Almuerzo en el Hotel Van Hasselt

Cuando Maigret llegó al hotel, se dio cuenta de que ocurría algo anormal. La víspera había cenado en una mesa contigua a la de Jean Duclos.

Pues bien, ahora habían puesto tres cubiertos sobre la mesa redonda que ocupaba el centro de la sala. El mantel, deslumbrante, conservaba todos sus dobleces. Además, había tres copas por invitado, y en Holanda eso sólo se ve en las grandes ceremonias.

En cuanto Maigret entró, el inspector Pijpekamp se acercó a él con la mano tendida y con la sonrisa de quien ha preparado una agradable sorpresa.

¡Iba vestido de etiqueta! Llevaba un cuello postizo de ocho centímetros de ancho y chaqué. Recién afeitado, debía de salir de manos del peluquero, porque todavía olía a loción de violetas.

Jean Duclos, más apagado y con aspecto aburrido, apareció detrás de él.

—Tiene que disculparme, querido colega —dijo el inspector—. Debí avisarle esta mañana. Me habría gustado invitarlo a mi casa, pero vivo en Groninga y soy soltero. Así que me he permitido invitarlo a almorzar aquí. Bueno, un pequeño almuerzo sin pretensiones.

Y, mientras pronunciaba estas últimas palabras, miró los cubiertos y la cristalería en espera, evidentemente, de las protestas de Maigret.

No llegaron.

—He pensado que, como el profesor es compatriota suyo, a usted le agradaría…

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el comisario—. ¿Me permite que vaya a lavarme las manos?

Lo hizo lentamente, con aire gruñón, en el pequeño lavabo adyacente. La cocina estaba cerca y se oía un frenético ajetreo de platos y de cacerolas.

Cuando regresó a la sala, el propio Pijpekamp servía el oporto en las copas y murmuraba con una sonrisa beatífica y modesta:

—Igual que en Francia, ¿verdad? Prosit! Salud, querido colega.

Su buena voluntad era conmovedora. Se esmeraba en encontrar fórmulas refinadas, en parecer un auténtico hombre de mundo.

—Ya tendría que haberlo invitado ayer. Pero estaba tan, ¿cómo dicen ustedes?, alterado por este caso… ¿Ha descubierto algo nuevo?

—Nada.

Brilló una chispa en las pupilas del holandés y Maigret pensó: «Ah, hombrecito, tú sí tienes un triunfo para anunciarme, y me lo sacarás a la hora de los postres. A menos que la impaciencia te obligue a hablar antes».

No se equivocaba. Sirvieron primero una sopa de tomate, acompañada de un Saint-Emilion dulce que revolvía el estómago, claramente manipulado para la exportación.

—¡Salud!

El bueno de Pijpekamp hacía todo lo que podía, y más, y Maigret ni siquiera parecía darse cuenta. ¡No lo apreciaba!

—En Holanda, nunca bebemos durante la comida. Sólo después. Por la noche, en las veladas solemnes, un vasito de vino con el cigarro. Tampoco servimos pan en la mesa. —Y miró de reojo la bandeja de pan que había pedido. Incluso había elegido oporto en sustitución de la ginebra tradicional.

¡Imposible mejorarlo! Estaba encantado. Miraba la botella de vino dorado con ternura. Jean Duclos comía pensando en otra cosa.

¡Pero a Pijpekamp le habría gustado introducir mucha animación, mucha alegría, crear, con la excusa de este almuerzo, una atmósfera de locura, de auténtica juerga a la francesa!

Sirvieron el huchpot, el plato nacional. La carne nadaba en litros de salsa y Pijpekamp exclamó con aire misterioso:

—¡Ya me dirá si le gusta!

Por desgracia, Maigret no estaba de buen humor. Presentía a su alrededor un pequeño misterio que no acababa de explicarse.

Le pareció detectar cierta complicidad entre Jean Duclos y el policía. Por ejemplo, cada vez que este último llenaba la copa de Maigret, dirigía una breve mirada al profesor.

El borgoña se caldeaba al lado de una estufa.

—Yo creía que usted bebía mucho más vino.

—Bueno, depende.

Evidentemente, Duclos no se sentía cómodo. Procuraba no intervenir en la conversación. Con el pretexto de que hacía régimen, bebía agua mineral.

Pijpekamp no pudo aguantar más. Había hablado ya de la belleza del puerto, de la importancia del tráfico por el Ems, de la Universidad de Groninga, a la que los hombres más sabios del mundo acuden para dar conferencias.

—¿Sabe? Hay novedades.

—¿De veras?

—¡A su salud! ¡A la salud de la policía francesa! Sí, ahora el misterio está prácticamente aclarado.

Maigret lo miró con ojos turbios, sin la menor huella de emoción, ni siquiera de curiosidad.

—Esta mañana, hacia las diez, me han avisado de que alguien me esperaba en mi despacho. ¿Adivina usted quién era?

—¡Barens! Siga.

Pijpekamp se sintió aún más afligido por esta respuesta que por el escaso efecto que había producido en su invitado una mesa tan lujosamente servida.

—¿Cómo lo sabe? Alguien se lo ha dicho, ¿no?

—¡En absoluto! ¿Qué quería?

—Ya lo conoce, es muy tímido, muy, ¿cómo dicen ustedes?, sí, reservado. No se atrevía a mirarme. Parecía a punto de echarse a llorar. Me confesó que la noche del crimen, al salir de la casa de los Popinga, no regresó a bordo inmediatamente. —El inspector esbozó toda una serie de guiños—. ¿Me entiende? ¡Quiere a Beetje! Y estaba celoso porque Beetje había bailado con Popinga. Y enfadado, porque ella había bebido coñac. Los vio salir a los dos y los siguió de lejos. Luego espió a su profesor.

Maigret se mostraba despiadado. Y sabía que el otro lo habría dado todo por un gesto de asombro, de admiración, de angustia.

—¡A su salud, señor comisario! Barens no lo contó inmediatamente, porque tenía miedo. ¡Pero ahí está la verdad! Inmediatamente después del disparo, vio a un hombre que corría hacia el montón de madera, y allí debió de ocultarse.

—Se lo describió minuciosamente, ¿no es cierto?

—Sí.

El otro no entendía nada. Había perdido toda esperanza de asombrar a su colega. Su montaje había fracasado.

—Un marinero, seguramente un marinero extranjero. Muy alto, muy delgado y con la cabeza completamente afeitada.

—Y, evidentemente, un barco dejó el muelle al día siguiente.

—Desde entonces se han ido tres. ¡El asunto está claro! No hay que buscar más en Delfzijl. El asesino es un extranjero, sin duda un marinero que conoció a Popinga tiempo atrás, cuando éste navegaba. Un marinero al que Popinga debió de castigar cuando era oficial o capitán.

Jean Duclos ofrecía obstinadamente su perfil a la mirada de Maigret. Pijpekamp indicó a la señora Van Hasselt, que de punta en blanco presidía la caja, que trajera otra botella.

Aún faltaba el postre, una obra maestra: un pastel adornado con tres clases de crema sobre el cual, para colmo, habían escrito el nombre de Delfzijl en letras de chocolate.

El inspector bajó modestamente los ojos.

—Si quiere cortarlo…

—¿Ha puesto ya a Cornelius en libertad?

De repente el inspector se sobresaltó y miró a Maigret, preguntándose si se había vuelto loco.

—Pero…

—Si no le importa, lo interrogaremos juntos ahora mismo.

—¡Es muy fácil! Telefonearé a la Escuela Naval.

—Y ordene también que traigan a Oosting, al que interrogaremos después.

—¿Por lo de la gorra? Ahora eso se explica, ¿verdad? El marinero, al pasar, vio la gorra sobre la cubierta. La agarró y…

—¡Naturalmente!

Pijpekamp quería echarse a llorar. La profunda ironía de Maigret, aunque apenas perceptible, lo desconcertaba hasta tal punto que tropezó con el marco de la puerta al entrar en la cabina telefónica.

El comisario se quedó un momento a solas con Jean Duclos, que seguía absorto en su plato.

—Ya puestos en ello, ¿por qué no le ha dicho que me pasara discretamente algunos florines?

Maigret había hablado suavemente, sin acritud, y Duclos alzó la cabeza y abrió la boca para protestar.

—¡Chist! No tenemos tiempo de discutir. Usted le ha aconsejado que me ofreciera un buen almuerzo, copiosamente rociado. Le ha dicho que en Francia se compra así a los funcionarios. ¡Cállese! Y que después yo diría que sí a todo.

—Le juro que…

Maigret encendió una pipa y se volvió hacia Pijpekamp, que volvía del teléfono. Éste, al mirar la mesa, farfulló:

—Aceptará usted una copita de coñac, ¿no? Hay uno añejo…

—¡Permítame que sea yo quien le invite! Y haga el favor de decirle a la señora Van Hasselt que nos traiga una botella de coñac y copas adecuadas.

Pero la señora Van Hasselt trajo unas copitas. El comisario se levantó y él mismo sacó otras de un estante y las llenó hasta el borde.

—¡A la salud de la policía holandesa! —brindó.

Pijpekamp no se atrevía a protestar. El alcohol era tan fuerte que le hizo asomar lágrimas en los ojos. Pero el comisario, sonriente y feroz, levantaba su copa una y otra vez y repetía:

—¡A la salud de su policía! ¿A qué hora llegará Barens a su despacho?

—Dentro de media hora. ¿Un cigarro?

—Gracias. Prefiero mi pipa.

Maigret llenó de nuevo las copas con tanta autoridad que ni Pijpekamp ni Duclos se atrevieron a negarse a beber.

—¡Es un bonito día! —repitió dos o tres veces—. Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que esta noche será detenido el asesino del pobre Popinga.

—A menos que esté navegando por el Báltico —replicó Pijpekamp.

—¡Bah! ¿Usted lo cree tan lejos?

Duclos levantó una cara pálida.

—¿Es una insinuación, comisario? —preguntó con voz cortante.

—¿Qué insinuación?

—Parece querer decir que, si no está lejos, tal vez esté muy cerca.

—¡Muy imaginativo, profesor!

Estuvieron a dos pasos de la disputa. En parte se debía a las grandes copas de coñac. Pijpekamp estaba completamente colorado. Los ojos le brillaban.

En el caso de Duclos, al contrario, la ebriedad se traducía en una palidez enfermiza.

—¡Una última copa, señores, y nos iremos a interrogar a ese pobre muchacho!

La botella estaba en la mesa. Cada vez que Maigret servía, la señora Van Hasselt se mojaba la punta del lápiz en los labios y anotaba las consumiciones.

Una vez franqueada la puerta, se zambulleron en una atmósfera cargada de sol y de calma. El barco de Oosting estaba en su amarre. Pijpekamp se esforzaba por caminar mucho más erguido que de costumbre.

Sólo tenían que recorrer trescientos metros. Las calles estaban desiertas. Pasaron ante las tiendas, cerradas, pero limpias y surtidas como para una exposición universal a punto de inaugurarse.

—Será casi imposible localizar e identificar al marinero —dijo Pijpekamp—. Pero está bien que sepamos que él fue el asesino, porque así ya no sospechamos de nadie. Ahora mismo escribiré un informe para que Monsieur Duclos, su compatriota, quede totalmente libre.

Con paso no demasiado seguro, entró en las dependencias de la policía local, tropezó con un mueble y se sentó con demasiada contundencia.

No estaba exactamente borracho. Pero el alcohol le quitaba parte de la dulzura y de la amabilidad que caracteriza a la mayoría de los holandeses.

Con un gesto desenvuelto, pulsó un timbre eléctrico mientras echaba su silla hacia atrás. Se dirigió en holandés a un agente uniformado que desapareció y regresó al instante en compañía de Cornelius.

Aunque el policía lo recibió con exagerada cordialidad, el joven pareció no hacer pie al entrar en el despacho: su mirada se había fijado inmediatamente en Maigret.

—El comisario quiere preguntarle unas cuantas cositas —dijo Pijpekamp en francés.

Maigret no tenía prisa. Empezó a recorrer el despacho a lo largo y a lo ancho sacando pequeñas bocanadas de su pipa.

—Contéstame, mi pequeño Barens, ¿qué te dijo «el Baes» anoche?

El otro movió su delgada cabeza en todos los sentidos, como un pájaro asustado.

—Yo, yo creo…

—¡Bien! Voy a ayudarte. Todavía tienes un padre, allá en las Indias. Sería muy triste que le ocurriera algo, que tuviera problemas, no sé. Pues bien, te diré que un falso testimonio, en un caso como éste, se paga con unos cuantos meses de cárcel.

Cornelius se ahogaba, no se atrevía a moverse ni a mirar a nadie.

—Confiesa que Oosting te esperaba ayer en la orilla del Amsterdiep y te dijo que contaras a la policía lo que acabas de contar. Confiesa que nunca has visto al hombre alto y flaco merodeando en los alrededores de la casa de los Popinga.

—Yo…

Ya no tenía fuerzas para resistir. Estalló en sollozos. Se desplomó.

Maigret miró a Jean Duclos, y después a Pijpekamp, con esa mirada pesada pero impenetrable que hacía que lo tomaran por un imbécil. La mirada era tan mansa y calma que parecía vacía.

—¿Usted cree que…? —empezó a decir el inspector.

—¡Véalo usted mismo!

El joven, cuyo uniforme de oficial lo hacía todavía más poquita cosa, se sonó, apretó las mandíbulas para sofocar los sollozos y, finalmente, balbuceó:

—Yo no he hecho nada.

Lo contemplaron durante unos instantes mientras intentaba calmarse.

—Eso es todo —decidió finalmente Maigret—. Barens, yo no he dicho que hayas hecho algo. Simplemente, Oosting te pidió que contaras que habías visto a un extranjero en las proximidades de la casa, y que de ese modo salvarías a determinadas personas. ¿A quiénes?

—Juro por la cabeza de mi madre que «el Baes» no precisó… No lo sé, quisiera morirme.

—¡Pues claro! A los dieciocho años, uno siempre quiere morirse. ¿No tiene usted nada que preguntarle, señor Pijpekamp?

Éste se encogió de hombros como queriendo decir que no entendía nada.

—Vamos, pequeño, ya puedes irte.

—Usted sabe que no es Beetje.

—¡Probablemente, no! Ya es hora de que vuelvas con tus compañeros a la escuela. —Lo empujó hacia fuera y gruñó—: ¡El siguiente! ¿Ha llegado Oosting? Por desgracia, no entiende el francés.

Sonó el timbre eléctrico. Al poco, el agente hizo pasar al «Baes», que llevaba en la mano su gorra nueva y la pipa apagada.

Tuvo una mirada, sólo una, para Maigret. Y, cosa extraña, era una mirada de reproche. Se quedó de pie delante de la mesa del inspector y lo saludó.

—¿Le importaría preguntarle dónde se encontraba a la hora en que mataron a Popinga? —dijo Maigret.

El policía tradujo. Oosting comenzó un largo discurso que Maigret no entendió, pero que quiso cortar:

—No. ¡Interrúmpale! Que responda en tres palabras.

Pijpekamp lo tradujo. Nueva mirada de reproche. Una réplica, inmediatamente traducida.

—Estaba a bordo de su barco.

—¡Dígale que no es verdad!

Maigret seguía yendo y viniendo con las manos a la espalda.

—¿Qué contesta a eso?

—¡Que lo jura!

—Bien. En ese caso, que diga quién le robó la gorra.

Pijpekamp se mostraba muy dócil. Ciertamente, la presencia de Maigret imponía.

—¿Qué dice?

—Estaba en su camarote echando cuentas. Por el ojo de buey vio unas piernas sobre la cubierta. Reconoció un pantalón de marinero.

—¿Y siguió al hombre?

Oosting titubeó, entornó los párpados, chasqueó los dedos y habló locuazmente.

—¿Qué dice?

—¡Que prefiere contar la verdad! Que sabe perfectamente que acabarán por reconocer su inocencia. Cuando él subió a la cubierta, el marinero se alejaba. Lo siguió de lejos y llegó al Amsterdiep, cerca de la casa de los Popinga. Allí el marinero se ocultó. Intrigado, Oosting esperó, oculto a su vez.

—¿Escuchó el disparo, dos horas después?

—Sí. Pero no consiguió alcanzar al hombre que huía.

—¿Vio entrar a ese hombre en la casa?

—Sí, en el jardín. Supone que trepó por el canalón hasta el primer piso.

Maigret sonreía. Una sonrisa vaga, feliz, de un hombre sin problemas de digestión.

—¿Identificaría al hombre?

Traducción. Encogimiento de hombros del «Baes».

—No sabe.

—¿Vio cómo Barens espiaba a Beetje y al profesor?

—Sí.

—Y como tiene miedo de ser acusado, y además quiso poner a la policía tras una buena pista, le pidió a Cornelius que hablara en su lugar.

—Eso dice él. Pero no hay que creerle, ¿verdad? Es culpable, eso está claro.

Jean Duclos se impacientaba. Oosting permanecía tranquilo, como un hombre al que ya nada puede sorprender. Pronunció una frase que el policía tradujo.

—Ahora dice que no le importa lo que hagamos con él, pero quiere que sepamos que Popinga era tanto su amigo como su bienhechor.

—¿Y qué piensa usted hacer?

—Mantenerlo a disposición de la justicia. Ha confesado que estuvo allí.

A causa del coñac, la voz de Pijpekamp era más fuerte que de costumbre, sus gestos más violentos, y sus decisiones también se resentían. Quería parecer tajante. Se hallaba ante un colega extranjero y pretendía salvar a la vez su reputación y la de Holanda.

Adoptó una expresión grave y pulsó una vez más el timbre para que acudiera un agente.

Luego, dando unos golpecitos en la mesa con el abrecartas, ordenó al agente que llegaba corriendo:

—Detengan a este hombre. ¡Llévenselo! Ya lo veré más adelante. —Lo había dicho en holandés, pero, por el tono que había empleado, no fue difícil entenderle. Después se levantó y explicó—: Voy a acabar de aclarar este caso. No olvidaré destacar el papel que usted ha desempeñado. Evidentemente, su compatriota está libre.

No podía imaginar que Maigret, viéndole gesticular y con los ojos brillantes, pensaba para sus adentros: «Mi pobre amigo, no sabes cuánto lamentarás lo que acabas de hacer cuando, dentro de unas horas, te hayas calmado».

Pijpekamp abrió la puerta, pero el comisario no se decidía a irse.

—Querría pedirle un último favor —dijo con una cortesía poco habitual.

—Lo escucho, mi querido colega.

—Todavía no son las cuatro. Esta noche podríamos reconstruir el crimen con todas las personas más o menos implicadas en él. ¿Quiere usted anotar los nombres? La señora Popinga, Any, Monsieur Duclos, Barens, los Wienands, Beetje, Oosting y, finalmente, el señor Liewens, el padre de Beetje.

—¿Qué hará?

—Repetir los hechos sucedidos a partir del momento en que la conferencia, que se pronunció en el Hotel Van Hasselt, terminó.

Hubo un silencio. Pijpekamp reflexionaba.

—Voy a telefonear a Groninga —dijo finalmente— para pedir consejo a mis jefes. —Y atento a la reacción de sus interlocutores, algo inseguro de la broma que iba a soltar, añadió—: Bien, faltará alguien: Conrad Popinga, que no podrá…

—Yo interpretaré su papel —lo interrumpió Maigret. Y salió, seguido de Jean Duclos, después de exclamar—: ¡Y gracias por su excelente almuerzo!