Cuando, una tarde de mayo, Maigret llegó a Delfzijl, tenía apenas algunas nociones elementales sobre el caso que lo llamaba a esta pequeña ciudad situada en el extremo norte de Holanda.
Un tal Jean Duclos, profesor de la Universidad de Nancy, realizaba una gira de conferencias por los países del norte de Europa. En Delfzijl, se alojó en casa de un profesor de la Escuela Naval, el señor Popinga. Sin embargo, el señor Popinga había sido asesinado y, si bien no acusaban formalmente al profesor francés, le rogaron que no abandonara la ciudad y se mantuviera a disposición de las autoridades neerlandesas.
Eso era todo, o casi todo. Jean Duclos había avisado a la Universidad de Nancy, la cual, a su vez, había conseguido que un miembro de la Policía Judicial fuera enviado a Delfzijl.
La misión fue encargada a Maigret. Misión más oficiosa que oficial, y que él había hecho aún menos oficial al no avisar a sus colegas holandeses de su llegada.
Jean Duclos le había enviado un informe bastante confuso, seguido de una lista con los nombres de las personas más o menos mezcladas en la historia.
Y fue esa lista la que consultó poco antes de llegar a la estación de Delfzijl:
Conrad Popinga (la víctima): cuarenta y dos años, antiguo capitán de la Marina, profesor de la Escuela Naval de Delfzijl. Casado. Sin hijos. Hablaba correctamente el inglés y el alemán, y bastante bien el francés.
Liesbeth Popinga: su esposa, hija del director de un instituto de Amsterdam. Muy culta. Conocimiento profundo del francés.
Any van Elst: hermana pequeña de Liesbeth Popinga. Pasaba unas semanas en Delfzijl. Había leído recientemente su tesis de doctorado en derecho. Veinticinco años. Entiende un poco el francés, pero lo habla mal.
Familia Wienands: habita la casa vecina de los Popinga. Cari Wienands es profesor de matemáticas en la Escuela Naval. Casado y con dos hijos. Ningún conocimiento del francés.
Beetje Liewens: dieciocho años, hija de un granjero especializado en la exportación de vacas de pura raza. Dos estancias en París. Francés perfecto.
La lista no decía mucho. Los nombres no sugerían nada, por lo menos a Maigret, que llegaba de París después de viajar durante una noche y media.
Delfzijl lo desconcertó desde el primer momento. De madrugada, había atravesado la Holanda tradicional de los tulipanes, y después Amsterdam, que ya conocía. La Drenthe, auténtico desierto de brezales con horizontes de treinta kilómetros surcados de canales, lo había sorprendido.
En Delfzijl se encontró con un decorado que no tenía nada en común con las tarjetas postales holandesas y cuyo aspecto era cien veces más nórdico de lo que había imaginado.
Una pequeña ciudad: diez o quince calles como máximo, empedradas con hermosos adoquines rojos y alineados tan regularmente como los azulejos de una cocina. Casas bajas de ladrillo, adornadas con profusos revestimientos de madera de colores claros y alegres.
Era como de juguete. Esta impresión se acentuó cuando, alrededor de la ciudad, vio el dique que la cercaba por completo. En caso de mar fuerte, los pasos de este dique podían cerrarse mediante unas pesadas puertas parecidas a de las esclusas.
Más allá estaba la desembocadura del Ems. El Mar del Norte. Una larga franja de agua plateada. Cargueros en fase de descarga bajo las grúas del muelle. Canales y una infinidad de barcos de vela, grandes y pesados como gabarras, pero preparados para salvar el oleaje marino.
Hacía sol. El jefe de la estación de tren llevaba una bonita gorra anaranjada con la que saludó con toda naturalidad al viajero desconocido.
Frente a la estación había un café. Maigret entró en él y casi no se atrevió a sentarse. No sólo relucía como un comedor pequeñoburgués, sino que reinaba en él la misma intimidad.
Sobre la única mesa del local estaban todos los periódicos del día en torno a unas varillas de cobre. El dueño, que bebía cerveza en compañía de dos clientes, se levantó para atender a Maigret.
—¿Habla usted francés? —le preguntó éste.
Gesto negativo. Cierto malestar.
—Déme una cerveza. Bier! —Y, una vez sentado, sacó el papelito del bolsillo. Su mirada tropezó con el último nombre. Lo mostró a los clientes y repitió dos o tres veces—: Liewens.
Los tres hombres hablaron entre sí. Después uno de ellos, un muchacho con gorra de marino, se levantó e indicó a Maigret que lo siguiera. Como el comisario no llevaba todavía dinero holandés y quería cambiar un billete de cien francos, le repitieron:
—Morgen! Morgen!
¡Mañana! ¡Maigret tendría que volver!
El ambiente era familiar. Todo tenía cierta simpleza, incluso candidez. Sin decir palabra, el «guía» condujo a Maigret a través de las calles de la pequeña ciudad. A la izquierda, había una tienda llena de anclas antiguas, cordajes, cadenas, boyas y brújulas que invadían la acera. Más adelante, un hombre cosía velas en el umbral de su casa.
Y el escaparate de la pastelería exhibía una magnífica selección de chocolates y sofisticadas golosinas.
—¿No hablar inglés?
Maigret indicó que no.
—¿No alemán?
Al oír la misma respuesta, el hombre se resignó al silencio. Al final de una calle se veía ya el campo: prados verdes y un canal en el que flotaban los troncos en casi toda su anchura, en espera de ser remolcados a través del país.
El guía le señaló, a lo lejos, una gran techumbre construida con tejas vidriadas.
—Liewens. Dag, mijnheer!
Y Maigret prosiguió su camino a solas, no sin antes intentar dar las gracias a aquel hombre que, sin conocerlo, había caminado durante casi un cuarto de hora para hacerle un favor.
El cielo era puro, y la atmósfera, de una nitidez asombrosa. El comisario rodeó un depósito de maderas donde los troncos de roble, de caoba y de teca alcanzaban la altura de una casa.
Había un barco amarrado. Unos niños jugaban. Después un kilómetro de soledad. Troncos de árboles en el canal. Vallas blancas alrededor de los campos y, aquí y allá, magníficas vacas.
Nuevo choque de las ideas preconcebidas con la realidad: la palabra «granja» le sugería a Maigret un tejado de paja, montones de estiércol y un hormigueo animal.
Y se hallaba delante de una hermosa y moderna edificación rodeada de un jardín resplandeciente de flores. En el canal, frente a la casa, había un bote de caoba de finas líneas y, apoyada en la verja, una bicicleta de mujer totalmente niquelada.
Buscó en vano un timbre. Llamó sin conseguir respuesta. Un perro acudió a frotarse contra sus piernas.
A la izquierda de la casa se alzaba un edificio alargado y de ventanas regulares, aunque sin cortinas, que habría hecho pensar en una cochera de no ser por la calidad de los materiales y sobre todo por la coquetería de las pinturas.
Al oír un mugido procedente de ese edificio, Maigret avanzó, rodeó los macizos de flores y se encontró ante una puerta abierta de par en par.
Era un establo, pero estaba tan limpio como una casa. Por doquier el ladrillo rojo, que confería a la atmósfera una luminosidad cálida, casi suntuosa. Tenía canalizaciones para la salida de aguas, un sistema de distribución mecánica del pienso en los comederos y, detrás de cada compartimento, una polea de cuya utilidad no se enteró Maigret hasta más tarde: servía para mantener levantada la cola de las vacas mientras se las ordeñaba, a fin de que la leche no se ensuciara.
La penumbra reinaba en el interior. Las bestias estaban fuera, a excepción de una, echada de lado en el primer compartimento.
Una joven se acercó al visitante hablándole en holandés.
—¿La señorita Liewens? —le preguntó Maigret.
—Sí. ¿Es usted francés?
Miraba a la vaca mientras hablaba. Mostraba una sonrisa un tanto irónica que Maigret tardó un poco en comprender.
También aquí las ideas preconcebidas resultaron falsas.
Beetje Liewens llevaba unas botas negras de caucho que le daban aspecto de amazona, y un traje de seda verde, cubierto casi completamente por una bata de enfermera. Una cara sonrosada, demasiado sonrosada quizás. Una sonrisa sana y alegre, pero carente de sutileza. Ojos grandes, de un azul como de porcelana. Pelirroja.
A la joven le costó empezar a hablar en francés y pronunciaba las palabras con fuerte acento holandés. Pero no tardó en familiarizarse de nuevo con el idioma.
—¿Quiere hablar con mi padre?
—No, con usted.
Ella estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Discúlpeme. Mi padre ha ido a Groninga y no volverá hasta la noche. Los dos criados están en el canal descargando carbón. La sirvienta se ha ido a comprar. Y en este momento preciso la vaca está a punto de parir. No nos lo esperábamos. Estoy completamente sola.
Estaba apoyada en un tomo de mano que había preparado por si tenía que ayudar al animal. Sonreía mostrando todos sus dientes.
Fuera el sol brillaba. Sus botas relucían como el charol. Tenía las manos regordetas y rosadas, y las uñas cuidadas.
—Desearía que habláramos de Conrad Popinga.
Pero ella pestañeó. La vaca acababa de levantarse con un salto doloroso y volvió a caer pesadamente.
—Cuidado. ¿Quiere ayudarme?
Se colocó unos guantes de goma que había dejado cerca.
Así empezó Maigret esta investigación: ayudando a un ternero de pura raza frisona a venir al mundo, en compañía de una muchacha cuyos gestos seguros revelaban un entrenamiento deportivo.
Media hora después, mientras el recién nacido buscaba ya las ubres de su madre, él estaba agachado con Beetje ante un grifo de cobre rojo y se enjabonaba las manos hasta los codos.
—¿Es la primera vez que hace esto? —bromeó ella.
—La primera.
Tenía dieciocho años. Cuando se quitó la bata blanca, el traje de seda esculpió unas formas redondeadas que, quizás a causa de la atmósfera soleada, eran extremadamente atractivas.
—Hablaremos mientras tomamos el té. Venga a casa.
La sirvienta había regresado. El salón era austero, un poco oscuro, pero de una comodidad refinada. Los pequeños cristales de las ventanas eran de un color rosa, muy delicado, que Maigret jamás había visto.
Una librería llena de libros. Numerosas obras sobre la cría de animales y sobre veterinaria. En las paredes, medallas de oro ganadas en exposiciones internacionales y diplomas.
Y, en medio de todo eso, las últimas obras de Claudel, de André Gide, de Valéry.
Beetje sonrió con coquetería.
—¿Quiere ver mi habitación?
Ella espiaba sus reacciones. No había cama, sólo un diván recubierto de terciopelo azul. Las paredes estaban forradas de tela de Jouy. Estanterías oscuras con más libros; una muñeca, comprada en París, de seda crujiente; un tocador, o casi, pero de aspecto pesado, sólido y reflexivo.
—¿No es como en París?
—Me gustaría que me contara lo que ocurrió la semana pasada.
El rostro de Beetje se ensombreció, pero no lo suficiente como para dejar traslucir que se tomaba los acontecimientos de manera trágica.
Y esa sonrisa llena de orgullo al mostrar su habitación lo confirmaba.
—Vayamos a tomar el té.
Y se sentaron uno frente a otro, delante de la tetera recubierta por una funda que impedía que la bebida se enfriara.
A Beetje le fallaban algunas palabras. En vista de eso, fue a buscar un diccionario, y a veces se interrumpía largo rato hasta dar con el término exacto.
Un barco coronado por una gran vela gris se deslizaba por el canal, pero como hacía poco viento, se ayudaba con la pértiga. Avanzaba entre los troncos que obstruían el río.
—¿No ha ido todavía a casa de los Popinga? —le preguntó ella.
—Llegué hace una hora y sólo he tenido tiempo de ayudar a parir a su vaca.
—Claro. En fin, Conrad era un tipo encantador, un hombre realmente simpático. En primer lugar, había viajado por todo el mundo como segundo oficial, y después como primer teniente. ¿Se dice así en francés? Luego, cuando tuvo el título de capitán, se casó y, por agradar a su mujer, aceptó una plaza de profesor en la Escuela Naval. Eso no era tan bonito. Tenía un yate pequeño, pero a la señora Popinga le asusta el agua, y él lo vendió. Desde entonces, sólo tenía un bote en el canal. ¿Ha visto el mío? El suyo es casi idéntico. Luego, de noche, daba clases particulares a estudiantes. Trabajaba mucho.
—¿Cómo era?
Ella no lo entendió de inmediato. Acabó por ir a buscar una foto que representaba a un joven mofletudo, de ojos claro y pelo corto, que tenía un impresionante aspecto de ingenuidad y de salud.
—Es Conrad. No parece que tenga cuarenta años, ¿verdad? Su mujer es mayor, quizá tenga cuarenta y cinco, ¿no la ha visto? Y tiene ideas completamente distintas. Por ejemplo, aquí todo el mundo es protestante, ¿no? Yo soy de la Iglesia moderna. Liesbeth Popinga, por su parte, es de la Iglesia nacional, que es la más severa, la más, ¿cómo dicen ustedes?, ¿conservatoria?
—Conservadora.
—Eso es. Y es presidenta de muchas asociaciones benéficas.
—¿No la aprecia usted?
—Sí, pero no es lo mismo. Ella es hija del director de un instituto, y mi padre sólo es granjero, ¿me entiende? Sin embargo, es muy dulce, muy amable.
—¿Qué ocurrió?
—Aquí suele haber bastantes conferencias. Es una pequeña ciudad, de cinco mil habitantes, pero queremos estar al corriente de las nuevas ideas. El jueves pasado dio una el profesor Duclos, de Nancy, ¿lo conoce?
Se asombró mucho de que Maigret no hubiera oído hablar del profesor Duclos, pues ella lo creía una gloria nacional francesa.
—Es un gran abogado, especialista en cuestiones criminales y, ¿cuál es la palabra?, psicológicas. Habló de la responsabilidad de los criminales. ¿Se dice así? Tiene usted que decirme si me equivoco al hablar, ¿eh? La señora Popinga es presidenta de la sociedad que organiza las conferencias, y los oradores siempre se alojan en su casa. A las diez de la noche había una pequeña reunión privada en casa de los Popinga. Estaban el profesor Jean Duclos, Conrad Popinga y su mujer, también el señor Wienands, con su mujer y sus hijos.
»Y yo. La casa está a un kilómetro de aquí, también junto al Amsterdiep, que es el canal que está viendo. Bebimos vino y comimos pasteles. Conrad puso la radio. ¡Ah!, también estaba Any, me olvidaba de ella, la hermana de la señora Popinga, que es abogada. Conrad quiso bailar, y retiramos la alfombra. Los Wienands se fueron antes por los niños, pues el más pequeño lloraba. Viven en la casa de al lado de los Popinga. A medianoche, Any dijo que quería acostarse. Yo había ido en bicicleta. Conrad quiso acompañarme y tomó también su bicicleta. Volví aquí. Mi padre me esperaba. Y hasta la mañana siguiente no nos enteramos del drama. Todo Delfzijl estaba agitado. Pero no creo que fuera culpa mía. Cuando Conrad regresó, fue a guardar su bicicleta en el cobertizo, detrás de la casa. Entonces le dispararon con un revólver. Cayó. Murió al cabo de una media hora. ¡Pobre Conrad, tenía la boca abierta!».
Se secó una lágrima que hacía un extraño efecto sobre su mejilla, lisa y rosada como una manzana madura.
—¿Eso es todo?
—Sí. Vino la policía de Groninga para ayudar a la gendarmería. Dijeron que habían disparado desde la casa. Al parecer, el profesor, inmediatamente después del disparo, bajó la escalera con un revólver en la mano. Y resultó ser el revólver con el que habían disparado.
—¿El profesor Jean Duclos?
—Sí. Y no lo dejaron irse.
—En suma, en ese momento estaban en la casa la señora Popinga, su hermana Any y el profesor Duclos.
—Ja!
—Y, durante la velada, estaban además los Wienands, usted y Conrad.
—¡Y también Cor! Me había olvidado.
—¿Cor?
—Bueno, se llama Cornelius, es un estudiante de la Escuela Naval que iba a menudo a casa de los Popinga para que Conrad le diera clases particulares.
—¿Cuándo se fue?
—Al mismo tiempo que Conrad y yo. Se subió a su bicicleta y giró a la izquierda para volver al barco-escuela que está en el Ems-Canal. ¿Quiere azúcar?
El té humeaba en las tazas. Un coche acababa de detenerse al pie de la escalinata de tres peldaños. Poco después entró un hombre alto, ancho de hombros, entrecano, de rostro grave y una pesadez acentuada por su calma.
El granjero Liewens esperó a que su hija le presentara al visitante.
Estrechó vigorosamente la mano de Maigret, pero no dijo nada.
—Mi padre no habla francés.
Ella le sirvió una taza de té, y él bebió de pie, a pequeños sorbos. Después, en holandés, la joven le puso al corriente del nacimiento del ternero.
Debió de referirse al papel desempeñado por el comisario en el acontecimiento, porque el señor Liewens lo miró con asombro no exento de ironía, y a continuación, después de un saludo bastante rígido, se dirigió al establo.
—¿Han metido al profesor Duclos en la cárcel? —preguntó entonces Maigret.
—No, no. Está en el Hotel Van Hasselt, vigilado por un gendarme.
—¿Y Conrad?
—Transportaron su cuerpo a Groninga, a treinta kilómetros de aquí. Es una gran ciudad de cien mil habitantes, con una universidad, donde Jean Duclos se había alojado la víspera. Es terrible, ¿verdad? No se entiende.
Tal vez fuera terrible, pero no se notaba. Ello se debía a la límpida atmósfera, al decorado suave y confortable, al té que humeaba, y a todo Delfzijl, esa pequeña ciudad que parecía un juguete colocado al borde del mar.
Desde la ventana, dominando la ciudad de ladrillo rojo, se veía la chimenea y la pasarela de un gran barco mercante que estaban descargando. Y los barcos, sobre el Ems, se deslizaban hasta llegar al mar.
—¿Conrad la acompañaba a usted a menudo?
—Siempre que yo iba a su casa. Era un amigo.
—¿No se ponía celosa la señora Popinga?
Maigret lo decía por si acaso, porque su mirada acababa de caer sobre el atractivo pecho de la joven, y quizá también porque había recibido la bocanada cálida de su aliento en las mejillas.
—¿Por qué iba a sentir celos?
—No lo sé. De noche, los dos solos…
Ella rió, mostrando sus dientes sanos.
—En Holanda siempre es así. Cor también me acompañaba.
—¿Estaba Conrad enamorado de usted?
Ella no dijo ni sí ni no. Cloqueó. Ésa es la palabra exacta. Un pequeño cloqueo de coquetería satisfecha.
Por la ventana vieron cómo su padre sacaba el ternero del establo, sosteniéndolo como un bebé, y lo dejaba sobre la hierba del prado, a pleno sol.
El animal se tambaleó sobre sus cuatro patas demasiado delgadas, estuvo a punto de caerse y, de repente, pareció trotar cuatro o cinco metros antes de inmovilizarse.
—¿Conrad no la besó nunca?
Nueva risa, pero acompañada de cierto rubor.
—Sí.
—¿Y Cor?
Guardó más las formas y desvió a medias la cabeza.
—También. ¿Por qué me lo pregunta?
Tenía una extraña mirada. ¿Acaso esperaba que Maigret también la besara?
Su padre, desde fuera, la llamaba. Ella abrió la ventana. Él le habló en holandés. Cuando se volvió, dijo:
—Disculpe, tengo que ir a la ciudad, a buscar al alcalde para el pedigrí del ternero. Es muy importante. ¿No va usted a Delfzijl?
Salieron juntos. Ella tomó su bicicleta por el manillar y caminó al lado del comisario, balanceando un poco las caderas, tan sólidas como las de una mujer.
—Hermoso país, ¿no es cierto? ¡Pobre Conrad, que ya no podrá verlo! ¡Mañana comienzan los baños! Los años anteriores, él iba todos los días y se pasaba una hora en el agua.
Maigret caminaba mirando al suelo.