No fue un seguimiento en el sentido estricto de la palabra. En todo caso, Maigret no tuvo en ningún momento la sensación de que espiaba a alguien.
Había salido de la casa de los Popinga. Había caminado unos pasos. Había descubierto a dos hombres al otro lado del canal y se había detenido resueltamente a observarlos. No se ocultaba. Estaba de pie al borde del agua, con la pipa entre los dientes y las manos en los bolsillos.
Tal vez porque él no se ocultaba, y tal vez porque los otros tampoco lo habían visto y proseguían su apasionada conversación, ese instante tuvo algo de emocionante.
La orilla del canal sobre la que estaban los dos hombres se veía desierta. Un cobertizo se alzaba en medio de un astillero en el que dos barcos descansaban sobre unos tablones. Unos botes se pudrían fuera del agua.
Finalmente, sobre el propio canal, los troncos de árboles, que sólo dejaban ver uno o dos metros de la superficie del agua, daban al paisaje un toque exótico.
Ya era tarde. Reinaba una semioscuridad y, sin embargo, el aire, límpido, mantenía los colores en toda su pureza.
La calma era tan intensa que sobrecogía, y el graznido de una rana, en una charca lejana, provocaba sobresaltos.
«El Baes» hablaba. No alzaba la voz, pero se notaba que ponía énfasis en cada sílaba, que quería ser comprendido u obedecido. Cabizbajo, el joven, con uniforme de guardiamarina, escuchaba; sus guantes blancos introducían dos manchas claras, las únicas, en el paisaje.
De repente se oyó un grito desgarrador: un asno empezó a rebuznar en un prado detrás de Maigret. Y eso bastó para romper el hechizo. Oosting miró en dirección al animal, que se enfadaba con el cielo, descubrió a Maigret y paseó su mirada sobre él sin rechistar.
Dijo todavía unas palabras más a su compañero, se hundió la corta boquilla de su pipa de barro en la boca y se dirigió a la ciudad.
Eso no significaba nada, ni tampoco demostraba nada. Maigret echó a andar a su vez, y los dos avanzaron juntos, cada uno por una orilla del Amsterdiep.
Pero el camino que seguía Oosting se alejaba pronto de la ribera. «El Baes» no tardó en desaparecer detrás de unos cobertizos. Durante casi un minuto siguió escuchándose el sordo martilleo de sus zuecos.
Ya había oscurecido, a excepción de un halo imperceptible. Las luces acababan de encenderse en la ciudad, y también a lo largo del canal, donde la iluminación terminaba más allá de la casa de los Wienands. La otra orilla, deshabitada, permanecía en sombras.
Maigret se volvió, sin saber por qué. Gruñó al oír que el asno lanzaba un nuevo y desesperado rebuzno.
Y a lo lejos, más allá de las casas, vio dos manchitas blancas que bailoteaban encima del canal. Eran los guantes de Cornelius.
Si no se prestaba mucha atención, y sobre todo si se olvidaba que los troncos ocupaban casi toda la superficie del agua, el espectáculo era fantasmal: unas manos que se agitaban en el vacío; un cuerpo que se confundía con la noche; y, en el agua, el reflejo de la última lámpara eléctrica.
Ya no se oían los pasos de Oosting. Maigret se dirigió hacia las últimas casas de la ciudad. Pasó de nuevo por delante de la casa de los Popinga, y después por delante de la de los Wienands.
No siempre se ocultaba, y además sabía que también él debía de confundirse con la noche. No perdía de vista los guantes. Y lo entendía: Cornelius, para no tener que llegar a Delfzijl, donde un puente cruzaba el canal, franqueaba el agua caminando sobre los troncos de los árboles, que formaban una balsa. En el centro había que dar un salto de dos metros. Las manos blancas se agitaron más, describieron rápidamente un semicírculo y se oyó un chapoteo.
Segundos después caminaba por la orilla; Maigret, a menos de cien metros, lo seguía.
Todo era inconsciente por ambas partes, y además Cornelius debía de ignorar la presencia del comisario. Pero el caso es que, en cuanto ambos dieron los primeros pasos, caminaron acompasados, tanto que los crujidos del camino se confundían.
Maigret se dio cuenta de ello porque, en determinado momento, su pie tropezó y el sincronismo dejó de ser perfecto durante una décima de segundo.
No sabía adónde iba. Y, sin embargo, su paso se hacía más rápido a medida que el joven aceleraba. Más aún: poco a poco se sentía arrastrado por una especie de vértigo.
Al principio, los pasos eran largos y regulares. Luego se acortaban. Se precipitaban.
En el preciso instante en que Cornelius pasaba por delante del depósito de maderas, estalló un auténtico concierto de ranas y hubo un parón seco.
¿Tendría miedo Cornelius? Continuó la marcha, pero más irregular todavía, a veces con vacilaciones, y otras, por el contrario, con dos o tres pasos tan rápidos que hubiera podido creerse que echaba a correr.
Ahí terminó el silencio, porque el coro de ranas ya no cesó. Llenaba toda la noche.
Y el paso se aceleraba. El fenómeno proseguía: Maigret, a fuerza de acompañar el ritmo del guardiamarina, «sentía» literalmente su estado de ánimo.
¡Cornelius tenía miedo! Caminaba aprisa porque tenía miedo. Tenía prisa por llegar. Pero cuando pasaba cerca de una sombra de contornos extraños, un montón de madera, un tronco seco, un arbusto, su pie se detenía en el aire una décima de segundo más.
El canal hacía una curva. Cien metros más allá, en la dirección de la granja, se abría el corto espacio iluminado por los rayos del faro.
El joven pareció tropezar con esta luz. Se volvió. La atravesó corriendo y de nuevo se giró.
Aunque ya la había superado, seguía girándose mientras Maigret entraba en la zona luminosa tranquilamente, con toda su anchura, con todo su volumen, con todo su peso.
El otro debió de verlo. Se paró. El tiempo de recuperar el aliento. Arrancó de nuevo.
La luz quedaba a sus espaldas. Delante tenían una ventana iluminada: la de la granja. El canto de las ranas los acompañaba. Por mucho que se alejaran, seguía igual de próximo, los rodeaba como si centenares de animales los escoltaran.
Parón brusco y definitivo a cien metros de la casa. Una silueta se apartó del tronco de un árbol. Una voz cuchicheó.
Maigret no quería retroceder. Habría sido ridículo. No quería ocultarse. Además, era demasiado tarde: ya había cruzado la zona iluminada por el faro.
Sabían que él estaba allí. Siguió avanzando lentamente, desconcertado por no tener ya otro paso que acompañara el suyo.
La oscuridad era muy densa debido a los árboles de espeso follaje que había a ambos lados del camino. Pero se veía un guante blanco encima de algo.
Un abrazo. La mano de Cornelius detrás del talle de una joven, de Beetje.
Como máximo, le quedaban unos cincuenta metros más. Maigret hizo una pausa, sacó unos fósforos del bolsillo y prendió uno para encender la pipa, señalando así su posición exacta.
Después se acercó. Los enamorados se movían. Cuando estuvo sólo a diez metros, se destacó la silueta de Beetje, que se plantó en medio del camino con la cara vuelta hacia él, como para esperarlo. Y Cornelius seguía pegado a un tronco de árbol.
Ocho metros.
Detrás de ellos, la ventana de la granja seguía iluminada: un simple rectángulo rojizo.
De repente se oyó un gritito ronco, indescriptible, un grito de miedo, de nerviosismo, uno de esos gritos que preceden a los sollozos y las lágrimas, como un resorte.
Cornelius lloraba con la cabeza entre las manos y pegado al árbol, como para protegerse.
Beetje estaba frente a Maigret. Iba cubierta con un abrigo, pero el comisario vio que debajo llevaba un camisón, con las piernas desnudas y los pies calzados con zapatillas.
—No le haga caso.
Estaba tranquila. Dirigió incluso una mirada de reproche, también de impaciencia, a Cornelius.
Éste les daba la espalda. Intentaba calmarse. Pero, como no lo conseguía, sentía vergüenza.
—Está nervioso. Cree…
—¿Qué cree?
—Que lo van a acusar a él.
El joven seguía sin acercarse. Se secó los ojos. ¿Acaso pensaba en escapar y salir corriendo?
—Todavía no he acusado a nadie —exclamó Maigret por decir algo.
—¿Verdad que no?
Y, vuelta hacia su compañero, le habló en holandés. Maigret creyó entender o, más bien, adivinar: «¿Ves? El comisario no te acusa. Tienes que calmarte. No seas infantil». Pero ella calló bruscamente. Permaneció inmóvil, atenta. Maigret no había oído nada. Al cabo de unos segundos, también él creyó oír un crujido cerca de la granja.
Eso bastó para reanimar a Cornelius, que miró a su alrededor con las facciones tensas y los sentidos alerta.
Nadie hablaba.
—¿Ha oído? —susurró Beetje.
El joven, con el arrojo de un gallito, quiso acercarse al lugar de donde procedía el ruido. Respiraba ruidosamente.
Demasiado tarde. El enemigo estaba mucho más cerca de lo que habían supuesto.
A diez metros se alzaba una silueta identificable a primera vista: la del granjero Liewens, en zapatillas.
—¡Beetje! —llamó.
Ella no se atrevió a contestar inmediatamente. Pero cuando él repitió su nombre, suspiró temerosa:
—Ja!
Liewens seguía acercándose. Pasó primero delante de Cornelius, pero fingió no verlo. ¿Acaso todavía no había divisado a Maigret?
El caso es que se plantó delante de éste con la mirada dura y las aletas de la nariz temblando de ira. Se contenía. Permanecía rigurosamente inmóvil. Cuando habló, se dirigió a su hija, y su voz sonó a la vez incisiva y amortiguada.
Dos o tres frases. Ella lo escuchaba cabizbaja. Entonces él repitió varias veces la misma palabra en un tono imperioso, y Beetje explicó en francés:
—Quiere que le diga…
Su padre la espiaba, como para adivinar si ella traducía exactamente su discurso.
—… que en Holanda los policías no citan a las jóvenes de noche en el campo.
Maigret se sonrojó como pocas veces le había ocurrido. Una oleada de sangre cálida hizo zumbar sus oídos.
¡La acusación era tan estúpida y revelaba tanta mala fe!
Al fin y al cabo, Cornelius estaba ahí, agazapado en la oscuridad, con la mirada inquieta y los hombros encogidos.
Y el padre, en cualquier caso, debía de saber perfectamente que Beetje había salido para encontrarse con el chico.
Entonces, ¿qué podía contestar? Además, tenía que hablarle a través de una traductora.
Por otra parte, Liewens no parecía esperar respuesta alguna. El granjero chasqueó los dedos como para llamar a un perro y le mostró el camino a su hija; ésta dudó, se volvió hacia Maigret y, sin atreverse a mirar a su enamorado, caminó finalmente delante de su padre.
Cornelius no se había movido. Sin embargo, alzó la mano, quizá para detener al granjero cuando pasó por su lado, pero la dejó caer. El padre y la hija se alejaron. Poco después sonó un portazo en la casa.
¿Acaso las ranas habían enmudecido durante esta escena? Era imposible afirmarlo, pero su concierto se convirtió ahora en un estruendo ensordecedor.
—¿Habla francés?
Cornelius no contestó.
—¿Habla francés?
—Un poquito.
Miraba con rencor a Maigret, hablaba de mala gana, y se mantenía de lado, como para ofrecer menos superficie a un ataque.
—¿Por qué tiene tanto miedo?
Brotaron unas lágrimas, pero ni un sollozo. Cornelius se sonó durante largo rato. Le temblaban las manos. Parecía a punto de sufrir otra crisis.
—¿Teme realmente que lo acusen de haber matado a su profesor? —Y Maigret añadió bruscamente—: ¡Vámonos!
Lo empujó en dirección a la ciudad. Habló extensamente, porque se daba cuenta de que su interlocutor no entendía la mitad de sus palabras.
—¿Tiene miedo sólo por usted?
¡Era un chiquillo! El rostro, flaco y con los rasgos todavía poco definidos, estaba pálido. Los hombros parecían aún más estrechos en el uniforme ceñido. El gorro de guardiamarina acababa de aplastarlo, de convertirlo en un niño disfrazado de marino.
Y en todos sus gestos, en la expresión de su rostro, se leía la desconfianza. Si Maigret hubiera levantado la voz, ¡sin duda él habría alzado los brazos para protegerse de los golpes!
El brazalete negro, sin embargo, añadía una nota severa y lastimosa. ¿Acaso no hacía sólo un mes que el chaval se había enterado de que su madre había muerto en las Indias, tal vez un día en que él, en Delfzijl, se sentía muy contento, o tal vez la noche del baile anual de la escuela?
Regresaría a su casa dentro de dos años, con el grado de tercer oficial, y su padre lo acompañaría hasta una tumba ya descuidada, o le presentaría a otra mujer instalada en la casa.
Y la vida comenzaría en un gran vapor: las horas de guardia, las escalas, Java-Rotterdam, Rotterdam-Java, dos días aquí, cinco o seis horas allá…
—¿Dónde estaba en el momento en que mataron al profesor?
Brotó el sollozo, terrible y desgarrador. El chiquillo agarró las solapas de Maigret con sus manos enguantadas de blanco, que temblaban convulsivamente.
—¡No es verdad! ¡No es verdad! —repitió por lo menos diez veces—. Nein! ¿Usted no entender? ¡No! No es verdad.
Tropezaron de nuevo con el pincel lechoso del faro. La luz los cegaba, los esculpía destacando todos los detalles.
—¿Dónde estaba usted?
—Por ahí.
Por ahí era la casa de los Popinga, el canal, que debía de cruzar saltando de tronco en tronco.
Este detalle era importante. Popinga había muerto a las doce menos cinco. Cornelius había vuelto a su barco exactamente a las doce y cinco.
Ahora bien, para recorrer el camino por el trayecto normal, es decir, por la ciudad, se precisaban unos treinta minutos.
¡Pero únicamente seis o siete franqueando el canal de esa manera y evitando el rodeo!
Maigret caminaba, pesado y lento, al lado del joven; éste temblaba como una hoja, y, en el momento en que sonó una vez más el rebuzno del asno, se estremeció de pies a cabeza, como si estuviera a punto de escapar.
—¿Quieres a Beetje?
Silencio obstinado.
—¿La viste regresar después de que Popinga la hubiera acompañado?
—¡Eso no es cierto! ¡No es cierto! ¡No es cierto!
Maigret estuvo a punto de calmarlo de un buen empellón.
Sin embargo, lo rodeó con una mirada indulgente, quizás afectuosa.
—¿Ves a Beetje todos los días?
Nuevo silencio.
—¿A qué hora tienes que regresar al barco-escuela?
—Diez. Si no, permiso… Cuando iba a casa del profesor, yo poder…
—… regresar más tarde. Así que, ¿esta noche no?
Estaban en la orilla del canal, en el mismo lugar por donde Cornelius lo había cruzado. Maigret, con absoluta naturalidad, se dirigió hacia los troncos, puso el pie sobre uno de ellos y estuvo a punto de caer, porque no estaba habituado a esas piruetas y la madera resbalaba debajo de sus suelas.
Cornelius titubeaba.
—¡Corre! Van a dar las diez.
El chiquillo se asombró. Debía de estar pensando que ya no volvería a ver el barco-escuela, que sería detenido, que iban a meterlo en la cárcel.
Por el contrario, el terrible comisario lo acompañaba y tomaba impulso, como él, para salvar los dos metros de agua del centro del canal. Se salpicaron mutuamente. En la otra orilla, Maigret se paró para secarse el pantalón.
—¿Dónde está el barco?
Todavía no había caminado por ese lado del canal. Entre el Amsterdiep y el nuevo canal, ancho y profundo, accesible a los grandes buques, había un gran solar.
Al volverse, el comisario descubrió una ventana iluminada en el primer piso de la casa de los Popinga. Una silueta, la de Any, se movía detrás de la cortina. Era el despacho de Popinga.
Pero no se podía adivinar en qué tarea estaba enfrascada la joven abogada.
Cornelius se había tranquilizado un poco.
—Juro… —comenzó a decir.
—¡No!
Eso lo desarmó. Miró a su compañero tan asustado que Maigret le palmeó el hombro diciéndole:
—¡No hay que jurar nunca! Y menos aún en tu situación. ¿Te casarías con Beetje?
—Ja! Ja!
—Y el padre de Beetje, ¿aceptaría?
Silencio. Cabizbajo, Cornelius seguía caminando entre las viejas barcas puestas a secar que obstruían el terreno.
Divisaron la amplia superficie del Ems-Canal. En un recodo del canal se alzaba un gran barco negro y blanco con todos los ojos de buey iluminados. Una proa muy alta. Un mástil y sus vergas.
Era una vieja nave de la Marina de Guerra holandesa, de cien años de antigüedad e incapaz ahora de navegar, que habían amarrado allí para alojar a los alumnos de la Escuela Naval.
Aquí y allá, figuras oscuras y resplandores de cigarrillos. El sonido de un piano procedente de la sala de juegos.
De repente repicó una campana lanzada al vuelo, mientras todas las siluetas dispersas por el muelle se agrupaban en un enjambre delante de la pasarela; y a lo lejos, por el camino que llevaba a la ciudad, llegaban corriendo cuatro rezagados.
Una auténtica vuelta a clase, aunque todos esos jóvenes de dieciséis a veintidós años vistieran el uniforme de oficial de la Marina, guantes blancos y rígida gorra con galones dorados.
Un viejo cabo de la Marina, acodado en la borda, los veía desfilar uno a uno fumando su pipa.
Todo vibraba, juvenil y alegre. Se intercambiaban bromas que Maigret no lograba entender. Los cigarrillos eran arrojados en el momento de franquear la pasarela. Y, una vez a bordo, proseguían las carreras y los simulacros de peleas.
Los rezagados, jadeantes, alcanzaron la pasarela. Cornelius, con las facciones tensas, los ojos colorados y la mirada febril, se volvió hacia Maigret.
—¡Vamos, corre! —masculló éste.
El otro entendió mejor el gesto que las palabras; se llevó la mano a la gorra, esbozó torpemente un saludo militar y abrió la boca para hablar.
—Está bien. Lárgate —le dijo Maigret, porque el cabo de la Marina se disponía a irse y un alumno ocupaba su puesto de guardia.
A través de los ojos de buey podía ver cómo los jóvenes desplegaban sus hamacas y arrojaban sus ropas con despreocupación.
Maigret no se movió del sitio hasta que hubo visto cómo Cornelius entraba en la cámara, tímido, incómodo, con el cuerpo ladeado, recibía una almohada en plena cara y se dirigía a una de las hamacas del fondo.
Otra escena, pero de color más subido, estaba a punto de comenzar. El comisario aún no había dado diez pasos en dirección a la ciudad cuando descubrió a Oosting que, al igual que él, había acudido a presenciar el regreso de los alumnos.
Eran dos hombres ya maduros, y ambos gruesos, pesados y tranquilos.
¿No hacían el ridículo yendo a contemplar a unos chiquillos que se encaramaban a sus hamacas y se peleaban a almohadonazos?
¿No eran como dos gordas cluecas vigilando a un polluelo atrevido?
Se miraron. «El Baes» no chistó, pero se tocó el borde de la gorra.
Sabían de antemano que entre ellos era imposible cualquier conversación, dado que no hablaban el mismo idioma.
—Goed avond —masculló, sin embargo, el hombre de Workum.
—¡Buenas noches! —exclamó Maigret, como si fuera un eco.
Seguían el mismo rumbo, un camino que al cabo de unos doscientos metros se convertía en calle y se adentraba en la ciudad.
Caminaban los dos más o menos a la misma altura. Para separarse, uno de ellos tenía que reducir ostensiblemente el paso, y ninguno de los dos quería hacerlo.
Oosting calzaba zuecos. Maigret iba vestido de ciudad. Fumaban los dos en pipa, con la única diferencia de que la de Maigret era de brezo, y la del «Baes» de arcilla.
La tercera casa ante la que pasaron era un café, y Oosting entró en él después de sacudir sus zuecos y dejarlos sobre el felpudo, de acuerdo con la tradición holandesa.
Maigret sólo se lo pensó un segundo y entró a su vez.
Había una decena de marinos y marineros alrededor de la misma mesa, fumando pipas y cigarros, y bebiendo cerveza y ginebra.
Oosting estrechó algunas manos, descubrió una silla vacía en la que se sentó pesadamente, y atendió a la conversación general.
Maigret se instaló aparte, no sin notar que, en realidad, la atención de la clientela se centraba en su persona. El dueño, que estaba en el grupo, aguardó unos instantes antes de ir a preguntarle qué quería beber.
La ginebra manó de un recipiente de porcelana y cobre.
Y ese olor a ginebra que reinaba allí, como en todos los cafés holandeses, hacía su atmósfera muy distinta a la de un café francés.
Los ojitos de Oosting reían cada vez que se fijaban en el comisario.
Éste estiró las piernas, luego las metió debajo de la silla, las estiró de nuevo, y cuando, por hacer algo, llenó una pipa, el dueño se levantó expresamente para ofrecerle fuego.
—Moie er!
Maigret no le entendía; frunció las cejas y pidió que lo repitiera.
—Moie er, ja! Oost vind.
Los demás escuchaban y se daban codazos. Uno le mostró la ventana y el cielo estrellado.
—Moie er! ¡Bueno tiempo! —Y trató de explicarle que el viento venía del este, lo que era perfecto.
Oosting elegía entre los cigarros de una caja. Removió cinco o seis que habían dejado delante de él, tomó un Manila negro como el carbón, y escupió la punta al suelo antes de encenderlo.
Después mostró su gorra nueva a sus compañeros.
—Vier gulden.
¡Cuatro florines! ¡Cuarenta francos! Sus ojos seguían riendo.
Entró alguien que abrió un diario y habló de los últimos cursos del flete en la bolsa de Amsterdam.
Y durante la animada conversación que siguió, muy parecida a una pelea por las voces sonoras y la dureza de las sílabas, olvidaron a Maigret, que sacó una monedita de plata de su bolsillo y fue a acostarse al Hotel Van Hasselt.