I. El entierro de «Pata de Palo»

El entierro de «Pata de Palo»

Aquél fue un segundo absolutamente extraordinario, porque no duró probablemente más que un segundo, como los sueños que nos parecen enormemente largos. Maigret, años más tarde, hubiera podido mostrar el lugar exacto en donde se había producido el hecho, la porción de acera en la que tenía los pies, el sillar sobre el que se perfilaba su sombra; hubiera podido, no solamente reconstituir los menores detalles de la decoración, sino también reconocer el vago olor, las vibraciones del aire con un gusto de recuerdo de la infancia.

Era la primera vez aquel año que salía sin abrigo, la primera vez que se encontraba en el campo a las diez de la mañana. También su enorme pipa tenía un sabor de primavera. Todavía hacía fresco. Maigret andaba pesadamente con las manos en los bolsillos del pantalón. Felicia andaba a su lado, un poquito por delante de él, obligada a dar dos pasos precipitados cada vez que él daba uno.

Pasaron ambos por delante de una fachada nueva de ladrillos rosados. En el escaparate se veían algunas legumbres, dos o tres quesos, morcillas sobre un plato de porcelana.

Felicia se precipitó hacia delante, estiró el brazo, empujó una puerta vidriada y fue entonces, sin duda a causa del timbrazo que se desencadenó, cuando se produjo el fenómeno.

El timbre de la tienda no era un timbre cualquiera. Tubos de metal ligero colgaban detrás de la puerta y cuando ésta se abría los tubos entrechocaban, formando un carillón, haciendo sonar una música aérea.

Antaño, cuando Maigret era un mozalbete, existía en su aldea, en casa del charcutero que acababa de renovar su tienda, un carillón, parecido a éste.

He aquí por qué el segundo presente se quedó como en suspenso.

Durante un tiempo imposible de determinar, Maigret se quedó verdaderamente fuera de la escena que se vivía. La vio como si no estuviese en el pellejo del pesado comisario al que Felicia arrastraba tras ella.

En la creencia de que era el muchacho de otras veces el que estaba allí, escondido en alguna parte, invisible, y que miraba con unas ganas enormes de desternillarse de risa.

¡Vamos! ¿Todo esto era serio? ¿Qué hacía aquel señor grave, macizo, en un decorado que no tenía más consistencia que un juguete, detrás de aquella Felicia del ridículo sombrero rojo salido de las páginas de un tebeo para niños?

¿Una investigación? ¿Se ocupaba de un asesinato? ¿Buscaba un culpable? ¿Y esto mientras que los pajarillos cantan, la hierba es de un verde inocente, se funden los ladrillos de un rosa acaramelado, mientras que hay por todas partes flores nuevas, que los mismos puerros en el escaparate tienen el aire de flores?

Sí, debía acordarse de ello más tarde, de este instante, y no siempre con buen humor. Durante años y años, en el Quai des Orfèvres permanecerá la tradición, algunas mañanas de primavera alegre, de decirle con un sello almibarado de ironía:

—Dime, pues, Maigret…

—¿Qué?

—¡Felicia está ahí!

Y él volvía a ver aquella delicada silueta de barrocos vestidos, aquellos grandes ojos de miosotis, aquella nariz que le provocaba, aquel sombrero sobre todo, aquel increíble sombrerito bermellón sobre la cabeza, que tenía plantada una pluma-cuchillo de un verde castaño.

—«¡Felicia está ahí!»

Un rugido. Se sabía que Maigret se ponía a rugir como un oso cada vez que se le recordaba a Felicia, que le había dado más quebraderos de cabeza que todos los «duros» enviados a la mazmorra por los cuidados del comisario.

Aquella mañana de mayo, Felicia estaba allí de veras, de pie en el umbral de la tienda. Encima de los reclamos representados por un almidón y una pasta para metales, se leía en letras amarillas: «Mélanie Chochoi, Ultramarinos». Felicia esperaba que el comisario quisiese salir de su sueño.

Por fin dio un paso, se volvió a encontrar en la vida real y volvió a coger el hilo de la investigación sobre la muerte de Jules Lapie, llamado Pata de Palo. Los rasgos afilados, agresiva a fuerza de ironía, Felicia esperaba sus preguntas, como lo hacía desde la mañana. Detrás del mostrador, una buena mujer bajita, Mélanie Chochoi, las manos cruzadas sobre el grueso vientre, contemplaba la extraña pareja formada por el comisario de la Policía Judicial y la criada de Pata de Palo.

Maigret sacaba pequeñas bocanadas de humo de su pipa. Miraba a su alrededor los estantes llenos de botes de conservas y luego, a través del cristal, la calle inacabada en donde los árboles recientemente plantados no eran más que frágiles retoños de árboles. Sacando su reloj del bolsillo del chaleco, por fin suspiró:

—Entró aquí a las diez horas y quince minutos, me ha dicho. Eso está bien, ¿no es cierto? ¿Cómo puede precisar la hora?

Una tenue sonrisa despectiva estiró los labios de Felicia.

—Venga a ver —dijo.

Y, cuando estuvo cerca de ella, ésta le señaló la trastienda que servía de cocina a Mélanie Chochoi. En la penumbra, se distinguía un sillón de rota en donde un gato pelirrojo estaba encogido como una pelota sobre un cojín rojo; justo encima, sobre un aparador, un despertador marcaba las diez y diecisiete minutos.

Felicia tenía razón. Siempre tenía razón. En cuanto a la dueña de la tienda, se preguntaba lo que aquellas gentes venían a hacer a su casa.

—¿Qué compró?

—Una libra de mantequilla… Deme una libra de mantequilla, señora Chochoi… El señor comisario quiere que haga exactamente lo que hice anteayer… Además, media de sal, ¿no es así? Espere, póngame también un paquetito de pimienta, una caja de tomates y dos costillas en la bolsa…

Todo era extraño en el mundo en el que vivía Maigret aquella mañana y tenía que hacer un esfuerzo para convencerse de que él mismo no era un gigante chapoteador en medio de un juego de construcción.

A algunos kilómetros de París, había dejado las orillas del Sena; en Poissy, había trepado a la colina y, de repente, en la realidad de los campos y los vergeles, había descubierto este mundo aparte que anunciaba una pancarta al borde de un camino nuevo: «Repartición de Jeanneville».

Algunos años antes debía haber allí los mismos campos, los mismos prados, los mismos bosques que en otra parte. Un hombre de negocios había pasado, del cual la mujer o la amante se llamaba Jeanne sin duda, de donde el nombre de Jeanneville dado a este mundo en gestación.

Se habían trazado calles, avenidas plantadas de árboles todavía vacilantes, el delgado tronco rodeado de paja para protegerles del frío.

Aquí y allá, se habían edificado villas, pabellones; aquello no formaba ni una aldea, ni una ciudad; era un universo aparte, incompleto, había vacíos entre las construcciones, empalizadas, terrenos baldíos, bocas de gas ridículamente inútiles en las calles que no tenían todavía más que un nombre sobre una placa azul.

«Mi sueño… Última etapa…» Cada casa tenía su nombre rodeado de adornos y abajo estaba Poissy, la cinta del Sena en donde se deslizaban chalanas bien reales, vías del ferrocarril por donde circulaban verdaderos trenes. Un poco más lejos, en la llanura, se distinguían las granjas y el campanario de Orgeval.

Aquí, no parecía haber de real más que la vieja tendera Mélanie Chochoi, puesta por los parceleros en un burgo vecino y a la que habían dado una bonita tienda nueva a fin de que el comercio no estuviese ausente del nuevo universo.

—¿Y con esto, mi pequeña?

—Espere… ¿Qué más cogí el lunes?

—Agujas para el cabello…

Se vendía de todo en casa de Mélanie, cepillos de dientes y polvo de arroz, petróleo y postales.

—Creo que está todo, ¿no es cierto?

Desde la tienda, Maigret se había asegurado de ello, no se podía distinguir el pabellón de Pata de Palo, ni la cerca que rodeaba el jardín.

—¡La leche! —se acordó Felicia—. ¡Ya iba a olvidarme de la leche!

Explicó al comisario, siempre con su aire soberano:

—Me ha preguntado tantas cosas que me he olvidado de traer el pote de leche… En todo caso, el lunes lo tenía… Lo dejé en la cocina… Un pote azul con motitas blancas que verá cerca del infiernillo de butano… ¿No es así, señora Chochoi?

Y cada vez que proporcionaba un detalle lo hacía muy alto, como la mujer de César que no puede ser sospechosa.

Era ella la que insistía para que no se olvidase nada.

—¿Qué le dije el lunes, señora Chochoi?

—Me parece que me dijo que mi Zouzou tenía gusanos, con respecto a que se come siempre sus pelos…

Zouzou era evidentemente el gato somnoliento que estaba sobre el cojín rojo del sillón.

—Espere, pues… Cogió su Cine-Journal y una novela de veinticinco céntimos…

En una esquina del mostrador aparecían las portadas abigarradas de las publicaciones populares, pero Felicia ni las miró y se encogió de hombros.

—¿Cuánto le debo?… Dese prisa porque el señor comisario quiere que todo suceda como el lunes pero permanecí aquí tanto tiempo.

Maigret interviene.

—Dígame, señora Chochoi… Ya que estamos en el lunes por la mañana… Mientras servía a la señorita, ¿no oyó un automóvil?

La tendera contempló la decoración bañada por el sol más allá del escaparate.

—No puedo precisar… Espere… Lo que pasa es que no vienen mucho por aquí… Solamente se les oye pasar por la carretera nacional… ¿Qué día era? Me acuerdo de un pequeño coche rojo que pasó por detrás de casa de los Sébile… Pero en cuanto a decir qué día era…

Por si acaso, Maigret apuntó en su cuadernillo: «Auto rojo, Sébile».

Y se encontró fuera con Felicia, que se contoneaba al andar y que llevaba el abrigo a la espalda como una capa dejando notar las mangas detrás de ella.

—Por aquí… Para entrar, tomo siempre por el atajo…

Un sendero estrecho, entre huertos.

—¿No encontró a nadie?

—Espere… Voy a ver…

Y vio. Ella tenía razón. Justo cuando salían a una nueva avenida, el cartero, que acababa de subir la cuesta, pasó en bicicleta, volvió la cabeza hacia ellos y gritó:

—¡Nada para usted, señorita Felicia! Ella miró a Maigret.

—Él me vio aquí el lunes, a la misma hora, como casi todas las mañanas.

Rodearon un horrible pabellón pintado de azul cielo rodeado por un jardincillo en donde estaban colocados animales de porcelana a lo largo de un seto. Felicia empujó la puerta y rozó con su flotante abrigo una hilera de groselleros.

—He aquí… Estamos en el jardín… Ahora verá el cenador…

A las diez menos algunos minutos, salían del pabellón por la otra puerta, que daba a una avenida. Para ir a la tienda y volver, habían descrito un círculo casi completo. Atravesaron jardines de claveles que florecían pronto, huertos de lechugas tempranas de un verde suave.

—Debió ser por aquí… —decretó Felicia señalando una cuerda bien tensa y una plantadora metida en tierra—. Había empezado a trasplantar los tomates. La hilera está a la mitad… Cuando no le vi, pensé que había ido a beber un trago de vino rosado…

—¿Bebía mucho?

—Cuando tenía sed… Encontrará su vaso encima de la barrica, en la bodega.

Un jardín de pequeño rentista cuidadoso, una casa como miles de necesitados sueñan en construir para pasar sus últimos días. Se dejaba el sol para entrar en la sombra azulada del patio que se abría a continuación del jardín. Tenía un cenador a la derecha. Sobre la mesa un garrafón de alcohol y un vasito de fondo espeso.

—Ha visto la botella y el vaso. Ahora bien, me dijo esta mañana que su señor no bebía nunca alcohol, sobre todo esto del garrafón, cuando estaba solo.

Ella le mira con desafío. Parece ofrecerle siempre, no sin ostentación, el azul límpido de sus pupilas, para que él pueda leer en ellas su perfecta inocencia.

—No era mi señor… —responde sin embargo.

—Lo sé… Ya me lo ha dicho…

¡Dios mío, qué irritante es tener un asunto con una persona como Felicia! ¿Qué ha dicho además con su aguda voz que destroza los nervios de Maigret? ¡Ah, sí! Ha dicho:

—No tengo derecho a desvelar secretos que no me pertenecen. A los ojos de algunos, tal vez yo era la criada. Pero no era así como me consideraba él y sin duda un día se sabrá…

—¿Se sabrá qué?

—¡Nada!

—¿Quiere insinuar que era la amante de Pata de Palo?

—¿Por quién me toma?

Maigret se ha arriesgado:

—¿Su hija, entonces?

—Es inútil preguntarme. Un día, tal vez…

¡Ahí está Felicia! Tiesa como una tabla de planchar, ácida, extravagante, un rostro afilado mal retocado de polvos y carmín, una criadilla que toma aires de princesa en un baile de musarañas y, de repente, en la mirada, una fijeza inquietante, o bien, en los labios, algo como una sonrisa lejana, de una ironía despectiva.

—Si ha bebido solo, eso no lo vi…

Ahora bien, el viejo Jules Lapie, llamado Pata de Palo, no bebió solo, Maigret está convencido. Un hombre que trabaja en su jardín, el sombrero de paja en la cabeza, zuecos en los pies, no abandona de repente sus plantas de tomates para ir a buscar el garrafón de alcohol viejo y servirse un vaso bajo el cenador.

En un momento dado, sobre aquella mesa de jardín pintada de verde, ha habido un segundo vaso. Alguien se lo ha llevado. ¿Felicia?

—¿Qué hizo al no ver a Lapie?

—Nada. Entré a la cocina, encendí el butano para cocer la leche y enjaboné el agua para lavar mis legumbres.

—¿A continuación?

—Cambié el matamoscas subiéndome a la vieja silla…

—¿Con el sombrero en la cabeza? Porque siempre hace sus faenas con el sombrero, ¿no es cierto?

—No soy una fregona.

—¿Cuándo se quitó el sombrero?

—Cuando retiré la leche del fuego. Subí…

Todo es nuevo y brillante en la casa que el viejo ha bautizado con el nombre de «Cabo de Hornos». La escalera huele a pino barnizado. Los peldaños crujen.

—Suba… Le sigo…

Ella empuja la puerta de su habitación en donde un somier cubierto por una cretona de flores hace de diván y en donde fotografías de artistas de cine adornan las paredes.

—… Me quito el sombrero… Pienso:

»—¡Anda! He olvidado abrir la ventana del señor Jules…

»Atravieso el descansillo de la escalera… Abro la puerta y grito…

Maigret sigue sacando bocanadas de humo de su pipa a la que ha cargado de nuevo al atravesar el jardín. Contempla, sobre el encerado suelo, un dibujo con tiza, el contorno del cuerpo de Pata de Palo, tal como fue descubierto en la mañana del lunes.

—¿Y el revólver? —pregunta.

—No había revólver. Usted lo sabe, ya que ha leído el informe en la gendarmería.

Encima de la chimenea, un tres mástiles en pequeño y en las paredes cuadros, todos representando veleros. Se podría pensar en la casa de un viejo marino retirado, pero el teniente de gendarmes que ha hecho la primera investigación ha puesto al corriente a Maigret de la curiosa aventura de Pata de Palo.

Jules Lapie jamás fue marino, sino contable en una casa de Fécamp que vende artículos para la navegación, velas, cuerdas, poleas, lo mismo que víveres para las travesías largas.

Un solterón pesado, meticuloso, tal vez maniaco, completamente cano, cuyo hermano es carpintero de la marina.

Una mañana, Jules Lapie, que entonces contaba unos cuarenta años, sube a bordo del «Santa Teresa», un tres palos que parte aquel mismo día para Chile a cargar fosfatos. Lapie se ha encargado muy prosaicamente de asegurarse de que todas las mercancías han sido entregadas y de reclamar el pago al capitán.

¿Qué sucede entonces? Los marinos de Fécamp se burlan muy a gusto del contable minucioso que tiene el aire de no tenerlas todas consigo cada vez que se le llama a bordo de un barco. Se bebe, como de costumbre. Se le hace beber. ¿Dios sabe qué se puede hacerle beber para emborracharle de esa manera?

Sigue allí cuando, con la marea, el «Santa Teresa» se desliza entre las escolleras del puerto normando para alcanzar alta mar. Jules Lapie, borracho-muerto, ronca en un rincón de la cala mientras que todo el mundo le cree en tierra. ¡Por lo menos es eso lo que pretenderá todo el mundo!

Se cierran las calas. Hasta dos días más tarde el contable no es descubierto. El capitán se niega a dar media vuelta, desviarse de su ruta, y he aquí cómo Lapie, que en aquel tiempo posee todavía sus dos piernas, se encuentra en ruta hacia el Cabo de Hornos.

Perderá una pierna en esta aventura, un día que un golpe de mar lo lanzará a través de una escotilla.

Años más tarde, será muerto por un disparo de revólver, un lunes de primavera, algunos instantes después de haber abandonado sus plantas de tomates, mientras que Felicia hacía la compra en la tienda nueva de Mélanie Chochoi.

* * *

—Bajemos… —suspira Maigret.

¡La casa es tan tranquila, tan apacible, gracias a su limpieza de juguete y a sus buenos olores! El comedor, a la derecha, ha sido transformado en sala mortuoria. El comisario no hace más que entreabrir la puerta en la penumbra; las ventanas están cerradas y débiles hilillos de luz se filtran en la estancia. El ataúd está colocado sobre una mesa cubierta por un lienzo, flanqueado por un platito de agua bendita en la cual flota una brizna de boj.

Felicia espera en el umbral de la cocina.

—En suma, no sabe nada, no ha visto nada, no tiene la menor idea de la persona que su señor… en fin, que Jules Lapie ha podido recibir en su ausencia…

Ella sostiene su mirada sin responder.

—¿Y está segura de que, cuando volvió, no había más que un vaso en la mesa del jardín?

—No he visto más que uno… Ahora, si usted ve dos…

—¿Lapie recibía visitas?

Maigret se sienta cerca del hornillo de gas butano y bebería muy a gusto cualquier cosa, preferentemente un vaso de aquel vino rosado, del que le ha hablado Felicia, y del que ha visto la barrica en la sombra tan fresca de la bodega. El sol sube en el cielo y reabsorbe poco a poco el vaho matinal.

—No le gustaban las visitas…

Curioso hombrecillo, cuya existencia debería ser trastornada completamente por aquel viaje al Cabo de Hornos. De vuelta a Fécamp en donde, a pesar de su pierna de madera, no se puede impedir una sonrisa por su aventura, vive más solo que nunca. Y entabla su larga lucha con los armadores del «Santa Teresa». Pretende que la compañía no tiene razón, que ha sido embarcado contra su voluntad y que, por consiguiente, los armadores son responsables del accidente. Evalúa en el más alto precio su pierna perdida y obtiene causa ganada, un juicio le reconoce el derecho a una importante pensión.

Los habitantes de Fécamp se divierten con ello. Les huye, se aleja también del mar al que detestaba, y es uno de los primeros en dejarse seducir por los prestigiosos prospectos de los creadores de Jeanneville.

Hace venir como criada a una chica a la que conoce, una chiquilla, en Fécamp.

—¿Cuántos años hace que vivía con él?

—Siete años…

—Usted tiene veinticuatro años… Por lo tanto, tenía diecisiete cuando…

Deja volar sus pensamientos, pregunta de repente:

—¿Tiene un amante? Ella le mira sin responder.

—Le pregunto si tiene un amante.

—Mi vida privada sólo me importa a mí.

—¿Le recibe aquí?

—No pienso responder.

¡Es para abofetearla, sí! Hay momentos en que Maigret tiene ganas de abofetearla o de sacudirla por los hombros.

—¡En fin! Ya lo encontraré…

—No encontrará nada de nada…

—¡Ah! No encontraré nada de nada…

Se detiene. ¡Es demasiado bobo! ¿Es que va a discutir con esta muchacha?

—¿Está segura de que no tiene nada que decirme? Reflexione ahora que todavía está a tiempo.

—Ya está todo reflexionado.

—¿No me oculta nada?

—Eso me sorprendería. ¡Parece que usted es tan astuto!

—Está bien, ya lo veremos.

—¡Está todo visto!

—¿Qué es lo que piensa hacer cuando llegue la familia y Jules Lapie sea enterrado?

—No lo sé.

—¿Piensa quedarse aquí?

—Tal vez.

—¿Espera heredar?

—Es muy posible.

Maigret no logra completamente mantener la calma.

—En todo caso, mi pequeña, hay una cosa que le ruego recuerde. Mientras dure la investigación le prohíbo que se aleje sin advertir a la policía.

—¿No puedo abandonar la casa?

—¡No!

—¿Y si tengo ganas de ir a alguna parte?

—Me pedirá permiso para ello.

—¿Cree que yo le he matado?

—Creo lo que me place y eso no es de su incumbencia.

Ya tiene bastante. Está furioso de dejarse llevar hasta tal estado por una Felicia cualquiera. ¿Veinticuatro años? ¡Vamos ya! Es una chiquilla de doce o trece que juega a Dios sabe qué juego y que se lo toma en serio.

—Hasta la vista.

—Hasta la vista.

—De hecho, ¿qué va a comer?

—No se inquiete por mí. No me moriré de hambre.

Está seguro de ello. Se la imagina, cuando él se haya marchado, sentándose ante la mesa de la cocina y comiendo lentamente cualquier cosa, leyendo una de esas novelitas que compra en casa de la señora Chochoi.

* * *

Maigret se enfada. Le han tomado el pelo, allí delante de todo el mundo y lo que es más, le ha tomado el pelo ese veneno de Felicia.

Es jueves. La familia de Lapie ha llegado; su hermano, Ernesto Lapie, el carpintero de Fécamp, un hombre rudo con los cabellos alborotados y un rostro marcado por una pequeña viruela; su mujer, que es enorme y bigotuda, dos niños a los que ella empuja ante ella como se empuja a las ocas en los campos; luego un sobrino, un joven de diecinueve años, Jacques Pétillon, que ha venido de París, febril y de mal porte, y al que el grupo de los Lapie mira con desconfianza.

Todavía no hay cementerio en Jeanneville. El cortejo se ha encaminado hacia Orgeval, de donde depende el parcelamiento. La gran sensación ha sido el velo de crepé de Felicia. ¿De dónde lo ha sacado? Maigret no sabrá hasta más tarde que se lo ha pedido prestado a Mélanie Chochoi.

Felicia no espera que se le señale su sitio; lo toma en primera fila, anda delante de la familia, tiesa, verdadera estatua del dolor, tocándose los ojos con un pañuelo con un ribete negro que también debe proceder de casa de Mélanie y que ha impregnado de agua de colonia de buen precio.

El brigadier Lucas, que ha pasado la noche en Jeanneville, está allí con Maigret. Ambos siguen al cortejo a lo largo de un camino polvoriento y las alondras cantan en un cielo claro.

—Ella sabe algo, es evidente. A pesar de lo fina que se cree, acabará por cortarse…

Lucas asiente. Las puertas de la pequeña iglesia permanecen abiertas durante la absolución, aunque en ella se huele la primavera todavía más que el incienso. No hay que ir muy lejos para encontrarse en el borde de la fosa.

Después de la ceremonia, la familia debe ir a la villa para ocuparse del testamento.

—¿Por qué mi hermano redactó un testamento? —se ha extrañado Ernesto Lapie—. No es costumbre en nuestra familia.

—Felicia pretende…

—¡Felicia, Felicia! Siempre esta Felicia… Se encoge de hombros a pesar suyo.

¿Por qué se desliza y logra lanzar la primera paletada de tierra sobre el ataúd?

Después de lo cual, bañada en lágrimas, se aleja con pasos tan apremiados que parece que deba caer fatalmente.

—No la dejes, Lucas.

Ella anda, gira rápidamente por las calles y callejones de Orgeval y, en un cierto momento, Lucas, que sólo está a cincuenta metros de ella, desemboca, demasiado tarde, en una calle casi vacía al final de la cual desaparece una camioneta.

Empuja la puerta de un mesón.

—Dígame… La camioneta que acaba de salir…

—Sí… Es la de Louvet, el mecánico… Estaba aquí hace un momento bebiendo un cuartillo…

—¿No ha llevado a nadie?

—No lo sé… No creo… No he salido…

—¿Sabe a dónde va?

—A París, como todos los jueves…

Lucas se precipita hacia la administración de correos que, por suerte, está casi enfrente.

—¡Hola!… Sí… Aquí, Lucas… De prisa… Una camioneta bastante destartalada… Espere…

Pregunta a la recepcionista:

—¿Conoce el número de la matrícula de la camioneta de Louvet, el mecánico?

—No. Me acuerdo solamente de que acaba en 8…

—¡Hola!… Un número que acaba en 8… Una joven de luto… ¡Hola!… No corte… No… No creo que haya que detenerla. Que se contenten con seguirla. ¿Comprendido? El propio comisario telefoneará.

Se une a Maigret que camina solo detrás de la familia por el camino que une a Orgeval con Jeanneville.

—Se ha escabullido.

—¿Dices?

—Ha debido subir a la camioneta en el momento en que se ponía en marcha… El tiempo de volver la esquina y… Ya he telefoneado al Quai des Orfèvres… Se está avisando a las brigadas… Se vigilan las entradas de París…

¡Así, Felicia ha desaparecido! Simplemente, en pleno día, por así decirlo ante las propias narices de Maigret y de su mejor brigadier. Ha desaparecido a pesar de un amplio velo de luto que bastaría para reconocerla a un kilómetro de distancia.

La familia, que se vuelve de tanto en tanto hacia los dos policías, se extraña de no distinguir a Felicia. Ella es la que tiene la llave de la casa. Se ven obligados a pasar por el jardín.

Maigret abre las persianas del comedor, en donde todavía hay una sábana y un trocito de boj sobre la mesa y en donde flota en el aire un olor a cirio.

—Bebería cualquier cosa… —suspira Ernesto Lapie—. ¡Esteban! ¡Julia! No corráis por el huerto… Debe haber vino en alguna parte…

—En la bodega… —le indica Maigret.

La mujer de Lapie va a casa de Mélanie a comprar pasteles para los niños y, al paso que está allí, trae para todo el mundo.

—No hay ninguna razón, señor comisario, para que mi hermano haya hecho testamento… Sé perfectamente que era muy original… Vivía como un oso y nosotros no teníamos mucha relación con él… Pero de ahí…

Maigret registra los cajones de un pequeño escritorio que está en un rincón de la estancia. Retira paquetes de facturas cuidadosamente clasificados, saca un viejo portafolios completamente gris que sólo contiene un sobre amarillo.

Para abrir después de mi muerte

—Bien, señores, creo que esto es lo que buscábamos.

«Yo, el abajo firmante, Jules Lapie, sano de cuerpo y espíritu, en presencia de Forrentin Ernest y de Lepape François, ambos domiciliados en Jeanneville, comunidad de Orgeval…»

Maigret lee con una voz cada vez más grave.

—¡Felicia tenía razón! —concluye por fin—. Es ella la que hereda la casa y todo lo que contiene…

La familia está paralizada. El testamento contiene una pequeña frase que no olvidará:

«… Dada la actitud que mi hermano y su mujer han creído deber adoptar tras mi accidente…».

—Le dije simplemente que era ridículo remover cielo y tierra, ya que… —explica Ernesto Lapie.

«… Dada la conducta de mi sobrino Jacques Pétillon…»

El joven venido de París tiene el semblante de un mal alumno en la distribución de premios.

Poco importa. Felicia es la que hereda. Y Felicia, Dios sabe por qué, ha desaparecido.