin embargo no puede hacer otra cosa, le parece que es de ella y de ella sola de la que conocerá la verdad.
—Le había pedido que no se alejara… Extiende una sonrisa muy satisfecha como para decir:
«¡A pesar de todo me he ido! ¿Lo ve?».
—¿Puedo pedirle que me diga lo que ha ido a hacer a París?
—¡Pasearme!
—¿Verdaderamente? Dese cuenta que en seguida conoceré al dedillo sus menores pasos.
—Lo sé. El imbécil me ha seguido.
—¿Qué imbécil?
—Uno grande, pelirrojo, que ha cambiado seis veces de metro tras mis talones.
El inspector Janvier, sin duda, que ha debido seguirla desde la llegada de la camioneta del mecánico a la Porte Maillot.
—¿A quién ha ido a ver?
—A nadie.
Se instala para comer. Pone ante ella una de sus novelitas en la que ha señalado la página con un cuchillo y se pone a leer tranquilamente.
—Dime, Felicia…
Una frente de cabra, eso es lo que le ha chocado al comisario desde que la ha visto. Ahora se da cuenta. Una frente alta y testaruda de cabra que arremete obstinadamente sobre cualquier apariencia de obstáculo.
—¿Piensa pasar la noche sola en esta casa?
—¿Y usted? ¿Tiene la intención de quedarse aquí?
Ella come, lee, él esconde su mal humor bajo un aire irónico que quisiera fuese paternal.
—Me ha dicho esta mañana que estaba segura de heredar…
—¿Y bien?
—¿Cómo lo sabía?
—¡Lo sabía!
Se ha preparado café y bebe una taza, se ve que le gusta el café, lo saborea sin ofrecer a su interlocutor.
—Vendré a verla mañana.
—Si quiere…
—Espero que habrá reflexionado.
Ella le desafía con sus ojos claros en los que no se puede leer nada y, encogiéndose de hombros, deja caer:
—¿En qué?
* * *
Maigret encuentra en la puerta del «Cabo de Hornos» al inspector Janvier que ha seguido su pista hasta Jeanneville y del que la punta del cigarrillo brilla en la noche. El ambiente está tranquilo. Estrellas. Cantos de grillos.
—La he reconocido en seguida, patrón, después que Lucas telefoneó dando la descripción. Cuando la camioneta llegó a los arbitrios, la señorita estaba sentada al lado del mecánico y ambos parecían entenderse bien. Ella bajó. Subió a pie por la avenida del Gran Ejército mirando escaparates. En la esquina de la calle Villaret-de-Joyeuse entró en una pastelería y se comió media docena de pasteles de crema y se bebió un vaso de Oporto.
—¿Se fijó en ti?
—No creo.
—Yo lo sé.
Janvier está confundido.
—Se dirigió hacia el metro, tomó un billete de segunda y transbordamos por primera vez en la Concordia, luego otra vez en Saint-Lazare… Los andenes estaban casi vacíos… Se sentaba y leía una novelita que sacaba de su bolso… Transbordamos cinco veces…
—¿No habló con nadie?
—A nadie… Poco a poco subían más viajeros… A las seis, a la hora del cierre de las tiendas y de las oficinas, la riada… Ya sabe…
—Continúa…
—En el metro de Ternes estábamos metidos entre el gentío a menos de un metro el uno del otro… En aquel momento, lo confieso, comprendí que ella se sabía seguida… Me miraba… tuve la impresión, patrón… Cómo decirle… Durante algunos instantes su rostro no era el mismo… Se hubiera dicho que tenía miedo… Estoy seguro de que en un momento tuvo miedo de mí, o miedo de algo… Esto sólo duró algunos instantes y de repente echó mano a los codos para llegar al andén…
—¿Estás seguro de que no habló con nadie?
—Seguro… En el andén, esperó a que la marea se alejase y miraba fijamente al vagón abarrotado…
—¿Tenía el aire de interesarse por alguien en particular?
—No puedo decirlo… Lo que sé es que su rostro se calmaba y que, cuando el tren desapareció en la oscuridad del túnel, no pudo sustraerse a enviarme una mirada triunfante… Salió rápidamente al exterior… No debía saber en dónde estaba… Tomó un aperitivo en un bar que está en la esquina de la avenida de Temes, luego consultó la guía de ferrocarriles y tomó un taxi para la estación de Saint-Lazare… Eso es todo… Tomé el mismo tren que ella hasta Poissy y a continuación hemos subido la cuesta el uno tras el otro…
—¿Has comido?
—Un bocadillo cogido al vuelo en la estación.
—Quédate aquí esperando a Lucas.
Maigret se aleja, abandona el tranquilo aparcelamiento de Jeanneville en el que no ve más que algunas luces rosas en las ventanas, llega pronto a Orgeval, encuentra a Lucas en «El rizo de oro». Lucas no está solo. Su compañero, con mono azul, no puede ser otro que Louvet, el mecánico, que está muy animado pues ya tiene cuatro o cinco platillos ante él.
—Mi jefe, el comisario Maigret… —presenta Lucas, que también huele a alcohol.
—Como le decía al brigadier, señor comisario, no pensaba en nada cuando subí a la bañera… Voy todos los jueves por la tarde a París a buscar lo que me falta.
—¿A la misma hora?
—Poco más o menos…
—¿Felicia lo sabía?
—A decir verdad, apenas la conocía, y de vista solamente porque nunca le había hablado… Por el contrario, conocía a Pata de Palo, que venía todas las tardes a echar su partida con Forrentin y Lepape… Tanto era el patrón, como yo el que hacía el cuarto… Mire… Forrentin y Lepape están allí, en el rincón de la izquierda, con el alcalde y el albañil…
—¿Cuándo se dio cuenta que había alguien en su coche?
—Un poco antes de llegar a Saint-Germain… Oí un suspiro justo detrás de mí… Creí que era el viento, porque hacía un poco de viento que levantaba la lona… De repente, oí una voz que me dijo:
»—¿No tendría un poco de fuego?
»Me vuelvo y la veo, el velo levantado, un cigarrillo en la boca…
»No se reía, se lo aseguro… Estaba muy pálida y el cigarrillo temblaba entre sus labios…
»Y empieza a hablar, a hablar… Me cuenta que tiene necesidad de llegar a París sin perder un minuto, que es una cuestión de vida o muerte, que los que han matado a Pata de Palo quieren apoderarse de ella, que la policía no comprende nada.
»Me detengo un instante para hacerla sentar a mi lado, porque estaba instalada sobre una vieja caja no muy limpia…
»¡Más tarde!… ¡Más tarde!… me repetía… Cuando haya cumplido la obra que tengo que cumplir, tal vez se lo contaré todo… En todo caso, le estaré eternamente reconocida por haberme salvado…
»Luego, una vez en los arbitrios, me dijo gracias y se bajó, tan digna como una princesa…».
Lucas y Maigret se miran.
—Ahora, si le da igual, me voy a echar al coleto unos tragos. ¡Sí! Es mi turno e iré a comer un bocadillo… Supongo que no habrá problemas por esto, ¿no es cierto? ¡A su salud!…
* * *
Las diez de la noche. Lucas ha ido de «plantón» frente al «Cabo de Hornos», en lugar de Janvier, que ha vuelto a París. La sala de «El rizo de oro» está azul por el humo. Maigret ha comido demasiado y está con su tercer o cuarto vasito de posos, según el dicho del país.
A horcajadas sobre su silla con fondo de paja, los codos sobre el dossier, tiene momentos en los que se podría creer que dormita, los ojos semicerrados, un hilillo de humo subiendo recto desde el horno de su pipa, mientras que cuatro hombres juegan a las cartas ante él.
Manejando las cartas grasientas sobre el tapete granate, hablan, responden a las preguntas, a veces cuentan una anécdota. El dueño del café, José, juega la partida en lugar del viejo Lapie y el mecánico ha vuelto después de haber ido a cenar.
—En suma —suspira Maigret— vivía como el pez en el agua… Un poco como un honrado cura de pueblo con su criada… Debía llevar buena vida y…
Lepape, que es adjunto del alcalde de Orgeval, lanza un guiño a los otros. Su compañero, Forrentin, es registrador del aparcelamiento y ocupa la casa más bonita al lado de la carretera, cerca del cartel que anuncia a los pasantes que quedan terrenos en venta en Jeanneville.
—Un cura y su criada, ¡ah!, ¡ah! —dice riendo el adjunto.
Forrentin se contenta con una sonrisa sarcástica.
—¡Vamos! Se ve que usted no le conocía… —explica el dueño de la taberna anunciando escalera—. A pesar de que esté muerto, se puede decir que era la más hermosa cabeza de cerdo que se ha visto…
—¿Qué entiende por cabeza de cerdo?
—Que se pasaba el tiempo gruñendo de la mañana a la noche, a propósito de todo y de nada. Nunca estaba contento… ¡Mire! La historia de los vasos…
Toma a los otros por testigos.
—En primer lugar, encontró que mis vasos de licor tenían un fondo demasiado grueso, fue a revolver toda la estantería hasta que encontró un vaso descalabrado que encontraba más a su gusto. Luego, un día, se dio cuenta, trasvasando, que el contenido era exactamente el mismo y se puso furioso.
»—¡Pero si ha sido usted el que ha escogido este vaso! —le dije.
»Pues bien, se fue a comprar un vaso a la ciudad y me lo trajo. Contenía un tercio más que los míos.
»Eso me da igual, le respondí. Tendrá que pagar cinco céntimos más…
»Entonces, estuvo una semana sin venir. Una tarde, le vi de pie en el quicio de la puerta.
»—¿Mi vaso?
»—¡Cinco céntimos de más!, le espeté.
»Se marchó. Esto duró un mes y fui yo el que acabó por ceder, porque faltaba el cuarto para la partida.
»¿Se puede decir, sí o no, que tenía cabeza de cerdo? Con su muchacha pasaba igual. Se peleaban de la mañana a la noche. Desde lejos se les oía discutir. Estaban enfadados durante semanas enteras… Creo que a fin de cuentas era ella la que decía la última palabra porque, con el debido respeto, ella era todavía más normanda que él… ¡En fin!… Tengo curiosidad por saber quién ha matado a ese pobre hombre… En el fondo, no tenía maldad… Era su carácter, como esto… Nunca he visto una partida sin que haya pretendido, en un momento dado, que se repitiese.
—¿Iba a menudo a París? —pregunta Maigret un poco más tarde.
—Se puede decir que nunca… Una vez cada trimestre a cobrar su pensión… Salía por la mañana y volvía por la tarde…
—¿Y Felicia?
—Decidlo vosotros, ¿iba Felicia a París? Aquellos señores no saben nada. Por el contrario, la han visto bastante a menudo bailar el domingo en un ventorrillo a orillas del agua, en Poissy.
—¿Sabe cómo la llamaba el viejo?… Cuando hablaba de ella decía: «Mi cacatúa»… Por aquello de que le gusta vestirse de una manera original… Ve usted, señor comisario —nuestro amigo Forrentin se va a sentir vejado, pero digo lo que pienso— todos los que viven en Jeanneville están más o menos chiflados… Éste no es un país de cristiano… Pobres tipos que han pringado toda su vida soñando con retirarse un día al campo… ¡Bueno! Ese día llega… Se dejan seducir por los bonitos prospectos de Forrentin… No protestes, Forrentin, ya sabes que eres un as en eso de dorar la píldora… Helos aquí, por fin, en el paraíso terrenal, y se dan cuenta que se en… a cien francos la hora…
»Solamente que es demasiado tarde… Han invertido sus cuatro chavos allí y hacen bien en divertirse como puedan o creer que se divierten… Los hay que van a juicio por una rama de árbol que ha invadido su jardín o por un perro que ha ido a mear sobre sus begonias… Los hay…
Maigret no duerme y la prueba es que extiende el brazo para llevarse el vaso a los labios. Pero el calor le invade, se desliza muy dulcemente en este mundo que va creando poco a poco, vuelve a ver las avenidas inacabadas de Jeanneville, los proyectos de árboles, las casas que recuerdan a los fondos de las cubas, los jardincillos demasiado bien rastrillados, los animales de porcelana y los globos de cristal…
—¿Nunca venía a verle nadie?
¡No es posible! Todo esto es demasiado tranquilo, demasiado redondo, demasiado unido. Y es imposible, si la vida es tal como la ha descrito, que una bella mañana, el lunes sin ir más lejos, mientras que Felicia había ido a hacer la compra a la tienda de ultramarinos de Mélanie Chochoi, Pata de Palo haya abandonado sus plantas de tomates para coger la garrafa y el vaso del aparador del comedor, beber solo bajo el tonel el alcohol reservado para las grandes ocasiones, luego…
Tenía puesta en la cabeza el sombrero jardinero cuando subió a su habitación de suelo encerado también. ¿Qué había ido a hacer a aquella habitación?
Nadie ha oído la detonación y sin embargo ha sido hecho un disparo de revólver a quemarropa, a menos de dos metros del pecho, afirman los expertos.
Si por lo menos se hubiese encontrado el revólver, se hubiera podido creer que Pata de Palo, neurasténico…
El adjunto del alcalde no va tan lejos y, recalcando sus puntos de vista, murmura como si esto respondiese a todas las preguntas:
—¿Qué quiere usted? Era original… ¡Entendido! ¡Pero está muerto! ¡Alguien le ha matado! Y Felicia, con su aire de mosquita muerta, ha sabido deslizarse entre las manos de la policía, nada más acabar el entierro, para ir a París, contemplar escaparates como si no tuviese otra cosa que hacer, comer pasteles de crema, beber un Oporto, y luego, por fin, ¡pasearse en metro!
—Me pregunto quién va a vivir en la casa… Los jugadores de cartas hablan sin ton ni son y Maigret, sin escuchar, oye como un runruneo. No contesta que Felicia. Flota. Imágenes se dibujan y se esconden. Apenas tiene noción del tiempo y del lugar… Felicia debe estar leyendo en su cama. No tiene miedo, sola en la casa en donde han matado a su señor… Ernesto Lapie, hermano, que ha sido vejado a causa del testamento… No tiene necesidad de dinero, pero aquello sobrepasa su entendimiento, que su hermano…
—… La casa mejor construida de todo el aparcelamiento…
¿Quién habla? ¿Forrentin sin duda?
—¡Como ser agradable, ella lo es!… Incluso lo bastante grande como para que se lo haya llevado todo de la mano y…
Maigret vuelve a ver la escalera encerada. Se dirá lo que se quiera de Felicia, pero su labor en la casa es de una limpieza ejemplar. Según palabras de la madre de Maigret, se podría comer en el suelo…
Una puerta a la derecha… La habitación del viejo… Una puerta a la izquierda: la de Felicia… La habitación de Felicia se abre a otra bastante amplia, en la cual están amontonados los muebles…
Maigret frunce el ceño. Aquello no puede llamarse un presentimiento, todavía menos una idea. Siente vagamente que tal vez allí hay algo anormal.
—Del tiempo del joven… —ha pronunciado Lepape.
Maigret se estremece.
—¿Quiere hablar del sobrino?
—Sí… Vivió en casa de su tío seis meses o más, casi un año… No estaba muy fuerte… Parece que le habían recomendado el aire del campo, pero siempre estaba metido en París…
—¿Qué habitación ocupaba?
—Precisamente… Eso es lo divertido… Lepape guiña un ojo. Forrentin no está contento.
Se adivina que al registrador no le gusta que se formen historias sobre el parcelamiento del que se considera como dueño todopoderoso.
—Eso no significa nada —protesta.
—En fin, sí o no, el viejo y Felicia… Escuche, señor comisario… Usted conoce la casa… A la derecha de la escalera sólo hay una habitación, la de Pata de Palo… Al otro lado hay dos, pero hace falta atravesar una para entrar en la segunda… Pues bien, cuando el joven llegó, su tío le cedió su propia habitación, y él se instaló al otro lado, que es tanto como decir con Felicia. Ocupaba la primera habitación y la criada dormía en la segunda, si bien tenía que pasar por la habitación de su señor para ir a la suya o salir…
Forrentin objeta:
—¿Era mejor poner juntos a un joven de dieciocho años y a una joven?
—Yo no digo nada, no digo nada… —repite Lepape con aires ladinos—. No insinúo nada… Constato solamente que el viejo estaba al lado de Felicia, mientras, que el sobrino estaba confinado al otro lado del descansillo… En cuanto a pretender que pasaba algo…
Maigret no piensa eso. No porque se haga ilusiones sobre los hombres de una cierta edad e incluso sobre los ancianos. Por otra parte, Pata de Palo sólo tenía sesenta años y estaba todavía para bastantes trotes.
Eso no corresponde a la idea que se ha formado de él, he ahí todo. Tiene la impresión de que empieza a comprender al solitario cascarrabias del que hasta ahora se ha probado el sombrero de paja.
No son sus relaciones con Felicia lo que le inquieta. ¿Qué es, por lo tanto? Aquella historia de las habitaciones le descompone.
Se repite, como un escolar que quiere meterse la lección en la cabeza:
—El sobrino a la izquierda… solo… El tío a la derecha, luego Felicia…
El viejo, pues, se ha instalado entre los dos. ¿Ha querido evitar que los dos jóvenes se encentrasen sin saberlo él? ¿Ha intentado impedir que Felicia corriese algún peligro? No, puesto que, una vez ido su sobrino, de nuevo la ha dejado sola al otro lado del descansillo.
—Recoja esto, patrón…
Se levanta. Va a subir a acostarse. Tiene ganas de estar al día siguiente, volver a la aldea-juguete, de encontrar las casitas rosas bajo el sol, de volver a ver aquellas tres habitaciones. Ante todo, telefoneará a París para decir a Janvier que se ocupe del joven.
Maigret apenas se ha preocupado de él. Nadie le vio la mañana del crimen en Jeanneville. Es un muchacho alto, delgado y nervioso, que no parece tener gran cosa de bueno, pero que tampoco presenta la calaña de un asesino.
Según las noticias que ha recibido Maigret, su madre, la hermana de Lapie, se casó con un violinista que tocaba en las cervecerías de barrio. Murió joven. Para educar a su hijo, entró como cajera en una tienda de tejidos en la calle Sentier y murió a su vez, ahora hará dos años.
Algunos meses después del óbito, Lapie tomó en su casa al joven. No se entendieron. Es lógico. Jacques Pétillon es músico como su padre. Y Pata de Palo no era hombre como para escuchar en su casa rascar el violón o tocar el saxofón.
Ahora, para ganarse la vida, Jacques Pétillon toca el saxofón en una «boite» de la calle Pigalle. Ocupa una habitación en el sexto piso de un inmueble de la calle Lepic.
Maigret se duerme en un lecho de plumas en donde se hunde y sonrisas bailan toda la noche por encima de su cabeza. Aquello huele a campo, a heno, también a moho, y las vacas mugen para despertarle, el autobús de la mañana se detiene ante «El rizo de oro», Maigret aspira el humo del café recién hecho.
La historia de las habitaciones… En primer lugar telefonear a Janvier…
—¡Hola!… Calle Lepic… Hotel Buena estancia… Hasta la vista, viejo…
Y se dirige lentamente hacia Jeanneville de cuyos techos parecen emerger ondulantes avenas. Mientras camina se produce en él un curioso fenómeno. No es por eso que adelanta el paso, que espera la aparición de las ventanas del «Cabo de Hornos», que… ¡Sí! Tiene ganas de volver a encontrar a Felicia, la imagina ya en su cocina, los rasgos afilados, volviendo hacia él su frente de cabra, acogiéndole tan mal como sea posible al ofrecerle la mirada indescifrable de sus transparentes pupilas.
¿Es que le faltaba ya?
Comprende, adivina, está seguro de que Pata de Palo tenía tanta necesidad de su íntimo enemigo como de su vaso de vino tomado en la bodega, como del aire que respiraba, como de su partida de cartas por la tarde y de sus disputas con sus compañeros de juego con respecto a una escalera o un triunfo.
Desde lejos, distingue a Lucas que está de plantón al final del paseo y que no ha debido pasar calor esta noche. Luego, por la ventana abierta de su cuarto, observa los cabellos oscuros con una especie de turbante, una silueta nerviosa que sacude el juego de cama. «Se» le ha visto. «Se» le ha reconocido. «Se» debe pensar ya en la recepción que «se» le va a hacer.
Y a pesar de él sonríe.
¡Felicia está ahí!