Maigret los dominaba a todos gracias a su estatura, o, mejor dicho, a su corpulencia. El salón era pequeño. Pegado a la puerta, el comisario parecía demasiado grande incluso para sí mismo. Estaba serio. Quizá nunca fue tan humano como cuando pronunció, lentamente, con una voz apagada:
—La música sigue. Barens ayuda a Popinga a enrollar la alfombra. En un rincón, Jean Duclos habla, escuchándose a sí mismo, delante de la señora Popinga y de Any. Wienands y su mujer piensan que deberían irse a causa de los niños, y lo comentan en voz baja. Popinga ha tomado una copa de coñac, y eso basta para excitarlo. Ríe, canturrea, se acerca a Beetje y la invita a bailar.
La señora Popinga miraba fijamente al suelo. Any mantenía sus ojos febriles clavados en el comisario.
—El asesino ya sabe que va a cometer un crimen —terminó Maigret—. Una persona está viendo bailar a Conrad y sabe que dentro de dos horas este hombre que ríe con una risa algo demasiado sonora, que quiere divertirse por encima de todo, que tiene sed de vida y de emociones, sólo será un cadáver.
El impacto de estas palabras casi pudo oírse. La boca de la señora Popinga se abrió para lanzar un grito que no llegó a articular. Beetje seguía sollozando.
De repente, la atmósfera había cambiado. Estaban a punto de buscar a Conrad con la mirada. A Conrad, que bailaba. A Conrad, acechado por las dos pupilas de un asesino.
Sólo Jean Duclos se atrevió a exclamar:
—¡Tremendo! —Y, como nadie le escuchaba, prosiguió para sí mismo, con la esperanza de ser oído por Maigret—: ¡Ahora he entendido su método, y no es nuevo! Aterrorizar al culpable, sugestionarlo, devolverlo a la atmósfera de su crimen para obligarlo a confesar. Algunos criminales, tratados de esa manera, repetían a su pesar los mismos gestos.
Pero no pasaba de un murmullo confuso. Esas palabras no eran las que debían oírse en ese momento.
El altavoz seguía difundiendo música, y eso bastaba para tensar la atmósfera en algunos grados.
Wienands, después de que su mujer le hubiera cuchicheado algo al oído, se levantó tímidamente.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Pueden irse! —le dijo Maigret antes de que comenzara a hablar.
¡Pobre señora Wienands, pequeña burguesa bien educada, a quien le habría gustado despedirse de todo el mundo, hacer saludar a sus niños, y no sabía cómo hacerlo y estrechaba la mano de la señora Popinga sin saber qué decir!
Había un reloj de pared sobre la chimenea. Marcaba las diez y cinco.
—¿Todavía no es la hora del té? —preguntó Maigret.
—¡Sí! —contestó Any, levantándose y dirigiéndose a la cocina.
—Perdón, señora, ¿no acompañó usted a su hermana a preparar el té?
—Poco después.
—¿La encontró en la cocina?
La señora Popinga se pasó una mano por la frente. Se esforzaba por no caer en el embotamiento. Miró el altavoz con desesperación.
—Ya no lo sé. Espere. Creo que Any salía del comedor, porque el azúcar está en el aparador.
—¿Había luz?
—No. Aunque quizá… ¡No! Me parece que no.
—¿No se dijeron nada?
—¡Sí! Yo le dije: «Conrad no debe beber más, porque, si no, comenzará a comportarse de manera inadecuada…».
Maigret se dirigió al pasillo en el momento en que los Wienands cerraban la puerta de entrada. La cocina era muy clara, de una limpieza meticulosa. El agua se calentaba en un hornillo de gas. Any levantaba la tapa de una tetera.
—No hace falta que haga té.
Estaban solos. Any lo miró a los ojos.
—¿Por qué me ha obligado a llevarme la gorra? —preguntó.
—No tiene importancia. Venga.
En el salón, nadie hablaba ni se movía.
—¿Piensa usted dejar esta música hasta el final? —se atrevió, sin embargo, a protestar Jean Duclos.
—Depende. Hay alguien a quien también me gustaría ver: a la sirvienta.
La señora Popinga miró a Any, que contestó:
—Está durmiendo. Se acuesta siempre a las nueve.
—Bien, vaya a decirle que baje un momento. No vale la pena que se vista. —Y, con la misma voz de recitador que había adoptado al principio, repitió obstinado—: Usted, Beejte, bailaba con Conrad. En el rincón se hablaba de temas serios. Y alguien sabía que habría un muerto, alguien sabía que era la última noche de Popinga.
Se oyeron ruidos, pasos, un portazo en el segundo piso de la casa, donde había únicamente buhardillas. Después fue creciendo un murmullo. Any fue la primera en entrar. Una silueta esperaba de pie, en el pasillo.
—¡Pase! —gruñó Maigret—. Que alguien le diga que no debe tener miedo, que pase.
La sirvienta tenía unos rasgos desvaídos, una cara ancha y chata, atemorizada. Se había limitado a echarse un abrigo sobre un camisón de felpa, de color crema, que le llegaba a los pies. Tenía los ojos turbios de sueño y los cabellos en desorden. Olía a cama tibia.
El comisario se dirigió a Duclos.
—Pregúntele en holandés si fue amante de Popinga.
La señora Popinga desvió la cabeza dolorosamente. Le tradujeron la pregunta. La criada negó enérgicamente con la cabeza.
—¡Repita la pregunta! Pregúntele si alguna vez el señor Popinga intentó propasarse con ella.
Nuevas protestas.
—Dígale que, si no dice la verdad, puede ir a la cárcel. Divida la pregunta en dos. ¿La besaba? ¿Entró alguna vez en su habitación estando ella dentro?
La joven del camisón estalló en lágrimas y exclamó:
—¡Yo no he hecho nada! Le juro que no he hecho nada.
Duclos traducía. Con los labios apretados, Any miraba a la sirvienta.
—¿Llegó a ser exactamente su amante?
Pero la sirvienta no podía hablar. Protestaba. Lloraba. Pedía perdón. Articulaba palabras interrumpidas por sollozos.
—«¡No creo!» —tradujo finalmente el profesor—. Por lo que yo entiendo, bromeaba con ella. Cuando estaba a solas con ella en la casa, daba vueltas a su alrededor en la cocina. La besaba. Una vez entró en su habitación mientras se vestía. Le daba chocolate a escondidas. ¡Pero nada más!
—Dígale que puede ir a acostarse.
Se oyó cómo la joven subía la escalera. Instantes después, se escucharon idas y venidas en su habitación. Maigret se dirigió a Any.
—¿Quiere ser tan amable de subir y ver qué hace?
Lo supieron casi inmediatamente.
—¡Quiere irse en seguida! ¡Está avergonzada! ¡No quiere seguir una hora más en la casa! Pide perdón a mi hermana… Dice que se irá a vivir a Groninga o a otro lugar, pero que se marchará de Delfzijl. —Y Any añadió, agresiva—: ¿Es eso lo que usted buscaba?
El reloj marcaba las diez cuarenta. Una voz anunciaba por el altavoz: «Nuestro programa ha terminado. Buenas noches, señoras… buenas noches, señoritas… buenas noches, señores».
Después se oyó una música lejana, muy amortiguada, de otra emisora.
Maigret, nerviosamente, apagó la radio y se produjo un silencio brutal y absoluto. Beetje ya no lloraba, pero seguía ocultándose la cara con ambas manos.
—¿La conversación prosiguió? —preguntó el comisario con visible cansancio.
Nadie contestó. Las facciones todavía estaban más marcadas que en la sala del Hotel Van Hasselt.
—Les pido perdón por esta sesión tan penosa. —Maigret se dirigía especialmente a la señora Popinga—, pero no olvide que su marido seguía todavía con vida. Estaba aquí, algo excitado por el coñac. Seguro que siguió bebiendo.
—Sí.
—¡Estaba condenado, entiéndalo! Y por alguien que estaba mirándolo. Y los demás, los que están aquí en este momento y se niegan a decir lo que saben, se convierten de ese modo en cómplices del asesino.
Barens soltó un hipo y se echó a temblar.
—¿No es cierto, Cornelius? —le dijo Maigret a bocajarro, mirándolo a los ojos.
—¡No! ¡No! No es verdad.
—Entonces, ¿por qué tiemblas?
—Yo, yo…
Estaba a punto de sufrir una nueva crisis, como le ocurrió en el camino de la granja.
—Escúchame, Barens. Beetje se fue con Popinga, y tú saliste inmediatamente después. Los seguiste por un momento. Viste algo.
—¡No! No es verdad.
—¡Espera! Después de que se fueran los tres, se quedaron aquí la señora Popinga, Any y el profesor Duclos. Estas tres personas subieron al primer piso.
Any asintió con la cabeza.
—Cada una entró en su propia habitación, ¿no es cierto? ¡Dime lo que viste, Barens!
El aludido se removió inútilmente. Maigret lo mantenía, palpitante, bajo su mirada.
—¡No! ¡Nada! ¡Nada!
—¿No viste a Oosting, oculto detrás de un árbol?
—¡No!
—Sin embargo, merodeaste alrededor de la casa. Tuviste que ver algo.
—No sé. No quiero… ¡No! ¡Es imposible!
Todos lo miraban. Él no osaba mirar a nadie. Y Maigret, despiadado, siguió:
—Primero viste algo en el camino. Las dos bicicletas iban delante, tenían que pasar por el tramo iluminado por el faro. Estabas celoso. Esperabas. Y tuviste que esperar bastante tiempo. Más de lo que correspondía a la longitud del camino.
—Sí.
—En otras palabras, la pareja se paró a la sombra del montón de madera. Eso no te asustó, aunque tal vez te enfadaras o empezaras a desesperarte. Así pues, viste otra cosa, y terrible. Lo bastante terrible como para que te quedaras aquí cuando ya era la hora de volver a la escuela. Te hallabas cerca del montón de madera. Sólo podías ver una ventana.
De repente, Barens se incorporó, asustado, perdiendo todo el control de sí mismo.
—Es imposible que usted lo sepa. Yo, yo…
—La ventana de la señora Popinga. Había alguien en aquella ventana. Alguien que, como tú, había visto pasar a la pareja mucho más tarde de lo normal por el rayo luminoso del faro. Alguien que, por lo tanto, sabía que Conrad y Beetje se habían parado en la oscuridad durante largo rato.
—¡Yo! —dijo con claridad la señora Popinga.
Y ahora fue Beetje la que se asustó y la miró con los ojos desorbitados por el terror.
Al contrario de lo que todos esperaban, Maigret ya no hizo ninguna pregunta más. Eso añadió cierto malestar. Tenían la impresión de que, llegados al punto culminante, se paraban de repente.
Y el comisario fue a abrir la puerta de la casa y llamó:
—¡Pijpekamp! Venga, por favor. Deje a Oosting donde está. Supongo que habrá visto que las luces de las ventanas de los Wienands se encendían y apagaban. Deben de estar acostados.
—Sí.
—¿Y Oosting?
—Sigue detrás del árbol.
El inspector de Groninga miraba a su alrededor con asombro. Se respiraba una paz incomprensible. ¡Y las caras eran las de personas que habían pasado noches y noches sin dormir!
—¿Quiere quedarse aquí un momento? Voy a salir con Beetje Liewens, como hizo Popinga. La señora Popinga subirá a su habitación, al igual que Any y el profesor Duclos. Les ruego que repitan exactamente lo mismo de la otra noche. —Y, dirigiéndose a Beetje, le pidió—: ¿Quiere venir?
Fuera hacía frío. Maigret rodeó el edificio y encontró, en el cobertizo, la bicicleta de Popinga y dos bicicletas de mujer.
—Tome una.
Después, mientras circulaban lentamente por el camino de sirga, en dirección al montón de madera, le preguntó:
—¿Quién propuso que se pararan?
—Conrad.
—¿Seguía alegre?
—No. En cuanto salimos, vi que se ponía triste.
Ya habían alcanzado el montón de madera.
—Bajemos. ¿Estaba cariñoso…?
—Sí y no. Estaba triste. Creo que era a causa del coñac. Al principio, eso le había dado alegría. Al llegar aquí, me tomó en sus brazos y me dijo que era muy desdichado, que yo era una buena chica. Sí, eso dijo exactamente. Que yo era una buena chica, pero que llegaba demasiado tarde y que, si no tomábamos precauciones, todo acabaría con una desgracia.
—¿Y las bicicletas?
—Las apoyamos aquí. Notaba que él tenía ganas de llorar.
»Ya lo había visto así otras veces, las noches en que había tomado una copa. Añadió que él era un hombre, que para él eso no tenía importancia, pero que una joven como yo no debía jugarse la vida en una aventura. Después me juró que me quería, que no tenía derecho a estropear mi vida, que Barens era un buen chico y que yo acabaría por sentirme muy feliz con él.
—¿Y entonces?
Respiró con fuerza y estalló.
—Le grité que era un cobarde e intenté montar de nuevo en la bicicleta.
—¿Qué hizo él?
—Sujetaba el manillar de mi bici para impedir que me fuera. Decía: «Te lo explicaré. No es por mí. Es…».
—¿Y qué explicó?
—¡Nada! Porque le dije que, si no me soltaba, yo gritaría. Me soltó. Pedaleé. Me siguió, sin dejar de hablar. Pero yo corría más. Sólo oía: «¡Beetje! ¡Beetje! Escúchame un momento».
—¿Eso es todo?
—Cuando vio que llegaba a la valla de la granja, dio media vuelta. Yo me giré y lo vi inclinado sobre su bicicleta, muy triste.
—¿Y corrió detrás de él?
—¡No! Lo odiaba porque quería que me casara con Barens. Él quería estar tranquilo, ¿verdad? Pero cuando fui a empujar la puerta, me di cuenta de que no llevaba mi chal. Quise recuperarlo y volví para buscarlo. No me tropecé con nadie por el camino. Cuando regresé a casa, mi padre no estaba allí. Volvió más tarde, y no me dio las buenas noches. Estaba pálido, y sus ojos tenían una mirada malvada. Pensé que nos había espiado y que quizá se había ocultado detrás del montón de madera. A la mañana siguiente, debió de registrar mi habitación. Encontró las cartas de Conrad, porque ya no volví a verlas. Después me encerró.
—¡Venga!
—¿Adónde?
Maigret ni siquiera contestó. Pedaleó hacia la casa de los Popinga. Había luz en la ventana de la señora Popinga, pero a ella no se la veía.
—¿Usted cree que ha sido ella?
El comisario mascullaba para sus adentros:
—Regresa tristón, preocupado. Seguramente, se baja de la bicicleta aquí. Rodea la casa sosteniendo su bicicleta por el manillar. Sabía que su tranquilidad estaba amenazada, pero era incapaz de escaparse con su amante. —Y, de repente, ordenó—: Quédese aquí, Beetje.
Condujo la bicicleta a lo largo del camino paralelo al edificio. Entró en el patio y se dirigió hacia el cobertizo, donde el bote barnizado, en la oscuridad, tenía la forma de un largo huso.
La ventana de Jean Duclos estaba iluminada. Se adivinaba al profesor sentado delante de una mesita. A dos metros, la ventana del cuarto de baño, entreabierta, pero a oscuras.
—No debe de tener ninguna prisa por entrar —seguía monologando Maigret—. Se agacha así, para meter la bicicleta en el cobertizo.
Se entretenía tocando la bici. Parecía esperar algo. Y algo ocurrió, en efecto, pero algo descabellado: un ruidito arriba, en la ventana del cuarto de baño, un ruido metálico, el chasquido de un revólver descargado.
Inmediatamente después le llegó el ruido como de una pelea, la caída de dos cuerpos al suelo.
Maigret entró en la casa por la cocina, subió rápidamente al primer piso, empujó la puerta del cuarto de baño y giró el conmutador.
Dos cuerpos pataleaban en el suelo: el del inspector Pijpekamp y el de Barens, que fue el primero en inmovilizarse mientras su mano derecha, al abrirse, soltaba el revólver.