La ventana iluminada

—¡Estúpido!

Eso fue lo primero que dijo Maigret antes de recoger a Barens —en toda la extensión de la palabra—, levantarlo y sostenerlo un instante, porque si no el joven se habría caído de nuevo. Se abrieron algunas puertas. Maigret gritó:

—¡Que baje todo el mundo!

Tenía el revólver en la mano. Lo manejaba sin ninguna precaución, porque él mismo había sustituido los proyectiles originales por cartuchos sin pólvora.

Pijpekamp se cepillaba su chaqueta llena de polvo con el dorso de la mano. Jean Duclos preguntó señalando a Barens:

—¿Es él?

El joven alumno de la Escuela Naval daba lástima: no parecía un gran culpable, sino un escolar pillado en falta. No se atrevía a mirar a nadie, y no sabía qué hacer con las manos ni con la mirada.

Maigret encendió las luces del salón. Any fue la última en aparecer. La señora Popinga se negó a sentarse y, debajo de su traje, se adivinaba que le temblaban las rodillas.

Entonces, por vez primera, notaron al comisario incómodo. Llenó una pipa, la encendió, la dejó apagar, se sentó en un sillón, y se levantó inmediatamente.

—Estoy metido en un asunto que no me concierne —dijo muy rápidamente—. Había un francés implicado y me enviaron a mí para esclarecer el caso. —Volvió a encender la pipa para reflexionar. Se volvió hacia Pijpekamp—. Beetje está fuera, al igual que su padre y que Oosting. Hay que decirles que vuelvan a sus casas o que entren, depende. ¿Quieren que se sepa la verdad?

El inspector se dirigió a la puerta. Al cabo de poco entraba Beetje, humilde y tímida; después Oosting, con la frente testaruda; y finalmente, al mismo tiempo que Pijpekamp, un Liewens pálido y huraño.

Entonces vieron que Maigret abría la puerta del comedor y lo oyeron rebuscar en un armario. Cuando regresó, llevaba en la mano una botella de coñac y una copa.

Bebió a solas, malhumorado. Todos estaban de pie a su alrededor y él parecía intimidado.

—¿Quiere saberla, Pijpekamp? —Y, brutalmente, añadió—: Mala suerte, ¿no? ¡Sí! ¡Mala suerte si su método es el bueno! Somos de países diferentes, de razas diferentes, y los climas son diferentes. Cuando usted intuyó que se trataba de un drama familiar, se precipitó sobre el primer testimonio que le permitía zanjar el caso, y decidió: ¡crimen de un marinero extranjero! Tal vez sea preferible para la salud pública. Ningún escándalo, ningún mal ejemplo dado por la burguesía al pueblo… Sólo que yo no consigo quitarme de la cabeza la imagen de Popinga, aquí mismo, poniendo la radio y bailando bajo la mirada del asesino. —Gruñó, sin mirar a nadie—: El revólver fue encontrado en el cuarto de baño. Por consiguiente, dispararon desde el interior. Porque es de idiotas creer que el culpable, una vez realizado el crimen, tuviera la suficiente valentía para arrojar el arma por una ventana entreabierta. ¡Y sobre todo de dejar una gorra en la bañera y una colilla de cigarro en el comedor!

Comenzó a caminar por la habitación, procurando siempre no mirar a sus interlocutores. Oosting y Liewens, que no le entendían, lo miraban intensamente, tratando de adivinar el sentido de sus palabras.

—Esa gorra, esa colilla, y, finalmente, el arma tomada de la mesilla de noche del propio Popinga, era demasiado. ¿Me entienden? Era querer demostrar demasiado. Era liar todo en exceso. Oosting, o cualquier persona llegada de fuera, habría dejado quizá la mitad de esos indicios, ¡pero no todos! Por consiguiente, premeditación. Por consiguiente, deseos de escapar al castigo.

»No había más que proceder por eliminación. “El Baes” fue el primero en quedar descartado. ¿Qué motivos tenía para entrar en el comedor, dejar allí un cigarro, subir después al dormitorio a buscar el revólver y por último abandonar su gorra en la bañera?

»Después descarté a Beetje, porque ella, a lo largo de la velada, no subió al primer piso, no pudo dejar allí la gorra, y tampoco pudo robarla a bordo, ya que caminaba al lado de Popinga.

»Su padre habría podido matarlo después de haber sorprendido a su hija con su amante. Pero entonces ya era demasiado tarde para subir al cuarto de baño.

»Queda Barens. No subió arriba, no robó la gorra. Estaba celoso de su profesor, pero, una hora antes, todavía no tenía ninguna certeza.

Maigret calló y vació la pipa golpeándola contra su tacón, sin preocuparse de la alfombra.

—Esto es prácticamente todo. Nos quedan la señora Popinga, Any y Jean Duclos. No hay prueba alguna contra ninguno de los tres. Pero tampoco hay imposibilidad material. Jean Duclos salió del cuarto de baño con el revólver en la mano. Pudo incluso hacerlo para demostrar su inocencia. Sin embargo, de vuelta de la ciudad, mientras caminaba con la señora Popinga, no pudo robar la gorra. Y la señora Popinga, que iba con él, tampoco pudo hacerlo.

»La gorra sólo pudo robarla alguien del último grupo: Barens o Any. Y hace un momento quedó demostrado que Any permaneció a solas un momento delante del barco de Oosting. El cigarro no importa: basta con agacharse en cualquier lugar para recoger una colilla. De todos los que estaban aquí la noche del crimen, Any es la única que pudo permanecer arriba sin testigos, y entrar, además, en el comedor. Pero tenía, con respecto al crimen, la mejor de las coartadas. —Y Maigret, con la mirada siempre huidiza, evitando posarla en sus interlocutores, dejó sobre la mesa el plano de la casa realizado por Duclos—. Any sólo puede entrar en el cuarto de baño pasando por el dormitorio de su hermana o por el de Duclos. Un cuarto de hora antes del asesinato, está en su dormitorio. ¿Cómo llegará al cuarto de baño? ¿Cómo tiene la certeza de poder pasar, llegado el momento, por uno de los dos dormitorios? No olviden que ha estudiado, no sólo derecho, sino obras de criminología. Las ha discutido con Duclos. Han hablado juntos de la posibilidad del crimen impune desde un punto de vista científico.

Any, erguida, estaba exangüe, pero mantenía, sin embargo, la serenidad.

—Tengo que hacer un paréntesis. De todos los presentes, yo soy el único que no conoció a Popinga. He tenido que hacerme una idea de él a partir de los testimonios: tenía tanta ansia de placeres como timidez y respeto ante las responsabilidades y, sobre todo, ante los principios establecidos. Un día de euforia acarició a Beetje, y ella se convirtió en su amante. ¡Sobre todo porque ella así lo quiso! Hace un momento he interrogado a la sirvienta. También la acarició, como quien no quiere la cosa, de pasada, pero no llegó más lejos, porque no fue especialmente estimulado. En otras palabras, desea a todas las mujeres. Comete pequeñas imprudencias, roba aquí un beso, allá una caricia. Pero prefiere, por encima de todo, su seguridad. Ha sido capitán de la Marina. Ha conocido el encanto de las escalas sin preocuparse por el mañana. Pero es funcionario de Su Majestad y quiere conservar su puesto, al igual que su casa, su hogar y su mujer. ¡Se halla en una situación comprometida, entre los deseos y los rechazos, entre la locura y la prudencia! A su edad, Beetje no lo entendió y creyó que se escaparía con ella. Any vive en su entorno íntimo. ¿Qué más da que no sea bonita? Es una mujer, es el misterio. Un día…

El silencio, a su alrededor, era penoso.

—No estoy diciendo que él llegara a ser su amante. Pero también con ella fue imprudente. Y Any lo creyó, se enamoró perdidamente de él, aunque su pasión fuera menos ciega que la de la señora Popinga. Así vivieron los tres. La señora Popinga, confiada; Any más reservada, más apasionada, más celosa, más sutil. Adivinó sus relaciones con Beetje. Olió en ella a la enemiga. Tal vez buscara y encontrara sus cartas… Aceptaba compartir a Conrad con su hermana, pero no con una joven guapa y saludable con la que él podía escaparse. Decidió matarlo. —Y Maigret concluyó—: ¡Eso es todo! ¡Un amor que se convierte en odio! ¡Un amor-odio! Un sentimiento complejo, feroz, capaz de inspirar cualquier cosa. Decidió matarlo, y lo decidió fríamente. ¡Matar sin dar pie a la menor acusación!

»Casualmente, el profesor habló esa noche de los crímenes impunes, de los asesinos con rigor científico. Ella es una mujer tan apasionada como orgullosa de su inteligencia. Cometió el crimen artístico, un crimen que debía ser atribuido fatalmente a un vagabundo… La gorra, el cigarro, y la coartada irrefutable: no podía salir de su dormitorio para asesinarlo sin pasar por el dormitorio de su hermana o el de Duclos. Durante la conferencia vio unas manos que se buscaban; por el camino, Popinga iba con Beetje; bebieron y bailaron, se fueron juntos en bicicleta… Bastaba con inmovilizar a la señora Popinga en su ventana, despertar sus sospechas. Y mientras la creían en su dormitorio, pudo pasar, ya en combinación, a sus espaldas. Todo estaba previsto. Llegó al cuarto de baño, y disparó. La tapa de la bañera estaba abierta, la gorra ya estaba allí. Le bastaba con meterse dentro. Después del disparo entró Duclos, encontró el arma en el antepecho de la ventana, salió precipitadamente y, al tropezarse con la señora Popinga en el rellano, bajó con ella. Any, ya preparada y semivestida, los siguió.

»¿Quién podía suponer que no salía de su dormitorio, que no estaba aterrorizada? Ella, cuya mojigatería era legendaria, ¡se mostraba ante todos de esa manera! Ni la menor piedad. Ni los menores remordimientos. Los odios amorosos sofocan todos los demás sentimientos. ¡Sólo queda la voluntad de vencer!

»Oosting, que había visto robar la gorra, calló. Confluyeron su respeto hacia el muerto y su amor por el orden. Era preciso evitar el escándalo en torno a la muerte de Popinga, y llegó incluso a dictar a Barens una declaración que hiciera pensar en un crimen cometido por un marinero desconocido.

»Liewens, que había visto a su hija regresar a la casa después de que Popinga la hubiera acompañado, y que al día siguiente leyó las cartas, creyó que Beetje era la culpable, la encerró y se obstinó en descubrir la verdad. Pensando que yo iba a detenerla, hace unas horas intentó matarse.

»Y, finalmente, Barens, que sospechaba de todo el mundo, se debatía en el misterio y se sentía sospechoso él mismo. Barens había visto a la señora Popinga en la ventana. ¿No habría sido ella la que había disparado después de descubrir que su marido la engañaba? Lo habían recibido en esta casa como a un hijo. Huérfano, había encontrado en ella una nueva madre. Quiso sacrificarse, salvarla. Nos olvidamos de él en el reparto de los papeles, y vino a buscar el revólver. Se metió en el cuarto de baño y quiso disparar. ¡Iba a matar a la única persona que lo sabía todo y, sin duda, suicidarse después! Un pobre muchacho heroico, y con una generosidad que sólo se posee a los dieciocho años.

»Eso es todo. ¿A qué hora hay un tren para Francia?

Nadie dijo una palabra. Todos quedaron inmovilizados por el estupor, la angustia, el miedo o el horror. Al fin Jean Duclos habló:

—Ha hecho grandes progresos en el caso…

Entretanto, la señora Popinga salió del salón como un autómata, e instantes después la encontraron tendida en su cama, víctima de un ataque cardíaco.

Any no se movió. Pijpekamp intentó hacerla hablar:

—¿No tiene nada que decir?

—Hablaré en presencia del juez de instrucción.

Estaba muy pálida. Las ojeras le llegaban hasta la mitad de las mejillas.

Sólo Oosting estaba tranquilo, pero miraba a Maigret con unos ojos llenos de reprobación.

El caso es que, a las cinco y cinco de la mañana, el comisario subió a solas al tren en la pequeña estación de Delfzijl. Nadie lo acompañó. Nadie le dio las gracias. ¡Incluso Duclos se excusó diciendo que debía tomar el tren siguiente!

Amaneció cuando el tren cruzaba un puente sobre un canal. Unos barcos, con las velas flojas, esperaban. Un funcionario se preparaba para hacer pivotar el puente en cuanto hubiera pasado el convoy.

Dos años después, el comisario se encontró a Beetje en París. Se había casado con el dueño de un concesionario de bombillas holandesas y había engordado. Beetje se sonrojó al reconocerlo.

Le explicó que tenía dos niños y le dio a entender que su marido le proporcionaba una vida mediocre.

—¿Y Any? —preguntó.

—¿No lo sabe? Todos los diarios de Holanda hablaron de ello: se mató con un tenedor el día del proceso, minutos antes de comparecer ante el tribunal. —Y añadió—: Venga a vernos. Avenue Víctor Hugo, número veintiocho. No tarde demasiado, porque la semana próxima nos vamos a la nieve, a Suiza. Nos gustan mucho los deportes de invierno.

Ese día, en la Policía Judicial, Maigret encontró el modo de regañar a todos sus inspectores.