Las hipótesis de Jean Duclos

Desde el café del Hotel Van Hasselt, donde a la mañana siguiente tomaba su desayuno, Maigret asistió a un registro del que no había sido informado. Aunque, ciertamente, sólo había conversado unos minutos con la policía holandesa.

Debían de ser las ocho de la mañana. La bruma no se había disipado del todo, pero tras ella se ocultaba el sol de un hermoso día. Un buque de carga finlandés salía del puerto arrastrado por un remolcador.

Delante de un pequeño café, en la esquina del muelle, había una gran concentración de hombres, todos ellos con zuecos y gorras de marino y que discutían en pequeños grupos.

Era la bolsa de trabajo de los schippers, es decir, de los marineros cuyos barcos, de todos los modelos y hormigueantes de mujeres y de niños, llenaban una dársena del puerto.

Más lejos descubrió a otro grupo menos numeroso, un puñado de hombres del Club de las Ratas del Muelle.

Entonces llegaron dos gendarmes de uniforme. Subieron a la cubierta del barco de Oosting y éste salió por la escotilla, porque, cuando estaba en Delfzijl, siempre dormía a bordo.

Llegó también un policía de paisano: el inspector Pijpekamp, que dirigía la investigación. Se quitó el sombrero y habló cortésmente. Los dos gendarmes desaparecieron en el interior.

Comenzó el registro. Todos los schippers se habían dado cuenta de ello. Y, sin embargo, no se notó la menor aglomeración ni se vio un solo gesto de curiosidad.

El Club de las Ratas del Muelle no manifestaba mayor inquietud. Como máximo, echaban algunas miradas.

El registro duró más de media hora. Los gendarmes, al salir, hicieron el saludo militar, y el señor Pijpekamp pareció disculparse.

Pero aquella mañana «el Baes» no tenía ganas de bajar a tierra. En lugar de acercarse a su grupo de amigos, reunido un poco más lejos, se sentó en el banco de guardia con las piernas cruzadas y miró hacia alta mar, donde el buque de carga finlandés evolucionaba lentamente, y se quedó inmóvil fumando su pipa.

Cuando Maigret se giró, Jean Duclos bajaba de su habitación; en los brazos llevaba una cartera, libros y documentos, que dejó sobre la mesa que se había reservado.

Sin saludar a Maigret, le preguntó:

—¿Qué hay?

—En fin, creo que le desearé que pase un buen día.

El otro lo miró con cierto estupor y se encogió de hombros, como para expresar que no valía la pena ofenderse.

—¿Ha descubierto usted algo?

—¿Y usted?

—Sabe perfectamente que, en principio, no estoy autorizado a salir de aquí. Afortunadamente, su colega holandés ha entendido que mis conocimientos podían serle útiles y me tiene al corriente de los resultados de la investigación. Es una práctica en la que podría inspirarse a veces la policía francesa.

—¡Pues claro!

El profesor se precipitó hacia la señora Van Hasselt, que entraba en ese instante con el pelo sujeto con horquillas, y la saludó como hubiera hecho en un salón, preguntándole al parecer sobre su salud.

Maigret, por su parte, miraba los papeles que el otro había dejado sobre la mesa y descubrió nuevos planes y esquemas, no sólo de la casa de los Popinga, sino también de casi toda la ciudad, con unas líneas de puntos que debían de representar el camino seguido por determinadas personas.

El sol, que atravesaba las vidrieras multicolores de las ventanas, llenaba de luces verdes, rojas y azules los tabiques barnizados de la sala. Un camión de cerveza se había detenido delante de la puerta y, mientras se desarrollaba la conversación que tuvo lugar a continuación, dos colosos no cesaron de hacer rodar toneles por el suelo, vigilados por la señora Van Hasselt, vestida con cierto descuido. Jamás el olor a ginebra y cerveza había sido tan denso. Maigret, por su parte, jamás se había sentido hasta tal punto en Holanda.

—¿Ha descubierto al culpable? —dijo el comisario medio en broma, medio en serio, señalando los documentos.

Una mirada vivaz y aguda de Duclos. Y la réplica:

—¡Comienzo a creer que los extranjeros tienen razón! El francés es, fundamentalmente, un hombre que no puede renunciar a la ironía. ¡En este caso, muy inútilmente, caballero!

Maigret lo miraba sonriente, nada alterado. Y el otro prosiguió:

—¡No he descubierto al asesino, no! Tal vez he hecho algo más. He analizado el crimen. Lo he diseccionado. He aislado todos sus elementos, y ahora…

—¿Ahora?

—Sin duda alguien como usted, aprovechando mis deducciones, cerrará el caso.

Se había sentado. Estaba absolutamente decidido a hablar, incluso en ese ambiente que él mismo había tomado hostil. Maigret se instaló delante de él y pidió un vaso de Bols.

—¡Lo escucho!

—Observe, en primer lugar, que no le pregunto lo que usted ha hecho ni lo que usted opina. Paso al primer asesino posible, o sea, a mí mismo. Si se me permite decirlo, yo ocupaba la mejor posición para matar a Popinga y, además, se me vio con el arma del crimen en la mano instantes después del atentado. No soy rico, y si soy conocido en el mundo entero, o casi, es por un pequeño número de intelectuales. Llevo una existencia difícil y mediocre. Pero no ha habido robo, y de ningún modo podía yo esperar algún beneficio de la muerte del profesor. ¡Alto ahí! Eso no quiere decir que no puedan presentarse cargos contra mí. Y no faltará quien recuerde que en el transcurso de la velada, cuando discutíamos sobre criminología, defendí la tesis de que un hombre inteligente que comete un crimen, si tiene sangre fría y utiliza todas sus facultades, puede hacer frente a una policía mal instruida. Algunas personas pueden deducir de ello que he querido ilustrar mi teoría con un ejemplo. Entre nosotros, le diré que, de haber sido así, la posibilidad de sospechar de mí ni siquiera hubiese existido.

—¡A su salud! —dijo Maigret, que seguía las idas y venidas de los cerveceros de cuello de toro.

—Prosigo. Añadiré que, si yo no he cometido ese crimen, y si de todos modos hay que suponer que lo cometió alguien que se hallaba en la casa, puedo deducir que toda la familia es culpable. ¡No se sobresalte! Fíjese en este plano y, sobre todo, intente comprender las consideraciones psicológicas que voy a desarrollar.

Esta vez Maigret no pudo evitar sonreír al ver la actitud condescendiente y despectiva del profesor.

—Usted habrá oído sin duda que la señora Popinga, de soltera Van Elst, pertenece a la rama más severa de la Iglesia protestante. Su padre, en Amsterdam, tiene fama de ser un feroz conservador. Y su hermana Any, a los veinticinco años, ya se mete en política y sostiene las mismas ideas…

»Usted sólo lleva aquí un día, y hay muchas costumbres morales que todavía no conoce. Por ejemplo, ¿sabe que un profesor de la Escuela Naval se ganaría una severa reprimenda de sus superiores si lo vieran entrar en un café como éste? Uno de ellos fue expulsado sólo porque se obstinaba en recibir un diario que tiene fama de avanzado. Yo vi a Popinga una única noche. Y esa noche me bastó, sobre todo después de haber oído hablar de él. Usted lo llamaría un buen chico. E incluso un chico excelente. Cara sonrosada, ojos claros, alegres… El caso es que había viajado como marino y, a su regreso, se puso una especie de uniforme de austeridad. Pero el uniforme estallaba por todas las costuras. ¿Lo entiende? Sí, ya sé que a usted eso le hace sonreír. Una sonrisa de francés.

»Hace quince días se celebró la reunión semanal del club al que pertenecía. Los holandeses que no van al café se reúnen, con el pretexto del club, en una sala reservada para ellos, y juegan al billar, o a los bolos. Pues bien, hace quince días Popinga, a las once de la noche, estaba borracho. Aquella misma semana, la asociación benéfica que preside su mujer efectuaba una colecta para comprar ropa a los indígenas de las islas oceánicas. Y se oyó a Popinga afirmar, con las mejillas coloradas y los ojos brillantes: “Qué tontería. ¡Están muy bien completamente desnudos! En lugar de comprarles ropa, mejor haríamos en imitarlos”. ¡Naturalmente, usted se sonríe! ¡Y eso no es nada! Sin embargo, el escándalo todavía dura, y si los funerales de Popinga se celebran en Delfzijl, habrá personas que dejarán de acudir a ellos. Sólo le he contado un detalle entre cien, entre mil. ¡Por todas las costuras, como ya le he dicho, estallaba el caparazón de respetabilidad de Popinga! Intente medir la importancia del hecho de emborracharse aquí. Hay alumnos que lo encontraron en ese estado. ¡Tal vez por eso lo adoraban!

»Ahora reconstruya la atmósfera de su casa, a orillas del Amsterdiep. Acuérdese de la señora Popinga, y de Any. Mire por la ventana. Se ve el final de la ciudad por ambas partes. Es pequeña, todo el mundo se conoce. Un escándalo no tarda ni una hora en estar en boca de todos los habitantes. Y se rumorea de cualquier cosa, hasta de las relaciones de Popinga con ése a quien llaman “el Baes” y que, todo hay que decirlo, es una especie de pirata. Fueron a pescar el cazón juntos. El profesor bebía ginebra a bordo del barco de Oosting. No, no le pido que saque conclusiones apresuradas. Sólo le repito, y retenga bien la frase, que si el crimen ha sido cometido por alguien de la casa, toda la casa es culpable.

»Queda esa cabeza loca, Beetje, a la que Popinga siempre acompañaba. ¿Quiere usted otro rasgo de su carácter? Beetje es la única que se baña todos los días no en un traje de baño con falda, como todas las damas de aquí, sino en un ceñido bañador. ¡Y, para colmo, rojo!

»Bien, ahora le dejo continuar su investigación. He intentado facilitarle algunos detalles que la policía suele descuidar. En cuanto a Cornelius Barens, para mí forma parte de la familia, del bando de las mujeres. Por una parte, si le parece, están la señora Popinga, su hermana Any y Cornelius. Por la otra, Beetje, Oosting y Popinga. Si ha comprendido bien lo que le he dicho, es posible que llegue a resolver el caso.

—¡Una pregunta! —dijo gravemente Maigret.

—Lo escucho.

—¿Usted también es protestante?

—Pertenezco a la Iglesia reformada, sin pertenecer a la misma Iglesia.

—¿En qué bando se coloca usted?

—¡A mí no me gustaba Popinga!

—¿Hasta el punto de…?

—¡Repruebo el crimen, sea cual sea!

—¿No lo vio escuchar jazz y bailar mientras usted hablaba con las señoras?

—Un rasgo de su carácter que todavía no había pensado comunicarle.

Maigret, magnífico en su actitud seria, casi solemne, se levantó.

—En suma, ¿a quién me aconseja usted que haga arrestar?

El profesor Duclos se sobresaltó.

—No he hablado de arrestos. Le he dado algunas directrices generales en el terreno de la idea pura, por llamarlo de algún modo.

—¡Evidentemente! Pero ¿y si estuviera en mi lugar?

—¡No pertenezco a la policía! Persigo la verdad por la verdad, y el hecho de que yo mismo sea sospechoso no me influirá a la hora de juzgar.

—¿Hasta el punto de que tal vez no haya que detener a nadie?

—Yo no he dicho eso. Yo…

—¡Muchas gracias! —concluyó Maigret tendiéndole la mano.

E hizo sonar una moneda contra el cristal de su vaso para avisar a la dueña. Duclos lo miró de reojo.

—Aquí debe evitar hacer eso —murmuró—. Al menos si quiere pasar por un caballero.

Cerraban la trampilla por donde habían bajado los barriles de cerveza a la bodega. El comisario pagó y dirigió una última mirada a los planos.

—Así pues, o usted, o toda la familia.

—Yo no he dicho eso. Escuche…

Pero Maigret ya estaba en la puerta. De espaldas, dejó que sus facciones se relajaran y, si bien no reía a carcajadas, al menos mostraba una sonrisa satisfecha.

En el exterior, el sol, un suave calor y la quietud bañaban la atmósfera. El hojalatero estaba en el umbral de su puerta. El pequeño judío que vendía material para barcos contaba sus anclas y las marcaba con un trazo de pintura roja.

La grúa seguía descargando carbón. Los schippers izaban cada uno su vela, no para zarpar, sino para que se secara la lona. Y éstas, en la maraña de mástiles, eran como grandes colgaduras, blancas u oscuras, balanceándose suavemente.

Oosting fumaba su corta pipa de barro en la popa de su barco. Algunas Ratas del Muelle discutían con calma.

Pero si uno se volvía hacia la ciudad, veía las casas de los burgueses, bien pintadas, con los cristales limpios, las cortinas inmaculadas y plantas carnosas en todas las ventanas. Más allá de esas ventanas, una sombra impenetrable.

A la luz de la conversación con Jean Duclos, ¿no adquiría ese espectáculo un sentido nuevo?

De un lado, el puerto, los hombres en zuecos, los barcos, las velas, el olor a alquitrán y agua salada.

Del otro, esas casas bien cerradas, con muebles encerados y tapicerías oscuras, en las que se hablaba durante quince días acerca de un profesor de la Escuela Naval que había bebido una o dos copas de más.

Un mismo cielo, de una limpidez de ensueño. Pero ¡qué frontera entre ambos mundos!

Entonces Maigret se imaginó a Popinga, al que jamás había visto, ni siquiera muerto, pero que tenía una cara muy simpática, sonrosada, que delataba sus grandes apetitos.

Y se lo imaginaba a este lado de la frontera, contemplando el barco de Oosting; el «cinco palos» cuya tripulación había pirateado en todos los puertos de Sudamérica; los paquebotes holandeses al encuentro de los cuales, en China, llegaban unos juncos llenos de mujeres menudas y bonitas como muñecas.

Tenía que resignarse a navegar en un bote inglés perfectamente barnizado, adornado con cobres relucientes, sobre las aguas lisas del Amsterdiep, donde había que deslizarse entre los troncos de árboles venidos del norte y de los bosques ecuatoriales.

A Maigret le pareció que «el Baes» lo miraba de una manera especial, como si quisiera acercarse a él y hablarle. Pero era imposible. ¡No podían intercambiar dos palabras!

Oosting lo sabía; permanecía inmóvil y se limitaba a fumar un poquito más aprisa, a la vez que sus párpados se entornaban a causa del sol.

Cornelius Barens, a esa misma hora, estaba sentado en los bancos de la escuela y asistía a alguna clase de trigonometría o de astronomía. Aún debía de estar muy pálido.

El comisario se disponía a sentarse sobre una bita de amarre de bronce cuando descubrió al inspector Pijpekamp, que se le acercaba con la mano tendida.

—¿Ha descubierto algo esta mañana, a bordo del barco?

—Todavía no. Era una formalidad.

—¿Sospecha de Oosting?

—Bueno, su gorra apareció en casa de Popinga.

—¡Y el cigarro!

—No. «El Baes» fuma solamente Brasil, y aquél era un Manila.

—¿Hasta el punto de…?

Pijpekamp lo llevó un poco más lejos, para no permanecer bajo la mirada del dueño de la isla de Workum.

—La brújula perteneció a un barco de Helsingfors. Los salvavidas proceden de un carbonero inglés, y el resto, igual.

—¿Robados?

—No. ¡Siempre lo mismo! Cuando un buque de carga llega a un puerto, siempre hay alguien, un mecánico, un tercer oficial, un marinero, a veces el capitán, que quiere revender algo, ¿me entiende? Luego le cuentan a la compañía que los salvavidas fueron arrancados por un golpe de mar, que la brújula ya no funcionaba… Hasta las luces de posición. Todo, ¡a veces hasta un bote!

—Entonces, eso no demuestra nada.

—¡Nada! El judío, cuya tienda ve ahí, vive exclusivamente de ese tráfico.

—Entonces, ¿su investigación…?

El inspector desvió la cabeza con preocupación.

—Ya le he dicho que Beetje Liewens no regresó inmediatamente. Volvió sobre sus pasos… ¿Es correcto? ¿Se dice así en francés?

—¡Claro que sí! ¡Siga!

—Puede que ella no disparara.

—¡Ah!

Decididamente, el inspector no se sentía tranquilo. Sintió la necesidad de bajar la voz, de llevar a Maigret a una parte del muelle completamente desierta para continuar.

—Está lo del montón de madera. ¿Lo ha visto en el astillero? El timmerman… ustedes lo llaman el carpintero de ribera, sí. El carpintero pretende que vio allí de noche a Beetje y al señor Popinga. Como lo oye. A los dos.

—¡Instalados a la sombra del montón de madera!

—Sí. Y pienso…

—¿Usted piensa…?

—Podría haber dos personas más implicadas. Por ejemplo, el joven de la Escuela Naval, Cornelius Barens. Quería casarse con Beetje. Y encontraron una fotografía de la chica en su baúl.

—¿De veras?

—La segunda podría ser el señor Liewens, el padre de Beetje. Es un hombre muy importante, cría vacas para la exportación. Las envía incluso a Australia. Es viudo y no tiene más hijos.

—¿Habría podido matar a Popinga?

El inspector se sentía tan violento que a Maigret casi le dio lástima. Se notaba lo penoso que le resultaba acusar a un hombre importante, que criaba vacas para exportarlas luego a Australia.

—Todo eso en el caso de que los hubiera visto, ¿verdad?

Maigret era despiadado.

—Hubiera visto ¿qué?

—Al lado del montón de madera, a Beetje y al profesor.

—¡Ah, sí!

—Eso es completamente confidencial.

—¡Pues claro! Pero ¿y Barens?

—Quizá también los vio. Quizá se sintió celoso. Sin embargo, llegó a la escuela cinco minutos después del crimen. No se entiende muy bien.

—En resumen —dijo el comisario con la misma seriedad que cuando hablaba con Jean Duclos—, usted sospecha del padre de Beetje y de su enamorado, Cornelius.

Incómodo silencio.

—Sospecha también de Oosting, porque su gorra fue encontrada en la bañera.

Pijpekamp tuvo un gesto de desánimo.

—Y finalmente, claro está, del hombre que dejó en el comedor un cigarro de tabaco de Manila. ¿Cuántos vendedores de tabaco hay en Delfzijl?

—Quince.

—Eso no facilita las cosas. Finalmente, sospecha del profesor Duclos.

—Llevaba el revólver en su mano. No puedo permitir que se vaya, ¿me entiende?

—¡Sí, le entiendo!

Recorrieron unos cincuenta metros sin decir palabra.

—¿Qué piensa usted? —murmuró finalmente el policía de Groninga.

—¡Ahí está la cuestión! ¡Y también la diferencia entre nosotros dos! ¡Usted, usted piensa algo! ¡Piensa incluso montones de cosas! Mientras que yo, en fin, creo que todavía no pienso nada. —Y de repente le preguntó—: ¿Beetje Liewens conocía al «Baes»?

—No lo sé. Creo que no.

—¿Cornelius lo conocía?

Pijpekamp se pasó la mano por la frente.

—Puede que sí, puede que no. ¡Más bien no! Pero trataré de averiguarlo.

—¡Eso es! Procure saber si tenían algún tipo de relaciones antes del crimen.

—¿Usted cree…?

—¡Yo no creo nada en absoluto! Una pregunta más: ¿hay una radio en la isla de Workum?

—Lo ignoro.

—Hay que averiguarlo.

Resultaba imposible decir cómo había ocurrido, pero existía ahora una especie de jerarquía entre Maigret y su compañero, y éste lo miraba prácticamente como miraría a un superior.

—¡Estudie esos dos puntos! Yo tengo que hacer una visita.

Pijpekamp era demasiado educado para preguntar nada con respecto a esa visita, pero sus ojos estaban llenos de interrogantes.

—¡A la señorita Beetje Liewens! —concluyó Maigret—. ¿Cuál es el camino más corto?

—El que va paralelo al Amsterdiep.

El barco del práctico de Delfzijl, un hermoso vapor de quinientas toneladas, describió una curva en el Ems antes de entrar en el puerto. Y «el Baes» recorría a pasos lentos, pero pesados y contenidos, la cubierta de su barco, a cien metros de las Ratas del Muelle, amodorrados por el sol.