Para ir de la comisaría al Hotel Van Hasselt, el comisario evitó pasar por la ciudad y dio un rodeo por los muelles. Lo seguía Jean Duclos, cuyo paso, actitud y expresión rezumaban mal humor.
—¿Sabe que ahora todos lo odiarán? —balbuceó finalmente, mientras contemplaba la grúa en acción y cuyo gancho acababa de rozarle la cabeza.
—¿Por qué?
Duclos se encogió de hombros y dio unos pasos antes de contestar.
—¡De todos modos, no lo entenderá! ¡O bien no querrá entenderlo! Usted es como todos los franceses.
—Creía que compartíamos la misma nacionalidad.
—Sí, pero yo he viajado mucho, poseo una cultura universal y sé adaptarme al país adonde voy. Desde que usted está aquí, se ha precipitado hacia delante sin preocuparse por las contingencias.
—Por ejemplo, sin preocuparme por averiguar si se desea descubrir al culpable, ¿verdad?
Duclos se animó.
—¿Y por qué no? No se trata del crimen de un libertino. El autor no es un asesino o un ladrón profesional, no es un individuo al que necesariamente haya que encerrar para proteger a la sociedad.
—Y si fuera así…
Maigret, jovial, fumaba su pipa y caminaba con las manos detrás de la espalda.
—Mire —murmuró Duclos señalando el decorado que los rodeaba: la ciudad aseada y en orden como el aparador de una buena ama de casa, el puerto demasiado pequeño para que su atmósfera fuera áspera, las personas de rostro sereno y plantadas en sus zuecos amarillos. Continuó—: Todo el mundo se gana la vida. Todos son más o menos felices y, sobre todo, todos refrenan sus instintos, porque así es la regla, algo necesario si se quiere vivir en sociedad. Pijpekamp le confirmará que los robos son muy escasos, que quien roba un pan de dos libras no se escapa de pasar varias semanas en la cárcel. ¿Ve usted algún desorden? No hay vagabundos, no hay mendigos. Es la limpieza organizada.
—¡Y yo llego y destrozo la porcelana!
—¡Espere! En las casas de la izquierda, cerca del Amsterdiep, viven los notables, los ricos, los que ostentan algún poder. Todo el mundo los conoce. Está el alcalde, los pastores de la Iglesia, los profesores, los funcionarios, todos los que se ocupan de que la vida de la ciudad no se vea alterada, de que cada cual se mantenga en su lugar sin molestar al vecino. Creo que ya le he dicho que esas personas ni siquiera se permiten entrar en un café, porque darían mal ejemplo. Ahora bien, se ha cometido un crimen. Usted olfatea un drama de familia…
Maigret lo escuchaba contemplando los barcos, cuyas cubiertas se alzaban más altas que el muelle, como muros abigarrados, porque había pleamar.
—Ignoro la opinión de Pijpekamp, que es un inspector muy bien considerado. Pero yo sé que hubiera sido preferible para todos anunciar esta noche que el asesino del profesor es un marinero extranjero y que las investigaciones continuarán. Preferible para todos, para la señora Popinga y para su familia, especialmente para su padre, un conocido intelectual. También para Beetje y para el señor Liewens. ¡Pero, sobre todo, para el buen ejemplo! Para los habitantes de las casitas de la ciudad, que observan lo que ocurre en las grandes casas del Amsterdiep y que están dispuestos a imitarlos. Usted, usted quiere la verdad por la verdad, por la vanagloria de solucionar un caso difícil…
—¿Eso le ha dicho Pijpekamp esta mañana? También le habrá preguntado cómo se podría calmar mi manía por complicar las cosas. Y usted le contestó que, en Francia, a las personas como yo se las compra con un almuerzo y, si no, con una propina.
—No hemos sido tan precisos.
—¿Sabe usted lo que pienso, Monsieur Duclos?
Maigret se había detenido para saborear mejor el panorama del puerto. Un barquito utilizado como tienda iba de nave en nave, se acercaba a gabarras y veleros y, entre las detonaciones y humos de su motor de gasolina, vendía pan, especias, tabaco, pipas y ginebra.
—Lo escucho.
—Pienso que usted tiene la suerte de haber salido del cuarto de baño con el revólver en la mano.
—¿Qué quiere decir?
—¡Nada! Sólo repítame que no vio a nadie en ese cuarto de baño.
—No vi a nadie.
—¿Y no oyó nada?
Desvió la cara.
—No oí nada preciso, aunque tal vez tuve la impresión de que algo se movía debajo de la tapa de la bañera.
—¿Me disculpa? Veo que alguien está esperándome.
Y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta del Hotel Van Hasselt, pues Beetje Liewens paseaba por la acera en espera de su llegada.
Ella intentó sonreírle, como las otras veces, pero su sonrisa carecía de entusiasmo. Se la notaba nerviosa. Después de llegar Maigret, seguía observando la calle como si temiera ver aparecer a alguien.
—Hace cerca de media hora que lo espero.
—¿Quiere entrar?
—En el café no, ¿entiende?
En el pasillo, el comisario titubeó un momento. Tampoco podía recibirla en su habitación, así que empujó la puerta de la sala de baile, amplia y vacía; allí las voces resonaron como en un templo.
A la luz del día, la sala tenía un aspecto apagado y polvoriento. El piano estaba abierto. Había una caja enorme en un rincón y sillas amontonadas hasta el techo.
Detrás, unas guirnaldas de papel que debieron de servir para un baile de sociedad.
Beetje conservaba su aspecto saludable. Llevaba un traje chaqueta azul, y su pecho, debajo de una blusa de seda blanca, era más provocativo que nunca.
—¿Ha conseguido salir de su casa?
Ella no contestó al momento. Evidentemente, tenía muchas cosas que contar, pero no sabía por dónde empezar.
—Me he escapado —manifestó al fin—. Ya no podía seguir. ¡Tenía miedo! La sirvienta vino a decirme que mi padre estaba furioso, que era capaz de matarme. Ya me había encerrado en mi habitación, sin decirme nada, porque jamás habla cuando se pone furioso. La otra noche regresamos sin decirnos palabra, y cerró la puerta de mi habitación con llave. Esta tarde, la sirvienta me habló por la cerradura. Parece que este mediodía volvió palidísimo; después de almorzar, paseó a grandes zancadas alrededor de la granja, y luego se fue a visitar la tumba de mi madre. Va allí cada vez que tiene que tomar una decisión importante. Entonces rompí un cristal. La sirvienta me pasó un destornillador y yo desmonté la cerradura. No puedo volver allí, usted no conoce a mi padre.
—¡Una pregunta! —la interrumpió Maigret.
Y miraba el bolsito de cabritilla, acharolado, que ella llevaba en la mano.
—¿Cuánto dinero se llevó de casa?
—No sé. Unos quinientos florines.
—¿Estaban en su habitación?
Ella se sonrojó y balbuceó:
—No, en el escritorio. Primero quería ir a la estación, pero había un policía delante. Y pensé en usted.
Estaban allí como en una sala de espera, donde es posible crear una atmósfera íntima, y ni siquiera se les ocurría separar dos de las sillas amontonadas para sentarse.
Beetje estaba nerviosa, pero no enloquecida. Tal vez por eso Maigret la miraba con cierta hostilidad, que asomó sobre todo cuando preguntó:
—¿A cuántos hombres ha propuesto ya que se la lleven?
Desconcertada, desvió la cara y balbuceó:
—¿Qué dice usted?
—A Popinga, en primer lugar. ¿Era el primero?
—No le entiendo.
—Le pregunto si fue su primer amante.
Un silencio bastante largo. Después:
—No pensé que sería tan malo conmigo. Yo vine aquí…
—¿Fue el primero? Empezó hace algo más de un año, pero ¿antes de eso?
—He…, he coqueteado con el profesor de gimnasia del instituto, en Groninga.
—¿Coqueteado?
—Él fue quien…, quien…
—¡Bien! Así que ya tuvo un amante antes de Popinga. ¿Ha habido otros?
—¡Jamás! —exclamó indignada.
—¿Y ha sido amante de Barens?
—No es cierto, ¡se lo juro!
—Sin embargo, tenía citas con él.
—Porque él se enamoró de mí, pero casi no se atrevía a besarme.
—Y en su última cita, la que yo y su padre interrumpimos, usted le propuso que se fueran juntos.
—¿Cómo lo sabe?
¡Estuvo a punto de soltar una carcajada! Su ingenuidad era desconcertante. Había recuperado parte de su sangre fría y hablaba de esas cosas con mucho candor.
—¿No quiso?
—Se asustó. Decía que no tenía suficiente dinero.
—Y usted le dijo que lo cogería de su casa. En fin, hace mucho tiempo que piensa en escapar, su gran objetivo en la vida es abandonar Delfzijl en compañía de un hombre cualquiera.
—¡Un hombre cualquiera, no! —rectificó, ofendida—. Usted es malo. No quiere entenderlo.
—Claro que sí, claro que sí. Si es de una simplicidad infantil… Usted ama la vida, le gustan los hombres, las diversiones…
Ella bajó la mirada y manoseó su bolso.
—Se aburre en la granja «modelo» de su papá. Tiene ganas de ver otras cosas. Y empezó en el instituto, a los diecisiete años, con el profesor de gimnasia. Pero era imposible irse. En Delfzijl, pasa revista a los hombres y descubre a uno que parece más audaz que los demás. Popinga ha viajado, también le gusta la vida, se siente incómodo entre tantos prejuicios. Usted se arroja a su cuello.
—¿Por qué dice usted…?
—Bueno, tal vez exagero. Digamos que, como usted es una muchacha bonita, tremendamente atractiva, él le hace por un tiempo la corte. Pero tímidamente, porque tiene miedo de las complicaciones, miedo de su mujer, de Any, de su director, de sus alumnos…
—¡Sobre todo de Any!
—En seguida hablaremos de eso. Popinga la besa por los rincones, y apostaría a que no tiene el valor de aspirar a más. Pero usted cree que ha llegado el momento. Entonces se cruza todos los días en su camino, le lleva frutas a su casa, se inmiscuye en el matrimonio, se hace acompañar en bicicleta y se paran detrás del montón de madera, le escribe cartas donde le cuenta sus deseos de evasión…
—¿Las ha leído?
—Sí.
—¿Y no cree que fue él quien comenzó? —Siguió, imparable—: Al principio me decía que era muy desgraciado, que la señora Popinga no le entendía, que sólo pensaba en el «qué dirán», y que su vida era estúpida, y todo…
—Pues claro.
—Ya ve usted que…
—Sesenta hombres casados de cada cien le dicen lo mismo a la primera joven seductora que encuentran. Sólo que el desdichado tropezó con una joven que se lo tomaba al pie de la letra.
—Es usted malo, muy malo.
Estaba a punto de echarse a llorar. Se contenía, y golpeaba el suelo con el pie cada vez que decía la palabra «malo».
—En suma, él siempre aplazaba la famosa huida, y usted se dio cuenta de que Popinga jamás se decidiría.
—¡No es cierto!
—Sí lo es. Y la prueba está en que usted, por si acaso Popinga se echaba atrás, aceptó la devoción de Barens. ¡Prudentemente! Porque él es un joven tímido, bien educado, respetuoso, al que no conviene asustar.
—¡Es horrible!
—Es una pequeña historia, real como la vida misma.
—Usted me detesta, ¿verdad?
—¿Yo? En absoluto.
—Claro que me detesta. Y, sin embargo, soy tan desdichada… Yo quería a Conrad.
—¿Y a Cornelius? ¿Y al profesor de gimnasia?
Esta vez, lloró. Pataleó.
—Le prohíbo…
—… ¿decir que no los quería? ¿Por qué no? Los quería en la medida en que significaban para usted otra vida, la gran fuga que siempre la ha obsesionado.
Ya no escuchaba. Gemía:
—No debí venir. Yo creía…
—… ¿que iba a tomarla bajo mi protección? ¡Pero si estoy haciéndolo! Sólo que no la considero una víctima, ni una heroína. No es más que una jovencita ávida, un poco tonta y un poco egoísta, ¡eso es todo! Hay muchas como usted.
En sus ojos llenos de lágrimas relucía ya la esperanza.
—Todos me detestan —murmuró.
—¿Quiénes son todos?
—La señora Popinga, en primer lugar, porque no soy como ella. Le gustaría que me pasara el día cosiendo para los indígenas de Oceanía o haciendo punto para los pobres. Sé que les ha recomendado a las muchachas del ropero que no me imiten, incluso ha llegado a decir que yo acabaría mal si no encontraba rápidamente un marido. Me lo han contado.
De nuevo entraba como una bocanada del rancio perfume de la pequeña ciudad: el ropero, los comadreos, las jóvenes de buena familia reunidas alrededor de una dama protectora, los consejos y las pérfidas confidencias.
—Pero sobre todo, Any.
—Any la odia a usted, ¿verdad?
—Sí. La mayoría de las veces, cuando yo llegaba, ella se iba del salón y subía a su cuarto. Yo diría que, hace mucho tiempo, ella adivinó la verdad. La señora Popinga, pese a todo, es una buena mujer. Sólo intentaba hacerme cambiar de modales, modificar el corte de mis trajes, ¡y sobre todo conseguir que leyera otra cosa que novelas! Pero no sospechaba nada, ella le insistía a Conrad para que me acompañara.
Una extraña sonrisa flotaba en el rostro de Maigret.
—Any es otra cosa. Ya la ha visto: es fea, tiene los dientes torcidos… Ningún hombre le ha hecho jamás la corte. Y ella lo sabe perfectamente. Sabe que se quedará soltera. Y por eso ha estudiado una carrera, ha querido tener una profesión. Finge detestar a los hombres. Pertenece a las ligas feministas. —Beetje se animaba de nuevo. Se percibía un viejo rencor que finalmente estallaba—. Así que siempre merodeaba alrededor de la casa, vigilando a Conrad. Como sabe que está condenada a ser una virtuosa toda su vida, quiere que todo el mundo lo sea, ¿me entiende? Ella lo adivinó, estoy segura, y también debió de intentar alejar a su cuñado de mí. ¡Y también a Cornelius! Veía perfectamente que todos los hombres me miraban, incluido Wienands, sí; jamás se ha atrevido a decirme nada, pero se pone colorado como un tomate cuando bailo con él. Claro, su mujer también me detesta… Puede que Any no le dijera nada a su hermana, puede que sí. Hasta es posible que ella encontrara mis cartas.
—¿Y que ella lo matara? —preguntó brutalmente Maigret.
—Juro que no lo sé —farfulló—. ¡Yo no he dicho eso! Pero Any es como un veneno. ¿Es culpa mía que ella sea tan fea?
—¿Está segura de que Any jamás ha tenido novio?
¡Ah!, ahí estaba la sonrisa, más bien la risita de Beetje, esa risa instintiva y triunfante de la mujer deseable que aplasta a otra más fea.
Parecían unas chiquillas de internado enfrentadas por una tontería intrascendente.
—Al menos, no en Delfzijl.
—¿Detestaba también a su cuñado?
—No lo sé. ¡No es lo mismo! Él era de la familia. ¿Y acaso toda la familia no le pertenecía un poco? En todo caso, Any tenía que vigilarlo, conservarlo.
—¿Pero no matarlo?
—¿Qué cree usted? Siempre repite lo mismo.
—Yo no creo nada. Contésteme, ¿Oosting estaba al corriente de sus relaciones con Popinga?
—¿También le han contado eso?
—Navegaban juntos en su barco, hasta los bancos de Workum. ¿Los dejaba solos?
—¡Sí! Él llevaba el timón, en la cubierta.
—Y les dejaba la cabina.
—Era natural, fuera hacía frío.
—¿No ha vuelto a verlo desde…, desde la muerte de Conrad?
—No, se lo juro.
—¿Le ha hecho Oosting la corte alguna vez?
Ella rió de dientes afuera.
—¿Él?
Pese a todo, Beetje estaba tan nerviosa que de nuevo tuvo ganas de llorar. La señora Van Hasselt, que había oído ruidos en la sala, asomó la cabeza por el resquicio de una puerta, balbuceó una excusa y regresó a su caja. Siguió un silencio.
—¿Usted cree que su padre es realmente capaz de matarla?
—Sí, sería capaz.
—Así pues, también habría sido capaz de matar a su amante.
Aterrorizada, Beetje abrió desmesuradamente los ojos y protestó vivamente:
—¡No! ¡No es cierto! Papá no…
—Sin embargo, cuando usted llegó a su casa la noche del crimen, él no estaba.
—¿Cómo lo sabe?
—Llegó poco después que usted, ¿no es cierto?
—Inmediatamente después, pero…
—En sus últimas cartas, usted manifestaba cierta impaciencia. Notaba que Conrad se le escapaba; la aventura comenzaba a asustarlo y en ningún caso abandonaría su hogar para irse con usted al extranjero.
—¿Qué quiere decir?
—¡Nada! Hago una pequeña puntualización. Seguro que su padre no tardará en llegar.
Ella miró angustiada a su alrededor. Parecía buscar una salida.
—No tema nada. Esta noche la necesito.
—¿Esta noche?
—Sí. Vamos a reconstruir los actos y los movimientos que hicieron todos la noche del crimen.
—¡Me matará!
—¿Quién?
—¡Mi padre!
—Yo estaré allí. No tema nada.
—Pero…
Se abrió una puerta. Entró Jean Duclos, la cerró rápidamente detrás de él, giró la llave en la cerradura y se acercó, nervioso.
—Cuidado. El granjero está aquí. Él…
—Acompáñela a su habitación, profesor.
—¿A mi…?
—¡A la mía, si lo prefiere!
Se oyeron pasos en el corredor. Cerca del escenario había una puerta que comunicaba con la escalera de servicio. Beetje y el profesor salieron por allí. Maigret abrió la otra puerta y se encontró cara a cara con el granjero Liewens, que lo miró por encima del hombro.
—¿Beetje?
De nuevo se presentaba el problema del idioma. No lograban entenderse. Maigret se limitó a obstruirle el paso con su fornido cuerpo y a ganar unos segundos, mientras trataba de evitar que estallara la ira de su interlocutor.
Jean Duclos no tardó en bajar y adoptó una actitud falsamente desenvuelta.
—Dígale que su hija le será devuelta esta noche, y que lo necesitamos a él para la reconstrucción del crimen.
—¿Es preciso?
—¡Traduzca, diantre! ¿No ve que se lo estoy diciendo?
Duclos lo hizo con voz almibarada. El granjero los miró a los dos.
—Dígale también que esta noche el asesino estará entre rejas.
Duclos lo tradujo. Entonces Maigret tuvo el tiempo justo de saltar y de derribar a Liewens, que había sacado un revólver e intentaba llevarse el cañón a la sien.
La pelea fue breve. Maigret era tan pesado que su adversario no tardó en quedar inmovilizado y desarmado, pero los dos cuerpos chocaron con una pila de sillas que se desplomó con estruendo e hirió al comisario en la frente; pero la herida era leve.
—¡Cierre la puerta con llave! —gritó Maigret a Duclos—. Es mejor que no entre nadie.
Y se incorporó resoplando.